Mientras aparcaba el coche, Marco pensó que igual estaba perdiendo el tiempo. Dos años atrás no había logrado sacar nada en claro del mudo. Habían recurrido a un médico especialista, que después de examinarlo les aseguró que el hombre tenía el oído bien y que no había ninguna causa física que le impidiera la audición. Sin embargo el mudo permanecía tan encerrado en sí mismo que era difícil saber si realmente les oía o no. Posiblemente ahora pasaría lo mismo, pero le parecía que tenía que verlo, escudriñar qué podía haber detrás de ese hombre misterioso y sin huellas.
El director de la cárcel no estaba, pero había dado órdenes precisas para que le facilitaran lo que pidiera; lo que pidió fue estar a solas con el mudo.
—No hay problema —le dijo el jefe de los celadores—, es un hombre pacífico. No crea ningún problema, además es un poco místico, le gusta estar en la capilla en vez de salir al patio con los demás. Le falta poco para dejar esto; como no causó grandes daños, le cayeron tres años. Así que un año más y en libertad. Si tuviera abogado ya habría pedido la condicional por buena conducta, pero nadie se ocupa de él.
—¿Entiende cuando le hablan?
—¡Ah! Eso es un misterio. A veces parece que sí, otras que no. Depende.
—Pues no me aclara usted mucho.
—Es que este hombre es especial, no sé, no parece un ladrón. Bueno al menos no se comporta como los ladrones. Aquí tuvimos a otro mudo hace muchos años, y era distinto, no sé, se notaba que era un delincuente. Pero éste, ya le digo que se le va el tiempo mirando al frente o en la capilla.
—¿No ha pedido lectura, algún periódico?
—No, nunca, tampoco ve la televisión, no le interesan ni los partidos del Mundial. No recibe cartas ni tampoco él escribe a nadie.
Cuando el mudo entró en la sala donde le esperaba Marco, sus ojos no denotaron sorpresa, sólo indiferencia. Se quedó de pie, cerca de la puerta, con la mirada baja, expectante.
Marco le indicó con un gesto que se sentara, pero el mudo permaneció de pie.
—No sé si me entiende o no, pero sospecho que sí.
El mudo levantó ligeramente los ojos del suelo, en un gesto imperceptible para cualquiera que no fuera un profesional de la condición humana, y Marco lo era.
—Sus amigos han vuelto a intentar robar en la catedral. Esta vez han provocado un incendio. Afortunadamente la Síndone continúa intacta.
El mudo mantenía un riguroso control de sus emociones y su rostro permanecía inmóvil sin que le costara el mayor esfuerzo. Pero Marco tenía la impresión de que sus palos de ciego estaban dando en alguna parte, porque ese hombre que llevaba dos años en prisión era más vulnerable que cuando le detuvieron.
—Supongo que debe de ser desesperante estar aquí. No le voy a hacer perder el tiempo y porque tampoco quiero perder el mío. Le quedaba un año de condena, y digo que le quedaba porque hemos reabierto su sumario a raíz de las investigaciones por el incendio de hace unos días. Un hombre ha muerto achicharrado, era mudo como usted. Así que le espera una larga temporada en la cárcel hasta que terminemos de investigar, de atar cabos, y eso en tiempo pueden ser dos, tres, cuatro años, no sé. Por eso estoy aquí; si usted me dice quién es y quiénes son sus amigos a lo mejor podemos llegar a un acuerdo. Intentaría que le dieran la condicional, y pasaría a ser un testigo protegido. Eso significa nueva identidad y que sus amigos nunca le puedan encontrar. Píenselo. Yo puedo tardar en resolver este caso un día o diez años, pero mientras el caso esté abierto usted se pudrirá en esta prisión.
Marco le entregó una tarjeta con sus teléfonos.
—Si quiere comunicarme algo, enseñe esta tarjeta a los celadores; ellos me llamarán.
El mudo no alargó la mano para coger la tarjeta que le tendía, por lo que Marco decidió dejarla sobre la mesa que ocupaba el centro de la estancia.
—Usted verá, es su vida, no la mía.
