—Te estás volviendo un neurótico.
—Mira, Giuseppe, estoy seguro de que los mudos entran y salen por algún sitio que no es la puerta, y el subsuelo de Turín es como un queso de Gruyére. Está lleno de túneles, lo sabes bien.
Sofía escuchaba en silencio a los dos hombres, pero pensaba que Marco tenía razón. Los mudos aparecían y desaparecían sin dejar huellas. Los mudos o sus cómplices, porque estaban convencidos de que esas operaciones en torno a la Síndone eran obra de una organización que elegía mudos para ejecutar los robos, si es que lo que pretendían era robar la Síndone de la catedral como sostenía Marco.
Su jefe había decidido en el último minuto que les acompañaría a Turín. El ministro de Cultura le había conseguido un permiso del Ministerio de Defensa para explorar los túneles, los que estaban cerrados al gran público. En los planos de la Turín subterránea de los que disponía el ejército no había ningún túnel que diera en la catedral. Pero su instinto le decía a Marco que estaban equivocados, así que con la ayuda de un comandante de Ingenieros y cuatro zapadores del mismo regimiento de Pietro Micca iba a recorrer los túneles que permanecían cerrados. Había firmado un documento asumiendo la responsabilidad del riesgo que corría, y el ministro le había indicado que no pusiera en peligro las vidas del comandante y los soldados que le iban a acompañar.
—Hemos estudiado los planos, no hay ningún túnel que llegue a la catedral, lo sabes bien.
—Giuseppe —terció Sofía— no sabemos todo lo que hay en el subsuelo de Turín. Si excaváramos, sabe Dios lo que podríamos encontrar. Algunas galerías que recorren el subsuelo de la ciudad no han sido exploradas, otras parecen no llevar a ninguna parte. En realidad puede que alguna llegue hasta la catedral. Sería lógico que fuera así. Date cuenta que la ciudad ha sufrido muchos asedios, y que la catedral alberga joyas únicas que los turinenses querrían salvar en caso de ser asaltados o conquistados por el enemigo. No es descabellado pensar que alguna galería de las que parecen no conducir a ninguna parte en realidad conduce a la catedral o cerca de ella.
Giuseppe se quedó en silencio. Respetaba a Marco y a Sofía por sus conocimientos, porque eran historiadores y a veces veían donde otros no veían nada. Además, Marco estaba obsesionado con el caso. O lo resolvía o terminaría tirando por la borda su carrera porque desde hacía meses sólo se ocupaba del último incendio de la catedral.
Se alojaban en el hotel Alexandra, cerca del centro histórico de Turín, y al día siguiente comenzarían a trabajar. Marco recorrería las galerías de la ciudad, Sofía había pedido cita con el cardenal, y Giuseppe se reuniría con los carabinieri para definir los efectivos que necesitarían para seguir al mudo. Pero esa noche Marco les había invitado a cenar pescado en Al Ghibellin Fuggiasco, un restaurante clásico y acogedor.
Seguían hablando animadamente cuando se vieron sorprendidos por la presencia del padre Yves.
El sacerdote se acercó amistosamente a su mesa y les dio un cálido apretón de manos a cada uno como si se alegrara de verles.
—No sabía que usted venía también a Turín, señor Valoni. El cardenal me informó de que nos visitaría la doctora Galloni, creo que mañana tiene usted cita con su Eminencia.
—Sí, así es —respondió Sofía.
—¿Cómo van las investigaciones? Las obras de la catedral han terminado, y de nuevo la Síndone está expuesta a los fieles. Hemos reforzado las medidas de seguridad, y COCSA ha instalado un modernísimo sistema antiincendios. No creo que volvamos a sufrir más percances.
—Ojalá tenga usted razón, padre —dijo Marco.
—Bueno, les dejo que disfruten de la cena.
Lo siguieron con la mirada hasta la mesa donde le aguardaba sentada una joven morena. Marco se rió.
—¿Sabéis con quién está nuestro padre Yves?
—Con una morena bastante aparente, vaya con los curas —afirmó sorprendido Giuseppe.
—Es Ana Jiménez, la hermana de Santiago.
—Tienes razón, Marco, es la hermana de Santiago.
—Ahora soy yo el que va a ir a la mesa del padre Yves a saludarle.
—¿Por qué no les invitamos a una copa?
—Eso les indicaría a ambos que han despertado nuestro interés y no nos conviene, ¿no os parece?
Marco cruzó el restaurante y se acercó a la mesa del padre Yves. Ana Jiménez le dedicó una amplia sonrisa y le pidió encarecidamente que le dedicara unos minutos cuando tuviera tiempo. Había llegado a Turín hacía cuatro días.
Marco no se comprometió a nada, respondió que con gusto la invitaría a un café si le sobraba algo de tiempo, ya que no iba a permanecer muchos días en Turín. Cuando le preguntó dónde la podía llamar, Ana Jiménez le respondió que al hotel Alexandra.
