Josar dormía cuando los dedos nerviosos de un hombre golpearon la frágil puerta de su casa.
Aún no había amanecido sobre Edesa, pero el guardia que estaba en la puerta le transmitió órdenes directas de la reina. Antes de que cayera el sol debía, junto a Tadeo, acudir a palacio.
Pensó que la reina, obligada por el insomnio a velar la cabecera de Abgaro, no había caído en la cuenta de lo temprano de la mañana. Pero la mirada nerviosa del guardia le avisó de que algo pasaba.
Avisaría a Tadeo y al caer la tarde subirían a la colina palaciega. Presentía que algo grave podía suceder.
De rodillas, con los ojos cerrados, oró buscando respuesta para la ansiedad que le anegaba el alma.
Horas más tarde, Izaz llegó a su casa, casi al tiempo que Tadeo. Su sobrino, un joven inteligente y robusto, les dio noticias sobre los rumores que circulaban por palacio. Abgaro empeoraba a ojos vistas. Los físicos murmuraban que había pocas esperanzas de que saliera victorioso del que parecía un último envite de la muerte contra su vida.
Consciente de su situación, Abgaro había pedido a la reina que convocara a algunos amigos junto a su lecho. Quería darles instrucciones para después de su muerte. Por eso la reina les había mandado llamar; para sorpresa de lzaz, también él había sido convocado.
Cuando llegaron a palacio fueron conducidos con presteza a los aposentos de Abgaro. Recostado en su lecho parecía más pálido que los días anteriores. La reina, que estaba refrescando la frente del rey con un paño humedecido en agua de rosas, suspiró aliviada cuando les vio entrar.
Al instante otros dos hombres entraron en la estancia, Marcio, el arquitecto real, y Senín, el más rico de los comerciantes de Edesa, emparentado con el rey, del que era fiel amigo.
La reina les hizo un gesto para que se acercaran a Abgaro, al tiempo que despedía a sus sirvientas y ordenaba a sus guardias que cerraran las puertas y no permitieran la entrada de nadie.
—Amigos, quería despedirme de vosotros y daros mis últimas órdenes.
La voz de Abgaro sonaba débil. El rey se moría, lo sabía, y el respeto y afecto que le profesaban les llevó a no decirle palabras con falsas esperanzas. Por eso aguardaron en silencio a escuchar lo que tuviera que decirles.
—Mis espías me han avisado de que en cuanto yo muera mi hijo Maanu desencadenará una cruel persecución contra los cristianos y querrá arrebataros la vida a algunos de vosotros. Tadeo, Josar, y tú, Izaz, debéis abandonar Edesa antes de que yo muera. Después no podré protegeros. Maanu no se atreverá a asesinar a Marcio ni a Senín, aunque les sabe cristianos, porque representan a las familias nobles de Edesa, y el resto de los de su clase juraría venganza.
»Maanu quemará los templos dedicados a Jesús, lo mismo hará con las casas de algunos de mis súbditos más significados con el credo cristiano. Muchos hombres, mujeres y niños serán asesinados para aterrorizar a los cristianos y obligarles a volver a adorar a los dioses antiguos. Temo por la mortaja de Jesús, temo que el lienzo sagrado sea destruido. Maanu ha jurado quemarlo en la plaza del mercado ante todos los edesianos, y lo hará el mismo día de mi muerte. Vosotros, amigos, debéis salvarlo.
Los cinco hombres escuchaban silenciosos las recomendaciones del rey. Josar miró a la reina y por primera vez se dio cuenta de que la apostura de antaño había cedido y el cabello que entreveía entre los pliegues de su velo era de color gris. La mujer había envejecido, aunque conservaba el brillo de la mirada y sus gestos denotaban la misma majestad de siempre. ¿Qué sería de ella? Estaba seguro de que Maanu, su hijo, la odiaba.
Abgaro intuyó la preocupación de Josar. Sabía que su amigo siempre había estado secretamente enamorado de la reina.
—Josar, le he pedido a la reina que se vaya, aún está a tiempo, pero rechaza mis súplicas.
—Señora —dijo Josar—, vuestra vida corre más peligro aún que la nuestra.
—Josar, soy la reina de Edesa, y una reina no huye. Si tengo que morir lo haré aquí junto a quienes como yo creen en Jesús. No abandonaré a quienes han confiado en nosotros, a los amigos junto a los que he orado. Me quedaré junto a Abgaro; no soportaría abandonarle a su suerte en este palacio. Mientras el rey viva, Maanu no se atreverá a hacer nada contra mí. Ahora escuchad todos el plan del rey.
