23

—Eulalio, un joven quiere verte. Viene de Alejandría.

El obispo acabó de rezar y se levantó con esfuerzo, apoyándose en el brazo del hombre que lo había interrumpido.

—Dime, Efrén, ¿por qué es tan importante ese joven que ha llegado de Alejandría para que me interrumpas la oración?

Efrén, un hombre maduro, de rostro noble y ademanes pausados, esperaba la pregunta. Eulalio sabía que no le habría interrumpido si no fuera importante.

—Es un joven extraño. Le manda mi hermano.

—¿Le manda Abib? ¿Y qué noticias trae?

—No lo sé, ha dicho que sólo hablará contigo. Está exhausto, lleva semanas viajando para llegar hasta aquí.

Eulalio y Efrén salieron de la pequeña iglesia y se dirigieron a una casa contigua.

—¿Quién eres? —preguntó Eulalio al joven moreno que reflejaba el agotamiento en los labios secos y la mirada perdida.

—Busco a Eulalio, obispo de Edesa, ¿quién eres tú?

—Yo soy Eulalio.

—¡Alabado sea Dios! Eulalio, lo que voy a revelarte es algo extraordinario, ¿podríamos hablar a solas?

Efrén miró a Eulalio y éste asintió con la cabeza. Se quedaría a solas con el joven de Alejandría.

—Aún no me has dicho tu nombre.

—Juan, me llamo Juan.

—Siéntate y descansa mientras me cuentas eso que consideras extraordinario.

—Y lo es. Te costará creerme, pero confío en la ayuda de Dios para demostrarte cuanto voy a decirte.

—Empieza ya.

—Es una larga historia. Te he dicho que me llamo Juan, así se llamaba mi padre, y el padre de mi padre, y sus abuelos, y sus tatarabuelos. Puedo remontarme en mis orígenes hasta el año 57 de nuestra era, cuando en Sidón vivía Timeo, jefe de la primera comunidad cristiana. Timeo fue amigo de Tadeo y de Josar, discípulos de Nuestro Señor Jesús, que vivieron aquí, en Edesa. El nieto de Timeo se llamaba Juan.

Eulalio escuchaba interesado al joven Juan por más que el relato de éste le resultara confuso.

—Sabrás que en esta ciudad hubo una comunidad cristiana amparada por el rey Abgaro. Maanu, hijo de Abgaro, persiguió a los cristianos, les arrebató sus bienes y muchos sufrieron martirio por mantener su fe en Jesús.

—Conozco la historia de la ciudad —afirmó impaciente Eulalio.

—Entonces sabes que Abgaro, enfermó de lepra, fue curado por Jesús. Josar trajo hasta Edesa la mortaja en que fue envuelto el cuerpo de Nuestro Señor. El contacto del lino sagrado con el cuerpo enfermo de Abgaro obró el milagro y el rey sanó. En el sudario hay algo extraordinario: la imagen de Nuestro Señor con las señales del martirio. Mientras Abgaro vivió la mortaja fue venerada, pues en ella estaba la faz de Cristo.

—Dime, joven, ¿para qué te manda Abib?

—Perdona Eulalio, sé que abuso de tu paciencia, pero escúchame hasta el final. Cuando Abgaro presintió que moría, encomendó a sus amigos, a Tadeo, Josar, y a Marcio, el arquitecto real, que guardaran la mortaja, donde nadie pudiera encontrarla. Marcio fue el encargado de su custodia, y ni siquiera los dos discípulos de Jesús, Tadeo y Josar, supieron dónde la había escondido. Marcio se cortó la lengua para que por más que le torturaran no pudiera decir dónde la había escondido. Sufrió grandes tormentos, los mismos que los cristianos más prominentes de Edesa. Sólo un hombre conoció dónde escondió Marcio la Sábana con la imagen de Jesús.

Los ojos de Eulalio brillaban sorprendidos. Sintió un escalofrío. El Joven no le parecía un loco y sin embargo la historia que le contaba resultaba fantástica.

—Marcio le dijo a Izaz, sobrino de Josar, dónde había escondido la mortaja. Izaz huyó antes de que Maanu pudiera asesinarle y llegó hasta Sidón, donde vivían Timeo y su nieto Juan, mis antepasados.

—¿Huyó con la mortaja?