—Qué coincidencia, nosotros también estamos alojados en el Alexandra.
—Me lo recomendó mi hermano y está bien para pasar unos días.
—Bueno, pues siendo así seguro que encontraremos tiempo para vernos.
Se despidió de ellos y regresó junto a Sofía y Giuseppe.
—Nuestra dama está alojada en el Alexandra.
—¡Qué casualidad!
—No, no es casualidad, Santiago le recomendó el hotel, era de esperar. En fin, que la tendremos demasiado cerca, así que procuremos esquivarla.
—Yo no sé si quiero esquivar a una morenaza así —exclamó riendo Giuseppe.
—Pues lo harás y por dos razones, la primera porque es periodista y está empeñada en averiguar qué hay detrás de los accidentes en torno a la Síndone, la segunda porque es hermana de Santiago y no quiero líos, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, era una broma.
—Ana Jiménez es una mujer testaruda e inteligente, no es para tomarla a broma.
—El memorando que mandó a su hermano está lleno de especulaciones interesantes. No me importaría hablar con ella.
—No te digo que no, Sofía, pero hemos de andar con cuidado con ella.
—¿Qué hace con el padre Yves? —se preguntó Sofía en voz alta.
—Es una chica lista y ha conseguido que la mano derecha del cardenal la invite a cenar —respondió Marco.
—Me intriga el padre Yves.
—¿Por qué, Sofía?
—No lo sé, pero es tan correcto, tan guapo, tan amable, y siempre está en su papel de sacerdote. No coquetea. Lo estoy mirando y habla con ella, es atento, pero ni por asomo coquetea y eso que, como dice Giuseppe, Ana es una chica guapa.
—Si tuviera intención de ligar con ella no la traería a este restaurante donde le puede conocer mucha gente —remachó Marco—, ninguno lo haríamos.
— o O o —
El anciano colgó el teléfono y dejó que la mirada vagara unos segundos a través del ventanal. La campiña inglesa resplandecía verde esmeralda iluminada por un sol tibio.
Los siete hombres aguardaban expectantes a que el anciano hablara.
—Saldrá dentro de un mes. La junta de Seguridad estudiará formalmente la próxima semana la propuesta de excarcelación.
—Por eso Addaio ha viajado a Alemania y, según nuestro hombre, cruzará la frontera a Italia. Mendibj se ha convertido en su mayor problema, en un peligro para la Comunidad.
—¿Lo matará? —preguntó el caballero con acento francés.
—No puede dejar que sigan la pista a Mendibj. Addaio se ha dado cuenta de la jugada y viene a evitarla —respondió el caballero con aspecto de militar.
—¿Dónde lo matarán? —Insistió el francés.
—Seguramente en la cárcel —afirmó el caballero italiano—. Sería lo más seguro. Se organizaría un pequeño escándalo, pero poco más. Sin pretenderlo, Mendibj en libertad puede poner al descubierto a los hombres de Addaio.
—¿Qué proponéis? —Inquirió el anciano.
—Si Addaio resuelve el problema, será mejor para todos.
—¿Hemos previsto protección para Mendibj en caso de que logre salir vivo de la cárcel? —preguntó de nuevo el anciano.
—Sí —afirmó el caballero italiano—, nuestros hermanos procurarán evitar que la policía le siga los pasos.
—No es suficiente con que nuestros hermanos lo intenten, no pueden fallar.
La voz del anciano sonó firme como el trueno.
—Y así lo harán —respondió el italiano—. Espero conocer en las próximas horas todos los detalles del plan de los carabinieri para la operación que denominan caballo de Troya.
—Bien, llegamos al nudo de la partida y el desenlace no puede ser otro que el de salvar a Mendibj de los carabinieri, o de lo contrario…
El anciano no terminó la frase. Todos asintieron, sabían que por lo que se refería a Mendibj sus intereses coincidían con los de Addaio, no podían permitir que se convirtiera en un caballo de Troya.
Un ligero toque en la puerta, previo a la entrada de un mayordomo con librea, sirvió para dar por terminada la reunión vespertina.
—Señor, los invitados comienzan a despertarse para la jornada de caza.
—Bien.
Los hombres, en atuendo de montar, fueron saliendo despacio del despacho para entrar en un caldeado comedor donde el desayuno les aguardaba. Minutos después una anciana aristócrata acompañada de su esposo entró en el comedor.
—Vaya, creí que éramos los más madrugadores, pero ya ves, Charles, que nuestros amigos se nos han adelantado.
—Seguro que aprovechan para hablar de negocios.
El caballero francés les aseguró que nada deseaban más que comenzar la jornada de caza. Al comedor siguieron llegando otros invitados. Hasta un total de treinta. Charlaban animadamente, y algunos comentaban indignados la pretensión de los Comunes de acabar con la caza del zorro.