Abgaro se incorporó en el lecho, mientras apretaba la mano de la reina. Los últimos días se habían visto sorprendidos por la salida del sol mientras hablaban y elaboraban el plan que ahora iba a explicar a los más queridos de sus amigos.
—Mi última orden es que salvéis la mortaja de Jesús. En mí obró el milagro de la vida y he podido llegar a la ancianidad. El lino sagrado no me pertenece, es de todos los cristianos, y para ellos debéis salvarlo, pero eso sí, os pido que no salga de Edesa, que la ciudad lo conserve por los siglos de los siglos. Jesús quiso venir aquí y aquí se quedará. Tadeo, Josar, debéis entregar la mortaja a Marcio. Tú, Marcio, sabrás dónde esconderla para salvarla de la ira de Maanu. De ti, Senín, espero que organices la huida de Tadeo y de Josar, y también del joven Izaz. Mi hijo no se atreverá a violentar ninguna de tus caravanas. Les pongo bajo tu protección.
—Abgaro, ¿dónde quieres que oculte la tela sagrada? —preguntó Marcio.
—Eso lo debes decidir tú, mi buen amigo. Ni la reina ni siquiera yo debemos saberlo, aunque has de elegir a alguien para compartir el secreto, y ponerle igualmente a salvo con la ayuda de Senín. Siento que mi vida se apaga. No sé cuántos días me quedan, espero que los suficientes para que podáis llevar a cabo lo que os pido.
Durante la siguiente hora, y sabiendo que podía ser la última ocasión, el rey se despidió afectuosamente de todos ellos.
— o O o —
Amanecía cuando Marcio llegó a la muralla occidental. Los obreros le aguardaban para seguir sus instrucciones. Como arquitecto real, Marcio se ocupaba no sólo de levantar edificaciones que dieran gloria a Edesa; también se encargaba de dirigir todas las obras de la ciudad, como esta de la muralla occidental donde estaban abriendo una nueva puerta.
Se sorprendió al ver a Marvuz hablando con Jeremín, el capataz.
—Te saludo, Marcio.
—¿Qué busca aquí el jefe de la guardia del rey? ¿Acaso Abgaro me manda llamar?
—Me envía Maanu, que pronto será rey.
—Lo será si así lo dispone Dios.
La risotada que emitió Marvuz resonó en el silencio del amanecer.
—Lo será, Marcio, lo será, y tú lo sabes puesto que ayer estuviste con Abgaro y es evidente que le acecha la muerte.
—¿Qué quieres? Dilo pronto, pues debo trabajar.
—Maanu quiere saber qué ha dispuesto Abgaro. Sabe que no sólo tú, sino que también Senín, Tadeo, Josar, incluso Izaz el escriba, estuvisteis hasta entrada la noche junto al lecho del rey. El príncipe quiere que sepas que si le eres leal nada te pasará; de lo contrario, no te garantiza la suerte que puedas correr.
—¿Vienes a amenazarme en nombre de Maanu? ¿Tan poco se respeta el príncipe a sí mismo? Soy viejo para temer nada. Maanu sólo puede quitarme la vida y ésta llega ya a su final. Ahora vete y déjame trabajar.
—¿Me dirás lo que os dijo Abgaro?
Marcio se dio la media vuelta sin responder a Marvuz, y empezó a examinar el mortero de barro que removía uno de los obreros.
—Te arrepentirás, Marcio, te arrepentirás —exclamó Marvuz mientras hacía virar el caballo y al galope emprendía el regreso a palacio.
Durante las siguientes horas Marcio pareció ensimismado con el trabajo. El capataz le observaba de reojo. Marvuz le había sobornado para que espiara al arquitecto real, y él había aceptado. Sentía traicionar al anciano, que siempre había sido bondadoso con él, pero los días de Marcio habían pasado y Marvuz le había asegurado que Maanu le sabría agradecer sus servicios.
El sol brillaba en toda su plenitud cuando Marcio señaló al capataz que había llegado el momento de hacer un descanso. El sudor corría por los cuerpos de los obreros y el mismo capataz se sentía cansado, deseoso de sentarse a descansar.
Dos jóvenes sirvientes de la casa de Marcio llegaron en ese momento con dos cestas, donde el capataz pudo ver que traían fruta fresca y agua, que el arquitecto se dispuso a compartir con los obreros.
