Guner terminó de cepillar el traje negro de Addaio y lo colgó en el amplio armario del vestidor; de vuelta al dormitorio ordenó los papeles que Addaio había dejado revueltos sobre el escritorio y colocó un par de libros en un estante.
Addaio había trabajado hasta tarde. El olor dulzón del tabaco turco impregnaba la sobria habitación, Guner abrió la ventana de par en par y se demoró unos segundos mirando el jardín. No escuchó los pasos silenciosos de Addaio, ni vio que le observaba con preocupación.
—¿En qué piensas, Guner?
Se dio la vuelta procurando no dejar traslucir ninguna emoción.
—En nada especial, hace buen día y dan ganas de salir.
—Podrás hacerlo en cuanto me marche. Incluso podrías aprovechar para pasar unos días con tu familia.
—¿Te marchas?
—Sí. Voy a Alemania y a Italia, quiero visitar a nuestra gente, necesito saber por qué nos equivocamos, y en dónde anida la traición.
—Correrás peligro, no deberías ir.
—No puedo hacerlos venir a todos aquí, eso sí que sería peligroso.
—Cítalos en Estambul. La ciudad está llena de turistas todo el año, allí pasarán inadvertidos.
—Todos no podrían venir. Es más fácil que me desplace yo que hacerlos venir a ellos. Está decidido. Mañana me marcho.
—¿Qué excusa darás?
—Que estoy cansado y me tomo unas pequeñas vacaciones. Voy a Alemania e Italia donde tengo buenos amigos.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Una semana, diez días, no mucho más, así que aprovecha y descansa. Te vendrá bien perderme de vista unos días. Últimamente te noto tenso, enfadado conmigo. ¿Por qué?
—Te diré la verdad: me dan pena esos chicos a los que sacrificas. El mundo ha cambiado y tú te empeñas en que todo siga igual. No puedes continuar enviando jóvenes a la muerte con la lengua arrancada por temor a que hablen y…
—Si hablaran nos destruirían. Hemos sobrevivido veinte siglos gracias al sacrificio y al silencio de los que nos han precedido. Sí, exijo grandes sacrificios, yo también he sacrificado mi vida, una vida que nunca me ha pertenecido, como no te pertenece a ti la tuya. Morir por nuestra causa es un honor, sacrificar la lengua también lo es. Yo no se la arranco, ellos voluntariamente ofrecen ese sacrificio porque saben que es imprescindible. De esa manera nos protegen a todos y se protegen a sí mismos.
—¿Por qué no salimos a la luz?
—¡Estás loco! ¿De verdad crees que sobreviviríamos si dijéramos quiénes somos? Pero ¿qué te pasa, qué demonio se te ha metido en la cabeza?
—A veces pienso que el demonio lo tienes tú. Te has vuelto duro y cruel. No sientes piedad por nada, por nadie. Creo que tu dureza es una venganza por ser quien no querías ser.
Se quedaron en silencioso mirándose fijamente el uno al otro. Guner pensó que había dicho más de lo que quería decir, y Addaio se sorprendió aceptando sin rechistar, una vez más, los reproches de Guner. Sus vidas estaban entretejidas irremediablemente y ninguno de los dos era feliz.
¿Sería capaz Guner de traicionarle? Desechó ese pensamiento. No, no lo haría. Confiaba en Guner, de hecho le confiaba su vida.
—Prepárame el equipaje para mañana.
Guner no respondió, se dio la vuelta y se entretuvo cerrando las ventanas, sentía la mandíbula encajada a causa de la tensión. Respiró hondo cuando escuchó el leve sonido de la puerta que cerraba Addaio.
El hombre se dio cuenta de que en el suelo, al lado de la cama de Addaio, había un papel. Se agachó a recogerlo. Era una carta escrita en turco y no pudo evitar leerla.
En ocasiones Addaio le dejaba leer cartas y documentos y le preguntaba su opinión. Sabía que no estaba bien lo que hacía, pero sentía la necesidad imperiosa de conocer el contenido de esa carta que había encontrado en el suelo.
La carta estaba sin firmar. El que la escribía comunicaba a Addaio que la junta de Seguridad de la prisión de Turín estaba estudiando dejar en libertad a Mendibj y pedía instrucciones sobre qué hacer cuando saliera.
Se preguntó por qué Addaio no había guardado una carta tan importante como ésta, ¿acaso quería que él la encontrara? ¿Pensaba que era él el traidor?
Con la carta en la mano Guner se dirigió al despacho de Addaio. Con los nudillos tocó suavemente la puerta y esperó a que el pastor le permitiera entrar.
—Addaio, esta carta estaba en el suelo junto a tu cama.