El anciano les miró con gesto resignado. Aborrecía la caza como el resto de los siete hombres con los que había estado conversando minutos antes. Pero no podían rehuir esta distracción tan inglesa. Los miembros de la familia real adoraban la caza, y le habían pedido como en otras ocasiones que organizara una partida de caza en su espléndida finca. Y allí estaban.
— o O o —
Sofía había pasado buena parte de la mañana con el cardenal. No había visto al padre Yves, fue otro sacerdote quien la introdujo en el despacho de Su Eminencia.
El cardenal estaba contento con las obras terminadas. Le ponderó a Umberto D’Alaqua, que personalmente se había preocupado de que terminaran las obras en un tiempo menor al previsto, aumentando la cuadrilla de obreros sin coste adicional.
Bajo la supervisión del doctor Bolard la Síndone había vuelto a la capilla Guarini, a su arqueta de plata. El cardenal se quejó sutilmente por no haber recibido ninguna llamada ni de Marco ni de ella para comentarle el curso de las investigaciones. Sofía se disculpó, y procuró congraciarse contándole lo imprescindible.
—Así que creen que hay una organización o un particular que quiere la Síndone y organiza los incendios para crear confusión y poder robarla. ¡Uf! Muy complicado me parece. ¿Y para qué creen ustedes que alguien quiere la Sábana Santa?
—No lo sabemos. Puede ser un coleccionista, un excéntrico, o una organización mafiosa que luego pediría un rescate cuantioso para devolverla.
—¡Dios mío!
—De lo que estamos seguros, Eminencia, es de que todos los accidentes que ha sufrido esta catedral tienen relación con la Síndone.
—¿Y dice que su jefe está buscando una galería subterránea que conduzca hasta la catedral? Pero eso es absurdo. Ustedes pidieron al padre Yves que revisara nuestros archivos, creo que les envió una documentación detallada de la historia de la catedral y en ningún lugar se dice que hubiera un pasadizo.
—Pero eso no significa que no lo haya.
—Pero tampoco que lo haya. No crean todas las historias fantásticas que se escriben sobre las catedrales.
—Eminencia, soy historiadora.
—Lo sé, lo sé, doctora; admiro y respeto el trabajo que hacen en el Departamento del Arte, no era mi intención ofenderla, créame.
—Lo sé, Eminencia, pero créame usted también que la historia no está del todo escrita, que no sabemos todo lo que ha sucedido en el pasado, y mucho menos las intenciones de los hombres que vivieron.
Cuando regresó al hotel se encontró en el vestíbulo a Ana Jiménez. Sofía se dio cuenta de que la estaba esperando.
—Doctora…
—¿Qué tal está?
—Bien. ¿Me recuerda?
—Sí, usted es hermana de Santiago Jiménez, un buen amigo de todos nosotros.
—¿Sabe qué hago en Turín?
—Investigar los incendios de la catedral.
—Sé que a su jefe no le hace ninguna gracia.
—Es natural, a usted tampoco le haría gracia que la policía se metiera en su trabajo.
—No, no me gustaría y procuraría darles esquinazo. Sé que lo que voy a decir le parecerá una ingenuidad, pero puedo ayudarles y pueden confiar en mí. Mi hermano me importa muchísimo y no haría nada que le pudiera perjudicar. Es verdad que me gustaría escribir un reportaje, pero no lo haré, me comprometo a no escribir una línea hasta que ustedes hayan cerrado la investigación, hasta que se haya aclarado todo.
—Usted debe comprender que el Departamento del Arte no la puede integrar porque sí a su equipo de investigación.
—Pero podemos trabajar en paralelo, yo les voy contando lo que sé, y ustedes juegan limpio conmigo.
—Ana, esto es una investigación oficial.
—Lo sé, lo sé.
A Sofía le sorprendió la preocupación que reflejaba el rostro de la joven.
—¿Por qué es tan importante para usted?
—No sabría explicárselo. En realidad nunca me había importado la Síndone ni había prestado atención a los incendios y robos en la catedral. Fue en casa de su jefe, de Marco Valoni, donde me entró el veneno. Mi hermano me llevó a su casa a cenar creyendo que sería una cena de amigos, pero el señor Valoni quería la opinión de Santiago y de otro amigo, creo que se llama John Barry, sobre el incendio. Hablaron toda la noche, especularon, y me quedé atrapada por la historia.
—¿Qué ha averiguado?
—¿Nos tomamos un café?
—De acuerdo.
Ana Jiménez suspiró aliviada, mientras que Sofía lamentaba haber aceptado sentarse con la periodista. Le caía bien, creía que se podía confiar en ella, pero Marco tenía razón ¿por qué tenían que hacerlo? ¿Para qué?
—Bien, cuénteme —le instó Sofía.
—He leído varias versiones de la historia de la Síndone, es apasionante.
—Sí, lo es.
