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La voz cantarina de Minerva llegaba con interferencias a través del móvil.

—Cuelga, que te llamaré yo, estamos en el despacho.

El Departamento del Arte disponía de dos despachos en el cuartel de los carabinieri, de manera que cuando Marco y su equipo se desplazaban a Turín tenían un lugar donde trabajar.

—Cuéntame, Minerva —inquirió Sofía a su compañera—, el jefe no está, se ha levantado pronto y ha ido a la catedral. Me ha dicho que pasará allí buena parte de la mañana.

—Tiene el móvil apagado porque me sale el buzón de voz.

—Está raro, ya sabes que desde hace años sostiene que alguien quiere acabar con la Síndone. A veces pienso que tiene razón. Con todas las catedrales e iglesias que tiene Italia, a la de Turín le pasa de todo, han robado que yo recuerde media docena de veces, ha sufrido varios incendios, unos más graves que otros, pero tantos sucesos son como para mosquear a cualquiera, y luego está lo de los mudos; reconocerás que es espeluznante que el cadáver que se ha encontrado sea el de un hombre sin lengua, y sin huellas dactilares. O sea, lo de siempre, un hombre sin identidad.

—Marco me ha pedido que busque si hay alguna secta que se dedique a cortar lenguas. Me ha dicho que vosotros sois historiadores pero que algo se os escapa. No he encontrado nada. En fin, lo que he podido averiguar hasta el momento es que la empresa que está realizando la restauración lleva muchos años operando en Turín, más de cuarenta, y no les falta trabajo. Su mejor cliente es la Iglesia. En estos años ha cambiado el sistema eléctrico de la mayoría de los conventos e iglesias de la zona e incluso ha remodelado la casa del cardenal. Es una sociedad anónima, pero he podido averiguar que uno de los accionistas es un hombre importante, con negocios en empresas de aeronáutica, productos químicos… en fin, que esta empresa de restauración es peccata minuta para lo que se trae entre manos.

—¿Quién es?

—Umberto D’Alaqua, un habitual en las páginas de los periódicos económicos. Un tiburón de las finanzas que, mira por dónde, también tiene una participación en esta empresa que se dedica a poner cables y tuberías. Pero no sólo eso, también ha sido accionista de otras, algunas desaparecidas, que en algún momento han tenido relación con la catedral de Turín. Recordarás que antes del incendio del noventa y siete hubo otros, concretamente en septiembre del ochenta y tres, unos meses antes de que se firmara la cesión por parte de la Casa de Saboya de la Sábana Santa al Vaticano. Ese verano comenzó a limpiarse la fachada de la catedral y la torre estaba cubierta de andamios. Nadie sabe cómo, pero se declaró un incendio. En aquella empresa de limpieza de monumentos también tenía una participación Umberto D’Alaqua. ¿Recuerdas la rotura de varías cañerías que se produjo en la plaza de la Catedral y en las calles adyacentes a causa de unas obras de pavimentación? Pues en la empresa que pavimentaba también tiene acciones D’Alaqua.

—No te pongas neurótica. No tiene nada de extraordinario que ese hombre tenga acciones en varias empresas que operan en Turín. Habrá muchos como él.

—No me he vuelto neurótica. Sólo expongo los datos. Marco quiere saberlo todo, y en ese todo me ha salido en varias ocasiones el nombre de Umberto D’Alaqua. Ese hombre debe de estar muy bien relacionado con el cardenal de Turín, y desde luego con el Vaticano. Por cierto, está soltero.

—Bueno, manda todo por e-mail, ya lo leerá Marco cuando vuelva.

—¿Hasta cuándo os quedáis en Turín?

—No lo sé. Marco no lo ha dicho; quiere hablar personalmente con algunas de las personas que estuvieron en la catedral antes de que se produjera el incendio. También se ha empeñado en hablar con el mudo, el del robo de hace dos años, y con los obreros y el personal de la sede episcopal. Supongo que nos quedaremos tres o cuatro días, pero ya te llamaremos.