Cuando salió de la sala evitó la tentación de mirar atrás. Había interpretado el papel de duro y una de dos, o había hecho el ridículo porque el mudo no le había entendido nada o, por el contrario, había logrado sembrar incertidumbre en el hombre y éste podía reaccionar.
Pero ¿le había entendido? ¿Comprendía el italiano? No lo sabía. En algún momento le había parecido que sí. Pero a lo mejor se equivocaba.
— o O o —
Cuando el mudo regresó a su celda, se tumbó en el camastro mirando al techo. Sabía que las cámaras de seguridad barrían cada rincón de su celda y por tanto debía continuar impasible.
Un año, le faltaba un año para recuperar la libertad y ahora este policía le decía que no soñara con salir. Podía ser un farol, pero también podía estar diciendo la verdad.
Como deliberadamente no veía la televisión junto al resto de los presos, se mantenía al margen de las noticias del exterior. Addaio les había dicho que si les cogían se aislaran, cumplieran condena y buscaran la manera de regresar a casa.
Ahora, Addaio había mandado a otro equipo, lo había vuelto a intentar. Un incendio, un compañero muerto y otra vez la policía buscando pistas, desconcertada.
En la prisión había tenido tiempo para pensar y la conclusión era evidente: tenían un traidor entre ellos, no podía ser que cada vez que planeaban la acción algo saliera mal y terminaran detenidos o entre las llamas.
Sí, había un traidor en sus filas y los había habido en el pasado. Estaba seguro. Tenía que regresar y convencer a Addaio para que investigara, para que encontrara al culpable de tantos fracasos, de su desgracia.
Pero tenía que esperar, por mucho que le costara. Si ese policía había ido a ofrecerle un trato es porque no tenía nada; de lo contrario se habría visto ante un tribunal. Era un farol, y él no podía flaquear. Su fuerza se la daba la mudez y el aislamiento riguroso al que se había sometido. Le habían entrenado para esto, pero cuánto había sufrido estos dos años sin leer un libro, sin tener noticias del exterior, sin comunicarse aunque fuera por señas con los demás.
Los celadores y los guardias se habían convencido de que era un pobre chiflado inofensivo, arrepentido de haber intentado robar en la catedral y que por eso iba a la capilla a rezar. Eso es lo que les escuchaba decir cuando hablaban de él. Sabía que les daba pena. Ahora debía continuar haciendo su papel, el papel del que no sólo no habla, sino que ni oye, ni entiende, el papel de desgraciado, y esperar a que se confiaran y hablaran delante de él. Lo hacían siempre porque para ellos era como un mueble.
Deliberadamente había dejado en la mesa de la sala de visitas la tarjeta que le había dado el policía. Ni la había rozado. Ahora a esperar, esperar a que pasara otro maldito año.
— o O o —
—Dejó la tarjeta donde tú la dejaste, ni la tocó.
—¿Y estos días habéis notado algo especial?
—Nada, está igual que siempre. Va a la capilla en las horas libres, y el resto en su celda, mirando el techo. Las cámaras de vigilancia le graban las veinticuatro horas. Si hiciera algo distinto te llamaría.
—Gracias.
Marco colgó el teléfono. Le había fallado la corazonada. Estaba convencido de que el mudo iba a reaccionar, pero el director de la prisión le aseguraba que no se había producido ningún cambio en él. Sentía una cierta desazón porque la investigación no avanzaba.
Estaba a punto de llegar Minerva. Le había pedido que viajara a Turín porque quería mantener una reunión con todo su equipo y entre todos ver qué podían sacar en claro.
Se quedarían un par o tres de días más. Luego tenían que regresar a Roma; no podía dedicarse exclusivamente a este caso, en el departamento no lo entenderían, en los ministerios tampoco y lo peor que le podía suceder es que le creyeran obsesionado. Los grandes jerifaltes no lo entenderían. La Sábana Santa estaba intacta, no había sufrido daño, de la catedral no se habían llevado nada. Estaba el cadáver de uno de los ladrones; no se había podido determinar quién era, pero tampoco a nadie parecía importarle demasiado.
Sofía y Pietro entraron en el despacho. Giuseppe había ido a recoger a Minerva al aeropuerto, y Antonino, siempre puntual, llevaba un rato leyendo papeles.