—En mi opinión alguien quiere la Síndone. Los incendios son un señuelo para despistar a la policía. El objetivo es llevarse la Síndone.
Sofía se sorprendió de que la joven hubiera llegado a la misma conclusión que ellos, y la siguió escuchando con interés.
—Pero deberíamos buscar en el pasado. Alguien quiere recuperarla —insistió Ana.
—¿Alguien del pasado?
—Alguien que tiene relación con el pasado de la Síndone.
—¿Y por qué ha llegado a esa conclusión?
—No lo sé, es una corazonada. Tengo mil teorías a cual más loca, pero…
—Sí, leí su memorando.
—Y ¿qué opina?
—Que tiene mucha imaginación, sin duda talento, y a lo mejor hasta razón.
—Me parece que el padre Yves sabe más de lo que dice en relación con la Síndone.
—¿Por qué lo dice?
—Porque es tan perfecto, tan correcto, tan inocente, tan transparente que eso me hace pensar que esconde algo. Y guapo, es muy guapo, ¿no le parece?
—Sí, realmente es un hombre muy atractivo. ¿Cómo le ha conocido?
—Llamé al obispado, expliqué que era periodista y que quería escribir una historia de la Síndone. Hay una señora ya mayor, periodista, que es la que se encarga de la prensa. Durante dos horas me contó lo que dicen los folletos turísticos sobre la Sábana Santa, además de darme una lección de historia sobre la Casa de Saboya.
»Me marché aburrida. La buena señora no era la persona adecuada para conseguir alguna pista. Volví a telefonear y pedí hablar con el cardenal; me preguntaron quién era y qué quería. Expliqué que era periodista y que investigaba los incendios y los accidentes que habían tenido lugar en la catedral. Me volvieron a remitir a la amable periodista, que esta vez me recibió contrariada. La presioné para que me consiguiera una cita con el cardenal. Al final me lo jugué todo a una carta, le dije que estaban ocultando algo y que iba a publicar lo que sospechaba y algunas averiguaciones que había hecho.
»Anteayer me llamó el padre Yves. Me dijo que era el secretario del cardenal, que éste no podía recibirme pero que le había encargado que se pusiera a mi disposición. Nos vimos, charlamos durante un buen rato. Pareció franco al exponerme lo que había sucedido en el último incendio, me acompañó a visitar la catedral y luego tomamos un café. Quedamos en seguir hablando. Cuando ayer llamé para fijar la cita, me dijo que estaría todo el día ocupado y me preguntó si me importaría que me invitase a cenar. Eso es todo.
—Es un sacerdote peculiar —dijo Sofía como si pensara en voz alta.
—Imagino que cuando dice misa se llenará la catedral —respondió Ana.
—¿Le gusta?
—Si no fuera sacerdote intentaría ligar con él.
A Sofía le sorprendió lo desinhibida que era Ana Jiménez. Ella jamás habría hecho esa confesión a una extraña. Pero las chicas jóvenes son así. Ana no tendría más de veinticinco años, pertenecía a una generación que acostumbraba a coger cuanto les apetecía, sin hipocresías ni miramientos, aunque el hecho de que el padre Yves fuera sacerdote parecía frenarla, al menos por ahora.
—Sabe, a mí también me intriga el padre Yves, pero le hemos investigado y no hay nada en él que sea extraño, que indique más de lo que se ve. A veces hay gente así, limpia y transparente. Bien, ¿qué piensa hacer?
—Si usted me diera alguna indicación, podríamos intercambiar información…
—No, no puedo ni debo.
—Nadie se enteraría.
—No se confunda, Ana, yo no hago nada a espaldas de nadie, y menos de las personas en las que confío y con las que trabajo. Usted me cae bien, pero yo tengo mi trabajo y usted el suyo. Si Marco decidiera en algún momento que debemos contar con usted estaré encantada, y si no, estaré igualmente encantada.
—Si alguien quiere robar o destruir la Síndone el público tiene derecho a saberlo.
—No lo dudo. Sólo que es usted quien dice que alguien quiere robar o destruir la Síndone. Nosotros estamos investigando las causas de los incendios, cuando hayamos cerrado la investigación la comunicaremos a nuestros superiores y éstos a la opinión pública si fuera de interés.
—No le he pedido que traicione a su jefe.
—Ana, he entendido lo que me ha pedido, y la respuesta es no. Lo siento.
Ana se mordió el labio disgustada y se levantó de la mesa sin haber terminado el capuchino.
—Bueno, qué le vamos a hacer. En todo caso si descubro algo, ¿le importa que le llame?
—No, no me importa.
La joven sonrió y salió con paso rápido de la cafetería del hotel. Sofía se preguntó adónde iría tan decidida. Su móvil sonó y cuando escuchó la voz del padre Yves tuvo ganas de reír.
—Hace unos minutos estaba hablando de usted.
—¿Con quién?
