Los tres hombres descansaban en unos camastros, cada uno perdido en sus pensamientos. Habían fracasado, y en los próximos días debían marcharse. Turín se había convertido en un lugar peligroso.
Su compañero había muerto pasto de las llamas y posiblemente la autopsia habría revelado que no tenía lengua. Ninguno de ellos la tenía. Intentar regresar a la catedral sería un suicidio, el hombre que trabajaba en el obispado les había contado que los carabinieri estaban por todas partes, interrogando a todos, y que no descansaría hasta que desaparecieran.
Se irían, pero aún deberían permanecer escondidos, por lo menos un par de días, hasta que los carabinieri aflojaran el cerco, y los medios de comunicación acudieran en tropel a algún otro lugar donde se produjera cualquier catástrofe.
El sótano olía a humedad y apenas había espacio para caminar. El hombre del obispado les había dejado provisiones para tres o cuatro días. Les dijo que hasta que no estuviera seguro de que había pasado el peligro no volvería. Habían pasado dos días que les parecían una eternidad.
— o O o —
A miles de kilómetros de aquel sótano, en Nueva York, en un edificio de vidrio y acero, en un despacho herméticamente insonorizado y con las más avanzadas medidas de seguridad para garantizar la privacidad, siete hombres celebraban con una copa de vino de Borgoña el fracaso de los anteriores.
Estos siete hombres, de edades entre los cincuenta y los setenta años, elegantemente vestidos, habían analizado detalladamente toda la información de la que disponían sobre el incendio de Turín. Su fuente de información no eran los periódicos, ni la televisión; disponían de un informe de primera mano elaborado meticulosamente por la figura vestida de negro que se había ocultado en el púlpito durante el incendio.
Sentían alivio, el mismo alivio que en ocasiones anteriores habían sentido sus antecesores, cada vez que evitaban que los hombres sin lengua se acercaran a la Síndone.
El más anciano alzó levemente la mano y los demás se dispusieron a escuchar.
—Lo único que me preocupa es lo que nos dicen de ese policía, del director del Departamento del Arte. Si está obsesionado con la Síndone puede terminar encontrando una pista que le lleve hasta nosotros.
—Habrá que extremar todas las medidas de seguridad, y procurar que los nuestros se confundan con el paisaje. He hablado con Paul, intentará obtener información de los pasos que vaya dando ese Marco Valoni, pero no será fácil, porque cualquier tropiezo nos puede poner en evidencia. En mi opinión, maestre, deberíamos quedarnos quietos, no hacer nada, sólo observar.
El que así había hablado era un hombre alto, atlético, entrado ya en la cincuentena, con el cabello gris y el rostro esculpido como el de un emperador romano.
El más anciano, que respondía al título de maestre, asintió.
—¿Alguna sugerencia?
Todos dijeron estar de acuerdo con no hacer nada y observar de lejos los pasos que fuera dando Valoni. Acordaron comunicarse con el llamado Paul para que no presionara en exceso en busca de información.
Uno de los asistentes, un hombre de fuerte complexión y estatura media, con un ligero acento francés, preguntó:
—¿Lo intentarán de nuevo?
—No, no lo harán inmediatamente. Primero intentarán salir de Italia y luego ponerse en contacto con Addaio. Eso, si tienen suerte y lo consiguen, les llevará tiempo. Addaio tardará en enviar un nuevo comando.
—La última vez fue hace dos años —recordó el hombre con rostro de emperador romano.
—Y nosotros continuaremos estando allí, como hemos estado siempre. Ahora vamos a acordar nuestro próximo encuentro, y a cambiar las claves.