Josar seguía a Jesús dondequiera que fuera. Los amigos de Jesús se habían acostumbrado a su presencia y a veces le invitaban a compartir con ellos algún momento de asueto. Por ellos supo que Jesús sabía que iba a morir y que pese a sus recomendaciones y consejos para que huyera, el Nazareno insistía en que tenía que cumplir con los designios de su Padre.
Resultaba duro entender que el Padre quisiera la muerte del Hijo, pero Jesús lo decía con tal serenidad, que parecía que así debía ser.
Cuando Jesús lo veía, le prodigaba algún gesto de amistad. Un día dirigiéndose a él le había dicho:
—Josar, yo tengo que cumplir con lo que debo, para eso he sido enviado por mi Padre, y tú, Josar, también tienes una misión que cumplir. Por eso estás aquí, y darás fe de lo que soy, de lo que has visto, y me tendrás cerca de ti cuando ya no esté.
Josar no había entendido las palabras del Nazareno, pero no había osado preguntar ni contradecirle.
En los últimos días los rumores eran persistentes. Los sacerdotes querían que los romanos resolvieran el problema de Jesús el Nazareno, mientras que Pilatos, el gobernador, intentaba a su vez que fueran los judíos quienes juzgaran a aquel que era uno de los suyos. Era cuestión de tiempo que unos u otros perpetraran el crimen.
Jesús se había marchado al desierto. Lo hacía a menudo. En esta ocasión había ayunado, preparándose, les dijo, para afrontar los designios de su Padre.
Una mañana lo despertó el hombre de la casa donde se alojaba.
—Han prendido al Nazareno.
Saltó del lecho y se restregó los ojos; acercándose a un cántaro que reposaba en un rincón de la estancia, se echó agua en la cara para despertarse. Después cogió su manto y se dirigió hacia el Templo. Allí encontró a uno de los amigos de Jesús, que escuchaba temeroso, entre la muchedumbre.
—¿Qué ha pasado, Judas?
Judas se echó a llorar, intentando huir de Josar, pero éste lo alcanzó y lo sujetó cerrando la mano en el hombro.
—Pero ¿qué pasa? ¿Por qué huyes de mí?
Judas, con los ojos bañados en lágrimas, intentaba zafarse del brazo de Josar, pero no podía, y al fin contestó.
—Lo han prendido. Los romanos se lo han llevado, le van a crucificar, y yo…
Las lágrimas le resbalaban por las mejillas como si fuera un niño. Pero Josar, extrañamente, no se sintió conmovido y continuó sujetándole con fuerza para que no escapara.
—Yo, Josar, le he traicionado. He traicionado al mejor de los hombres. Por treinta monedas de plata le he entregado a los romanos.
Josar le apartó con un gesto de rabia y salió corriendo, ofuscado, sin saber muy bien adónde dirigirse. De nuevo en la explanada del Templo tropezó con un hombre al que había visto alguna vez escuchando las prédicas de Jesús.
—¿Dónde está? —le preguntó con apenas un cuarto de voz.
—¿El Nazareno? Le van a crucificar. Pilatos complace así a los sacerdotes.
—Pero ¿de qué le acusan?
—Dicen que blasfema por proclamarse el Mesías.
—Pero Jesús nunca ha blasfemado, nunca ha afirmado que fuera el Mesías, es el mejor de los hombres.
—Ten cuidado, tú le seguías, alguien te puede denunciar.
—Tú también le seguías.
—Ciertamente, por eso te doy el consejo. Quienes hemos seguido al Nazareno no estamos seguros.
—Al menos dime dónde puedo encontrarle, dónde le llevarán…
—Morirá el viernes antes de que caiga el sol.
— o O o —
El rostro de Jesús reflejaba el dolor de la tortura. Sobre la cabeza le habían incrustado un casco hecho de espinos que se le clavaba en la frente. La sangre le resbalaba por la cara hasta empaparle la barba.
Josar contaba mentalmente los golpes de flagelo con que dos soldados romanos iban castigando a Jesús. Ciento veinte.
Arrastraba la cruz en la que iba a ser crucificado y su peso, unido al dolor del flagelo, le vencía, obligándole a hincar las rodillas en los cantos del camino.
Josar dio un paso para sujetarlo, pero un soldado le apartó de un empujón. Jesús le miró agradecido.