—Huyó con el secreto de dónde se encontraba. Timeo e Izaz juraron que cumplirían con los deseos de Abgaro y de los discípulos de Jesús: la mortaja jamás saldría de Edesa, pertenece a esta ciudad, pero debía permanecer oculta hasta estar seguros de que no correría ningún peligro. Acordaron que si antes de que ellos murieran los cristianos continuaban siendo perseguidos en Edesa, confiarían el secreto a otro hombre, y éste a su vez no podría revelar el secreto si no estaba seguro de que la mortaja no sufriría ningún peligro, así hasta que los cristianos pudieran vivir en paz. Confiaron el lugar del escondite a Juan, el nieto de Timeo y así generación tras generación, algún hombre de mi familia ha sido depositario del secreto del lino en que estuvo envuelto el cuerpo de Jesús.

—¡Dios Santo! ¿Estás seguro de lo que cuentas? ¿No es una fábula? Si lo fuera merecerías un castigo, no se toma el nombre de Dios en vano. Dime, ¿dónde está? ¿La tienes tú?

Juan parecía no escuchar a Eulalio, agotado como estaba, y continuó su relato.

—Hace unos días mi padre murió. En su lecho de muerte me confió el secreto de la Sábana Santa. Fue él quien me habló de Tadeo y de Josar, y de aquel Izaz que antes de morir trazó un plano de Edesa para que mi antepasado Juan supiera dónde buscar. El plano lo tengo yo, y señala el lugar donde aquel Marcio escondió la mortaja de Nuestro Señor.

El joven se quedó en silencio. Los ojos febriles delataban el esfuerzo al que había sometido a su cuerpo y a su espíritu desde que conociera el secreto.

—Dime, ¿por qué tu familia no ha querido desvelar el escondite hasta ahora?

—Mi padre me dijo que habían guardado el secreto tanto tiempo temiendo que el lino pudiera caer en manos indebidas y ser destruido. Ninguno de mis antepasados se atrevió a desvelar lo que sabía, dejando esa responsabilidad para su sucesor.

Los ojos de Juan brillaron húmedos. El dolor por la muerte de su padre aún le desgarraba las entrañas, además de la angustia que sentía al saberse depositarlo de un secreto que conmovería a la cristiandad.

—¿Tienes el plano? —preguntó Eulalio.

—Sí.

—Dámelo —demandó el anciano obispo.

—No, no te lo puedo dar. He de ir contigo hasta el lugar en que está oculto y no debemos confiar el secreto a nadie.

—Pero, hijo, ¿qué temes?

—El sudario es milagroso, pero por su posesión murieron muchos cristianos. Debemos estar seguros de que no correrá ningún peligro y temo que he llegado en mal momento a Edesa; mi caravana se ha encontrado con viajeros que nos han contado que la ciudad puede ser de nuevo asediada. Durante generaciones los hombres de mi familia han sido los guardianes silenciosos de la mortaja de Cristo, no puedo ser yo quien cometa un error poniendo el lino en peligro.

El obispo asintió. Veía dolor y cansancio reflejados en el rostro de Juan. El joven necesitaba descansar y él pensar y rezar. Pediría a Dios que le iluminara sobre lo que hacer.

—Si lo que dices es cierto y en algún lugar de la ciudad está la mortaja de Nuestro Señor, no seré yo quien la ponga en peligro. Descansarás en mi casa, y cuando te recuperes de la fatiga del viaje hablaremos y entre los dos decidiremos lo que es mejor.

—¿No le confiarás a nadie lo que te he dicho?

—No, no lo haré.

El tono firme de la voz de Eulalio convenció a Juan. Rogaba a Dios no haberse equivocado. Cuando su padre moribundo le contó la historia, le advirtió que la suerte del lino con el rostro de Jesús estaba en sus manos, y le hizo jurar que no desvelaría el secreto a no ser que estuviera seguro de que había llegado el momento de que los cristianos lo recobraran.

Pero él, Juan, había sentido una necesidad imperiosa de ponerse en camino y llegar a Edesa. En Alejandría le informaron de la existencia de Eulalio y de su bondad, y creyó llegado el momento de devolver a los cristianos lo que su familia, manteniendo el secreto, había guardado.

Quizá se había precipitado. Era una temeridad, se dijo Juan, recuperar el lino ahora que Edesa estaba a punto de afrontar una guerra. Se sentía perdido y temía haberse equivocado.