Sofía decidió ir a la catedral para hablar con Marco. Sabía que su jefe prefería estar solo; de lo contrario les hubiese dicho a Pietro, a Giuseppe o a Antonino que le acompañaran. Pero a cada uno le había encargado algo.

Hacía muchos años que trabajaban con él. Los cuatro sabían que Marco confiaba en ellos.

Pietro y Giuseppe eran dos buenos sabuesos, dos carabinieri incorruptibles; Antonino y ella, doctorados en arte, y Minerva, buceando en la red, formaban el meollo del equipo de Marco. Había más compañeros, claro está, pero la confianza de Marco en ellos era mayor; además, los años les habían convertido en amigos. Sofía pensó que pasaba más tiempo en el trabajo que en casa. Claro que al fin y al cabo en casa no había nadie esperándola. No se había casado; se consolaba diciéndose a sí misma que no había tenido tiempo, primero la carrera, el doctorado, su fichaje en el Departamento del Arte, los viajes. Acababa de cumplir cuarenta años y sentía que su vida sentimental era un desastre, porque no se engañaba: aunque se acostaba de cuando en cuando con Pietro, éste nunca se separaría de su mujer, y tampoco ella estaba segura de que quisiera que lo hiciera.

Estaban bien así, compartiendo habitación cuando viajaban, o cenando juntos algunas noches después del trabajo. Pietro la acompañaba a casa, tomaban una copa, cenaban, se iban a la cama, y a eso de las dos o tres de la madrugada él se levantaba sigilosamente y se marchaba.

En la oficina procuraban disimular, pero Antonino, Giuseppe y Minerva lo sabían, y Marco les dijo en una ocasión que eran mayorcitos para hacer lo que les viniera en gana, pero que esperaba que los asuntos personales no perjudicaran ni al equipo ni al trabajo.

Pietro y ella estuvieron de acuerdo en que cualquier desavenencia entre ellos no podían trasladarla, ni siquiera comentarla, con el equipo. Hasta ahora habían cumplido, bien es verdad que los enfados habían sido los menos y siempre por idioteces, nada que no pudieran arreglar. Los dos sabían que la relación no iba a dar más de sí y por lo tanto ni el uno ni el otro esperaban nada.

— o O o —

—Jefe…

Marco se volvió sobresaltado al escuchar la voz de Sofía. Estaba sentado a unos metros de la urna que guardaba la Síndone. Sonrió al verla y la cogió del brazo para que se sentara a su lado.

—Es impresionante ¿verdad?

—Sí, sí que lo es, y eso que es falsa.

—¿Falsa? Yo no diría con tanta rotundidad que es falsa. Hay algo misterioso en la Sábana, algo que los científicos no han sabido terminar de explicar. La NASA determinó que la imagen del hombre es tridimensional. Hay científicos que aseguran que la imagen es fruto de una radiación desconocida para la ciencia, otros que las huellas son restos de sangre.

—Marco, tú sabes que la prueba del carbono 14 es concluyente. El doctor Tite y los laboratorios que trabajaron en la datación de la Síndone no podían permitirse el error. El lienzo es del siglo XIII o XIV, entre 1260 y 1390, y lo dictaminaron tres laboratorios distintos. La probabilidad de error es del cinco por ciento. La Iglesia ha aceptado el juicio del carbono 14.

—Pero continúa sin aclararse cómo se ha formado la imagen del lienzo. Y te recuerdo que en las fotografías tridimensionales se han encontrado algunas palabras, alrededor del rostro hay tres veces escrito INNECE.

—Sí, «A muerte».

—Y en el mismo lado, de arriba abajo, hacia el interior hay varias letras: S N AZARE.

—Que se puede leer como NEAZARENUS.

—Arriba hay otras letras, IBER…

—Y algunos creen que las letras que faltan forman TIBERIUS.

—¿Y los leptones?

