Josar alcanzó con la mirada las murallas de Jerusalén. El brillo del sol al amanecer y la arena del desierto se fundían con las piedras hasta formar una masa dorada que cegaba la vista.
Acompañado de cuatro hombres, Josar se dirigió a la Puerta de Damasco por la que a esa hora empezaban a entrar campesinos de las tierras cercanas y a salir caravanas en busca de sal.
Un pelotón de soldados romanos, a pie, patrullaba el perímetro de las murallas.
Tenía ganas de ver a Jesús. Aquel hombre irradiaba algo extraordinario: fuerza, dulzura, firmeza, piedad.
Creía en Jesús, creía que era el Hijo de Dios, no sólo por los prodigios que le había visto obrar, sino porque cuando Jesús posaba sus ojos se podía sentir que esa mirada trascendía lo humano, sabías que leía dentro de ti, que no se le escapaban ni los más recónditos pensamientos.
Pero Jesús no te hacía sentir vergüenza por lo que eras, porque sus ojos estaban cargados de comprensión, de perdón.
Josar quería a Abgaro, su rey, porque siempre le había tratado como un hermano. Le debía su posición y su fortuna, pero si Jesús no aceptaba la invitación de Abgaro para ir a Edesa, él, Josar, se presentaría ante su rey y le pediría licencia para regresar a Jerusalén y seguir al Nazareno. Estaba dispuesto a renunciar a su casa, a su fortuna y bienestar. Seguiría a Jesús e intentaría vivir según sus enseñanzas. Sí, estaba decidido.
— o O o —
Josar se dirigió a casa de un hombre, Samuel, que por unas pocas monedas le permitiría dormir y cuidaría de los caballos. En cuanto estuviera instalado saldría a preguntar por Jesús. Iría a casa de Marcos, o de Lucas, ellos le dirían dónde encontrarle. Sería difícil convencer a Jesús para que viajara a Edesa, pero él, Josar, argumentaría al Nazareno que el viaje sería corto y que una vez que curase a su señor podría regresar, si es que decidía no quedarse.
Cuando salió de la casa de Samuel, camino de la de Marcos, Josar compró un par de manzanas a un pobre cojo, al que preguntó por las últimas noticias de Jerusalén.
—¿Qué quieres que te cuente, forastero? Todos los días sale el sol por levante y se marcha por el poniente. Los romanos… ¿tú no serás romano? No, no, no vistes como un romano, no hablas como ellos. Los romanos nos han subido los impuestos a mayor gloria del emperador, por eso Pilatos teme una rebelión y procura congraciarse con los sacerdotes del Templo.
—¿Qué sabes de Jesús, el Nazareno?
—¡Ah! Tú también quieres saber de él. ¿No serás tú un espía?
—No, buen hombre, no soy un espía, sólo un viajero que sabe de las maravillas que obra el Nazareno.
—Si estás enfermo él podría curarte, son muchos los que afirman haber sanado con el roce de los dedos del Nazareno.
—¿Tú no lo crees?
—Señor, yo trabajo de sol a sol, cultivando mi huerto y vendiendo mis manzanas. Tengo mujer y dos hijas a las que alimentar. Cumplo con todos los preceptos que puedo para ser un buen judío, y creo en Dios. Si el Nazareno es el Mesías como dicen, yo no lo sé, no diré ni que sí ni que no. Pero te contaré, forastero, que los sacerdotes no le quieren bien y los romanos tampoco, porque Jesús no teme su poder y desafía a unos y a otros. Uno no puede enfrentarse a los romanos y a los sacerdotes y pretender salir bien. Ese Jesús terminará mal.
—¿Sabes dónde está?
—Va de un lado a otro con sus discípulos, aunque pasa mucho tiempo en el desierto. No sé, pero puedes preguntar al aguador que está en aquella esquina. Es un seguidor de Jesús, antes era mudo y ahora habla, el Nazareno le curó.
Josar deambuló por la ciudad, hasta dar con la casa de Marcos. Allí le indicaron dónde podía encontrar a Jesús, a orillas de la muralla sur, predicando a una multitud.
No tardó en verlo. El Nazareno, vestido con una sencilla túnica, hablaba a sus seguidores con una voz firme, pero dulcísima.
Sintió los ojos de Jesús en él. Le había visto, le sonreía, y con un gesto le invitaba a acercarse.
Jesús le abrazó y le indicó que se sentase a su lado. Juan, el más joven de los discípulos, se apartó para dejarle sentarse al lado del Maestro.
Así pasaron la mañana, y cuando el sol estaba en el punto más alto del cielo y Judas, uno de los discípulos de Jesús, repartió pan, higos y agua entre los asistentes. Comieron en silencio y en paz. Luego, Jesús se levantó para marcharse.
—Señor —dijo Josar en un murmullo—, traigo una misiva para ti de mi rey, Abgaro de Edesa.
—¿Y qué quiere Abgaro, mi buen Josar?
—Está enfermo señor y te ruega que le ayudes, también yo te lo ruego porque es un buen hombre y un buen rey, y sus súbditos le saben justo. Edesa es una ciudad pequeña, pero Abgaro está dispuesto a compartirla contigo.
