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El duque de Valant había pedido audiencia con el canciller. A la hora prevista llegó acompañado de un joven comerciante ricamente ataviado.

—Decidme, duque —inquirió el canciller—, ¿qué es ese asunto tan urgente que queréis tratar con el emperador?

—Señor canciller, os pido que escuchéis a este caballero que me honra con su amistad. Es un respetado comerciante de Edesa.

Pascal de Molesmes, con gesto aburrido, pero por cortesía hacia el duque, escuchó al joven comerciante. Éste le expuso sin circunloquios el motivo de su viaje.

—Sé de las dificultades pecuniarias del imperio, y vengo a hacer una oferta al emperador.

—¿Vos queréis hacer una oferta al emperador? —exclamó entre irritado y divertido el canciller—. ¿Y qué oferta es ésa?

—Represento a un grupo de nobles comerciantes de Edesa. Como vos sabéis, hace mucho tiempo que un emperador de Bizancio arrebató por la fuerza de las armas a mi ciudad su más preciada reliquia: el Mandylion. Nosotros somos hombres de paz, vivimos honradamente, pero gustaríamos de devolver a nuestra Comunidad lo que era suyo y le fue robado a la fuerza. No vengo a suplicar que nos lo devolváis ahora que pertenece al emperador, pues de todos es sabido que obligó al obispo a entregárselo y que el rey de Francia jura que su sobrino no se lo vendió. Si el Mandylion está en manos de Balduino queremos comprárselo. No importa el precio, lo pagaremos.

—¿De qué Comunidad habláis? Pues Edesa está en manos musulmanas, ¿no?

—Somos cristianos, y nunca hemos sido molestados por los actuales señores de Edesa. Pagamos cuantiosos tributos y desarrollamos en paz nuestra actividad. De nada podemos quejarnos. Pero el Mandylion nos pertenece y debe volver a nuestra ciudad.

Pascal de Molesmes escuchó interesado al joven impertinente que osaba plantear sin remilgos la compra del Mandylion.

—¿Y cuánto estáis dispuesto a pagar?

—Diez sacos de oro con el peso de un hombre.

El canciller no movió un músculo pese a que le había impresionado la cuantía. El imperio volvía a tener deudas, y Balduino desesperaba en busca de préstamos, por más que su tío el buen rey Luis no le abandonara.

—Transmitiré al emperador vuestra oferta y os mandaré llamar cuando tenga una respuesta.

Balduino escuchó pesaroso a su canciller. Había jurado no revelar jamás la venta del Mandylion a los templarios. Sabía que respondía con su vida.

—Debéis decirle a ese comerciante que rechazo su oferta.

—¡Pero Señor, consideradlo!

—No, no puedo. No vuelvas a pedirme que venda el Mandylion ¡jamás!

Pascal de Molesmes salió cabizbajo de la sala del trono. Sospechaba de la incomodidad de Balduino cuando le hablaba del Mandylion. Hacía ya dos largos meses que la Sagrada Sábana estaba en manos del emperador, aunque a nadie se la había mostrado, ni siquiera a él, su canciller.

Corría la leyenda de que aquel oro generoso entregado por el superior de los templarios de Constantinopla, André de Saint-Rémy, era en pago de la posesión del Mandylion. Pero Balduino siempre había negado esos rumores; juraba que la sagrada mortaja se encontraba a buen recaudo.

Cuando el rey Luis fue liberado y regresó a Francia envió de nuevo al conde de Dijon con una oferta aún más generosa por el Mandylion, pero ante la sorpresa de la corte de Constantinopla, el emperador se mostró inflexible y aseguró ante todos que no vendería a su tío la reliquia. Ahora de nuevo rechazaba una oferta sustanciosa, de manera que Pascal de Molesmes dejó que en su mente se abrieran paso las sospechas que albergaba: Balduino no poseía el Mandylion, se lo había vendido a los templarios.

Esa tarde mandó llamar al duque de Valant y a su joven protegido para transmitirles la negativa del emperador. De Molesmes se sorprendió cuando el comerciante de Edesa le aseguró que estaba dispuesto a doblar la oferta. Pero el canciller no le quiso hacer concebir falsas esperanzas.

—¿Entonces es cierto lo que se dice en la corte? —preguntó el duque de Valant.

—¿Y qué es lo que se dice en la corte, mi buen amigo?

—Que el emperador no tiene el Mandylion, que se lo entregó en prenda a los templarios a cuenta del oro que éstos le dieron para pagar a Venecia y a Génova. Sólo así se puede entender que rechace tan generosa oferta de los comerciantes de Edesa.