—¿Qué hay, jefe? —saludó Sofía.
—Nada, el director de la prisión me asegura que el mudo ni se ha inmutado, como si no me hubiese visto.
—Entra dentro de lo normal —apostilló Pietro.
—Sí, supongo que sí.
En ese momento, una carcajada y el sonido de unos tacones les sirvieron de anuncio de la llegada de Minerva. Giuseppe y ella entraron riendo.
Minerva, de mediana estatura, ni gorda ni delgada, ni guapa ni fea, siempre parecía de buen humor. Estaba felizmente casada con un ingeniero informático que, al igual que ella, era un auténtico genio de la ofimática.
Después de los saludos de rigor, comenzó la reunión.
—Bien —dijo Marco—, vamos a recapitular, y quiero que cada uno de vosotros me deis vuestra opinión. Pietro…
—La empresa que está haciendo las obras en la catedral se llama COCSA. He interrogado a todos los obreros que trabajan en la renovación del sistema eléctrico, no saben nada y me parece que dicen la verdad. La mayoría son italianos, aunque hay algún inmigrante: dos turcos y tres albaneses. Tienen los papeles en regla, incluidos los permisos de trabajo.
»Por lo que dicen, llegan a la catedral a las ocho y media de la mañana, al término de la primera misa. En cuanto se van los fieles se cierran las puertas y ya no hay servicios hasta las seis de la tarde, hora en que ellos se van. Hacen un pequeño descanso para comer, entre la una y media y las cuatro. A las cuatro en punto regresan y terminan a las seis.
»Aunque el sistema eléctrico no es demasiado antiguo, lo están renovando para iluminar mejor algunas capillas de la catedral. También están reparando algunos desconchones que hay en las paredes, fruto de la humedad. Calculan que en dos o tres semanas más habrán terminado.
»El día del incendio no recuerdan que pasara nada especial. En la zona donde se desató el fuego estuvieron trabajando uno de los turcos, Tarik, y dos obreros italianos. No se explican cómo pudo producirse el cortocircuito. Los tres aseguran que ellos dejaron los cables perfectamente recogidos cuando se fueron a almorzar a una pequeña taberna cerca de la catedral. Aún no entienden cómo sucedió.
—Pero sucedió —apostilló Sofía.
Pietro la miró con mala cara y prosiguió:
—Los obreros están contentos con la empresa; aseguran que les pagan bien y el trato es correcto. Me dijeron que el padre Yves es el que supervisa los trabajos en la catedral, que es muy amable, pero que no se le escapa una y tiene muy claro cómo debe quedar el trabajo. Al cardenal lo ven cuando oficia la misa de ocho y en un par de ocasiones ha recorrido las obras con el padre Yves.
Marco encendió un cigarro pese a la mirada reprobatoria de Minerva.
—No obstante, el informe de los peritos es concluyente —continuó Pietro—. Se prendieron unos cables que colgaban sobre el altar de la capilla de la Virgen; a partir de ahí comenzó el incendio. ¿Un descuido? Los obreros me aseguran que ellos dejaron los cables recogidos, en perfectas condiciones, pero ¿es verdad o lo dicen para justificarse?
Interrogué al padre Yves. Me aseguró que los obreros le habían parecido muy profesionales en el trabajo, pero está convencido de que alguien cometió un descuido.
—¿Quién había en la catedral a esa hora? —preguntó Marco.
—Al parecer —continuó Pietro— sólo el portero, un hombre mayor, de sesenta y cinco años. En las oficinas están hasta las dos y luego se van a comer y regresan a eso de las cuatro y media. El incendio fue hacia las tres, y sólo se encontraba el portero. Estaba en estado de shock. Cuando le interrogué se puso a llorar, estaba muy asustado. Se llama Francesco Turgut, es italiano, de padre turco y madre italiana. Él nació en Turín. Su padre trabajó en la Fiat, y su madre era hija del portero de la catedral y ayudaba a su madre a limpiar la nave. Los porteros tienen una vivienda contigua al edificio y cuando sus padres se casaron, por falta de medios se instalaron con los suegros en esa vivienda. Francesco ha nacido ahí, la catedral es su casa y dice que se siente culpable por no haber podido evitar el incendio.