Siguió a Jesús hasta lo alto de la colina donde iba a ser crucificado junto a otros reos. Sintió que las lágrimas le anegaban los ojos cuando vio cómo un soldado lo colocaba sobre la cruz, y cogiendo la mano izquierda de Jesús a la altura de la muñeca lo sujetaba con un clavo al madero. A continuación repitió el mismo gesto con la mano derecha, pero el clavo no logró atravesar la muñeca a la primera, como había sucedido con la mano izquierda. El soldado lo intentó dos veces más antes de que el clavo alcanzara el madero.
Los pies los clavó juntos, con un mismo clavo, colocando el izquierdo sobre el derecho.
El tiempo le parecía infinito, y Josar le pedía a Dios que Jesús muriera cuanto antes. Lo veía sufrir, víctima de la asfixia.
Juan, su discípulo más querido, lloraba en silencio por el suplicio de su Maestro. Josar tampoco podía contener las lágrimas.
Un soldado clavó su lanza en el costado de Jesús y de la herida manó abundante sangre y algo de agua.
Había muerto y Josar dio gracias a Dios por ello.
Ese viernes de abril la primavera aparecía envuelta en nubes cargadas de tormenta. Cuando bajaron de la cruz el cuerpo del Nazareno apenas quedaba tiempo para prepararle debidamente. Josar sabía que la ley de los judíos obligaba a interrumpir cualquier trabajo, incluso el de amortajar un cadáver, cuando estaba a punto de ponerse el sol.
Además, por ser Pascua, había que enterrar el cadáver ese mismo día.
Josar, con los ojos cegados por las lágrimas, asistía inmóvil a la preparación del cadáver, mirando cómo José de Arimatea amortajaba el cuerpo de Jesús con un lienzo fino y suave de lino que tenía forma rectangular.
Josar no durmió aquella noche, ni tampoco encontró descanso al día siguiente. Tan fuerte era el dolor de su alma.
Al tercer día de la crucifixión de Jesús, se dirigió hacia el lugar donde habían depositado su cuerpo. Allí se encontró con María, la madre de Jesús, y Juan, el discípulo preferido, que junto a otros de sus seguidores exclamaban que el cuerpo del Maestro había desaparecido. En la tumba, sobre la piedra en que habían depositado el cadáver, quedaba el lienzo en el que José de Arimatea le había envuelto y que ninguno de los presentes se atrevía a tocar. La ley judía prohíbe tener contacto con objetos impuros y la mortaja de un muerto lo es.
Josar la tomó en sus manos. Él no era judío, ni le afectaban los tabúes de su ley. Apretó el lienzo contra su cuerpo y se sintió inundado de placidez. Sentía al Maestro, abrazar aquel sencillo trozo de lino era como abrazarle a él. En ese momento supo lo que tenía que hacer. Dispondría su regreso a Edesa y entregaría el sudario de Jesús a Abgaro y éste se curaría. Ahora entendía lo que le había dicho el Maestro.
Salió de la tumba y respiró el aire fresco mientras, con el sudario doblado en el brazo, buscó el camino de la posada para dejar cuanto antes Jerusalén.
— o O o —
En Edesa el calor de mediodía invitaba a sus habitantes a esperar en sus casas a que cayera la tarde. A esa hora la reina colocaba paños húmedos sobre la frente enferma de Abgaro, y le tranquilizaba asegurándole que la enfermedad no le había carcomido aún la piel.
Ania, la bailarina, era un deshecho humano. Llevaba tiempo lejos de la ciudad, pero Abgaro no había querido dejarla abandonada a su mala suerte, y le enviaba víveres a la cueva donde se había refugiado. Esa mañana, uno de sus hombres, al regresar tras dejar cerca de la cueva un saco con cereales y un pellejo de agua fresca, la vio. Al regresar contó al rey que el otrora hermoso rostro era una masa informe descarnada. Abgaro no había querido escuchar más y se había refugiado en sus aposentos, donde preso del horror sufría una fiebre que le hacía delirar.
La reina le cuidaba y no dejaba que nadie se acercara a él. Algunos adversarios del rey habían comenzado a conspirar para sustituirlo, y la tensión aumentaba según pasaban los días. Lo peor es que no habían vuelto a tener noticias de Josar. Éste se había quedado con el Nazareno y aunque Abgaro se lamentaba de que Josar le había abandonado, la reina le aseguraba que confiara en él. Pero en ese momento a ella misma le flaqueaba la confianza.
—¡Señora! ¡Señora! ¡Josar está aquí!
La esclava había irrumpido gritando en la estancia donde Abgaro dormitaba abanicado por la reina.
