20

Addaio estaba sentado tras una inmensa mesa de madera tallada. El sillón frailero no empequeñecía su imponente figura.

No tenía ni un solo cabello, pero las arrugas que rodeaban los ojos y las comisuras de los labios no dejaban dudas en cuanto a la edad del hombre, que delataban también las manos nudosas con las venas transparentándose a través de la piel.

En la habitación había dos ventanas, pero los pesados cortinajes no dejaban traspasar ni un rayo de luz. La penumbra lo inundaba todo.

A ambos lados de la imponente mesa había cuatro sillas de respaldo alto, y sentados en ellas un total de ocho hombres, vestidos de negro riguroso, con la mirada baja.

Un hombrecillo delgado, vestido con modestia, les había abierto la puerta y conducido hasta el despacho de Addaio.

Zafarín temblaba. Sólo la presencia de su padre impedía que saliera corriendo. Su madre le agarraba del brazo, y su mujer, Ayat, con su hijita, caminaban a su lado sin decir palabra, tan asustadas como él.

El hombrecillo introdujo en una estancia a las mujeres.

—Aguardad aquí —indicó, y con paso presuroso acompañó a los hombres hasta el umbral de una puerta de madera ricamente labrada; abrió una de las hojas e hizo pasar a Zafarín y a su padre.

—Has fracasado.

La voz de Addaio retumbó contra las paredes de madera, cubiertas de libros. Zafarín agachó la cabeza sin disimular un gesto de dolor, de dolor en el alma. Su padre dio un paso adelante y sin miedo clavó la mirada en Addaio.

—Te he dado dos hijos. Ambos han sido valientes, se han sacrificado renunciando a su lengua. Serán mudos hasta que Dios Nuestro Señor les resucite el día del Juicio Final. Nuestra familia no merece tus recriminaciones. Desde hace siglos los mejores de nosotros hemos dedicado nuestra vida a Jesús el Salvador. Somos hombres, Addaio, sólo hombres, por eso fracasamos. Mi hijo cree que hay un traidor entre nosotros, alguien que sabe cuándo vamos a ir a Turín y que conoce los planes que vas pergeñando.

»Zafarín es inteligente, tú lo sabes. Tú mismo te empeñaste en que, al igual que Mendibj, fuera a la universidad. El fallo está aquí, Addaio, debes buscar al traidor que anida entre nosotros. La traición ha pervivido en nuestra comunidad a través del tiempo, sólo así se explica que hayan fracasado hasta el momento todos los intentos de rescatar lo que es nuestro.

Addaio escuchaba sin mover un músculo, con la mirada encendida por la ira que con gran esfuerzo contenía.

El padre de Zafarín se acercó a la mesa y entregó a Addaio más de cincuenta folios escritos por ambas caras.

—Toma, en estos Papeles encontrarás el relato de lo sucedido. También mi hijo te participa sus sospechas.

Addaio no miró los papeles que el padre de Zafarín había depositado sobre la mesa. Se levantó y comenzó a dar vueltas en silencio. Con paso decidido se plantó delante de Zafarín, apretaba los puños, parecía que iba a descargar un golpe sobre la cara del Joven, pero los dejó caer sobre el costado.

—¿Sabes lo que significa este fracaso? ¡Meses, quizá años antes de poder volver a intentarlo! La policía está investigando a fondo, algunos de los nuestros pueden ser detenidos y si hablan ¿entonces, qué?

—Pero ellos no saben la verdad, no saben a qué han ido… —irrumpió el padre de Zafarín.

—¡Calla! ¿Qué sabes tú? Nuestra gente en Italia, en Alemania, en otros lugares, sabe lo que tiene que saber, y si caen en manos de la policía les harán hablar, de manera que podrían llegar hasta nosotros. Entonces, ¿qué haremos? ¿Nos cortaremos todos la lengua para no traicionar a Nuestro Señor?

—Lo que pase será voluntad de Dios —afirmó el padre de Zafarín.

—¡No! No lo será. Será consecuencia del fracaso y estupidez de quienes no son capaces de cumplir con su voluntad. Será mi culpa por no saber elegir a los mejores para cumplir con lo que nos ha mandado Jesús.

La puerta se abrió, y el hombrecillo introdujo a dos hombres jóvenes acompañados a su vez por sus padres.

Rasit, el segundo mudo, y Dermisat, el tercero, se fundieron en un abrazo con Zafarín ante la mirada airada de Addaio.

Zafarín no sabía que sus compañeros habían llegado a Urfa. Addaio habría impuesto el silencio entre familiares y amigos, para que hasta ese momento los tres no se encontraran.