—Con Ana Jiménez.
—¡Ah, la periodista! Es una persona encantadora y muy inteligente. Está investigando los incendios de la catedral. Ya sé que su jefe, Marco, es amigo de su hermano, el representante de España en la Europol de Italia.
—Así es. Santiago Jiménez es amigo de Marco y de todos nosotros. Es una buena persona, y un profesional muy competente.
—Sí, sí, eso parece. Verá, la llamo en nombre del cardenal. Quiere invitarla a usted y al señor Valoni a una recepción.
—¿A una recepción?
—El cardenal recibe a una comisión de científicos católicos que vienen cada cierto tiempo a Turín para examinar la Síndone; se encargan de que esté en buen estado. El doctor Bolard es el presidente de esta comisión. Siempre que vienen, el cardenal organiza una recepción; no es que invite a demasiada gente, treinta o cuarenta personas lo máximo, y quiere que ustedes vengan. El señor Valoni le manifestó en una ocasión su interés por conocer a estos científicos y ahora se da la ocasión.
—¿Yo también estoy invitada?
—Desde luego, doctora, así me lo ha dicho Su Eminencia.
—Bien, dígame dónde y a qué hora.
—Pasado mañana, en la residencia de Su Eminencia, a las siete de la tarde. Además de los miembros del comité, vendrán algunos empresarios que colaboran con nosotros en el sustento de la catedral, el alcalde, representantes del gobierno regional, y puede que acuda monseñor Aubry, ayudante del sustituto de la Secretaría de Estado, y Su Eminencia el cardenal Visiers.
—De acuerdo, muchas gracias por la invitación.
—Les esperamos.
— o O o —
Marco estaba de malhumor. Había pasado buena parte del día en las galerías subterráneas de Turín. Algunos tramos databan del siglo XVI, otros del XVIII, e incluso Mussolini había mandado aprovechar los túneles y ampliarlos en algunos de sus recorridos. Recorrer las galerías subterráneas era una labor ardua. Había otro Turín en el subsuelo, o mejor dichos, varios Turín. El viejo territorio de los turinenses colonizado por Roma, asediados por Aníbal, invadidos por los lombardos, hasta llegar a formar parte de la Casa de Saboya. Era una ciudad donde la historia y la fantasía se cruzaban a cada paso.
Las catas arqueológicas demostraban que algunas de las galerías eran anteriores al siglo XVI, de los primeros siglos de nuestra era.
El comandante Colombaria se había mostrado paciente y amable, pero también inflexible cuando Marco le instaba a tomar por alguna galería en mal estado, o proponía tirar alguna pared para ver si detrás había algún túnel que condujera a alguna parte.
—Me han ordenado que le guíe por las galerías, y no expondré inútilmente ni su vida ni las nuestras metiéndonos por túneles que no están apuntalados y se podrían derrumbar. Y no estoy autorizado a abrir huecos en los muros. Lo siento.
Pero el que lo sentía era Marco, que al final de la tarde tenía la sensación de haber viajado en balde por el subsuelo de Turín.
—Vamos, no te enfades, el comandante Colombaria tiene razón, él sólo ha cumplido con su deber, habría sido una locura que os hubieseis puesto a dar martillazos.
Giuseppe intentaba calmar a su jefe con poco éxito. Tampoco Sofía tenía mejor suerte.
—Marco, lo que tú pretendes sólo es posible si el Ministerio de Cultura, de acuerdo con el Consejo Artístico de Turín, ponen a tu disposición un equipo de arqueólogos y técnicos para excavar más túneles. Pero así, por las buenas, no puedes pretender que te dejen excavar por donde creas conveniente. No es lógico.
—Si no probamos a ir por las galerías cerradas no sabremos si lo que estoy buscando existe o no.
—Pues habla con el ministro y…
—El ministro un día de éstos me va a mandar a la mierda. Está un poco harto del caso de la Síndone.
Sofía y Giuseppe se miraron preocupados por la revelación de Marco, pero no dijeron nada.
—Bueno, te daré novedades. El cardenal nos invita pasado mañana a una recepción.
—¿A una recepción? ¿A nosotros?
—Sí. Me ha llamado el padre Yves. El comité científico que se encarga de mantener en buen estado la Sábana Santa está en Turín y el cardenal les suele agasajar con una recepción a la que invita a los ilustres de la ciudad. Al parecer una vez le manifestaste interés por conocer a estos científicos y por eso nos ha invitado.
—No tengo ganas de fiestas, preferiría hablar con ellos de otra manera, no sé, en la catedral, mientras examinan la Síndone… Pero, en fin, iremos. Mandaré planchar el traje. Y tú, Giuseppe ¿qué novedades tienes?
—El jefe de aquí no tiene hombres para el dispositivo que necesitamos. Tendremos que pedir refuerzos a Roma. Ya he hablado con Europol como me dijiste por si el mudo intenta fugarse. Podrán colaborar con nosotros sobre el terreno tres hombres. Así que tendrás que hablar con Roma para que nos manden refuerzos.