—¿Oyó algo? —preguntó Minerva.
—No, estaba viendo la televisión y un poco dormido. Se levanta muy temprano para abrir la catedral y las oficinas anexas. Dice que se sobresaltó cuando llamaron al timbre y un hombre que pasaba por la plaza lo alertó del humo que salía del edificio. Fue corriendo y se encontró con el fuego, llamó a los bomberos, y desde entonces está destrozado, ya os digo que sólo hace que llorar.
—Pietro, ¿crees que el incendio fue provocado o fruto de una negligencia?
La pregunta de Marco sorprendió a Pietro.
—Si no hubiéramos encontrado el cadáver de un mudo, te diría que fue una negligencia. Pero tenemos el cadáver de un hombre del que no sabemos nada. ¿Qué hacía allí? ¿Cómo entró? El portero afirma que él recorre la catedral antes de cerrarla, y que no había nadie. Parte de su trabajo consiste precisamente en asegurarse de que nadie se queda dentro. Jura que cuando apagó las luces la catedral estaba vacía.
—Pudo sufrir un despiste, es un hombre mayor —supuso Sofía.
—O miente —terció Pietro.
—Alguien entró después de haber cerrado —afirmó Giuseppe.
—Sí —continuó Pietro—. Efectivamente alguien forzó la puerta lateral que va a las oficinas; desde allí se puede llegar a la catedral. La cerradura estaba forzada. Ese hombre sabía por dónde entrar y cómo llegar. La prueba es que lo hizo sin ruido, sin llamar la atención y cuando sabía que no había nadie en las oficinas.
—Estamos seguros —afirmó Giuseppe— de que el ladrón, o los ladrones, conocen a alguien que trabaja o tiene relación con la catedral. Alguien que le avisó de que ese día y a esas horas no quedaría ni un alma.
—¿Por qué estáis tan seguros? —preguntó Minerva.
—Porque en este incendio —continuó Giuseppe—, como en el supuesto robo de hace dos años, como en el incendio del 97, como en los otros accidentes, los ladrones han sabido siempre que dentro no había nadie. Sólo hay una entrada, además de la principal que se abre al público, la de las oficinas, porque las otras entradas a la catedral están cegadas. Y siempre han forzado esa entrada lateral. La puerta está blindada, pero un blindaje no es problema para profesionales. Creemos que había otros hombres con nuestro mudo muerto y que huyeron. Asaltar una catedral no es algo que se haga en solitario. También hemos constatado que todos los falsos asaltos suelen llevarse a cabo cuando hay obras. Aprovechan para provocar un cortocircuito, una inundación, el caos. Pero esta vez tampoco se han llevado nada. Por tanto seguimos preguntándonos: ¿qué buscaban?
—La Síndone —afirmó Marco sin dudar—, pero ¿para qué?, ¿para destruirla?, ¿para robarla? No lo sé. Me pregunto si lo de forzar la puerta no es una pista falsa que nos dejan, es demasiado evidente… no sé. Minerva, ¿tú qué has averiguado?
—Puedo añadir que en la empresa de las obras, COCSA, tiene una participación Umberto D’Alaqua. Ya se lo comenté a Sofía. Es una empresa seria, solvente, que trabaja para la Iglesia en Turín y en el resto de Italia. D’Alaqua es un hombre conocido y estimado por el Vaticano. Es una especie de asesor de finanzas, les ha aconsejado pingües inversiones, les ha hecho préstamos importantes para operaciones en las que el Vaticano no quería aparecer. Es un hombre de confianza de la Santa Sede, que también ha participado en misiones diplomáticas delicadas. Sus negocios van desde la construcción a los aceros, pasando por prospecciones petrolíferas, etcétera. En COCSA tiene una participación sustanciosa.
»Y es un hombre interesante. Soltero, atractivo aunque tiene cincuenta y siete años, sobrio, jamás hace alarde ni del dinero ni del poder que tiene. Nunca se le ha visto en fiestas de la jet, ni tampoco se le conoce ninguna novia.
—¿Homosexual? —preguntó Sofía.