Durante una hora todos descansaron, aunque como en tantas otras ocasiones Marcio parecía ensimismado en sus planos, además de subir y bajar por los andamios para comprobar la firmeza de la muralla que iban ampliando y los contornos de la gran puerta, que quería que fuera ornamental.
El capataz cerró los ojos, agotado como estaba, mientras los obreros apenas tenían fuerzas para hablar.
Hasta que el sol no empezó a despedirse por el oeste, Marcio no dio orden de interrumpir el trabajo. Poco podía contar el capataz de la actividad de Marcio, pero se dispuso a acudir a la taberna del Trébol, para reunirse con Marvuz.
El arquitecto se despidió de todos y se dirigió a su casa acompañado de sus sirvientes.
Marcio, viudo desde hacía años y sin hijos, cuidaba de sus dos jóvenes sirvientes como si lo fueran. Eran cristianos como él, y sabía que no le traicionarían.
La noche anterior, antes de abandonar el palacio de Abgaro, había acordado con Tadeo y Josar que cuando supiera dónde iba a esconder la mortaja de Jesús les mandaría recado. Idearon un plan para que Josar se la entregara sin despertar las sospechas de Maanu, ya que, Abgaro se lo advirtió, podían estar siendo vigilados por su hijo. Tomaron también una decisión, Marcio sólo le diría a Izaz dónde escondía el lino, por lo que el sobrino de Josar, en cuanto recibiera la indicación del arquitecto real, debería, con la ayuda de Senín, huir de la ciudad. Tadeo había dispuesto que viajara a Sidón, donde se había constituido una pequeña pero próspera comunidad cristiana. El jefe espiritual de la comunidad, Timeo, había sido enviado por Pedro a predicar. Izaz encontraría amparo en Timeo, y éste sabría qué hacer con la mortaja de Cristo.
A pesar de la petición de Abgaro para que salvaran la vida, Tadeo y Josar habían decidido quedarse en Edesa y correr la misma suerte que el resto de los cristianos. Ninguno de los dos quería abandonar el sudario, por más que no supieran dónde lo guardaría Marcio.
Tadeo y Josar se habían reunido en el templo con muchos de los cristianos de la ciudad. Oraban juntos por Abgaro y pedían a Dios que fuera de nuevo misericordioso con el rey.
Esa mañana Josar había enrollado cuidadosamente el lino, disimulándolo en el fondo de un cesto de acuerdo al plan elaborado por Marcio. Antes de que el sol se hiciera fuerte, acudió al mercado, con el cesto en el brazo, y se entretuvo en distintos puestos hablando con los comerciantes. A la hora convenida vio a uno de los jóvenes sirvientes de Marcio comprando fruta a un anciano, se acercó al puesto, y saludó afectuoso al joven, que llevaba un cesto igual al suyo. Disimuladamente los cambiaron. Nadie se dio cuenta, y los espías de Maanu no vieron nada sospechoso en que Josar saludara a un cristiano como el sirviente de su amigo Marcio.
Como tampoco el capataz sospechó de Marcio cuando éste, en lo alto de un andamio al que había subido con una cesta de fruta, cogió una manzana y distraídamente la mordisqueó mientras iba de un lado a otro comprobando la solidez del muro, al que iría engordando, tapando huecos, con los ladrillos de barro cocido. A Marcio siempre le había gustado colocar ladrillos, allá él si no descansaba siquiera esas hora en que el calor adormecía los sentidos, pensó el capataz.
Marcio se refrescó con agua fría que uno de sus sirvientes le habla llevado hasta su cámara. Aliviado del calor del día, el arquitecto real cambió la túnica por otra limpia. Sentía que sus días se acababan. En cuanto Abgaro muriera Maanu querría saber dónde estaba la Sábana para destruirla. Torturaría a cuantos creyera que podían saber dónde se encontraba, y él estaba entre los amigos de Abgaro de los que Maanu sospecharía que podían conocer el secreto. Por eso había tomado una decisión que esa misma noche comunicaría a Tadeo y a Josar, y que llevaría a cabo en cuanto supiera que Izaz estaba a salvo.
Acompañado de sus dos jóvenes sirvientes se dirigió al templo donde sabía que sus amigos estarían orando. Cuando llegó, ocupó un lugar discreto, lejos de las miradas de la gente. Abgaro les había advertido de los espías de Maanu.