—No me gustaría que nos mandaran policías de Roma. Prefiero echar mano de nuestro equipo. ¿Qué gente podría venir?
—El departamento está saturado de trabajo. No hay nadie con los brazos cruzados —afirmó Giuseppe—, a no ser que alguno deje lo que está haciendo, si es que puede, y lo traslades aquí cuando llegue el momento.
—Sí, lo prefiero. Me siento más cómodo con nuestra gente. Nos conformaremos con el apoyo que nos puedan dar aquí los carabinieri. Aunque eso supondrá que todos tendremos que hacer de policías.
—Creía que es lo que éramos —dijo con sarcasmo Giuseppe.
—Bueno, tú y yo sí. Sofía no lo es, Antonino tampoco, ni Minerva.
—¿No se te ocurrirá ponerles a seguir al mudo?
—Haremos todos de todo, ¿está claro?
—Clarísimo jefe, clarísimo. Bien, si no te importa me voy a cenar con un amigo de los carabinieri, un buen tipo dispuesto a colaborar con nosotros al que he invitado a cenar. Vendrá dentro de media hora. Me gustaría que os tomarais una copa con nosotros antes de irnos.
—Por mí, de acuerdo —dijo Sofía.
—Está bien —respondió Marco—, me doy una ducha y bajo. ¿Tú qué harás, doctora?
—Nada, si quieres cenamos juntos por aquí.
—Te invito, a ver si se me pasa el malhumor.
—No, te invito yo.
—Vale.
— o O o —
Sofía se había comprado un traje de chaqueta negro de seda. No se había llevado nada adecuado para ir a una recepción, así que buscó en los alrededores de la calle Roma una tienda de Armani, y además del traje compró una corbata para Marco.
Le gustaba Armani por su sencillez, por ese toque informal que tenían sus trajes.
—Serás la más guapa —aseguró Giuseppe.
—Desde luego —corroboró Marco.
—Voy a montar un club de fans con los dos —dijo Sofía riendo.
El padre Yves les recibió en la puerta. No iba vestido de sacerdote, ni siquiera llevaba alzacuellos, sino un traje de un azul casi negro y una corbata de Armani exactamente igual que la que Sofía había regalado a Marco.
—Doctora… señor Valoni… Pasen, Su Eminencia estará encantado de verles.
Marco miró de reojo la corbata del padre Yves, y éste esbozó una sonrisa.
—Tiene usted buen gusto para las corbatas, señor Valoni.
—En realidad el buen gusto lo tiene la doctora, que es quien me la ha regalado.
—¡Ya decía yo! —exclamó riéndose el padre Yves.
Se acercaron al cardenal y éste les presentó a monseñor Aubry, un francés alto y enjuto, elegante y de gesto bondadoso. Tenía alrededor de cincuenta años y parecía lo que era: un experto diplomático. Se mostró inmediatamente interesado por el curso de las investigaciones sobre la Síndone.
Llevaban varios minutos hablando con él cuando percibieron que todas las miradas se concentraban en la entrada.
Su Eminencia el cardenal Visier y Umberto D’Alaqua acababan de llegar. El cardenal de Turín y monseñor Aubry se disculparon ante Sofía y Marco y acudieron a saludarles.
Sofía sintió que se le aceleraba el pulso. No imaginaba que iba a volver a ver a D’Alaqua, y mucho menos allí. ¿La ignoraría con su fría cortesía?
—Doctora, te has puesto colorada.
—¿Yo? Bueno, me he llevado una sorpresa.
—Había muchas posibilidades de que estuviera D’Alaqua.
—No lo había pensado.
—Es uno de los benefactores de la Iglesia, un hombre de confianza. Parte de las finanzas del Vaticano pasan discretamente por sus manos. Y te recuerdo que según el informe de Minerva es él quien paga a este comité científico.
—Sí, tienes razón, pero no pensaba que le veríamos.
—Tranquila, estás guapísima, si a D’Alaqua le gustan las mujeres es imposible que no se rinda ante ti.
—Ya sabes que no se le conoce ninguna mujer a lo largo de su vida. Es extraño.
—Bueno, es que esperaba a conocerte a ti.
No siguieron hablando porque el padre Yves se acercó a ellos acompañado del alcalde y de dos caballeros entrados en años.
—Quiero presentarles a la doctora Galloni y al doctor Valoni, director del Departamento del Arte. El alcalde, el doctor Bolard y el doctor Castiglia…
Iniciaron una animada charla sobre la Síndone en la que Sofía participaba a duras penas.
Se sobresaltó cuando Umberto D’Alaqua se plantó delante de ella acompañando al cardenal Visier.
Después de los saludos de rigor, D’Alaqua la cogió del brazo y la separó del grupo ante el asombro de todos.
