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Blachloch cruzó las manos y las colocó sobre la mesa frente a él.

—De manera, Padre, que sintiéndoos desgraciado por haber cometido una acción inmoral, y aterrorizado por la idea de que podríais veros obligado a cometer otra, visteis como vuestra única alternativa cometer un acto tan atroz, tan perverso, que fue prohibido por vuestra Orden siglos atrás.

—Ya he admitido que no pensaba con claridad —murmuró Saryon, acobardado por aquella desnuda exposición de los hechos que acababa de hacer Blachloch—. Soy… soy un estudioso… Este tipo de vida me asusta… y me aturde.

—Pero ya no os sentís aturdido —dijo Blachloch con ironía—. Espantado y horrorizado sí, pero no confuso. Os disponéis a entregarme la Espada Arcana y a Joram.

—La espada debe ser destruida —lo interrumpió Saryon—. O no seguiré con esto.

—Desde luego —replicó Blachloch con un ligero encogimiento de hombros, como si sobre lo que estaban discutiendo no fuera más que una agrietada jarra de cerveza, en lugar de una espada que posiblemente podía darle el poder suficiente para gobernar el mundo. «Debe tomarme por un completo idiota», pensó Saryon amargamente. Blachloch entrecruzó las manos ante él—. Ahora, en cuanto al chico…

—Debe ser entregado al Patriarca Vanya —dijo Saryon con voz áspera.

—Así que Simkin tenía razón —observó Blachloch—. Éste es el auténtico motivo de que os enviaran a la Cofradía.

—Sí. —Saryon tragó saliva.

—Ojalá hubierais confiado en mí —dijo el Señor de la Guerra, juntando sus dos dedos índices para formar una diminuta espada, que apuntó al catalista—. La vida os hubiera resultado mucho más sencilla, Padre. Vuestro Patriarca Vanya debe de ser un imbécil —musitó, mientras una pequeña arruga aparecía en su frente y sus ojos se clavaban en un oscuro rincón de la habitación— para pensar que una persona dedicada al estudio como vos podía enfrentarse a un verdadero asesino como ese Joram…

—¿Os encargaréis de que sea conducido a El Manantial? —prosiguió Saryon, enrojeciendo—. Yo no puedo hacerlo personalmente por… por obvias razones. Imagino que vuestros contactos entre los Duuk–tsarith

—Sí, eso puede arreglarse —atajó Blachloch—. Habéis dicho «por obvias razones». Supongo que queréis decir que no os atrevéis a volver al rebaño. ¿Qué va a ser de vos, Padre?

—Debería entregarme al Patriarca Vanya —respondió Saryon, sabiendo lo que se esperaba de él. Inclinó la cabeza, clavando la mirada en sus zapatos—. He cometido un grave pecado. Merezco lo que me pase.

—La Transformación en Piedra, Padre. Una forma terrible de… vivir. Lo sé. Tal como os dije, lo he visto hacer. Ése sería vuestro castigo por ayudar a crear la Espada Arcana, como vos mismo ya sabéis, desde luego. Es un desperdicio —dijo Blachloch, pasándose un dedo por el rubio bigote—, un gran desperdicio.

Saryon se estremeció. Sí, aquél sería su castigo. ¿Sería capaz de enfrentarse a él? ¿Vivir eternamente sabiendo lo que había hecho? No, si se llegaba a aquello, había maneras de acabar con todo. Beleño, por ejemplo.

—Sin embargo, podríais ser perdonado, considerado como algo parecido a un héroe…

Saryon negó con la cabeza.

—¡Ah! Ésta es vuestra segunda infracción. Lo había olvidado. Así que sólo podéis elegir entre una inmortalidad del tipo más horrible o quedaros aquí con la Cofradía y resignaros a cometer más acciones inmorales. —Los dedos de Blachloch se alzaron ligeramente, apuntando al corazón de Saryon—. Existe, claro está, otra opción.

Levantando los ojos con rapidez, Saryon vio lo que Blachloch quería decir expresado con toda claridad en su frío semblante y en aquellos ojos que lo miraban sin pestañear. El catalista tragó saliva de nuevo, sintiendo un amargo sabor en la boca. Resultaba inquietante cómo aquel hombre podía leer en su mente, inquietante y aterrador.

—La… la última no es ninguna opción —dijo Saryon, cambiando de posición, incómodo—. El suicidio es un pecado imperdonable.

