La noche estaba impregnada con el olor de las flores. Roma brillaba a los pies de los invitados de John Barry y Lisa, que abarrotaban la espaciosa terraza del ático que dominaba la ciudad.
Lisa estaba nerviosa. John se había enfadado cuando, a su regreso de Washington, le anunció que había decidido organizar una fiesta en honor de Mary y James, y que ya había invitado a Marco y a Paola.
Su marido la había acusado de deslealtad hacia su hermana.
—¿Le dirás a Mary por qué has invitado a Marco? No, claro que no, porque no puedes ni debes. Marco es amigo nuestro, y estoy dispuesto a ayudarle en lo que sea necesario, pero eso no implica mezclar a la familia, y mucho menos que tú te metas en las investigaciones del Departamento del Arte. Lisa, eres mi esposa, no tengo secretos para ti, pero te ruego que no te inmiscuyas en mi trabajo, como tampoco yo lo hago en el tuyo. No te imaginaba utilizando a tu propia hermana y, además, ¿por qué? ¿Qué más te da a ti el incendio de la catedral?
Era la primera discusión seria que habían tenido en muchos años. John la había hecho sentirse culpable. En realidad se daba cuenta de que había actuado con frivolidad para agradar a sus amigos.
Mary no le había puesto ningún inconveniente a la lista de invitados cuando se la pasó por e-mail. Su sobrina Gina tampoco había manifestado ninguna objeción cuando vio el nombre de Marco Valoni y de su esposa Paola; sabía que eran buenos amigos de sus tíos. Les había tratado en algunas ocasiones, y le parecían agradables y simpáticos. Preguntó, eso sí, quién era esa doctora Galloni que iba a acompañar a los Valoni. Su tía le explicó que era una erudita que trabajaba en el Departamento del Arte, muy apreciada por los Valoni. Gina no preguntó más.
Cuatro camareros pasaban bandejas con cócteles entre los invitados. Cuando Marco Valoni, acompañado de Paola y Sofía, entró en la casa, no pudieron disimular su asombro: dos ministros, un cardenal, varios diplomáticos, entre ellos el embajador de Estados Unidos, hombres de negocios, y media docena de catedráticos amigos de Lisa, más unos cuantos arqueólogos amigos de Gina formaban el nutrido grupo de invitados.
—Me siento fuera de lugar —susurró Marco a las dos mujeres.
—Yo también —respondió Paola—, pero ya no podemos volvernos atrás.
Sofía empezó a buscar con la mirada a Umberto D’Alaqua. Allí estaba, hablando con una mujer rubia, bella y sofisticada, con un ligero parecido a Lisa. Ambos reían, se notaba que se sentían cómodos el uno con el otro.
—Bienvenidos. Paola, estás guapísima. Y usted es la doctora Galloni, supongo. Encantado.
Marco sintió la incomodidad de John. Estaba tenso desde que Lisa los había invitado a la fiesta. Incluso había hecho lo posible para que rechazaran la invitación. Con sutileza, amablemente, pero había tratado de que no acudieran. Se preguntaba por qué.
Lisa se acercó sonriente a ellos. Al igual que John está tensa, ¿o me estaré volviendo paranoico?, pensó Marco. El caso es que la sonrisa de Lisa era un rictus, y los ojos siempre tranquilos de John brillaban inquietos.
Gina también acudió a saludarles y su tía le encargó que les presentará al resto de los invitados.
John se dio cuenta del efecto que Sofía causaba entre los hombres. Todos la miraban de reojo, incluido el cardenal. Pronto quedó incorporada a la conversación de un grupo formado por dos embajadores, un ministro, tres hombres de negocios y un banquero.
Vestida de blanco con una túnica de Armani, el pelo rubio suelto, sin más joyas que unos brillantes diminutos en las orejas y un reloj de Cartier, Sofía era sin duda la mujer más bella aquella noche.