—Las fotografías ampliadas muestran unos círculos sobre los ojos; sobre todo en el derecho se ha podido reconocer una moneda. Lo que era común en aquella época para mantener cerrados los ojos de los muertos.

—Y se puede leer…

—Uniendo las letras hay quienes dicen leer TIBEPIOY CAICAROC, Tiberio César, que es la inscripción que aparece en las monedas acuñadas en tiempos de Poncio Pilatos; eran de bronce y en el centro llevaban el cayado de los adivinos.

—Eres una buena historiadora, doctora, y por tanto no das nada por seguro.

—Marco ¿puedo hacerte una pregunta personal?

—Si no puedes tú entonces nadie puede hacerlo.

—¿Eres creyente? Pero creyente de verdad. Católicos somos todos nosotros, somos italianos, y de lo que te enseñan de pequeño algo queda. Pero tener fe es otra cosa, y a mí, Marco, me parece que tú tienes fe, que estás convencido de que el hombre de la Sábana es Cristo y te da lo mismo lo que digan los informes científicos; tú tienes fe.

—Verás doctora, la respuesta es complicada. No sé muy bien en lo que creo y en lo que no; te diría unas cuantas cosas que la lógica me lleva a rechazar y desde luego mis creencias tienen poco que ver con las que manda la Iglesia, con lo que llaman fe. Pero este lienzo tiene algo especial, mágico si quieres; no es sólo un trozo de tela. Yo siento que en ese lienzo hay algo más.

Se quedaron en silencio, mirando la tela de lino con la imagen impresa de un hombre que sufrió los mismos tormentos que Jesús. Un hombre que según los estudios y las medidas antropométricas realizadas por el profesor Judica Cordiglia, pesaba unos ochenta kilos, su estatura alcanzaba 1,81 metros y sus características no respondían a las de ningún grupo étnico concreto.

La catedral estaba cerrada al público. Lo estaría durante un tiempo y de nuevo iban a trasladar la Síndone a la caja fuerte de la Banca Nacional. La decisión la había adoptado Marco y el cardenal estuvo de acuerdo. La Sábana Santa era el tesoro más preciado de la catedral, una de las grandes reliquias de la Cristiandad y dadas las circunstancias estaría mejor protegida en las entrañas del banco.

Sofía apretó el brazo de Marco; quería que no se sintiese solo, que supiera que ella creía en él. Le admiraba, sentía veneración por Marco, por su integridad, porque detrás de la imagen de duro sabía que había un hombre sensible, siempre dispuesto a escuchar, humilde, al que no le importaba reconocer que otros sabían más que él, tan seguro estaba de sí mismo, de que nada mermaba su autoridad.

Cuando discutían sobre la autenticidad de una obra de arte, Marco nunca imponía su opinión, siempre dejaba que los miembros del equipo dieran la suya, y Sofía sabía que se fiaba especialmente de ella. Unos años atrás la llamaba cariñosamente «cerebrito», por su currículo académico: doctora en historia del arte, licenciada en lenguas muertas, licenciada en filología italiana, hablaba con soltura inglés, francés, español y griego, la soltería también le había dejado tiempo para estudiar árabe: no lo dominaba pero lo entendía y se hacía entender.

Marco la miró de reojo y se sintió reconfortado por el gesto de Sofía. Pensó que era una pena que una mujer como ella no hubiera encontrado una pareja como es debido. La mujer era guapa, muy guapa, ni ella misma era consciente de su atractivo. Rubia, con los ojos azules, esbelta, simpática e inteligente, extraordinariamente inteligente. Paola siempre le estaba buscando pareja, pero había fracasado en el empeño, los hombres se sentían apabullados en su presencia por su superioridad. Él no entendía cómo una mujer así podía mantener una relación estable con el bueno de Pietro, pero Paola le decía que era lo más cómodo para Sofía.