—No, tampoco. Ni siquiera es del Opus, ni de ninguna orden laica, pero es como si tuviera voto de castidad. Su afición es la arqueología: ha financiado algunas excavaciones en Israel, Egipto y Turquía, incluso él mismo ha pasado temporadas excavando en Israel.
—No me parece que con ese historial D’Alaqua pueda estar entre los sospechosos de querer robar o destruir la Síndone —apostilló Sofía.
—No, pero es un personaje singular —insistió Minerva—. Como también es un personaje singular el profesor Bolard. Verás, jefe, este profesor es un reconocido científico francés. Químico y microanalista, es uno de los más reputados estudiosos de la Síndone. Lleva más de treinta y cinco años estudiando la Sábana, comprobando su estado. Cada tres o cuatro meses acude a Turín; él es uno de los científicos a los que la Iglesia ha encargado la conservación de la Síndone. No se da un paso sin consultarle.
—Efectivamente —dijo Giuseppe—. Antes de trasladar la Sábana al banco, el padre Yves habló con Bolard. Éste dio instrucciones precisas de cómo había que organizar el traslado. En la cámara acorazada hace años que hay un pequeño habitáculo que se acondicionó de acuerdo a las instrucciones del profesor Bolard y otros profesores, que es donde se guarda la Sábana.
—Bueno, pues Bolard —continuó Minerva— es dueño de una gran empresa química, está soltero, es riquísimo, lo mismo que D’Alaqua, y nunca se le ha conocido un mal romance. Tampoco es homosexual.
—¿Se conocen D’Alaqua y Bolard? —preguntó Marco.
—Parece que no, pero aún estoy investigando. Tampoco sería extraordinario que se conocieran, ya que Bolard también siente pasión por el mundo antiguo.
—¿Qué has averiguado del padre Yves? —continuó preguntando Marco a Minerva.
—Un chico listo ese cura. Es francés, su familia pertenece a la vieja aristocracia, con influencias. Su padre, ya fallecido, era diplomático, y fue uno de los jefazos del Ministerio de Exteriores en la época de De Gaulle. Su hermano mayor es diputado en la Asamblea Nacional, además de haber ocupado distintos cargos en los gobiernos de Chirac. Su hermana es magistrada del Tribunal Supremo y él lleva una carrera meteórica dentro de la Iglesia. Su protector más directo es monseñor Aubry, el ayudante del sustituto de la Secretaría de Estado, pero también el cardenal Paul Visier, encargado de las finanzas del Vaticano, siente simpatía por él, ya que en la universidad fue compañero de Jean, el hermano mayor del padre Yves. De manera que le ha promocionado y le ha hecho curtirse en el servicio diplomático. El padre Yves ha ocupado puestos en las nunciaturas de Bruselas, Bonn, México y Panamá. Precisamente por recomendación de monseñor Aubry le nombraron secretario del cardenal de Turín, y se rumorea que pronto le nombrarán obispo auxiliar de esta diócesis. Su biografía no tiene nada de especial, salvo que es un chico bien metido a cura, con una familia influyente que le apoya en su carrera eclesiástica. Su currículo académico no está nada mal. Además de teología ha estudiado filosofía pura, se ha licenciado en lenguas muertas, ya sabéis, latín, arameo, y además habla correctamente otros idiomas.
»Lo único peculiar es que le gustan las artes marciales. Al parecer de niño era un poco enclenque y para evitar que le pegaran su padre decidió que aprendiera kárate. Le gustó, y además de ser cinturón negro con no sé cuántos danes de kárate, lo es de taekwondo, kickboxing y aikido. Las artes marciales son su única debilidad, pero teniendo en cuenta las debilidades que tienen en el Vaticano, la del padre Yves es de lo más inocente. ¡Ah!, y a pesar de lo guapo que es, lo digo por la foto, no se le conocen devaneos sentimentales ni con chicas, ni con chicos. Nada, absolutamente célibe.
—¿Qué más tenemos? —preguntó Marco sin dirigirse a nadie en concreto.