La conversación giraba en torno a la guerra contra Irak, y el ministro amablemente le preguntó su opinión.
—Lo siento, pero estoy en contra. En mi opinión Saddam Hussein no es una amenaza para nadie, excepto para su propio pueblo.
Su opinión era la única discrepante, así que avivó la conversación. Sofía fue desgranando argumentos en contra de la guerra, dio una lección magistral de historia y logró que sus interlocutores la miraran embobados.
Mientras tanto Marco y Paola hablaban con dos arqueólogos amigos de Gina que se sentían tan fuera de lugar como ellos.
Sofía no perdía de vista a la mujer rubia que charlaba tan animadamente con D’Alaqua; aprovechó que John se acercaba a ese grupo para disculparse con sus interlocutores y dirigirse hacia donde estaban sus amigos.
—Muchas gracias por haberme invitado, señor Barry.
—Estamos encantados de que haya podido acompañar a mis buenos amigos Marco y Paola…
La mujer rubia se volvió sonriendo e hizo un gesto de saludo con la mano.
—Es mi cuñada. Mary Stuart.
—Se parece mucho a Lisa —afirmó Marco—. ¿Nos la presentarás?
Sofía bajó la cabeza, sabía que Marco estaba jugando sus cartas. Mary Stuart hablaba con D’Alaqua, así que era la oportunidad de acercarse a aquel hombre.
Lisa se acercó en ese momento.
—Cariño, Marco quiere conocer a Mary y a James.
—¡Oh, sí, claro!
Lisa acompañó al grupo hacia donde se encontraba su hermana con D’Alaqua y tres parejas más. Sofía clavó la mirada en D’Alaqua, éste ni pestañeó. ¿La había reconocido?
—Mary, quiero que conozcas a dos de nuestros mejores amigos, Marco y Paola Valoni, y la doctora Galloni, que les acompaña.
La mujer rubia les dedicó una amplia sonrisa; cortésmente les incorporó al grupo y a su vez les presentó. D’Alaqua hizo una cortés inclinación de cabeza y les sonrió indiferente.
—Encantada. ¿Son arqueólogos como mi hermana? —preguntó amablemente Mary Stuart.
—No, Mary. Verás, Marco es el director del Departamento del Arte, Paola es profesora en la universidad y Sofía trabaja con Marco.
—¿El Departamento del Arte? ¿Qué es?
—Somos un cuerpo especial dedicado a perseguir los delitos artísticos. Robo de obras de arte, falsificaciones, contrabando…
—¡Ah, qué interesante! —exclamó sin ningún interés Mary Stuart—. Precisamente estábamos hablando de ese Cristo de El Greco que se ha subastado en Nueva York… Intento que Umberto confiese si lo ha comprado o no.
—Desgraciadamente no ha sido así —afirmó D’Alaqua.
Sofía, nerviosa, no despegaba los labios, aunque miraba embobada a D’Alaqua. Éste, con naturalidad y un tono distante, se dirigió hacia ella.
—¿Qué tal van sus investigaciones, doctora Galloni?
Mary y el resto del grupo lo miraron con asombro.
—¿Os conocíais? —preguntó Mary.
—Sí. Recibí a la doctora en Turín hace unas semanas. Ya sabéis lo del incendio en la catedral; el Departamento del Arte estaba, no sé si aún continúa, investigando los pormenores del incendio.
—¿Y tú qué tienes que ver? —preguntó Mary.
—Pues que la empresa encargada de las obras de la catedral es COCSA. La doctora investigaba si el accidente había sido fortuito o podía haber sido provocado.
Marco se mordió el labio. Pensó que D’Alaqua tenía un dominio de sí mismo extraordinario y estaba demostrando públicamente su indiferencia absoluta ante la investigación del Departamento del Arte. Era una manera de hacer patente su inocencia.
—Dígame, doctora, ¿el accidente pudo ser provocado? —preguntó una de las mujeres del grupo, una princesa que aparecía en las revistas del corazón.
