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Mendibj paseaba por el estrecho patio de la cárcel, disfrutando de los rayos de sol que iluminaban la mañana sin calentarla.

Había oído lo suficiente para saber que debía estar alerta. El nerviosismo de la psicóloga y la trabajadora social le hacía pensar que algo se estaba tramando y que él era la pieza de caza.

Había pasado el reconocimiento médico pertinente, había sido examinado una vez más por la psicóloga e incluso el director había asistido a una de esas cansinas sesiones en que la doctora se empeñaba en hacerle reaccionar a los estúpidos estímulos que le ponía como señuelos. Por fin la junta de Seguridad de la prisión había firmado su conformidad para que accediera a la libertad, y sólo faltaba la ratificación del juez, a lo más siete días, y estaría en la calle.

Sabía lo que tenía que hacer. Vagaría por la ciudad hasta convencerse de que no le siguiera nadie, después se acercaría hasta el parque Carrara, iría durante varios días, observaría de lejos a Arslan, y no dejaría caer el papel indicando su presencia hasta no estar seguro de que nadie le preparaba una celada.

Temía por su vida. Aquel policía que lo había visitado no parecía un bravucón; le había amenazado con hacer lo imposible por que pasara el resto de su vida en prisión, y de repente todo eran facilidades para que recuperara la libertad. La policía, pensó, prepara algo. Quizá piensan que si salgo a la calle les guiaré hasta mis contactos. Eso es, eso es lo que buscan, yo sólo soy el señuelo. Debo tener cuidado.

El mudo paseaba de un lado a otro sin advertir que, disimuladamente, era observado por dos jóvenes. Altos, de complexión fuerte y con el rostro embrutecido por la experiencia de la cárcel, los dos hermanos Bajerai comentaban en voz baja los pormenores del asesinato que se disponían a perpetrar.

Mientras, en el despacho del director de la cárcel, Marco Valoni hablaba con éste y con el jefe de los celadores.

—Es improbable que pase nada, pero no podemos dejar cabos sueltos. Por eso hay que garantizar la seguridad del mudo los días que le quedan de estar aquí —insistía Marco a sus interlocutores.

—Pero señor, el mudo no le interesa a nadie, es como si no existiera, no habla, no tiene amigos, no se comunica con ningún interno. Nadie le haría ningún mal, se lo aseguro —respondió el jefe de los celadores.

—No podemos correr riesgos, compréndalo. No sabemos a quién nos enfrentamos. Puede que sea un pobre hombre, puede que no. Hemos hecho poco ruido, pero el suficiente para que haya llegado a algunos oídos que el mudo saldrá de prisión. Alguien tiene que garantizarme su seguridad aquí dentro.

—Pero, Marco —argumentó el director— en esta cárcel no se han producido ajustes de cuentas, ni asesinatos entre presos, ni nada que se le parezca, por eso no alcanzo a compartir tu preocupación.

—Pues la tengo. De manera que usted, señor Genari, como jefe de los celadores estoy seguro que sabe bien quiénes son los capos de la prisión. Quiero hablar con ellos.

Genari hizo un gesto de impotencia. No había manera de convencer a ese policía para que no metiera las narices en los entresijos de la cárcel. Pretendía nada menos que él, Genari, le dijera quién mandaba allí dentro, como si pudiera hacerlo sin jugarse el cuello.

Marco intuyó las reservas de Genari, así que intentó plantear su petición de otra manera.

—Vamos a ver, Genari, aquí dentro tiene que haber alguien por el que los demás presos sientan respeto. Tráigamelo aquí.

El director de la prisión se movió incómodo en el sillón mientras Genari se instalaba en un terco silencio. Finalmente, el director intervino a favor de Marco.

—Genari, usted conoce como nadie esta prisión, tiene que haber alguien con esas características de las que habla el señor Valoni. Tráigalo.

Genari se levantó. Sabía que no podía tensar demasiado la cuerda sin despertar las sospechas de su superior y de aquel entrometido policía de Roma. Su cárcel funcionaba de maravilla, había unas reglas no escritas que todos respetaban y ahora Valoni quería conocer quién movía los hilos.

Mandó a un subalterno a por el capo, Frasquello. A esa hora estaría hablando por el móvil, dando instrucciones a sus hijos sobre cómo dirigir el negocio de contrabando de droga que le había llevado hasta prisión por culpa de un chivatazo.

Frasquello entró en el pequeño despacho del jefe de los celadores con gesto ceñudo.

—¿Qué quiere? ¿Por qué me molesta?

—Porque hay un policía empeñado en hablar con usted.

—Yo no hablo con policías.