—Yo no hago caso de los rumores ni de las insidias de la corte, os aconsejo que vos tampoco creáis todo lo que se dice. Os he transmitido la palabra del emperador, y no hay más que hablar.

Pascal de Molesmes despidió a sus invitados albergando las mismas sospechas que ellos: el Mandylion estaba en manos de los templarios.

— o O o —

La fortaleza del Temple se levantaba sobre una roca junto al mar. El color dorado de la piedra se confundía con la arena del cercano desierto. La fortaleza se alzaba orgullosa dominando un amplio terreno, uno de los últimos bastiones cristianos en Tierra Santa.

Robert de Saint-Rémy se restregó los ojos como si la visión de la fortaleza templaria se tratase de un espejismo. Calculó que en pocos minutos se verían rodeados de caballeros que desde hacía un par de horas los observaban. Tanto él como François de Charney parecían auténticos sarracenos. Hasta sus caballos, de pura sangre árabe, les ayudaban a ocultar su identidad.

Alí, su escudero, se había revelado una vez más como un experto guía y un fiel amigo. Le debía la vida, le había salvado cuando fueron atacados por una patrulla de ayubíes. Combatió a su lado con fiereza y no permitió que una lanza destinada a su corazón llegara a su destino, cruzándose en medio para recibir en su carne el hierro asesino. Ni uno de los ayubíes sobrevivió al ataque, pero Alí agonizó durante varios días, sin que él, Robert de Saint-Rémy, se apartara de su lado.

Volvió a la vida gracias a las pócimas de Said, el escudero de De Charney, que era un mozo que había aprendido los remedios de los físicos del Temple y de algunos médicos musulmanes con los que había tratado en sus correrías. Fue Said quien arrancó el hierro de la lanza del costado de Alí y quien limpió minuciosamente la herida, cubriéndola con un emplasto que hizo con unas hierbas que siempre llevaba consigo, también le hizo beber un brebaje mal oliente con el que le indujo a un sueño tranquilizador.

Cuando el caballero De Charney preguntaba a Said si Alí viviría, invariablemente respondía, para desesperación de los dos templarios, con un «Sólo Alá lo sabe». Al cabo de siete días, Alí volvió a la vida despertando del sueño en el que se había sumergido y que tanto se asemejaba a la muerte. El dolor le laceraba un pulmón y respirar le suponía un sacrificio, pero Said ahora sí dijo que viviría y todos recuperaron el ánimo.

Alí tardó otros siete días más en poder incorporarse, y otros siete en poder cabalgar sobre su dócil corcel al que le habían sujetado con cinchas para que, en caso de que perdiera el conocimiento, no diera con sus huesos en el suelo. Alí sanó, y allí estaba, junto a ellos, a punto de entrar en la fortaleza cuando una polvareda provocada por los cascos de una docena de caballos los envolvió. Los caballeros templarios se hicieron presentes y el comandante de la patrulla les dio el alto.

En cuanto dijeron quiénes eran fueron escoltados hasta la fortaleza y llevados de inmediato a la presencia del gran maestre.

Renaud de Vichiers, el gran maestre del Temple, los recibió con afecto. A pesar del cansancio, durante una hora informaron a De Vichiers de algunos pormenores del viaje y le entregaron la misiva y los documentos que les diera André de Saint-Rémy y la bolsa que guardaba el Mandylion.

El gran maestre les mandó descansar, y dio órdenes de que eximieran a Alí de cualquier servicio hasta que se recuperara totalmente.

Luego, ya a solas, con mano temblorosa, Renaud de Vichiers sacó de la bolsa el arca que guardaba el Mandylion. Sentía que la emoción le agarrotaba los sentidos, pues iba a conocer el rostro de Cristo Nuestro Señor.

Extendió el lino, y de rodillas, rezó, dando gracias a Dios por haberle permitido contemplar su verdadera faz.

Caía la tarde del segundo día de la llegada de Robert de Saint-Rémy y François de Charney cuando el gran maestre llamó a la Sala Capitular a los caballeros de la Orden. Allí, sobre una mesa alargada, estaba expuesto el Mandylion. Uno por uno pasaron delante de la mortaja de Cristo, y algunos de aquellos recios caballeros a duras penas pudieron reprimir las lágrimas. Después de los rezos, Renaud de Vichiers explicó a los caballeros de la Orden que el santo sudario de Cristo permanecería en una urna, oculto a ojos indiscretos. Era la joya más preciada del Temple y la defenderían con su vida. Después les tomó juramento: a nadie dirían dónde se encontraba el Mandylion. Su posesión pasaba a ser uno de los grandes secretos de la Orden de los Caballeros Templarios.