Sofía dirigió una mirada cargada de rencor a D’Alaqua. La había hecho sentirse fuera de lugar, como si se hubiera colado en la fiesta. Paola y Marco tampoco parecían sentirse cómodos.
—Cuando se produce un accidente en un lugar, en este caso la catedral, donde hay innumerables obras de arte, nuestra obligación es investigar todas las posibilidades.
—Pero ¿ya han llegado a alguna conclusión? —insistió la princesa.
Sofía miró a Marco, y éste carraspeó antes de intervenir.
—Princesa, nuestro trabajo es más rutinario de lo que pudiera parecer. Italia es un país con un patrimonio artístico extraordinario, y nuestra labor es conservarlo.
—Sí, pero…
Lisa, nerviosa, interrumpió a la princesa, llamando al camarero para que les sirviera otra copa. John aprovechó para agarrar suavemente del brazo a Marco y llevarlo hacía otro grupo seguido de Paola. Pero Sofía se quedó clavada en el lugar en que estaba sin dejar de mirar a D’Alaqua.
—Sofía —dijo Lisa intentando llevársela—, quiero que conozcas al profesor Rosso. Dirige las excavaciones en Herculano.
—¿Cuál es su especialidad, doctora? —preguntó Mary.
—Soy doctora en historia del arte, y licenciada en lenguas muertas y en filología italiana. Hablo inglés, francés, español, griego y bastante bien árabe.
Lo había dicho con orgullo, pero de repente se sintió ridícula. Había intentado sorprender a ese grupo de ricos a los que les era indiferente lo que ella pudiera ser y saber. Sintió una rabia profunda al sentirse examinada, observada como un bicho raro por aquellas mujeres hermosas y esos hombres poderosos.
Lisa volvió a hacer un intento para llevársela.
—¿Vienes, Sofía?
—Lisa, permítanos disfrutar de la conversación de la doctora.
Las palabras de D’Alaqua sorprendieron a Sofía. Lisa hizo un gesto resignado, pero intentando romper el grupo arrastró a su hermana. De repente Sofía y D’Alaqua estaban solos.
—La noto incómoda, doctora, ¿por qué?
—En realidad lo estoy, y no sé muy bien por qué.
—No debería estarlo, y mucho menos sentirse ofendida con Mary por haberle preguntado su especialidad. Mary es una mujer extraordinaria, inteligente y sensible, su pregunta no iba con segundas, créame.
—Supongo que es como usted dice.
—En realidad usted y sus amigos han venido a esta fiesta para verme a mí. ¿Me equivoco?
La afirmación de D’Alaqua hizo que se pusiera roja. Otra vez se sentía pillada en falta.
—No, verá, mi jefe es amigo de John Barry, y yo…
—Y usted se marchó de mi despacho sin nada, de manera que con su jefe han decidido hacerse los encontradizos conmigo. Demasiado evidente.
Sofía sentía arder su cara. No estaba preparada para este duelo, para la franqueza de ese hombre que la miraba con un tono entre distante y divertido, convencido de su superioridad intelectual.
—No es fácil verle a usted.
—No, no lo es, así que aproveche y pregúnteme lo que quiera.
—Se lo dije: sospechamos que el accidente de la catedral fue provocado y sólo pudieron hacerlo algunos de sus obreros, ¿por qué?
—Usted sabe que yo no tengo respuesta a esa pregunta, pero usted sí tiene una sospecha, así que dígamela y veremos si le puedo ayudar.
En el otro extremo de la terraza Marco les observaba asombrado, lo mismo que Lisa. John, que no podía disimular su nerviosismo y disgusto, envió a Lisa a que liberara a D’Alaqua.
—Sofía perdona, pero Umberto tiene muchos amigos aquí que quieren hablar con él y le estás acaparando. Mi cuñado James te está buscando Umberto…
Sofía se sintió ridícula. Lisa, con su nerviosismo, la había ofendido sin pretenderlo.