—¿Qué tal marchan sus investigaciones?
—No puedo decir que hayamos avanzado mucho. Es cuestión de tiempo.
—No esperaba verla hoy aquí.
—El cardenal nos ha invitado; sabía que deseábamos conocer a los miembros del comité científico, y espero que podamos reunimos con ellos antes de que se vayan.
—Así que han venido a Turín para asistir a esta recepción…
—No, no exactamente.
—En cualquier caso me alegro de verla. ¿Cuánto tiempo se va a quedar?
—Pues unos días, cuatro, cinco, puede que más.
—¡Sofía!
La voz chillona de un hombre interrumpió el momento de intimidad con D’Alaqua. Sofía esbozó una sonrisa al comprobar que quien la llamaba era un viejo profesor de la universidad. Su profesor de arte medieval, un ilustre catedrático con numerosos libros publicados, una estrella del universo académico europeo.
—¡Mi mejor alumna! ¡Qué alegría verla! ¿Qué ha sido de usted?
—¡Profesor Bonomi! Me alegro de verlo.
—Umberto, no sabía que conocías a Sofía. Aunque no me extraña, es una de las mejores especialistas en arte que tenemos en Italia. Lástima que no quisiera dedicarse al mundo académico. Le ofrecí que fuera mi ayudante, pero fueron inútiles mis ruegos.
—¡Por Dios, profesor!
—Sí, sí, nunca tuve un alumno tan inteligente y capaz como usted, Sofía.
—Sí —intervino D’Alaqua—, sé que la doctora Galloni es muy competente.
—Competente y brillante, Umberto, y con una mente especulativa. Perdone mi indiscreción, pero ¿qué hace usted aquí, Sofía?
Sofía se sintió incómoda. No tenía ganas de darle explicaciones a su viejo profesor, aunque sabía que no tenía más remedio.
—Trabajo para el Departamento del Arte y estoy en Turín de paso.
—¡Ah! El Departamento del Arte. No imaginaba que pudiera usted trabajar como investigadora.
—Mi trabajo es más científico, no me dedico a la investigación propiamente dicha.
—Venga, Sofía, le presentaré a algunos colegas, le gustará conocerlos.
D’Alaqua la sujetó del brazo impidiendo que el profesor Bonomi se la llevara.
—Perdona, Guido, pero estaba a punto de presentarle a Sofía a Su Eminencia.
—Siendo así… Umberto, ¿vendrás mañana al concierto de Pavarotti y a la cena que doy en honor del cardenal Visier?
—Sí, naturalmente.
—¿Por qué no traes a Sofía? Me gustaría que viniera, mi querida niña, si es que no tiene ningún compromiso.
—Bueno, yo…
—Estaré encantado de acompañar a la doctora si efectivamente no tiene ningún otro compromiso. Ahora si nos disculpas, el cardenal nos espera… Luego nos vemos.
D’Alaqua se acercó con Sofía al grupo donde se encontraba el cardenal Visier. Éste la miró con curiosidad, como si la estuviera evaluando; se mostró amable pero frío como un témpano. Parecía tener una estrecha relación con D’Alaqua, ambos se trataban con familiaridad, como si un hilo sutil les uniera.
Durante un buen rato hablaron de arte, luego de política, y por último de la Síndone.
Marco observaba cómo Sofía se había integrado de manera natural en el selecto grupo. Hasta el estirado cardenal sonreía ante sus comentarios y mostraba interés por las opiniones de Sofía.
Pensó que Sofía, además de inteligente, era muy guapa y nadie puede permanecer insensible ante la belleza, ni siquiera ese sofisticado cardenal.
Pasaba de las nueve cuando los invitados comenzaron a despedirse. D’Alaqua se iba acompañado de Aubry y los dos cardenales, además del doctor Bolard y otros dos científicos.
Antes de marcharse buscó a Sofía, que en ese momento estaba con Marco y su viejo profesor Guido Bonomi.
—Buenas noches, doctora, Guido, señor Valoni…
—¿Dónde cenas Umberto? —preguntó Guido Bonomi.
—En casa de Su Eminencia el cardenal de Turín.
—Bueno, espero verte mañana acompañado de la doctora.
Sofía sintió que enrojecía.
—Desde luego. Me pondré en contacto con usted, doctora Galloni. Hasta mañana.
Sofía y Marco se despidieron del cardenal y del padre Yves.
—¿Lo han pasado bien? —preguntó el cardenal.
—Sí, muchas gracias, Eminencia —respondió Marco.
—¿Han concertado alguna cita con nuestro comité científico? —inquirió el padre Yves.
—Sí, mañana nos recibirá el doctor Bolard —contestó Marco.
—¿Yves, por qué no invita al señor Valoni y la doctora a cenar?
—Encantado. Si me esperan un segundo, voy a reservar en la Vecchia Lanterna. ¿Les parece bien?
