—¡Josar, Josar!
El joven entró corriendo en la estancia donde Josar descansaba. El sol acababa de dibujarse en el horizonte, y Josar aún dormitaba, cansado.
Le costaba abrir los ojos. Cuando lo hizo se encontró con la figura espigada de Izaz, su sobrino.
Izaz estaba aprendiendo el oficio de escriba. Él le enseñaba, así que pasaban mucho tiempo juntos, aunque también recibía lecciones de un filósofo, Marción, del que aprendía griego, latín, matemáticas, retórica y filosofía.
—Llega una caravana, y un mercader ha mandado recado a palacio preguntando por ti. Dice que le acompaña Tadeo, un amigo de Jesús, y que te traen noticias de Tomás.
Josar se levantó sonriendo, y se apresuró a refrescarse mientras preguntaba a Izaz.
—¿Estás seguro de que Tadeo ha llegado a Edesa? ¿No te habrás confundido?
—Me ha enviado la reina a buscarte; ha sido ella quien me ha dicho lo que debía decirte a mi vez.
—¡Ay, Izaz! No puedo creer que sea posible tanta alegría. Tadeo era uno de los seguidores de Jesús. Y Tomás… Tomás contaba con la confianza del Salvador, era uno de los discípulos más cercanos, de los doce elegidos. Tadeo traerá noticias de Jerusalén, de Pedro, de Juan…
Josar se vistió con rapidez. Deseaba llegar a donde descansaban las caravanas después de sus largos recorridos. Llevaría consigo a Izaz para que su joven sobrino conociera a Tadeo.
Salieron de la modesta casa donde vivía Josar. Desde su regreso de Jerusalén Josar había vendido sus pertenencias, casa y enseres, y repartió las ganancias entre los más necesitados de la ciudad. Había encontrado acomodo en una casa tan pequeña como humilde, donde todo cuanto tenía era, además del lecho, una mesa, asientos y pergaminos, cientos de rollos que él leía y escribía a su vez.
Josar e Izaz se apresuraron por las calles de Edesa hasta llegar a los límites de la ciudad. Allí se encontraba el caravansar, y a esas horas de la mañana los mercaderes preparaban sus mercancías para acercarse a la ciudad, mientras un enjambre de esclavos se movía de un lado a otro dando de comer y beber a los animales, sujetando fardos, alentando el fuego de las hogueras.
—¡Josar!
La voz profunda del Jefe de los guardias del rey le hizo girarse. Allí estaba Marvuz con un grupo de soldados.
—El rey me ha enviado para que te escolte a palacio junto a ese Tadeo que llega de Jerusalén.
—Gracias Marvuz. Aguarda aquí mientras lo busco y luego nos acompañarás a palacio.
—He preguntado, y la tienda del mercader que le acompaña es aquella grande del color gris de la tormenta. Me dirigía allí.
—Espera, Marvuz, espera, me gustaría abrazar tranquilo a mi amigo.
El soldado hizo un gesto a sus hombres y aguardaron mientras Josar se dirigía a la tienda del mercader. Izaz le seguía dos pasos atrás, sabiendo la emoción que sentía su tío por volverse a encontrar con un discípulo de Jesús. Le había hablado mucho de ellos, de Juan, el favorito del Maestro; de Pedro, en quien Jesús confiaba pese a que le había traicionado; de Marcos y Lucas; de Mateo y Tomás, y de tantos otros cuyos nombres apenas recordaba.
Josar se acercó tembloroso a la entrada de la tienda, de la que en ese momento salía un hombre alto, de facciones amables, vestido como lo hacen los mercaderes ricos de Jerusalén.
—¿Tú eres Josar?
—Lo soy.
—Pasa, Tadeo te aguarda.
Josar entró en la tienda, y allí, sentado en un almohadón en el suelo, estaba Tadeo escribiendo sobre un pergamino. Los dos hombres cruzaron la mirada y ambos sonrieron satisfechos del encuentro. Tadeo se incorporó y abrazó a Josar.
—Amigo mío, me alegra encontrarte —dijo Tadeo.
—Nunca imaginé que te volvería a ver. Me llenas de alegría, ¡cuánto os recuerdo! Pensar en vosotros me hace sentirme cerca del Maestro.
—Él te quería, Josar, y confiaba en ti. Sabía que tu corazón estaba lleno de bondad y que transmitirías su palabra allá donde fueras, allá donde te encontraras.