—Lisa, soy yo quien está acaparando a la doctora Galloni, y me permitirás que lo siga haciendo ¿verdad? Hacía tiempo que no tenía una conversación tan interesante.
—¡Oh, sí claro, yo…! En fin, si necesitáis algo…
—La noche es preciosa, la cena exquisita y John y tú unos anfitriones excelentes. Estoy feliz de que me hayáis invitado para estar con Mary y James, gracias Lisa.
Lisa le miró asombrada y los dejó solos. Fue hasta donde estaba John y le cuchicheó algo al oído.
—Gracias —dijo Sofía.
—¡Por favor, doctora, no se subestime!
—No lo he hecho nunca.
—Yo diría que esta noche sí.
—Ha sido una estupidez venir aquí.
—Ha sido demasiado evidente. El nerviosismo de nuestros anfitriones delata que habían preparado esta puesta en escena. Me extrañaría que Mary y James lo supieran.
—No lo saben; deben de estar preguntándose por qué nos ha invitado su hermana, porque no pintamos nada aquí. Lo siento, ha sido un error.
—Aún no ha contestado a mi pregunta.
—¿Su pregunta?
—Sí, cuénteme qué sospecha.
—Sospechamos que alguien quiere la Sábana Santa, no sabemos si para robarla o destruirla, pero estamos seguros de que el objetivo del incendio era la Síndone, y que también lo ha sido en el pasado, en los numerosos accidentes que ha habido en la catedral.
—Es una teoría interesante. Ahora dígame de quién sospechan, quién cree que puede querer robar o destruir la Síndone, y sobre todo por qué.
—Eso es lo que estamos investigando.
—Y no tienen pistas que hagan buenas sus conjeturas, ¿me equívoco?
—No.
—Doctora, ¿usted cree que yo quiero robar o destruir la Síndone?
Las palabras de D’Alaqua tenían un deje de burla que aumentaron la sensación de ridículo de Sofía.
—Yo no he dicho que sospechemos de usted, pero es posible que algún empleado suyo sí pueda estar involucrado en el accidente de la catedral.
—¿El jefe de personal de COCSA, el señor Lazotti, ha colaborado con usted?
—Sí, no tenemos ninguna queja. Ha sido muy amable y eficaz y nos ha mandado un memorando extensísimo con todos los datos que le solicité.
—Permítame que le haga una pregunta, ¿qué esperaban su jefe y usted de su encuentro conmigo esta noche?
Sofía bajó la mirada y bebió un sorbo de la copa de champán. No tenía respuesta, al menos no una respuesta convincente. A un hombre como D’Alaqua no se le podían esgrimir excusas como la de que tenían una corazonada. Sentía que había sido examinada y había suspendido el examen, porque las preguntas hechas por ese hombre hacían que las respuestas sonaran huecas e infantiles.
—Verle, hablar con usted si era posible, y ver qué pasaba.
—¿Le parece que cenemos?
Lo miró sorprendida. D’Alaqua la había cogido suavemente del brazo encaminándose hacia una mesa donde había dispuesto un bufet. James Stuart se acercó a ellos acompañado del ministro de Finanzas.
—Umberto, Horacio y yo estamos discutiendo sobre el efecto que va a tener la gripe asiática en las bolsas europeas…
Durante un buen rato D’Alaqua disertó sobre la crisis de la economía asiática, y lo hizo ante el asombro de Sofía, haciéndola partícipe de la conversación. Sofía se encontró discutiendo con el ministro de Finanzas y rebatiendo algunas de las afirmaciones de Stuart. D’Alaqua la escuchaba interesado.
Mientras tanto, Marco Valoni no salía de su asombro al ver a Sofía integrada en aquel grupo de hombres importantes, pero sobre todo porque era evidente que había conseguido despertar el interés de Umberto D’Alaqua.
—Su amiga es encantadora.