Juan era médico, como su padre. A su casa acudían los hombres más prominentes de Alejandría confiando en sus conocimientos. Había estudiado con los mejores maestros y su padre mismo le había enseñado cuanto sabía.

Su vida había transcurrido feliz hasta la muerte de su padre, al que quería y respetaba por encima de todas las cosas, incluso le quería más que a su esposa, Miriam, esbelta y dulce, con un bello rostro y profundos ojos negros.

Eulalio acompañó al joven a una pequeña estancia donde había un lecho y una tosca mesa de madera.

—Te enviaré agua para que te refresques del cansancio del viaje y algo de comer. Descansa cuanto quieras.

El anciano, ensimismado, se dirigió de nuevo a la iglesia, y allí, de rodillas ante la cruz, ocultó el rostro entre las manos pidiendo a Dios que le indicara qué debía hacer en caso de que cuanto le había relatado el joven viajero fuera verdad.

En una esquina, oculto por la penumbra, Efrén observaba preocupado a su obispo. Nunca había visto a Eulalio turbado, ni abrumado por la responsabilidad. Decidió acercarse al caravansar y buscar alguna caravana que fuera hasta Alejandría para enviar una carta a su hermano Abib pidiéndole que le informara sobre el extraño joven que tanto pesar parecía haber provocado en Eulalio.

La luna iluminaba débilmente la noche cuando el obispo se encaminó a su casa. Estaba cansado, había esperado escuchar la voz de Dios, pero se había encontrado con el silencio. Ni la razón ni el corazón le daban la más mínima indicación. Encontró a Efrén esperando en el quicio de la puerta.

—Deberías estar descansando, es tarde.

—Estaba preocupado por ti, ¿puedo ayudar en algo?

—Me gustaría que enviaras a alguien a Alejandría y que Abib nos cuente sobre Juan.

—Ya he escrito una carta a mi hermano, pero será difícil hacérsela llegar. En el caravansar me han dicho que hace dos días que partió una caravana para Egipto y que aún tardará en ponerse otra en marcha.

—Los comerciantes andan preocupados, creen que la guerra con los persas es inevitable, de manera que en los últimos días ha aumentado el número de caravanas que han abandonado la ciudad. Eulalio, permíteme que te pregunte qué te ha contado ese joven que tanta preocupación te ha provocado.

—Aún no puedo decírtelo. Ojalá pudiera hacerlo porque sentiría alivio en mi corazón. Los pesos compartidos se hacen más livianos, pero he dado mi palabra a Juan de guardar secreto.

El sacerdote bajó la mirada, sintió un destello de dolor. Eulalio siempre había confiado en él, habían compartido los sinsabores y los peligros que en ocasiones habían acechado a la comunidad.

El obispo, consciente del estado de ánimo de Efrén, tuvo la tentación de revelarle cuanto le había contado Juan, pero supo guardar silencio.

Los dos hombres se despidieron apesadumbrados.

— o O o —

—¿Por qué sois enemigos de los persas?

—No lo somos, son ellos quienes, codiciosos, anhelan hacerse con nuestra ciudad.

Juan conversaba con un joven más o menos de su edad que estaba al servicio de Eulalio.

Kalman se preparaba para ser sacerdote. Era nieto de un viejo amigo de Eulalio, y el obispo le había tomado bajo su protección.

Para Juan, Kalman se había convertido en su mejor fuente de información. Le explicaba los pormenores de la política edesiana, las vicisitudes por las que atravesaba la ciudad, las intrigas de palacio.

El padre de Kalman era mayordomo real y su abuelo había sido archivero real; él había acariciado la idea de seguir los pasos de su abuelo, pero el trato con Eulalio le había hecho mella y soñaba en ser sacerdote y quién sabe si un día obispo.

Efrén entró silenciosamente en la estancia donde departían Juan y Kalman, que no se percataron de su llegada. Durante unos segundos escuchó su animada charla y luego tosiendo ligeramente les advirtió de su presencia.

—¡Ah, Efrén! ¿Me buscabas? Hablaba con Juan.

—No, no te buscaba a ti, aunque, ya que lo dices, deberíamos estar repasando las Escrituras.

—Tienes razón, perdóname mi indolencia.

Efrén sonrió comprensivo, y se dirigió a Juan.

—Eulalio quiere hablar contigo. Está en la estancia donde trabaja, allí te aguarda.