—Eso he hecho, Tadeo, eso he hecho, siempre temiendo no ser capaz de transmitir como debiera las palabras del Maestro.
En ese instante entró el mercader.
—Tadeo, te dejaré aquí con tu amigo para que podáis hablar. Mis servidores os traerán dátiles y queso con agua fresca y no os molestarán salvo que los necesitéis. Yo debo acercarme a la ciudad donde esperan mis mercancías. Por la tarde volveré.
—Josar —dijo Tadeo—, este buen mercader se llama Josué, y he viajado bajo su protección desde Jerusalén. Es un buen hombre que solía acudir a escuchar a Jesús y se escondía temiendo que el Maestro lo rechazara. Pero Jesús, que a todos veía, le dijo un día que se acercara, y sus palabras fueron un bálsamo para el alma de Josué, que acababa de enviudar. Es un buen amigo que nos ha ayudado, sus caravanas nos mantienen comunicados y nos ayuda a llevar la palabra del Maestro por todos los caminos.
—Bienvenido seas, Josué —respondió Josar—, aquí estás entre amigos; dime si en algo te podemos ayudar.
—Gracias, buen amigo, pero nada necesito, aunque agradezco tu ofrecimiento. Sé que seguías al Maestro, y Tadeo y Tomás te tienen en gran estima. Ahora iré a la ciudad y regresaré al atardecer. Disfrutad del reencuentro, que debéis de tener mucho de que hablar.
Josué salió de la tienda mientras un hombre negro como la noche disponía unos platos con dátiles, fruta y una jarra con agua. Tan silencioso como había entrado salió. Izaz contemplaba toda la escena en silencio. No se atrevía a hacerse presente. Su tío parecía haberse olvidado de él, pero Tadeo le sonrió y le hizo un gesto para que se acercara.
—¿Y este joven?
—Es mi sobrino Izaz. Le estoy enseñando mi antiguo oficio de escriba y puede que un día pueda ocupar mi antiguo puesto en palacio. Es un buen chico, seguidor de las enseñanzas de Jesús.
En ese momento entró Marvuz en la tienda.
—Josar, perdona que interrumpa, pero Abgaro ha enviado una sirviente de palacio porque está deseoso de tener noticias de ti y de este hombre que ha llegado de Jerusalén.
—Tienes razón, Marvuz, la emoción del encuentro me había hecho olvidarme de que el rey espera nuestras noticias. Querrá conocerte y honrarte, Tadeo, porque has de saber que Abgaro ha abandonado las prácticas paganas y cree en un solo Dios, el Padre de Nuestro Señor. Y que la reina y la corte también profesan la fe de Jesús. Hemos construido un templo, humilde, sin adornos, donde nos reunimos a pedir misericordia al Dios Padre, y hablamos de las enseñanzas de Jesús. He escrito cuanto he recordado de lo que le escuché, pero ahora que estás aquí tú podrás hablarnos de las enseñanzas del Maestro, y explicar mejor de lo que yo lo he hecho cómo era Jesús y cómo decidió morir para salvarnos.
—Iremos a ver al rey —asintió Tadeo— y por el camino me iras contando las nuevas. Unos mercaderes llevaron a Jerusalén la noticia de que Abgaro se había curado de su mortal enfermedad después de tocar el sudario de Jesús. Quiero que me cuentes este milagro del Salvador, y me hables de cómo ha prendido la fe en esta hermosa ciudad.
Abgaro estaba impaciente. La reina, a su lado, intentaba tranquilizarlo. Josar y Tadeo se estaban retrasando. El sol ya calentaba sobre Edesa y aún no habían llegado. Ardía en deseos de escuchar a ese discípulo de Jesús, de que ampliara sus conocimientos sobre el Salvador. Le pediría que se quedara para siempre, o al menos un tiempo largo para que todos pudieran saber de sus otras historias de Jesús, además de las que les había contado Josar.
A él, Abgaro, rey de aquella próspera ciudad, a veces le costaba entender algunas de las cosas que había dicho el Maestro, pero las aceptaba todas, tal era su fe en el hombre que después de muerto le había curado.
Sabía que en la ciudad no todos compartían su decisión de haber sustituido a los dioses que tenían desde la noche de los tiempos por un Dios sin imagen, que había enviado a su hijo a la Tierra para que lo crucificaran.
Un hijo que a pesar de los tormentos que sabía le esperaban había predicado el perdón a los enemigos, asegurando que sería más fácil que un pobre entrara en el reino de los cielos que lo hiciera un rico.