Jesús apoyó su mano en el brazo de Josar mientras caminaban. Y Josar se sentía privilegiado por estar cerca del hombre al que verdaderamente creía Hijo de Dios.
—Leeré la carta y responderé a tu rey.
Aquella noche Josar compartió la cena con Jesús y sus discípulos, inquietos por las noticias de la animadversión creciente de los sacerdotes. Una mujer, María Magdalena, había escuchado en el mercado que los sacerdotes instaban a los romanos a detener a Jesús, al que acusaban de ser el instigador de los disturbios contra el poder de Roma.
Jesús escuchaba en silencio y cenaba tranquilo. Parecía como si todo lo que allí se decía ya lo supiera, y ninguna de las noticias que se comentaban fuera nueva para él. Luego les habló del perdón, de cómo debían de perdonar a quienes les hicieran mal, tenerles compasión. Los discípulos le contestaban que resulta difícil perdonar a un hombre que te hace mal, permanecer impasible sin responder a los agravios.
Jesús les escuchaba y argumentaba a favor del perdón como alivio para el alma del propio agraviado.
Al final de la cena, buscó con la mirada a Josar y le pidió que se acercara, para entregarle una carta.
—Josar, he aquí mi respuesta para Abgaro.
—Señor, ¿vendrás conmigo?
—No, Josar, no iré contigo, no puedo ir contigo, he de cumplir con lo que quiere mi Padre. Enviaré a uno de mis discípulos. Pero tu rey me verá en Edesa, y si tiene fe se curará.
—¿A quién enviarás? ¿Cómo es posible lo que dices, señor, cómo te quedarás aquí si dices que Abgaro te podrá ver en Edesa?
Jesús sonrió y traspasándole con los ojos le dijo:
—¿No me sigues y me escuchas? Irás tú, Josar, y tu rey se curará, y me verá en Edesa aun cuando ya no esté en este mundo.
Josar le creyó.
— o O o —
El sol entraba a raudales por el ventanuco de la estancia en la que Josar se afanaba escribiendo a Abgaro mientras el posadero procuraba alimento a los hombres que le habían acompañado.
«De Josar, a Abgaro, rey de Edesa.
Señor, mis hombres te llevan la respuesta del Nazareno. Te pido, señor, que tengas fe, pues él dice que sanarás. Sé que obrará el prodigio, pero no me preguntes cómo ni cuándo.
Te pido licencia para quedarme en Jerusalén, cerca de Jesús. Mi corazón me dice que debo quedarme aquí. Necesito escucharle, escuchar sus palabras y, si me lo permite, seguirle como el más humilde de sus discípulos. Todo lo que tengo me lo has dado tú, así que, mi rey, dispón de mis bienes, de mi casa, de mis esclavos para repartirlos entre los necesitados. Yo me quedaré aquí, y para seguir a Jesús apenas necesito nada. Presiento, además, que va a pasar algo, pues los sacerdotes del Templo odian a Jesús por decirse Hijo de Dios y vivir de acuerdo con la Ley de los judíos, lo que ellos no hacen.
Te ruego, mi rey, tu comprensión y que me permitas cumplir mi destino».
Abgaro leyó la carta de Josar y le invadió la pesadumbre. El judío no viajaría a Edesa y Josar se quedaba en Jerusalén.
Los hombres que habían acompañado a Josar habían viajado sin descanso para entregarle las dos misivas. Primero había leído la de Josar, ahora leería la de Jesús, pero de su corazón se había borrado la esperanza y poco le importaba lo que pudiera escribirle el Nazareno.
La reina entró en la estancia y le observó preocupada.
—He oído que han llegado noticias de Josar.
—Así es. El judío no vendrá. Josar me pide permiso para quedarse en Jerusalén, quiere que cuanto tiene lo reparta entre los necesitados. Se ha convertido en discípulo de Jesús.
—¿Tan extraordinario es ese hombre que Josar abandona todo por seguirlo? Cuánto me gustaría conocerlo.
—¿Tú también me abandonarás?
—Señor, sabes que no, pero creo que ese Jesús es un dios. ¿Qué te dice en la carta?
—Aún no he roto el sello; espera, te la leeré.
«Bienaventurado seas tú, Abgaro, que crees en mí, sin haberme conocido.
Porque de mí está escrito: los que lo vean no creerán en él, a fin de que los que no lo vean puedan creer, y ser bienaventurados.
En cuanto al ruego que me haces de ir a tu lado, es preciso que yo cumpla aquí todas las cosas para las cuales he sido enviado y que después de haberlas cumplido vuelva a Aquel que me envió.
Y, cuando haya vuelto a Él, te mandaré a uno de mis discípulos, para que te cure tu dolencia, y para que comunique a ti y a los tuyos el camino de la bienaventuranza».[2]
—Mi rey, el judío te curará.
—Pero ¿cómo puedes estar segura?
—Tienes que creer, tenemos que creer y esperar.
—Esperar… ¿Acaso no ves cómo la enfermedad me va ganando? Cada día me siento más débil y pronto no me podré mostrar ni siquiera ante ti. Sé que mis súbditos murmuran y mis enemigos acechan, e incluso a Maanu, nuestro hijo, le susurran que pronto será rey.
—Aún no ha llegado tu hora, Abgaro. Lo sé.