Hablaron los padres de Rasit y de Dermisat en nombre de sus hijos, suplicando comprensión y clemencia.

Addaio parecía no escucharles, estaba como ausente rumiando su propia desesperación.

—Purgaréis el pecado que con vuestro fracaso habéis cometido contra Nuestro Señor.

—¿No te basta con que nuestros hijos hayan sacrificado su lengua? ¿Qué más castigo les quieres imponer? —se atrevió a preguntar el padre de Rasit.

—¡Te atreves a desafiarme! —gritó Addaio.

—No. ¡Dios no lo permita! Sabes que somos fieles a Nuestro Señor, y que te obedeceremos, sólo te pido compasión —respondió el padre de Rasit.

—Tú eres nuestro pastor —se atrevió a interrumpir el padre de Dermisat—, tu palabra es la ley, hágase tu voluntad puesto que tú representas al Señor en la tierra.

Se pusieron de rodillas y comenzaron a rezar con las cabezas agachadas. Sólo les quedaba esperar la decisión de Addaio.

Hasta ese momento los ocho hombres que acompañaban a Addaio no habían despegado los labios. A una señal suya salieron de la habitación y él les siguió. Entraron en otra estancia a deliberar.

—¿Y bien? —preguntó Addaio—. ¿Creéis que hay un traidor entre nosotros?

El silencio ominoso de los ocho hombres irritó sobremanera a Addaio.

—¿No tenéis nada que decir? ¿Nada, después de lo que ha pasado?

—Addaio, eres nuestro pastor, el elegido de Nuestro Señor; tú nos debes iluminar —dijo uno de los hombres de negro.

—Sólo vosotros ocho conocíais el plan completo. Sólo vosotros sabéis quiénes son nuestros contactos. ¿Quién es el traidor?

Los ochos hombres se movieron inquietos mirándose entre sí, incómodos, sin saber si las palabras del pastor eran sólo una provocación o efectivamente les estaba acusando. Ellos eran, junto a Addaio, los pilares de la comunidad, sus linajes se perdían en el tiempo, fieles a Jesús, fieles a su ciudad, fieles a su encomienda.

—Si hay un traidor, morirá.

La afirmación de Addaio sobrecogió a los hombres que le sabían capaz de semejante castigo. Su pastor era un hombre bueno, que vivía con modestia, y todos los años ayunaba durante cuarenta días para recordar el ayuno de Jesús en el desierto. Ayudaba a cuantos acudían a él, ya fuera pidiendo un trabajo, dinero, o que mediara en una disputa familiar. Él sabía imponer su palabra. Era un hombre respetado en Urfa, donde pasaba por ser abogado y como tal le conocían y le reconocían.

Al igual que los ocho hombres que lo acompañaban, Addaio vivía en la clandestinidad desde la infancia, rezando fuera de la vista de sus vecinos y amigos, porque era depositario de un secreto que determinaba sus vidas como había determinado la de sus padres y sus antepasados.

Él hubiera preferido no haber sido designado pastor, pero cuando lo eligieron aceptó el honor y el sacrificio y juró lo que antes otros como él habían jurado, que cumpliría con la voluntad de Jesús.

Uno de los hombres de negro carraspeo. Addaio entendió que quería hablar.

—Habla, Talat.

—No dejemos que las sospechas prendan un fuego que arrase con la confianza que nos tenemos. Yo no creo que haya ningún traidor entre nosotros. Nos enfrentamos a fuerzas poderosas e inteligentes, por eso han impedido que recuperemos lo que es nuestro. Debemos ponernos a trabajar y elaborar un nuevo Plan, y si fracasamos lo intentaremos de nuevo. Será el Señor quien decida cuándo somos dignos de tener éxito en nuestra misión.

Talat quedó en silencio, expectante. Las canas cubrían su cabello como un manto de nieve, las arrugas de su rostro daban un aspecto venerable a su ancianidad.

—Muestra tu benevolencia a los tres elegidos —suplicó otro de los hombres de negro que respondía al nombre de Bakkalbasi.

—¿Benevolencia? ¿Tú crees, Bakkalbasi, que podremos sobrevivir mostrando benevolencia?

Addaio entrecruzó las manos con fuerza y exhaló un suspiro.

—A veces pienso que hicisteis mal en elegirme, que no soy el pastor que Jesús necesita para esta era y circunstancia. Ayuno, hago penitencia y le pido a Dios fortaleza, que me ilumine y enseñe el camino, pero Jesús no responde, ni me envía ninguna señal…

La voz de Addaio traslucía desesperación, pero se recuperó con rapidez.