Izaz distinguió al anciano oculto entre las sombras. Aprovechó el momento en que Tadeo y Josar le pidieron que les ayudara a repartir el pan y vino entre los fieles para acercarse a Marcio. Éste le entregó un trozo de pergamino cuidadosamente doblado que Izaz guardó entre los pliegues de su túnica. Después buscó con la mirada la figura de un hombre alto, fuerte, que parecía estar esperando su señal. Izaz salió discretamente del templo y seguido por el coloso se dirigió con presteza al caravansar.
La caravana de Senín estaba preparada para abandonar Edesa. Harran, el hombre encargado por Senín para llevar la caravana hasta Sidón aguardaba impaciente.
Indicó a Izaz y al coloso de nombre Obodas el lugar que les había destinado y dio orden de partir.
Hasta que hubo amanecido Izaz no desplegó el pergamino que le había entregado Marcio, y pudo leer las dos líneas en que con precisión el arquitecto señalaba dónde había ocultado la Sábana Santa. Hizo añicos el pergamino, y fue difuminando sus pequeños trozos por el desierto.
Obodas le observaba atentamente, y observaba a su vez alrededor. Tenía órdenes de Senín de proteger la vida del joven con la suya propia.
Sólo tres noches más tarde Harran y Obodas consideraron que estaban a suficiente distancia de Edesa como para hacer un breve descanso y enviar a un mensajero a casa de Senín. Tardaría otros tres días en llegar, y para entonces Izaz estaría a salvo.
— o O o —
Abgaro agonizaba. La reina mandó llamar a Tadeo y a Josar, para avisarles de que en cuestión de horas, acaso de minutos, la vida del rey se apagaría. Ya no la reconocía ni a ella.
Habían pasado diez días desde que Abgaro reunió en esa misma cámara a sus amigos para hablarles hasta que la negrura de la noche se hizo espesa. Ahora el rey era un cuerpo inerte, no abría los ojos, y sólo su débil aliento sobre un espejo indicaba que aún le quedaba vida.
Maanu no se movía de palacio, aguardando impaciente la muerte de Abgaro. La reina no le dejaba entrar en la cámara real, pero daba lo mismo, sabía cuanto sucedía porque había sobornado a una joven esclava a la que prometió darle la libertad si le contaba lo que pasaba en el aposento de Abgaro.
La reina sabía que era espiada, de manera que cuando Josar y Tadeo llegaron hizo salir a todos los sirvientes y habló a sus amigos en voz baja. Sonrió aliviada al saber que el lino sagrado estaba a salvo. Prometió comunicarles de inmediato cuando Abgaro muriera. Les avisaría a través de un escriba, Ticio, que había profesado el cristianismo y era leal. Se despidieron emocionados sabiendo que no se encontrarían en esta vida, y les pidió a Tadeo y a Josar que la bendijeran y rezaran por ella para que tuviera fuerzas a la hora de enfrentarse a la muerte a la que su hijo Maanu la había condenado.
Con los ojos llenos de lágrimas Josar no encontraba el momento de despedirse de la reina. Ya no era la mujer hermosa que fuera antaño, pero sus ojos brillaban enérgicos, y sus ademanes regios aún hacían de ella una mujer formidable. Consciente de la devoción que le profesaba el antiguo escriba, le apretó la mano, y lo abrazó, en un gesto que quería demostrar que sabía cuánto la había amado y que ella le quería como al más fiel de los amigos.
Tres días más se prolongó la agonía de Abgaro. El palacio estaba sumido en la espesura de la noche, y sólo la reina velaba al rey. Éste abrió los ojos y le sonrió agradecido, la mirada cargada de ternura y amor. Después expiró en paz consigo mismo y con Dios. La reina apretó con fuerza la mano de su marido. Luego le cerró suavemente los ojos y lo besó en los labios. No se permitió más que unos minutos para rezar y pedir a Dios que acogiera a Abgaro.
Con sigilo, se deslizó por los pasillos oscuros hasta llegar a una estancia cercana desde donde hacía días reposaba Ticio, el escriba real.
Dormía, pero se despertó al sentir la mano de la reina presionándole el hombro. Ninguno de los dos dijo nada. Ella regresó a la cámara real oculta por la noche, mientras que Ticio se deslizó con cuidado fuera de palacio para llegar a casa de Josar.
Aún no había amanecido cuando Josar sumido en la desolación escuchaba de Ticio la noticia de la muerte de Abgaro. Debía mandar recado a Marcio; así se lo había pedido el arquitecto real para llevar a cabo su plan. También debía avisar con prontitud a Tadeo, puesto que la vida de ambos, estaba seguro, había llegado al final.