Había muchos de sus súbditos que seguían adorando a los dioses ancestrales en sus casas, y acudían a las cuevas de la montaña a hacer libaciones ante las estatuas del dios luna.
Él, Abgaro, les dejaba; sabía que no se podía imponer un dios, y que como decía Josar el tiempo iría convenciendo a los incrédulos de que sólo hay un Dios.
No es que sus súbditos no creyeran en la divinidad de Jesús; es que pensaban que era otro dios más, y como tal lo aceptaban, pero sin renunciar a los dioses de sus padres.
Josar le fue contando a Tadeo cómo había sentido la necesidad de coger el lienzo que había cubierto el cuerpo del Maestro, sabiendo que ninguno de sus amigos osaría siquiera tocarlo porque de acuerdo a la ley judía un sudario es un objeto impuro. Tadeo asentía con la cabeza a las explicaciones de su amigo. No habían echado en falta el sudario; en realidad habían olvidado ese pedazo de lino hasta que llegaron noticias de que había obrado un milagro devolviendo la salud al rey Abgaro. Les había sorprendido y maravillado, aunque estaban acostumbrados a los prodigios obrados por Jesús.
Tadeo también explicó a su amigo el porqué de su visita.
—Tomás siempre te recuerda con afecto y recordaba tu insistencia al Maestro para que viajara a Edesa a curar a tu rey y también el compromiso de Jesús de enviar a uno de los suyos. Por eso, al saber que el sudario había sanado a Abgaro y que tú difundías las enseñanzas del Salvador, me pidió que viniera aquí para servirte de ayuda. Estaré el tiempo que estimes oportuno y te ayudaré a predicar entre estas buenas gentes las palabras de Jesús. Pero en algún momento habré de partir porque son muchas las ciudades y muchos los hombres a los que hemos de enseñar la Verdad.
—¿Quieres ver el sudario? —preguntó Josar.
Tadeo titubeó. Él era judío, y la ley era la ley, también era la ley del Salvador. Sin embargo aquel trozo de lino aportado por José de Arimatea con el que habían envuelto el cuerpo de Jesús parecía impregnado de los poderes que éste tuvo. Él no sabía qué decir ni qué hacer. Casi no sabía ni qué pensar.
Josar fue consciente del conflicto que embargaba a su amigo y le apretó el brazo amistosamente.
—No te preocupes, Tadeo, conozco vuestra ley y la respeto. Pero para nosotros, habitantes de esta vieja ciudad, una mortaja no es un objeto impuro que no se deba tocar. No tienes ni que verla, sólo debes saber que Abgaro mandó construir una urna al mejor artesano de Edesa para guardar el sudario y que se halla en lugar seguro, siempre custodiado por la guardia personal del rey. Esa tela hace milagros, curó a Abgaro y ha curado a muchos más que se han acercado a ella con fe. Has de saber que la sangre y el sudor dejaron reflejados en la tela el rostro y el cuerpo de Jesús. En verdad te digo, amigo mío, que al mirar la sábana puedo ver a nuestro Maestro, y sufro por el tormento al que le sometieron los romanos.
—En algún momento te pediré que me enseñes la mortaja, pero he de buscar dentro de mi corazón el momento de hacerlo, ya que eso supone quebrantar la ley.
Llegaron al palacio, donde Abgaro les recibió con afecto. La reina, a su lado, no podía ocultar la ansiedad que le producía conocer a un amigo de Jesús.
—Seas bienvenido como amigo que fuiste de Jesús. Puedes quedarte el tiempo que quieras en nuestra ciudad, donde serás nuestro invitado y nada te faltará. Sólo te pedimos que nos hables del Salvador, que recuerdes sus palabras y sus hechos, y yo, con tu permiso, pediré a mis escribas que estén atentos a tus palabras y las recojan para guardarlas en los pergaminos y así los hombres de mi ciudad y de otras ciudades puedan conocer la vida y las enseñanzas de tu Maestro.
Durante todo el día y parte de la noche, Tadeo, junto a Josar, relató al rey y a su corte los milagros hechos por Jesús, aceptando la invitación de Abgaro para permanecer en Edesa.
Tadeo no aceptó más que una pequeña habitación, con un lecho, en una casa cercana a la de Josar, y rechazó, lo mismo que hiciera Josar a su regreso de Jerusalén, tener ningún esclavo que le ayudara. Acordó con el rey que Josar sería su escriba e iría recogiendo cuanto él recordaba de Jesús.