El mudo dejaba vagar la mirada por la carretera, sobrecargada de coches y camiones. El camionero que le conducía a Urfa parecía tan mudo como él, apenas le había dirigido la palabra desde que salieron de Estambul.
El camionero se había presentado en casa del hombre que le escondía.
—Soy de Urfa, vengo a recoger a Zafarín.
Su guardián había asentido, y le había hecho salir del cuarto donde dormía. Zafarín reconoció al hombre que le había ido a buscar. Era de su pueblo y, como él, persona de confianza de Addaio.
Su anfitrión les entregó una bolsa con dátiles, naranjas y un par de botellas de agua, y les acompañó hasta donde el camionero había aparcado el camión.
—Zafarín —le dijo—, con este hombre estarás seguro, él te llevará hasta Addaio.
—¿Qué instrucciones te han dado? —preguntó al camionero.
—Sólo que lo lleve lo más rápido que pueda y que procure no parar en sitios donde podamos llamar la atención.
—Tiene que llegar sano y salvo.
—Llegará. Yo cumplo con lo que ordena Addaio.
Zafarín se acomodó en el asiento al lado del conductor. Le hubiera gustado que éste le diera noticias de Addaio, de su familia, del pueblo, pero permanecía encerrado en un obstinado silencio. Sólo se había dirigido a él en un par de ocasiones para preguntarle si tenía hambre o si quería ir al baño.
Se le notaba cansado después de tantas horas conduciendo, así que Zafarín le hizo un gesto indicándole que él podía conducir, pero el camionero se negó.
—No falta mucho, y no quiero problemas. Addaio no me perdonaría que metiera la pata, y tú por lo que parece ya la has metido bastante.
Zafarín apretó la mandíbula. Se había jugado la vida y este estúpido le reprochaba que había metido la pata. ¡Qué sabía él del peligro que había afrontado con sus compañeros!
El volumen de coches aumentaba en la carretera. La E-24 es una de las carreteras más transitadas de Turquía porque es la que la une con Irak, con los campos petrolíferos iraquíes, sobrecargada además por los camiones y coches militares que patrullan la frontera turco-Siria, alerta sobre todo por los guerrilleros kurdos que operan en la zona.
En menos de una hora estaría en casa y eso era lo único que en ese momento le importaba.
—¡Zafarín, Zafarín!
La voz quebrada de su madre le sonó a música celestial. Allí estaba, pequeña y enjuta, con los cabellos cubiertos por el velo. A pesar de su pequeña estatura dominaba a toda la familia. A su padre, a sus hermanos, a él, desde luego a su mujer y a su hija. Ninguno se atrevía a contradecirla.
Su mujer, Ayat, tenía los ojos llenos de lágrimas. Ella le había suplicado que no fuese y que no aceptara esa misión. Pero ¿cómo negarse a una orden de Addaio? Su madre y su padre habrían sufrido la vergüenza de verse señalados por la Comunidad.
Bajó del camión y en un segundo sintió los brazos de Ayat sobre su cuello, mientras su madre pujaba también por abrazarlo, y su hija, asustada, se puso a llorar.
Su padre le observaba emocionado, esperando que las mujeres dejaran de zarandearlo con sus muestras de afecto. Se abrazaron, y entonces Zafarín, al sentir la fuerza de los brazos campesinos de su padre, se dejó llevar por la emoción y rompió a llorar. Se sentía como cuando era pequeño, y su padre le abrazaba fuerte consolándolo cuando llegaba a casa con las huellas en la cara de alguna pelea mantenida en la calle o en el colegio. Su padre siempre le transmitió seguridad, la seguridad de que podía contar con él, de que pasara lo que pasase él estaría ahí para protegerlo. Y ahora, sintió, iba a necesitar de su protección cuando se enfrentara con Addaio. Sí, tenía miedo a Addaio.