—Nada, no tenemos nada —dijo Giuseppe—. Estamos otra vez en punto muerto. Sin pistas, y lo que es peor, sin móvil. Investigaremos lo de la puerta si tú crees que puede ser una pista falsa, pero entonces ¿por dónde demonios entran y salen? Hemos revisado la catedral de arriba abajo, y te aseguro que no hay entradas secretas. El cardenal se rió cuando le preguntamos por esa posibilidad. Ha asegurado que la catedral no tiene pasadizos secretos. Tiene razón, hemos comprobado una y otra vez los planos de los túneles que comunican la ciudad subterránea y en esa zona no hay ninguno. Por cierto, los turineses están haciendo negocio llevando a los turistas a visitar los túneles, explicándoles la historia de su héroe Pietro Mieca.
—El móvil es la Sábana —recalcó Marco en tono malhumorado—. Van a por la Sábana, aún no sé si quieren robarla o destruirla, pero el objetivo es la Sábana Santa, estoy seguro. Bien, ¿alguna sugerencia?
Se hizo un silencio incómodo. Sofía buscó la mirada de Pietro, pero éste, cabizbajo, se entretenía encendiendo un cigarro, así que decidió hablar, decirles lo que había estado pensando.
—Marco, yo soltaría al mudo.
Todas las miradas se clavaron en Sofía. ¿Habían oído bien?
—El mudo puede ser nuestro caballo de Troya. Verás, Marco, si tú tienes razón y alguien va a por la Síndone, está claro que es una organización que manda a sicarios mudos, con las huellas dactilares quemadas, de manera que si son detenidos, como el de la cárcel de Turín, pueden mantenerse en silencio, aislarse, no caer en la tentación de hablar. Sin huellas dactilares es imposible conocer la identidad, el origen de estos hombres. Y en mi opinión, Marco, tus amenazas al mudo no van a servir de nada; estoy segura de que no pedirá hablar contigo. Esperará a cumplir condena, y le falta sólo un año.
»Podemos hacer dos cosas, esperar un año o tú, Marco, convences a los jefes para que aprueben una nueva línea de investigación que pasa por que suelten al mudo, y una vez que esté en la calle nos pegamos a sus talones. Tendrá que ir a alguna parte, ponerse en contacto con alguien.
»Es el hilo que nos puede conducir al corazón del ovillo, nuestro caballo de Troya. Si te decides por este plan hay que prepararlo bien. No lo pueden soltar inmediatamente, habría que esperar yo diría que por lo menos un par de meses, y además hacer una buena puesta en escena para que no sospeche por qué le dejamos en libertad.
—¡Dios! ¡Qué estúpidos hemos sido! —exclamó Marco dando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Pero cómo es posible que hayamos sido tan tontos! Nosotros, los carabinieri, todos. Teníamos ahí la solución y hemos estado dos años haciendo el bobo.
Le miraron expectantes. Sofía no sabía si estaba aprobando su plan o sencillamente se acababa de dar cuenta de algo que a los demás les había pasado inadvertido, pero las siguientes palabras de Marco disiparon sus dudas.
—¡Lo haremos Sofía, lo haremos! Tu plan es perfecto, es lo que teníamos que haber hecho. Hablaré con los ministros y se lo expondré, necesitamos que hablen con los jueces, con el fiscal, con quien sea, pero que le dejen en libertad y a partir de ese momento pondremos en marcha un dispositivo para seguirle donde quiera que vaya.
—Jefe —le interrumpió Pietro—, no te precipites, pensemos primero cómo vender al mudo que le dejan libre. Dos meses, como propone Sofía, me parece poco tiempo teniendo en cuenta que acabas de estar con él y le has dicho que se pudrirá en la cárcel. Si le dejamos suelto sabrá que es una trampa y no se moverá.
Minerva se revolvió incómoda en la silla, mientras que Giuseppe parecía abstraído. Antonino permanecía inmóvil. Ahora les tocaba a ellos opinar, lo sabían. Marco siempre exigía a los miembros de su equipo que se mojaran expresando su opinión. Las decisiones las tomaba él, pero nunca antes de haberles escuchado.
—Antonino, ¿por qué no dices nada? —le inquirió Marco.
—El plan de Sofía me parece brillante. Creo que debemos ponerlo en marcha, pero estoy con Pietro en que al mudo no se le puede dejar en libertad demasiado pronto; casi me inclino a que dejemos que cumpla el año que le falta.