El pastor lo miró impasible y tendió la mano para recoger la carta.
—La he leído, supongo que la has perdido voluntariamente para que la encontrara, la leyera, y tenderme una trampa para saber si soy yo el traidor. No, no lo soy. Mil veces me he dicho que debía marcharme, mil veces he pensado en decir al mundo quiénes somos y lo que hacemos. Pero no lo he hecho, no lo haré por la memoria de mi madre, porque mi familia pueda seguir viviendo con la cabeza alta y mis sobrinos disfruten de una vida mejor de lo que ha sido la mía. No lo hago por ellos, y porque no sé qué sería de mí. Soy un hombre, un pobre hombre, demasiado mayor para empezar una nueva vida. Soy un cobarde, como tú, los dos lo fuimos aceptando este destino.
Addaio le miraba en silencio intentando escudriñar en el rostro de Guner algún gesto, alguna emoción, el rastro de algo que le indicara que aún contaba con su afecto.
—Ahora sé por qué te vas mañana. Estás preocupado, temes lo que le pueda pasar a Mendibj. ¿Se lo has dicho a su padre?
—Ya que estás tan seguro de que no me traicionarás te diré que me preocupa que a Mendibj le dejen en libertad. Si has leído la carta, sabrás que nuestro contacto en la cárcel ha visto al jefe del Departamento del Arte en una ocasión visitando a Mendibj, también dice que sospecha que el director de la prisión trama algo. No podemos correr riesgos.
—¿Qué harás?
—Lo que sea necesario para que sobreviva nuestra Comunidad.
—¿Incluso mandar asesinar a Mendibj?
—¿Eres tú o soy yo el que ha llegado a esa conclusión?
—Te conozco bien y sé de lo que eres capaz.
—Eres el único amigo que he tenido, nunca te he ocultado nada, conoces todos los secretos de nuestra Comunidad, pero me doy cuenta de que no sientes ni un ápice de afecto hacia mí, que nunca lo has sentido.
—Te equivocas, Addaio, te equivocas. Siempre fuiste bueno conmigo, desde el primer día en que llegué a tu casa cuando tenía diez años. Supiste de mi pena por separarme de mis padres, e hiciste lo imposible para que los visitara a menudo. Nunca olvidaré cómo me acompañabas a mi casa y me dejabas pasar la tarde mientras paseabas por el campo haciendo tiempo para no obligarnos con tu presencia. No puedo reprocharte tu comportamiento hacia mí, te reprocho tu comportamiento hacia el mundo, hacia nuestra Comunidad, por el inmenso dolor que provocas. Si quieres saber si te tengo afecto, la respuesta es… sí, pero te confieso que a veces siento una profunda aversión hacia ti por estar encadenado a tu destino. Pero no te traicionaré, si eso es lo que te preocupa.
—Sí, me preocupa que haya un traidor entre nosotros, y mi obligación es no dar por seguro nada.
—Permíteme que te diga que la carta olvidada ha sido demasiado evidente.
—Quizá quería que la encontraras por si eras el traidor, para alertarte. Eres mi único amigo, la única persona a la que no querría perder.
—Corres peligro yendo a Italia.
—Lo correremos todos si no hago nada.
—En Turín tenemos gente que hará lo que mandes. Si la policía prepara algo no deberías exponerte.
—¿Por qué crees que la policía prepara algo?
—Lo sugieren en la carta, ¿me estás tendiendo otra trampa?
—Primero iré a Berlín, después a Milán y a Turín. Aprecio a la familia de Mendibj, lo sabes, pero no permitiré que se convierta en un problema.
—Puedes sacarle de Turín en cuanto lo dejen en libertad.
—¿Y si es una trampa? ¿Y si le dejan en libertad para seguirle? Es lo que yo haría si fuera ellos. No puedo permitir que ponga en peligro a la Comunidad, lo sabes bien. Soy responsable de muchas familias, también de la tuya. ¿Quieres que nos aplasten, que nos despojen de lo que tenemos? ¿Quieres que traicionemos la memoria que nuestros antepasados nos han legado? Somos lo que debemos ser, no quienes hubiéramos querido ser.
—Corres peligro si vas a Turín. Es una temeridad.
—No soy temerario, lo sabes bien, pero en esa carta nos sugieren que se puede estar preparando una celada y debo actuar para evitar que caigamos en ella.
—Los días de Mendibj están contados.
—Todos los hombres nacemos con los días contados. Ahora déjame trabajar y avísame en cuanto llegue Talat.
Guner salió del despacho en dirección a la capilla. Allí, de rodillas, dejó que las lágrimas le empaparan el rostro y buscó en la cruz que reposaba en el altar una respuesta a su sufrimiento.