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El jardín de la casa, de arquitectura neoclásica, estaba más iluminado que de costumbre. Policía del condado y agentes secretos competían por garantizar la seguridad de los invitados a la exclusiva fiesta, el presidente de Estados Unidos y su esposa se encontraban entre los invitados, así como el secretario del Tesoro y el de Defensa, varios senadores y congresistas influyentes tanto del bando republicano como del demócrata, además de los presidentes de los principales consorcios y multinacionales norteamericanos y europeos, y de una docena de banqueros, junto a abogados de grandes firmas, médicos, científicos, y alguna que otra celebridad del mundo académico.

No hacía calor esa noche en Boston; al menos no lo hacía en la zona residencial donde se encontraba la mansión de los Stuart.

Mary Stuart cumplía cincuenta años y su marido, James, había querido agasajarla con una fiesta de cumpleaños que reuniera a todos sus amigos.

En realidad, pensaba Mary, en la fiesta había buenos conocidos más que amigos. No se lo diría nunca a James para no decepcionarle, pero ella hubiera preferido que la hubiera sorprendido con un viaje a Italia, los dos solos, sin prisas ni compromisos sociales. Perderse en la Toscana, donde pasaron su luna de miel treinta años atrás. Pero a James eso jamás se le habría ocurrido.

—¡Umberto!

—Mary, querida, felicidades.

—Qué alegría me da verte.

—La alegría me la dio James a mí al hacerme el honor de invitarme a esta fiesta. Ten, espero que te guste.

El hombre depositó en su mano una caja pequeña envuelta en papel charol de color blanco.

—No tenías que molestarte… ¿Qué es?

Mary abrió la caja con rapidez y se quedó extasiada ante la figura que asomaba entre el papel burbuja que la había protegido.

—Es una figura del siglo II antes de Cristo. Una dama, tan encantadora y bella como tú.

—Es preciosa. Gracias, muchas gracias. Me siento abrumada. James… James…

James Stuart se acercó hasta donde estaba su esposa con Umberto D’Alaqua. Los dos hombres se estrecharon la mano con afecto.

—¿Con qué has sorprendido en esta ocasión a Mary? ¡Qué maravilla! Bueno, al lado de tu regalo el mío es insignificante.

—¡James, no digas eso, sabes que me ha encantado! Me ha regalado estos pendientes y esta sortija. Son las perlas más perfectas que he visto nunca.

—Son las perlas más perfectas que existen, te lo aseguro. Bueno, ve a guardar esta dama maravillosa mientras yo ofrezco a Umberto una copa.

Diez minutos después, James Stuart había dejado a Umberto D’Alaqua junto al presidente y otros invitados, mientras él continuaba yendo de un grupo a otro atendiendo a sus invitados.

A sus sesenta y dos años Stuart se sentía en su plenitud. Tenía todo cuanto podía desear en la vida: una buena familia, salud, y éxito en los negocios. Fábricas de laminados de acero, laboratorios farmacéuticos, fábricas de reconversión tecnológica y otro sinfín de negocios hacían de él uno de los hombres más ricos e influyentes del mundo.

Había heredado un pequeño imperio industrial de su padre, pero él lo había sabido multiplicar. Lástima que sus hijos no tuvieran mucho talento para los negocios. Gina, la pequeña, había estudiado arqueología y se gastaba el dinero financiando y participando en excavaciones en los lugares más absurdos del planeta. Gina era igual que su cuñada Lisa, aunque esperaba que su hija fuera más sensata. Tom había estudiado medicina y nada le importaban los laminados de acero. Menos mal que Tom se había casado y ya tenía dos hijos, sus pequeños nietos, a los que adoraba y de los que esperaba que tuvieran el talento y las ganas suficientes para heredar su imperio.

A nadie le llamó la atención que aquellos siete hombres llevaran un rato hablando entre ellos, pendientes, eso sí, de cuanto sucedía a su alrededor. Cambiando de conversación cuando alguien se acercaba a ellos, fingiendo hablar de la crisis de Irak, de la última cumbre de Davos o de cualesquiera de aquellos asuntos que se suponía podía preocuparles dado quiénes eran y a que se dedicaban.

El más anciano, alto y delgado, parecía llevar el peso de la conversación.

—Ha sido una buena idea el vernos aquí.

—Sí —respondió uno de sus interlocutores con acento francés—, aquí no llamamos la atención, nadie se fijará en nosotros.

—Marco Valoni ha pedido al ministro de Cultura que dejen en libertad al mudo de la cárcel de Turín —dijo otro de los hombres en un impecable inglés a pesar de que su lengua materna era el italiano—, y el ministro del Interior ha aceptado la demanda de su colega. La idea ha sido de una de sus colaboradoras, la doctora Galloni. Una mujer inteligente que ha llegado a la conclusión evidente de que sólo el mudo les puede conducir a alguna pista. La doctora Galloni también ha convencido a Valoni de que deben investigar COCSA, de arriba abajo.

—¿Hay alguna manera de apartar a la doctora Galloni del Departamento del Arte?

—Sí, siempre podríamos presionar para decir que esa mujer es una entrometida. COCSA podría protestar, mover hilos en el Vaticano, y que desde allí se presione al gobierno italiano para que dejen a la empresa en paz. También se puede activar a través del ministro de Economía, al que seguro no le gustará que se moleste a una de las principales empresas del país por un incendio afortunadamente sin consecuencias. Pero en mi opinión deberíamos aguardar antes de hacer nada respecto a Sofía Galloni.