—La voz alegre de Mary Stuart devolvió a Marco a la realidad. ¿O fue el codazo que Paola le dio disimuladamente?
—Sí, sí que lo es —respondió Paola—. Es una mujer muy inteligente.
—Y muy bella —señaló Mary—. Nunca he visto a Umberto tan interesado por una mujer. Sin duda es extraordinaria para que Umberto le preste tanta atención. Se le nota contento, relajado con su compañía.
—¿Está soltero, no? —preguntó Paola.
—Sí, nunca hemos entendido por qué, ya que lo tiene todo: es inteligente, guapo, culto, rico, y además buena persona. No sé por qué no le tratáis más, John, y tú, Lisa.
—Mary, el mundo de Umberto no es el nuestro. Tampoco lo es el tuyo por más que seas mi hermana.
—Vamos, Lisa, no digas tonterías.
—No, no las digo. En mi vida cotidiana, en mi profesión, no hay ministros ni banqueros, ni empresarios. No tiene por qué haberlos. Tampoco en el de John.
—No caigas en el viejo tópico de dividir a la gente según lo que pone en su tarjeta de visita.
—Y no lo hago; sólo digo que yo soy arqueóloga, de manera que en mi círculo difícilmente puedo encontrarme un ministro.
—Pues a Umberto le deberías tratar, es un apasionado de la arqueología, ha financiado unas cuantas excavaciones, y estoy segura de que tenéis mucho en común —insistió Mary.
Sofía y Umberto D’Alaqua se habían sentado a una mesa junto a otros invitados. D’Alaqua se mostraba atento con ella y a Sofía se la notaba feliz. Marco estaba deseando hablar con ella, saber qué había pasado, qué se habían dicho. Pero no quería acercarse a ellos, su intuición le decía que no debía hacerlo.
Era cerca de la una de la mañana cuando Paola le recordó a Marco que al día siguiente tenía que madrugar. A las ocho daba la primera clase y no quería llegar excesivamente cansada. Marco le pidió que fuera ella quien se acercara a Sofía para indicarle que se marchaban.
—Sofía, nos vamos, no sé si quieres que te llevemos a casa…
—Gracias, Paola, sí, me voy con vosotros.
Sofía esperaba que D’Alaqua se ofreciera a llevarla a su casa, pero no fue así. Se levantó y le besó la mano como despedida. Lo mismo hizo con Paola.
Cuando se dirigían hacia la puerta acompañados de Lisa y John, Sofía miró de reojo hacia la terraza. Umberto D’Alaqua conversaba animadamente con un grupo de invitados; se sintió decepcionada.
Apenas entraron en el coche Marco dio rienda suelta a su curiosidad.
—Vamos, doctora, cuéntame qué te ha dicho el gran hombre.
—Nada.
—¿Cómo?
—Que no me ha dicho nada excepto dejarme claro que era muy evidente que habíamos ido a la fiesta a verlo a él. Me hizo sentirme ridícula, cogida en falta. Y me preguntó con sorna si sospechábamos que él quería robar o destruir la Síndone.
—¿Nada más?
—El resto de la noche hemos hablado de la gripe asiática, de petróleo, arte, literatura.
—Pues parecíais muy a gusto el uno con el otro —afirmó Paola.
—Y yo lo estaba, pero no hay más.
—Él también lo estaba —insistió Paola.
—¿Os volveréis a ver? —preguntó Marco.
—No, no, no lo creo. Ha sido amable, eso es todo.
—¿Touchée?
—Si me dejara llevar por mis emociones te respondería que sí, pero ya soy mayorcita, así que espero que en mí continúe primando la razón.
—O sea, ¡touchée! —dijo Marco sin disimular una sonrisa.
—Hacéis buena pareja —sugirió Paola.
—Sois estupendos, pero no me quiero engañar. Un hombre como Umberto D’Alaqua no se interesa por una mujer como yo. No tenemos nada en común.