Pietro había sido el último en incorporarse al equipo. Llevaba diez años en el departamento. Era un buen investigador. Meticuloso, desconfiado, al que no se le escapaba detalle por pequeño que fuera. Había trabajado en homicidios durante muchos años y había pedido el traslado harto, según decía, de la sangre. Lo cierto es que le causó buena impresión cuando se lo mandaron para que le entrevistara y le hiciera un hueco en el equipo, ya que siempre se estaba quejando de que necesitaba más gente. Marco se levantó seguido de Sofía. Se dirigieron al altar mayor, lo rodearon y entraron en la sacristía, a la que en ese momento llegaba un sacerdote de los que trabajaban en la sede episcopal…

—¡Ah, señor Valoni, le estaba buscando! El señor cardenal le quiere ver, dentro de media hora aproximadamente llegará el camión blindado para trasladar la Síndone. Nos ha llamado uno de sus hombres, un tal Antonino. El cardenal asegura que no estará tranquilo hasta que no la sepa en el banco, y eso que usted ha llenado la catedral de carabinieri y no hay quien dé un paso sin tropezarse con alguno.

—Gracias, padre, hasta ese momento la Sábana Santa estará custodiada, y yo personalmente iré en el camión blindado hasta el banco.

—Su Eminencia quiere que el padre Yves, como representante del obispado, acompañe a la Síndone hasta el banco y se encargue de todos los trámites para su custodia.

—Me parece bien, padre, me parece bien. ¿Dónde está el cardenal?

—En su despacho, ¿quiere que le acompañe?

—No hace falta, la doctora y yo sabemos dónde es.

Marco y Sofía entraron en el despacho del cardenal. Éste parecía nervioso, incómodo.

—¡Ah, Marco, pase, pase! ¡Y la doctora Galloni! Siéntense.

—Eminencia —dijo Marco—, la doctora y yo iremos con la Síndone al banco, ya sé que también vendrá el padre Yves…

—Sí, sí, pero no era por eso por lo que quería verle. Verá, en el Vaticano están muy preocupados. Monseñor Aubry me ha asegurado que el Papa está conmocionado por este nuevo incendio, y me ha pedido que le trasmita todo lo que se vaya averiguando a fin de tener informado al Santo Padre. Por eso le ruego, Marco, que usted me vaya contando el resultado de sus investigaciones para que yo a mi vez pueda informar a monseñor. Por supuesto cuenta con nuestra discreción, sabemos lo importante que es la discreción en estos casos.

—Eminencia, aún no sabemos nada, lo único que tenemos es un cuerpo sin lengua en el depósito de cadáveres. Un hombre de unos treinta años, sin identidad. No sabemos si es italiano o sueco.

—Pues a mí me parece que el que está en la cárcel de Turín es italiano.

—¿Por qué?

—Por el aspecto: moreno, no muy alto, piel cetrina…

—Eminencia, ese biotipo corresponde a media Humanidad.

—Sí, también tiene usted razón. Bueno, Marco, ¿le importará ir informándome? Le voy a dar el número privado de mi casa, y el del móvil, para que me tenga usted localizado las veinticuatro horas del día por si averigua cualquier cosa de importancia, me gustaría saber los pasos que va dando.

El cardenal escribió unos números en una tarjeta que entregó a Marco y que éste guardó en el bolsillo. Desde luego no pensaba informar al cardenal de los palos de ciego que estaba dando e iba a dar. No iba a comunicar sus investigaciones al arzobispo de Turín para que éste, a su vez, se lo comunicara a monseñor Aubry, y éste al sustituto del secretario de Estado, éste al secretario de Estado y el secretario de Estado a saber a quién, además de al Papa.

Pero no dijo nada, asintió con la cabeza como si estuviera de acuerdo.

—Marco, cuando la Síndone esté a buen recaudo en la cámara acorazada del banco, infórmenme usted y el padre Yves.

Marco levantó una ceja perplejo. El cardenal le trataba como si trabajara para él. Decidió que tampoco respondería a lo que consideró una impertinencia y se levantó seguido de Sofía.

—Nos vamos, Eminencia; el camión blindado debe de estar a punto de llegar.