—Pues con éste tendrá que hablar porque de lo contrario pondrá la prisión patas arriba.

—No tengo nada que ganar hablando con ese policía. Si tiene un problema, resuélvalo; a mí déjeme en paz.

—¡No, no le voy a dejar en paz! —gritó Genari—. Usted vendrá conmigo a ver a ese policía, y hablará con él. Cuanto antes termine su asunto antes se irá y nos dejará en paz.

—¿Qué quiere ese poli?, ¿por qué quiere hablar conmigo? Yo no conozco a ningún poli ni quiero conocerlo. Déjeme en paz.

El capo hizo ademán de salir del despacho, pero antes de que pudiera abrir la puerta Genari se le había echado encima cogiéndolo del brazo e inmovilizándolo con una llave.

—¡Suélteme! ¿Está loco? ¡Es hombre muerto!

En ese momento la puerta del despacho se abrió. Marco Valoni miró fijamente a los dos hombres notando la ira que albergaban ambos.

—¡Suéltelo! —ordenó a Genari.

El aludido soltó el brazo de Frasquello, quien permaneció inmóvil, como sopesando al recién llegado.

—He preferido venir yo a que usted acudiera al despacho del director. Le han telefoneado, así que le he dicho que para no importunarle yo venía a su despacho. Parece que he llegado a tiempo, porque usted ha encontrado a nuestro hombre. Siéntese —ordenó a Frasquello.

El capo no se movió. Genari, nervioso, lo miró con odio.

—¡Siéntese! —repitió Valoni con gesto enfadado.

—No sé quién es usted, pero sí sé qué derechos tengo, y no estoy obligado a hablar con un policía. Llamaré a mi abogado.

—No llamará a nadie, y me escuchará y hará lo que yo le diga, porque de lo contrario le trasladarán de prisión a un lugar donde no tenga a su buen amigo Genari haciendo la vista gorda.

—Usted no puede amenazarme.

—Y no lo he hecho.

—¡Basta! ¿Qué quiere?

—Ya que está entrando en razón, se lo diré claramente: quiero que a un hombre que está dentro de esta prisión no le suceda nada.

—Dígaselo a Genari, es el jefe. Yo estoy preso.

—Se lo digo a usted, porque será usted el que se encargue de que a ese hombre no le suceda nada.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo haré?

—No lo sé, ni me importa.

—Suponga que acepto, ¿qué gano?

—Algunas comodidades aquí dentro.

—Ja, ja, ja… De eso ya se encarga mi amigo Genari. ¿Con quién cree que está tratando?

—Bien, examinaré su expediente y veré si cabe alguna reducción de condena por colaborar con la justicia.

—No basta con que revise mi expediente, me lo tiene que asegurar.

—No. No le aseguraré nada. Hablaré con el director de la prisión y recomendaré que la junta de Seguridad evalúe su comportamiento, su estado psicológico, sus posibilidades de reincorporarse a la sociedad. Pero no haré nada más.

—No hay trato.

—Si no hay trato empezará a dejar de tener algunos de esos privilegios a los que Genari lo tiene acostumbrado. Revisarán su celda de arriba abajo, y le aplicarán estrictamente el reglamento. Genari será trasladado a otra prisión.

—Dígame quién es el hombre.

—¿Hará lo que le he pedido?

—Dígame de quién se trata.

—De un mudo, un joven que…

La risa de Frasquello interrumpió a Marco.

—¿Quiere que proteja a ese pobre desgraciado? Nadie se ocupa de él, a nadie molesta. ¿Sabe por qué? Pues porque no es nadie, es un pobre desgraciado.

—Quiero que no le suceda nada en los próximos siete días.

—¿Quién podría hacerle algo?

—No lo sé. Pero usted lo evitará.

—¿Por qué tiene interés en el mudo?

—No es asunto suyo. Cumpla con lo que le he pedido y continuará disfrutando de estas vacaciones a cuenta del Estado.

—De acuerdo. Haré de niñera del mudo.

Marco salió del despacho con cierta sensación de alivio. El capo era un hombre inteligente. Haría lo que le había pedido.

Ahora venía la segunda parte, hacerse con las zapatillas deportivas que calzaba el mudo, las únicas que tenía, e introducir el transmisor. El director le había prometido que esa noche, cuando el mudo regresara a su celda, enviaría a un celador para que recogiera las zapatillas, aún no sabía qué excusa iba a esgrimir, Pero le aseguró que lo haría.

John había enviado a Turín a Larry Smith, un experto en transmisiones capaz, le había dicho, de introducir un micrófono en una uña. Bien, vería si era tan bueno como prometía.