—Tenéis mucho en común. Mary nos ha contado que es un hombre que siente pasión por el arte, incluso participa en excavaciones arqueológicas que él mismo financia. Y tú, por si no lo sabes, eres además de inteligente y culta, guapísima, ¿verdad, Paola?
—Pues claro, hasta Mary Stuart ha venido a decirnos que nunca había visto a D’Alaqua tan atento con una mujer como le veía contigo.
—Dejémoslo. El resultado es que me ha dejado claro que nos habíamos colado en la fiesta. Esperemos que no proteste ante ningún ministro por nuestra insistencia.
— o O o —
Llovía intensamente. Los seis hombres acomodados en unos confortables sofás de cuero hablaban animadamente.
La estancia, una biblioteca con una chimenea crepitante y varios cuadros de maestros holandeses, delataba el gusto sobrio de su propietario. La puerta se abrió y un anciano, alto y enjuto, entró. Los seis hombres se levantaron y uno a uno se fundieron con él en un abrazo.
—Perdonad la tardanza, pero a estas horas es difícil circular por Londres. No podía deshacer el compromiso de jugar al bridge con el duque y algunos de sus amigos y de nuestros hermanos.
Un suave tintineo en la puerta sirvió de anuncio al mayordomo que entró a retirar el servicio de té y a ofrecer bebidas a los siete hombres. Cuando de nuevo estuvieron solos, el anciano tomó la palabra.
—Bien, recapitulemos.
—Addaio ha castigado a Zafarín, Rasit y Dermisat, por su fracaso. Los ha confinado en la casona de las afueras de Urfa. La penitencia durará cuarenta días, pero mi contacto asegura que Addaio no se conformará con verlos penar durante ese tiempo, que prepara algo más. En cuanto a enviar un nuevo comando, aún no lo ha decidido, pero tarde o temprano lo hará. Le preocupa Mendibj, el mudo que se encuentra en la cárcel de Turín. Dice que ha tenido un sueño y que por culpa de Mendibj la desgracia se cernirá sobre la Comunidad.
»Mi contacto está preocupado, dice que desde que Addaio ha tenido ese sueño apenas come, y está fuera de sí. Teme por su salud y por lo que pueda decidir.
— o O o —
El hombre que había hablado guardó silencio. De mediana edad, moreno, con un espeso bigote, bien vestido y un impecable acento inglés, su porte se asemejaba al de los militares.
El anciano hizo un gesto a otro de los asistentes para que hablara.
—El Departamento del Arte sabe mucho, pero sin saber que lo sabe.
Le miraron preocupados y con curiosidad. El anciano le indicó que continuase.
—Sospechan que cuanto ha venido sucediendo en la catedral de Turín no son accidentes, y mantienen que alguien quiere o robar o destruir la Síndone, pero no encuentran el móvil. Continúan investigando a COCSA, convencidos de que a través de la empresa pueden encontrar un hilo del que tirar y deshacer la madeja. Como os anuncié, la operación caballo de Troya está en marcha y el mudo Mendibj saldrá en libertad en un par de meses. Otro hilo para desenredar la madeja.
—Ha llegado el momento de actuar —afirmó un hombre entrado en años, bien parecido y con un ligero acento que denotaba que el inglés no era su lengua materna.
—Mendibj debe desaparecer —continuó diciendo el mismo hombre—, en cuanto al Departamento del Arte, es hora de presionar a nuestros amigos para que paren a ese Marco Valoni.
—Puede que Addaio haya llegado a la misma conclusión, que Mendibj debe desaparecer para salvaguardar la Comunidad —manifestó el hombre del bigote con porte militar—. Quizá deberíamos esperar a ver qué decide Addaio antes de actuar nosotros. Aunque pueda resultar hipócrita, prefiero no tener la muerte de ese mudo en nuestras conciencias.
—Mendibj no tiene por qué morir, basta con ayudarle a llegar a Urfa —expresó uno de los asistentes.