Juan le dio las gracias y salió en busca del obispo. Efrén era un buen hombre, un sacerdote, pero notaba que le miraba con recelo, que no se sentía cómodo con su presencia. Tocó suavemente la puerta de la estancia donde trabajaba Eulalio y esperó su respuesta.

—Pasa, hijo, pasa, tengo malas noticias.

La voz del obispo denotaba su preocupación. Juan aguardó a que volviera a hablar.

—Temo que en breve podamos estar asediados por los persas. Si fuera así no podrías salir de la ciudad y tu vida peligraría como la de todos nosotros. Llevas ya un mes en Edesa, y sé que aún no crees llegado el momento de confesarme dónde se encuentra la mortaja de Nuestro Señor. Pero temo por ti, Juan, y temo por ese lino en que se ha quedado reflejado el verdadero rostro de Jesús. Si es cierto cuanto me has contado, salva la Sábana y márchate cuanto antes de Edesa. No podemos correr el riesgo de que la ciudad sea destruida y el rostro de Jesús se pierda para siempre.

Eulalio observó cómo la incertidumbre se asomaba en el rostro de Juan. Sabía que el joven no estaba preparado para que le dieran un ultimátum, pero se veía en la obligación de hacerlo. Desde que Juan había llegado no había encontrado la calma en el sueño, y temía por esa tela sagrada de la que le había hablado. En algunos momentos dudaba de su existencia, en otros los ojos límpidos del joven le llevaban a creer en él sin dudar.

—¡No! ¡No puedo irme! ¡No puedo llevarme la Sábana en que estuvo envuelto el cuerpo de Nuestro Señor!

—Tranquilízate, Juan, he decidido lo que es mejor. Tienes a tu mujer en Alejandría, aquí no te puedes quedar más tiempo, no sabemos qué va a ser del reino. Eres depositario de un importante secreto y debes seguir siéndolo. No te pediré que me digas dónde está la Sábana, sólo dime cómo puedo ayudarte a recuperarla para que puedas salvarla.

—Eulalio, debo quedarme, sé que debo quedarme, no puedo marcharme ahora, y mucho menos exponer el lino a los peligros del viaje. Mi padre me hizo jurar que cumpliría con la voluntad de Abgaro, del apóstol Tadeo y de Josar. No puedo llevarme la mortaja de Edesa, lo he jurado.

—Juan, debes obedecerme —le recriminó Eulalio.

—No puedo, no debo hacerlo. Me quedaré y me someteré a la voluntad de DIOS.

—Dime, ¿cuál es la voluntad de Dios?

Juan sintió la voz cansada y grave de Eulalio como un mazazo en el corazón. Clavó la mirada en el obispo y entendió de repente la incertidumbre que a éste le había provocado su llegada, su fantástica historia sobre la sábana con que José de Arimatea había envuelto el cadáver de Jesús, y cómo la sangre había dibujado su figura y su rostro como si se tratase de un calco.

Eulalio había sido generoso y paciente con él, pero ahora le instaba a marcharse. La decisión del arzobispo le obligaba a enfrentarse con la verdad.

Sabía que su padre no le había mentido, pero ¿y si le engañaron a él? ¿Y si a lo largo de estos primeros cuatro siglos desde que nació Nuestro Señor alguien se había apoderado del lino sagrado? ¿Y si todo fuera una leyenda?

El anciano obispo vio asomarse una tormenta de emociones a la mirada de Juan y sintió compasión por la angustia del joven.

—Edesa ha sobrevivido asedios, guerras y hambrunas, incendios, inundaciones… Sobrevivirá a los persas, pero tú, hijo mío, debes actuar de acuerdo a los dictados de la razón, y por tu bien y por el secreto que tu familia ha guardado durante tantas décadas, debes salvar la vida. Dispón tu partida, Juan, dentro de tres días saldrás de la ciudad. Un grupo de comerciantes ha organizado una caravana; es la última oportunidad de salvarte.

—¿Y si te digo dónde está la Sábana?

—Te ayudaré a salvarla.

Juan abandonó la estancia confundido, con los ojos anegados por las lágrimas. Salió a la calle donde aún el frescor del amanecer no había sido suplantado por el ardiente sol de junio y, vagando sin rumbo, por primera vez se dio cuenta de que los habitantes de Edesa se estaban preparando para el asedio que sabían sufriría su ciudad.