—No se moleste padre…
—No me molesta en absoluto, señor Valoni, a no ser que no quiera cenar conmigo por lo de la corbata…
Pasadas las doce el padre Yves los dejó en la puerta del hotel. La velada había sido agradable. Rieron, hablaron de todo un poco, y cenaron espléndidamente, como era de esperar, ya que la Vecchia Lanterna era uno de los restaurantes más sofisticados y caros de Turín.
—¡Me agota la vida social! —exclamó Marco camino del bar para charlar con Sofía sobre los pormenores de la velada.
—Pero lo hemos pasado bien.
—Tú eres una princesa y estabas en tu ambiente; yo soy un policía y estaba trabajando.
—Marco, tú eres algo más que un policía. Te recuerdo que eres licenciado en historia y que nos has enseñado a todos nosotros más de arte que lo que aprendimos en la universidad.
—No exageres. Por cierto, el viejo Bonomi te adora.
—Era un gran profesor, además de ser una prima donna del mundo del arte; siempre fue amable conmigo.
—Yo creo que estaba secretamente enamorado de ti.
—¡Qué cosas dices! Has de saber que yo era una estudiante aplicada que sacaba sobresalientes en casi todas las asignaturas. En fin, que fui una empollona.
—Bueno, ¿qué me cuentas de D’Alaqua?
—¡Uf! No sé qué decirte. El padre Yves se parece un poco a él: los dos son inteligentes, correctos, amables, guapos, e inaccesibles.
—No me parece que D’Alaqua sea inaccesible para ti; además, no es sacerdote.
—No, no lo es, pero hay algo en él que le hace parecer como si no fuera de este mundo, como si planeara sobre todos nosotros… No sé, es una sensación muy rara, no te lo sé explicar.
—Se le veía encantado contigo.
—Pero no más que con los demás. Me gustaría decir lo contrario, que ese hombre se interesa por mí, pero no es verdad, Marco, no me voy a engañar. Soy mayorcita y sé cuándo le gusto a un hombre.
—¿Qué te ha dicho?
—El poco rato que hemos estado solos me ha preguntado por la investigación. He eludido decirle qué estábamos haciendo aquí, salvo que querías conocer al comité científico de la Síndone.
—¿Qué te ha parecido Bolard?
—Es curioso, pero también es el mismo tipo de hombre que D’Alaqua y que el padre Yves. Ahora sabemos que se conocen, bueno, en realidad era de prever que así fuera.
—¿Sabes? A mí también me parecen hombres singulares, no sé muy bien por qué ni en qué, pero lo son. Hay en ellos algo imponente, quizá sea su prestancia física, su elegancia, la seguridad que denotan. Están acostumbrados a mandar y a que les obedezcan. Nuestro parlanchín doctor Bonomi me ha contado que a Bolard sólo le interesa la ciencia y que por eso permanece fiel a su soltería.
—Me sorprende la devoción que siente por la Síndone sabiendo como sabe que el carbono 14 la ha fechado en la Edad Media.
—Sí, a mí también. Veremos qué da de sí la cita que tengo con él mañana. Quiero que vengas. ¡Ah!, explícame lo de la cena en casa de Bonomi.
—Le ha insistido a D’Alaqua para que me lleve a la ópera y después a su casa, a la cena que ofrece en honor del cardenal Visier. D’Alaqua no ha tenido más remedio que decir que me acompañaría. Pero no sé si debo ir.
—Sí, sí debes ir, y pegar la oreja. Vas en misión de servicio; todos esos hombres tan respetables y poderosos tienen cadáveres en los armarios y a lo mejor alguno de ellos sabe algo en relación con los sucesos de la catedral.
—¡Marco, por favor! Es absurdo pensar que esos hombres tienen ninguna relación con los incendios, con los mudos…
—No, no es absurdo. Ahora te habla el policía. No me fío de los grandes; para llegar han tenido que pisar mucha mierda y muchas cabezas. Te recuerdo, además, que cada vez que desmantelamos alguna organización de ladrones de obras de arte nos encontramos con que el destinatario del robo es algún excéntrico millonario que sueña con tener en su galería privada lo que es patrimonio de la Humanidad porque está en algún museo.
»Tú eres una princesa buena, de cuento, pero ellos son tiburones que destrozan todo lo que encuentran a su paso. No lo olvides mañana cuando vayas a la ópera y a la cena de Bonomi. Sus modales exquisitos, sus conversaciones cultas, el lujo del que se rodean es fachada, nada más que fachada. Me fío menos de ellos que de los rateros del Trastevere, hazme caso.
—Tendré que comprarme otro traje…
—Cuando volvamos propondré que te den una gratificación por todos los gastos que te está ocasionando esta investigación. Pero, princesa, procura no ir a Armani o te terminarás de gastar el sueldo de este mes.
—Lo procuraré, pero no te lo prometo.