—Es muy arriesgado —intervino otro—. Una vez en libertad el Departamento del Arte le seguirá los pasos, no son tontos, son gente con experiencia. Montarán un dispositivo bien trabado, y podemos encontrarnos con que para salvar su vida sea necesario sacrificar la de otros muchos, lo que además de recaer sobre nuestras conciencias sería peligroso, puesto que hablamos de policías y carabinieri.
—¡Ah, la conciencia! —exclamó el anciano—. En demasiadas ocasiones la dejamos de lado diciéndonos que no tenemos otra salida. La nuestra es una historia en que la muerte no nos es ajena. Como tampoco nos es ajeno el sacrificio, la fe, la misericordia. Somos hombres, nada más, actuamos de acuerdo a lo que creemos mejor. Nos equivocamos, pecamos, acertamos… Que Dios se apiade de nosotros.
El anciano guardó silencio. Los otros hombres bajaron la mirada y se sumergieron en sus pensamientos.
Durante unos minutos ninguno habló. En sus rostros se había dibujado una huella de pesadumbre. Por fin el anciano levantó la mirada y erguido en su asiento volvió a hablar.
—Bien, os diré qué creo que debemos de hacer y escucharé vuestra opinión.
Era de noche cuando el anciano dio por terminada la reunión. La lluvia seguía dejando un manto húmedo sobre la ciudad.
— o O o —
Ana Jiménez no había dejado de pensar en el incendio de la catedral de Turín. Solía hablar con su hermano todas las semanas, y en cada ocasión le preguntaba por las investigaciones de Marco. Santiago se enfadaba y le recriminaba su interés, pero no le contaba nada.
—Te estás obsesionando, y esa obsesión no te va a llevar a ninguna parte. Por favor, Ana, olvídate del incendio de la catedral y de la Síndone.
—Pero es que estoy segura de que puedo ayudaros.
—Ana, no es mi caso, es una investigación del Departamento del Arte. Marco es un buen amigo, que cree que cuatro ojos ven más que dos, y por eso nos pidió que echáramos un vistazo a sus papeles, pero sólo para que le diéramos una opinión. Eso ha hecho John y eso he hecho yo, y ya está.
—Pero Santiago, déjame echar un vistazo a los papeles de Marco, soy periodista, sé ver cosas que los polis no sabéis ver.
—Sin duda los periodistas sois listísimos y muy capaces de hacer nuestro trabajo mejor que nosotros.
—No seas tonto, y no te enfades.
—Ni lo uno ni lo otro, pero ten claro Ana que no te dejaré meter las narices en la investigación de Marco.
—Al menos dime qué es lo que opinas tú.
—Las cosas son más simples de lo que a veces parecen.
—Ésa no es una respuesta.
—Pues es lo máximo que te voy a decir.
—Tengo ganas de ir a Roma, estoy pensando en coger unos días de vacaciones… ¿Te viene bien que vaya ahora?
—No, no me viene bien porque no tienes ganas de venir a Roma de vacaciones, sino a intentar que te deje meter las narices donde no debes.
—Eres insoportable.
—Tú también.
Ana miró la pila de papeles que había sobre su mesa, junto a más de una docena de libros, todos sobre la Sábana Santa. Llevaba días leyendo sobre la Síndone. Libros esotéricos, libros religiosos, libros históricos… Estaba segura de que la clave estaba en algún lugar del recorrido de la historia de la Sábana Santa. Marco Valoni lo había dicho: los accidentes se habían sucedido desde que la Síndone estaba en la catedral de Turín. Tomó una decisión: una vez que se hubiera empapado lo suficiente de las peripecias de la Sábana Santa, pediría unos días de vacaciones e iría a Turín. Era una ciudad que nunca le había gustado demasiado, no la habría elegido para pasar unas vacaciones pero tenía el pálpito de que Marco Valoni tenía razón, que detrás de los accidentes había una historia, una historia que ella quería escribir.