Los obreros trabajaban incansables reforzando las murallas, y los soldados andaban por doquier atareados y con gesto contrito. Los comercios apenas exhibían mercancías, y con cuantos se cruzaba denotaban en la mirada la preocupación por el ataque que se sabía inminente.

Pensó en cuán egoísta había sido no prestando atención a lo que sucedía a su alrededor, y por primera vez desde que llegó sintió nostalgia de Miriam, su joven esposa, a la que no había mandado recado para informarla de que se encontraba bien. Eulalio tenía razón: o salía inmediatamente de Edesa o correría la misma suerte que sus habitantes. Un escalofrío le recorrió la espalda porque sintió que esa suerte podía ser la muerte.

No supo cuántas horas había vagado por la ciudad, pero cuando regresó a casa de Eulalio sintió que la sed te había acompañado todo el día y que sus tripas murmuraban de hambre. Encontró a Eulalio junto a Efrén y Kalman, hablando con dos nobles circunspectos enviados de palacio.

—Entra, Juan; Hannan y Maruta nos traen tristes noticias —dijo—. Sufriremos un asedio, Edesa no se rendirá a los persas. Hoy han llegado a las puertas de la ciudad dos carros. En su interior se hallaban las cabezas de un grupo de soldados que habían salido a tantear las fuerzas de Cosroes. Estamos en guerra.

Los dos nobles, Hannan y Maruta observaron sin mucho interés al alejandrino y, tras pedir permiso al obispo, continuaron informándole de los pormenores de la situación.

Juan les escuchaba anonadado. Se daba cuenta de que aunque quisiera le resultaría difícil abandonar la ciudad. La situación estaba peor de lo que Eulalio había creído: ninguna caravana saldría ya de Edesa. Nadie quería correr el riesgo seguro de perder la vida apenas iniciado el camino.

Los siguientes días los vivió Juan como una pesadilla. Desde las murallas de Edesa se veía con nitidez a los soldados persas alrededor de las hogueras. Los ataques se sucedían a veces durante todo el día.

Los hombres guardaban tras los muros de las casas a sus familias mientras los soldados respondían a los continuos ataques. Aún no había escasez de alimentos ni de agua porque el rey había requisado trigo y animales para que nada les faltara a sus soldados.

—¿Duermes, Juan?

—No, Kalman, hace días que no puedo dormir. El silbido de las flechas y los golpes contra las murallas han invadido mi cabeza y no soy capaz de conciliar el sueño.

—La ciudad está a punto de sucumbir. No podemos resistir mucho tiempo más.

—Lo sé, Kalman, lo sé. No doy abasto curando heridas de soldados, y atendiendo a mujeres y niños que mueren en mis brazos presos de convulsiones o de la peste. Tengo las manos encallecidas de cavar agujeros en la tierra para depositar los cadáveres. También sé que los soldados de Cosroes no perdonarán la vida a nadie. ¿Cómo está Eulalio? No he podido ocuparme de él… lo siento.

—Él prefiere que ayudes a quienes más lo necesitan. Está muy débil por este ayuno prolongado, y el dolor le atenaza los huesos. Tiene el vientre hinchado, pero no se queja.

Juan suspiró. Hacía días que apenas dormía corriendo de un lugar a otro de la muralla. Atendiendo las heridas mortales de los soldados a los que ya no podía aliviar porque no le quedaban plantas con las que cocer sus pociones.

Algunas mujeres desesperadas acudían a su puerta rogándole que salvara a sus hijos, y él dejaba escapar lágrimas de impotencia porque nada podía hacer por aquellos niños a los que se les escapaba la vida a causa del hambre y de la miseria que trae consigo la guerra.

Cuánto había cambiado su vida desde que dejó, hacía casi dos años ya, Alejandría. Cuando se sumía en un duermevela soñaba con el olor límpido del mar, las manos suaves de Miriam, la comida caliente que le preparaba su vieja aya, su casa rodeada de naranjos. Durante los primeros meses de asedio maldecía su suerte y se reprochaba haber ido a Edesa persiguiendo un sueño, pero ya no lo hacía. No le restaban fuerzas.

—Iré a ver a Eulalio.

—Le hará bien.

Acompañado por Kalman se dirigió a la estancia donde el obispo yacía rezando.

—Eulalio…

—Bienvenido seas, Juan. Siéntate a mi lado.

El médico se sintió impresionado por el aspecto del anciano. Había empequeñecido y sus huesos se traslucían debajo de una fina capa de piel cuyo color presagiaba la muerte.