—¡Josar! ¿Dónde está?
La reina salió corriendo ante la mirada atónita de cuantos se encontraba a su paso, soldados y cortesanos, hasta tropezar con Josar.
Su leal amigo, cubierto aún por el polvo del viaje, tendió las manos hacia la reina.
—Josar, ¿le has traído? ¿Dónde está el Nazareno?
—Mi señora, el rey sanará.
—Pero ¿dónde está, Josar? Decidme dónde está el Judío.
En la voz de la reina traslucía la desesperación tanto tiempo contenida.
—Llevadme con Abgaro.
La voz de Josar sonaba fuerte y rotunda, y cuantos contemplaban la escena quedaron impresionados. La reina lo guió hasta el aposento donde yacía Abgaro. El rey entornó los ojos y al ver a Josar suspiró aliviado.
—Has vuelto, mi buen amigo.
—Sí, Abgaro, y ahora sanarás.
En la puerta de la estancia, la guardia del rey impedía el paso a algunos cortesanos curiosos que no querían perderse la escena del reencuentro del rey con su mejor amigo.
Josar ayudó a Abgaro a incorporarse y le entregó el lino que el rey apretó a su cuerpo sin saber qué era.
—Aquí está Jesús y si crees sanarás. Él me dijo que sanarías, y me envía a ti con ese encargo.
La firmeza de las palabras de Josar, su convicción, dieron seguridad a Abgaro, que apretó con más fuerza la tela contra su cuerpo.
—Sí, creo —dijo Abgaro.
Y su corazón era sincero. Entonces se obró el milagro. El color volvió al rostro del rey y las huellas de la enfermedad se borraron. Abgaro sintió cómo la fuerza le recorría la sangre y cómo una sensación de paz invadía su espíritu.
La reina lloraba en silencio abrumada por el prodigio, mientras que los soldados y los cortesanos apiñados en el umbral del aposento no sabían explicarse cómo se había producido la curación del rey.
—Abgaro, Jesús te ha sanado tal y como prometió. Éste es el lienzo con que amortajaron su cuerpo; porque has de saber, mi señor, que Pilatos, con la complicidad de los sacerdotes judíos, ordenó crucificar a Jesús después de someterlo a tormento. Pero no te aflijas, porque Él ha vuelto con su Padre, y desde donde está nos ayudará y ayudará a los hombres hasta el fin de los tiempos.
El milagro de la curación del rey corrió como el polvo por todos los caminos. Abgaro le pidió a Josar que le hablara de Jesús a fin de hacer suyas las enseñanzas del Nazareno. Él, Abgaro, la reina y todos sus súbditos adoptarían la religión de Jesús, así que mandó desmantelar los templos e hizo que Josar le predicara a él y a su pueblo a fin de convertirse en buenos seguidores del Nazareno.
Josar predicó a Abgaro y a los habitantes de Edesa como discípulo de Jesús que era, y no hubo en la ciudad otra religión que la del Nazareno.
—¿Qué haremos con el sudario, Josar?
—Mi rey, debes de procurar un lugar seguro para guardarlo. Jesús te lo envió para tu sanación y debemos conservarlo procurando que no sufra daño alguno. Muchos de tus súbditos me piden que les deje tocar el lino y he de decirte que ha obrado nuevos milagros.
—Mandaré construir un templo, Josar.
—Sí, señor.
Cada día, a la hora que el sol irrumpía por el este, Josar aprovechaba la primera luz para ponerse a escribir. Quería dejar testimonio escrito de los prodigios hechos por Jesús de los que él había sido testigo y de cuanto los amigos del Maestro le habían contado durante el tiempo en que vivió en Jerusalén. Después, Josar acudía a palacio y le hablaba a Abgaro, a la reina y a muchos otros de cuanto sabía de las enseñanzas del Nazareno.
Veía el asombro reflejado en los rostros cuando predicaba que no había que odiar ni desear mal a los enemigos. Jesús había enseñado a poner la otra mejilla.
Además de Abgaro, Josar contaba con la fe de la reina para ayudarle a que prendiera la semilla de las enseñanzas de Jesús.
En poco tiempo Edesa era cristiana y Josar enviaba misivas a algunos de los amigos de Jesús que como él llevaban la buena nueva por pueblos y ciudades.
Cuando Josar terminó de escribir la historia del Nazareno, Abgaro encargó a sus escribas varias copias, para que los hombres nunca olvidaran la vida y prédicas de ese judío extraordinario que le había sanado después de muerto.