—Mientras sea el pastor actuaré y decidiré de acuerdo a lo que marque mí conciencia, con un solo objetivo: devolver a nuestra Comunidad lo que Jesús le dio, y procurando el bienestar de todos, pero sobre todo la seguridad. Dios no nos quiere muertos, sino vivos. No necesita más mártires.

—¿Qué harás con ellos? —preguntó Talat.

—Durante un tiempo vivirán retirados en oración y ayuno. Les observaré y cuando crea llegado el momento los devolveré a sus familias. Pero deben penar por el fracaso. Tú, Bakkalbasi, que eres un gran matemático, te encargarás de hacer cálculos.

—¿Qué cálculos quieres que haga, Addaio?

—Quiero que calcules si entre nosotros hay margen para la traición, que pienses en dónde y por qué hay una fuga.

—¿Entonces das por buenas las insinuaciones del padre de Zafarín?

—Sí, y no debemos resistirnos ante la evidencia. Lo encontraremos, y morirá.

Los hombres de negro sintieron un leve estremecimiento. Sabían que Addaio no hablaba en vano.

Cuando regresaron a la sala donde aguardaban los tres mudos, encontraron a éstos y a sus padres de rodillas, la mirada baja, rezando. Addaio y los ocho hombres de negro se sentaron en sus asientos.

—Levantaos —ordenó Addaio.

Dermisat lloraba en silencio. Rasit tenía una sombra de ira en la mirada, y Zafarín parecía haberse tranquilizado.

—Purgaréis el fracaso con retiro y oración durante cuarenta días y cuarenta noches de ayuno. Os quedareis aquí, conmigo. Trabajaréis la huerta mientras las fuerzas os aguanten. Cuando termine ese tiempo, ya os diré qué hacer.

Zafarín miró a su padre con preocupación. Éste leyó en la mirada de su hijo y habló por él.

—¿Les permitirás despedirse de nuestras familias?

—No. La expiación ha comenzado.

Addaio hizo sonar una pequeña campanilla que reposaba sobre su mesa. Segundos después entró el hombrecillo que había abierto la puerta.

—Guner, acompáñales a los aposentos que dan a la huerta. Procúrales ropa adecuada y que dispongan de agua y zumos. Es cuanto tomarán mientras dure su estancia con nosotros. También les explicarás los horarios y costumbres de la casa. Ahora, idos.

Los tres jóvenes se abrazaron a sus padres. La despedida fue breve para no impacientar a Addaio. Cuando los jóvenes salieron siguiendo a Guner, Addaio habló:

—Regresad a vuestras casas, con vuestras familias. Sabréis de vuestros hijos dentro de cuarenta días.

Los hombres hicieron una reverencia y le besaron la mano, e inclinaron la cabeza con respeto ante los ochos acompañantes de Addaio, que permanecían impasibles como estatuas.

Cuando estuvieron solos salieron de la estancia. Addaio les condujo por un pasillo envuelto en penumbras hasta una pequeña puerta cerrada que abrió con una llave. Era una capilla de la que no salieron hasta caer la noche.

Addaio no durmió. Con las rodillas descarnadas después de tantas horas rezando, sentía la necesidad de mortificarse. Dios sabía cuánto le amaba, pero ese amor no le eximía para que pudiera perdonarlo por la ira. Esa ira que jamás había logrado arrancarse del alma. Satán se complacía en perderle con ese pecado capital.

Cuando Guner entró sigilosamente en su cuarto el alba ya había dejado paso a la mañana. El fiel sirviente le traía una taza de café y una jarra con agua fresca. Ayudó a Addaio a ponerse en pie y a sentarse en la única silla del austero dormitorio.

—Gracias, Guner, necesitaré este café para enfrentarme al día. ¿Cómo están los mudos?

—Llevan un rato trabajando en el huerto. Sus espíritus están quebrados, tienen los ojos enrojecidos de las lágrimas que no han podido contener.

—Tú no estás de acuerdo con el castigo ¿verdad?

—Yo obedezco, soy tu criado.

—¡No! ¡No lo eres! Eres mi único amigo, lo sabes bien, me ayudas…

—Y te sirvo, Addaio, y te sirvo bien. Mi madre me entregó a tu servicio cuando cumplí diez años. Ella consideraba un honor que su hijo te sirviera. Murió pidiéndome que siempre cuidara de ti.

—Tu madre fue una mujer santa.