La visión del anciano moribundo conmovió a Juan. Él, que había llegado a Edesa ufano para mostrar a la cristiandad el rostro del Señor, no se había atrevido a cumplir con su cometido. Ni siquiera había pensado en el lino sagrado durante los meses de asedio; ahora, al ver la muerte rondar el lecho de Eulalio, supo que pronto le rondaría a él.

—Kalman, déjame a solas con Eulalio.

El obispo hizo una seña al sacerdote para que aceptara la orden de Juan. Kalman salió preocupado, sabiendo que ninguno de los dos hombres estaba bien. En Juan era evidente que el dolor había hecho mella en su espíritu, mientras que en Eulalio era la carne la que se descomponía a ojos vista.

Juan miró fijamente al obispo y, tomándolo de la mano, se sentó a su lado.

—Perdóname Eulalio, he hecho todo mal desde mi llegada, y el peor de mis pecados ha sido no confiar en ti. He pecado de soberbia al no confiarte el lugar secreto donde se encuentra la Sábana. Te lo diré y tú decidirás lo que debemos hacer. Que Dios me perdone si lo que voy a expresar es una duda, pero si realmente en el lino está la imagen de su Hijo, entonces Él nos salvará, como salvó a Abgaro de una muerte segura.

Eulalio escuchó asombrado la revelación de Juan. Así que durante más de trescientos años la mortaja de Jesús había estado enterrada bajo los ladrillos de un nicho excavado en la muralla, encima de la puerta occidental de la ciudad, el único lugar que había soportado las embestidas del ejército persa.

El anciano se incorporó a duras penas y llorando abrazó al alejandrino.

—¡Alabado sea el Señor! Siento en mi corazón una alegría inmensa. Debes acudir a la muralla y rescatar la Sábana. Efrén y Kalman te ayudarán, pero debes ir cuanto antes, siento que Jesús aún puede apiadarse de nosotros y hacer un milagro.

—No, no puedo presentarme ante los soldados que arriesgan sus vidas guardando la puerta occidental y decirles que voy a buscar un nicho oculto en la muralla. Pensarán que estoy loco, o que oculto un tesoro… No, no puedo ir allí.

—Irás, Juan.

De repente la voz de Eulalio había recuperado firmeza. Tanta, que Juan bajó la cabeza sabiendo que esta vez le obedecería.

—Permíteme, Eulalio, que diga que me envías tú.

—Y soy yo el que te envía. Antes de que entraras a verme con Kalman, en mi sueño he escuchado la voz de la madre de Jesús diciéndome que Edesa se salvaría. Así será si Dios lo quiere.

Hasta la estancia llegaban los gritos de los soldados mezclados con los llantos de los pocos infantes que quedaban con vida. Eulalio mandó llamar a Kalman y Efrén.

—He tenido un sueño. Acompañaréis a Juan a la puerta occidental y…

—Pero, Eulalio —exclamó Efrén—, los soldados no nos dejarán pasar…

—Iréis y obedeceréis las órdenes de Juan. Edesa se puede salvar.

El capitán, enfurecido, mandó retirarse a los dos sacerdotes del lugar.

—La puerta está a punto de ceder y vosotros queréis que nos pongamos a buscar un nicho oculto… ¡Estáis locos! No me importa que el obispo os haya enviado. ¡Idos!

Juan se adelantó y con voz firme aseguró al capitán que con su ayuda o sin ella excavarían en la muralla, encima de la puerta occidental.

Las flechas caían a su alrededor, pero los tres hombres excavaban sin descanso ante la mirada atónita de los soldados que, gastando sus últimas fuerzas, defendían esa parte de la muralla.

—¡Aquí hay algo! —gritó Kalman.

Minutos más tarde Juan tenía en las manos un cesto oscurecido por el tiempo y la arena. Lo abrió y acarició la tela doblada cuidadosamente.

Sin esperar a Efrén ni a Kalman empezó a correr hacia casa de Eulalio.

Su padre le había dicho la verdad: su familia era depositarla del lienzo con el que José de Arimatea amortajó a Jesús.

El obispo tembló de emoción al ver entrar a Juan tan agitado. Éste sacó la tela y la extendió ante el anciano, que levantándose del lecho cayó de rodillas maravillado al contemplar el rostro de un hombre perfectamente delineado sobre el lino.