—¡Y mientras tanto qué, nos cruzamos de brazos a esperar que vuelvan a intentar algo contra la Síndone! —exclamó Marco.
—La Síndone —respondió Antonino— está en la cámara acorazada del banco y allí puede seguir en los próximos meses. No es la primera vez que pasa una larga temporada sin estar expuesta al público.
—Tiene razón —apostilló Minerva— y tú lo sabes. Entiendo que ahora que hemos encontrado el caballo de Troya dé rabia tener que esperar, pero si no lo hacemos podemos perder la única pista que tenemos, porque a mí no me cabe la menor duda de que no dará un paso en falso si le sueltas ahora.
—¿Giuseppe?
—Verás, jefe, a mí me da rabia, lo mismo que a ti, que ahora que hemos encontrado la manera de empezar a investigar de verdad este asunto tengamos que cruzarnos de brazos.
—No quiero esperar —afirmó Marco con rotundidad—; no podemos esperar un año como dice Pietro.
—Pues es lo más sensato —argumentó Giuseppe.
—Yo haría algo más.
Todas las miradas volvieron a confluir en Sofía. Marco levantó las cejas y las manos invitándola a hablar.
—En mi opinión hay que volver a investigar a los obreros hasta estar convencidos de que el cortocircuito ha sido realmente un accidente. También tenemos que investigar a COCSA, e incluso entrevistarnos con D’Alaqua. Puede que detrás de tanta normalidad haya algo que se nos escapa.
—¿Qué sospechas, Sofía? —inquirió Marco.
—Exactamente nada, pero mi intuición me dice que debemos volver a investigar a los obreros.
Pietro la miró contrariado. Él se había encargado de interrogarlos, y lo había hecho exhaustivamente. Tenía una carpeta con datos de todos ellos, de los italianos y de los otros, y en los ordenadores de la policía no había encontrado nada, así como tampoco en los de Interpol. Estaban limpios.
—¿Vas a desconfiar de ellos porque son extranjeros? —Sofía sintió las palabras de Pietro como un golpe bajo.
—Tú sabes que no, y me parece una insinuación hecha con mala fe. Simplemente creo que debemos volver a investigarlos a todos, a los extranjeros y a los italianos, y si me apuras incluso al cardenal.
Marco se dio cuenta del duelo que mantenía la pareja y le fastidió. Apreciaba a los dos, si acaso más a Sofía Galloni, por la que sentía cierta admiración. Además pensaba que tenía razón, que a lo mejor se les estaba escapando algo, y por tanto no pasaba nada por volver a insistir en la investigación. Pero tenía que dar la razón a Sofía sin herir a Pietro, al que veía fastidiado sin saber por qué. ¿Acaso celos del brillante plan de Sofía? ¿O habrían tenido una disputa de pareja y estaban librando una batalla sentimental allí, delante de todos y a cuenta del trabajo? Si era así lo cortaría de raíz. Ellos sabían que no toleraría que los problemas personales se mezclaran con el trabajo.
—Todos revisaremos lo que hemos hecho hasta ahora, y no cerraremos ninguna línea de investigación.
Pietro se revolvió en su asiento.
—¿Qué pasa, que vais a convertir a todo el mundo en sospechoso?
A Marco le empezaba a fastidiar la situación, y el tono de Pietro le resultó ofensivo.
—Vamos a continuar investigando. Yo me vuelvo a Roma ahora mismo. Quiero hablar con los ministros para que den luz verde al caballo de Troya. Pensaré en cómo no tener que esperar un año para soltar al mudo sin que sospeche. En Roma tenemos trabajo, así que algunos de vosotros os quedáis aquí unos días más y otros regresáis, sabiendo que quien regresa no es que deje el caso, simplemente lo combinará con el trabajo de la oficina. ¿Quién se queda?
—Yo —dijo Sofía.
—Y yo —dijeron al tiempo Giuseppe y Antonino.
—Bien, pues entonces Minerva y Pietro regresan conmigo. Creo que hay un avión a las tres, así que a Pietro y a mí nos da tiempo a recoger nuestro equipaje en el hotel.
—A mí me parece —comentó Minerva— que os seré más útil con mis ordenadores en Roma.