—Fue una mujer simple que aceptó las enseñanzas de sus padres sin preguntar.

—¿Acaso dudas de nuestra fe?

—No, Addaio, creo en Dios y en nuestro Señor Jesús, pero dudo de la bondad de esta locura que perpetráis desde hace siglos los pastores de nuestra comunidad. A Dios se le honra con el corazón.

—¡Te atreves a cuestionar los cimientos de nuestra Comunidad! ¡Te atreves a decir que los santos pastores que me han precedido erraban! ¿Crees que es fácil cumplir con los mandamientos de nuestros predecesores?

Guner bajó la cabeza. Sabía que Addaio le necesitaba y le quería como a un hermano, puesto que era la única persona que participaba de su intimidad. Después de tantos años de servirle, Guner sabía que sólo ante él Addaio aparecía como lo que era, un hombre iracundo, abrumado por la responsabilidad, que desconfiaba de todos y ante todos ejercía majestuosamente su autoridad. Pero no ante él, Guner, que se ocupaba de lavar su ropa, cepillar sus trajes, mantener impoluto el cuarto de dormir. Que le veía con legañas en los ojos o sudoroso y sucio después de haber sufrido algún acceso de fiebre. Que conocía sus miserias de hombre y sus esfuerzos por aparecer revestido de majestad ante las almas cándidas que apacentaba.

Guner jamás se separaría de Addaio. Había hecho voto de castidad y obediencia, y su familia, sus padres mientras vivieron y ahora sus hermanos y sobrinos, disfrutaban de la tranquilidad económica con que les gratificaba Addaio, y también se sabían honrados en la Comunidad.

Hacía cuarenta años que servía a Addaio y había llegado a conocerle tan bien como se conocía a sí mismo; por eso le temía, a pesar de la confianza que habían tejido con el paso de los años.

—¿Crees que hay un traidor entre nosotros?

—Puede ser.

—¿Sospechas de alguien?

—No.

—Y si lo hicieras no me lo dirías ¿verdad?

—No, no te lo diría sin estar seguro de que mis sospechas fueran ciertas. No quiero condenar a ningún hombre por un prejuicio.

Addaio lo miró fijamente. Envidiaba la bondad de Guner, su templanza, y pensó que en realidad Guner sería mejor pastor que él, que quienes lo eligieron cometieron un error llevados por el peso de su linaje, por aquella absurda y ancestral costumbre de premiar a los descendientes de los grandes hombres, rindiéndoles honores y dándoles prebendas en muchos casos inmerecidas.

La de Guner era una familia humilde de campesinos cuyos antepasados, lo mismo que los suyos, se habían mantenido en el secreto de la fe.

¿Y si renunciara? ¿Y si convocara un concilio y recomendara que eligieran como pastor a Guner? No, pensó, no lo harían, pensarían que se había vuelto loco. En realidad se estaba volviendo loco ejerciendo de pastor, luchando contra su naturaleza de hombre, intentando dominar el pecado de la ira, ofreciendo certidumbres a los fieles que se la demandaban, y preservando los secretos de la Comunidad.

Recordaba con dolor el día en que su padre, emocionado, le acompañó hasta esta casa donde antes vivía el anciano pastor Addaio.

Su padre, un hombre prominente de Urfa, militante clandestino de la verdadera fe, le decía desde pequeño que si se portaba bien algún día podría suceder a Addaio. Él le respondía que no quería, que prefería correr por las huertas preñadas de hortalizas, nadar en el río, e intercambiar miradas y guiños con las adolescentes que como él despertaban a la vida.

Le gustaba especialmente la hija de unos vecinos, la dulce Rania, una muchacha de ojos almendrados y cabello oscuro con la que soñaba en la penumbra de su cuarto.

Pero su padre tenía otros planes para él, y así, apenas salido de la adolescencia, le conminó a vivir en la casa del anciano Addaio y hacer los votos preparándose para la misión que, le decían, Dios le tenía señalado. Habían decidido por él que él sería Addaio.

Su único amigo en aquellos años dolorosos fue Guner, que jamás le traicionó cuando se escapaba para acercarse a la casa de Rania intentando verla desde la distancia.

Guner era prisionero como él de la voluntad de sus padres, a los que honraba obedeciendo. Los pobres campesinos habían encontrado para su hijo, y por ende para toda la familia, un destino mejor que el de trabajar de sol a sol. Los padres de Addaio habían dispuesto para él los honores de los que creían merecedora a su familia.

Los dos hombres habían aceptado la voluntad de sus padres dejando de ser para siempre ellos mismos.