El anciano clavó la mirada en el hombre que acababa de hablar. No sabía por qué, pero había algo en el tono de voz de su amigo que le había sobresaltado. Sin embargo ni el gesto ni la mirada del hombre delataba ninguna emoción. No obstante… decidió sorprenderle para ver su reacción.

—También podríamos hacerla desaparecer. No podemos permitirnos el lujo de que ninguna investigadora curiosa se entrometa más de la cuenta. ¿Estáis de acuerdo?

El hombre con acento francés fue el primero en hablar.

—No, yo no; me parece innecesario. Un error fatal, que tire del hilo, por ahora no debemos hacer nada; siempre hay tiempo para cortarlo y apartarla.

—Creo que no debemos precipitarnos —apostilló el italiano—, sería un error apartar a la doctora Galloni o hacerla desaparecer. Eso sólo irritaría a Marco Valoni, le confirmaría que detrás de los accidentes hay algo más y le llevaría a él y al resto del equipo a no cejar en la investigación aunque se lo ordenaran. La doctora Galloni es un riesgo porque es inteligente, pero debemos correr ese riesgo. Contamos con una ventaja y es saber todo lo que hacen y piensan hacer Valoni y su gente.

—¿No sospechan de nuestro informador?

—Es una de las personas de más confianza de Valoni.

—Bien, ¿qué más tenemos? —preguntó el anciano.

Un hombre con aspecto de aristócrata inglés pasó a informar.

—Zafarín llegó hace dos días a Urfa. Aún no me han informado de la reacción de Addaio. Otro de sus compañeros, Rasit, ha llegado a Estambul, y el tercero, Dermisat, llegará hoy.

—Bien, ya están a salvo. Ahora el problema es de Addaio, no nuestro. Debemos ocuparnos del mudo de la cárcel de Turín.

—Podría sufrir algún contratiempo antes de salir de prisión. Sería lo más seguro; si sale le seguirán la pista hasta Addaio —sugirió el inglés.

—Sería lo más prudente —dijo otro de los hombres con acento francés.

—¿Podemos hacerlo? —preguntó el anciano.

—Sí, tenemos gente dentro de la prisión. Pero habrá que organizarlo con cuidado porque si le sucede algo al mudo, Marco Valoni no se conformará con el informe oficial.

—Aunque le dé un ataque de ira tendrá que aceptarlo. Sin el mudo, se le acaba el caso, al menos por ahora —sentenció el anciano.

—¿Y la Sábana? —preguntó otro de los hombres.

—Continúa en el banco. En cuanto terminen las obras de reparación de la catedral volverá a la capilla donde estaba expuesta. El cardenal quiere hacer una misa solemne para dar gracias a Dios por haber salvado una vez más la Sábana Santa.

—Señores… ¿ultimando algún negocio?

El presidente de Estados Unidos acompañado por James Stuart se había acercado al grupo de hombres. Éstos abrieron el corrillo para departir con ellos. Hasta dos horas más tarde no pudieron volver a hablar sin despertar sospechas entre el resto de los invitados.

—Mary, aquel hombre de allí, ¿quién es?

—Uno de nuestros mejores amigos. Umberto D’Alaqua, ¿no te acuerdas de él?

—Sí, sí, ahora que me dices el nombre, sí. Continúa tan impresionante como siempre, qué guapo es.

—Es un solterón empedernido. Una pena, porque además de guapo es adorable.

—Hace poco he oído algo de él… pero dónde…

Lisa recordó dónde. En el informe que Marco había enviado a John sobre el incendio de la catedral de Turín se hablaba de una empresa, COCSA, y de su propietario, D’Alaqua; pero no le podía decir nada de eso a su hermana. John no se lo perdonaría.

—Si quieres saludarle te acompaño. Me ha regalado una figura del siglo II antes de Cristo que es una maravilla, luego subes a mi cuarto y te la enseño.

Las dos hermanas se acercaron a D’Alaqua.

—Umberto, ¿te acuerdas de Lisa?

—Naturalmente, Mary, que recuerdo a tu hermana.

—Hace tantos años…

—Sí, desde que tú, Mary, no viajas tan a menudo a Italia como deberías. Lisa, creo recordar que usted vive en Roma, ¿es así?

—Sí, vivimos en Roma, y no estoy segura de poder vivir en ningún otro sitio.

—Gina está en Roma con Lisa, prepara su doctorado en la universidad. Además, Lisa ha conseguido incorporarla al equipo que excava en Herculano.

—¡Ah! Ahora recuerdo que usted, Lisa, es arqueóloga.

—Sí, y Gina ha heredado de su tía la pasión por la arqueología.

—No conozco un trabajo más maravilloso que investigar el pasado. Usted, Umberto, creo recordar que también es aficionado a la arqueología.

—Así es. De cuando en cuando encuentro tiempo para escaparme y trabajar en alguna excavación.

—La fundación de Umberto financia excavaciones.

James Stuart se acercó a D’Alaqua y se lo llevó a otro grupo ante la desolación de Lisa, que le hubiera gustado seguir conversando con ese hombre que aparecía en el informe de Marco Valoni. Cuando se lo contara, John no se lo iba a creer. El propio Marco se sorprendería. Rió para sus adentros pensando que había sido una buena idea aceptar la invitación de James para dar una sorpresa a su hermana el día de su cumpleaños. Pensaba que cuando Mary fuera a Roma podría organizar una cena e invitar a D’Alaqua y también a Marco. Claro, que lo mismo D’Alaqua se molestaba y Mary podría enfadarse con ella. Lo comentaría con su sobrina; entre las dos elaborarían la lista de invitados.