—Mientras que ayudarme a mí a saquear y robar o ayudar a Joram a crear un arma que puede destruir el mundo no lo es —repuso Blachloch con una mueca de desdén. Sus manos se separaron, extendiéndose, boca abajo, sobre el escritorio—. Me admira esa manera tan pulcra y ordenada de pensar que tenéis vosotros, los catalistas. No obstante, a mí me es útil. Así que ¿por qué debería quejarme?

Sudando profusamente bajo sus ropas, Saryon consideró más seguro no replicar. Las cosas iban bien, demasiado bien casi. Probablemente era, tal como había dicho Joram, porque no tenía que mentir; bueno, al menos no demasiado. El suicidio era un pecado imperdonable únicamente si uno creía en un dios.

—¿Dónde está el muchacho?

Blachloch se puso en pie.

Saryon se incorporó también, contento de llevar aquellas ropas tan amplias y largas que ocultaban sus temblorosas piernas.

—En… en la forja —dijo débilmente.

No ardía ningún fuego en la fragua aquella noche. Un apagado resplandor rojizo brillaba tenuemente surgiendo de los amontonados carbones, pero era el pálido y frío brillo de la luna, que empezaba ya a ponerse, el que hería la hoja de la espada, su superficie totalmente acribillada por los golpes del martillo, sus bordes afilados, aunque irregulares.

La espada fue el primer objeto que vio Saryon, cuando él y Blachloch se materializaron en la oscuridad de la forja iluminada por la luna. El arma descansaba sobre el yunque, dejándose acariciar por la luz de la luna como una malévola serpiente.

Blachloch también la vio. Saryon lo supo inmediatamente. Aunque no podía ver el rostro del Señor de la Guerra, oculto como estaba por las sombras que proyectaba su negra capucha, pudo adivinarlo al sentir cómo contenía la respiración por unos segundos, algo que ni siquiera la autodisciplina de los Duuk–tsarith pudo evitar. Las manos que mantenía cruzadas ante sí se estremecieron, sus dedos se crisparon, anhelando tocarla. No obstante, el Ejecutor tenía un total autodominio de sí mismo. Alertando cada uno de sus sentidos, su mente se introdujo entre las sombras, en busca de su presa.

Saryon miró también a su alrededor casi con indiferencia en busca de Joram. El catalista había pensado que se quedaría totalmente paralizado por el miedo; sus manos habían temblado de tal manera al abandonar la residencia de Blachloch, que apenas si había sido capaz de abrir un conducto hacia el Señor de la Guerra. Sin embargo, ahora que estaba allí, el miedo lo había abandonado, dejando en su interior una deprimente y clara sensación de vacío.

De pie en la herrería, mirando a su alrededor durante los que podrían ser los últimos minutos de su vida, Saryon sintió cómo el mundo se precipitaba en su interior para ocupar el vacío. Era como si viviera cada segundo por separado, pasando de uno a otro con la uniforme regularidad de los latidos de un corazón. Cada segundo absorbía toda su atención; era literalmente capaz de verlo todo, oírlo todo, y ser totalmente consciente de todo lo que lo rodeaba en ese segundo. Luego pasaba al siguiente. Lo más curioso de todo era que ninguna de aquellas cosas tenía ningún significado para él. Se sentía aparte, un observador, mirando mientras su cuerpo llevaba a cabo su parte en aquel juego mortal. Blachloch podría haberle cortado las manos en aquel mismo instante, cortándolas a la altura de las muñecas, y Saryon no hubiera gritado, no hubiera sentido absolutamente nada. Casi podía imaginarse a sí mismo, allí de pie en aquella oscuridad iluminada sólo por la luna, mirando con calma cómo le goteaba la sangre.

«Así que esto es el valor», pensó, contemplando cómo una mano, pálida a la luz de la luna, surgía de las sombras y agarraba silenciosamente la empuñadura de la espada.

No se oyó el menor sonido y tan sólo un levísimo indicio de movimiento. En realidad, si Saryon no hubiera estado mirando directamente a la espada, nunca se hubiera dado cuenta de ello; Joram había actuado con la habilidad y la destreza de aquel arte que su madre le había enseñado de niño. Pero los Duuk–tsarith están entrenados para poder oír incluso a la misma noche acercándose silenciosa por detrás de ellos.

Blachloch reaccionó con tal velocidad, que Saryon únicamente vio cómo un negro viento recorría arrollador la herrería, haciendo saltar chispas de las brasas. Con un gesto y una palabra, el Señor de la Guerra lanzó un conjuro que dejaría a su oponente incapaz de moverse, actuar o pensar siquiera. Era el conjuro que eliminaba la magia, consumía la Vida.

Excepto que Joram no tenía Vida.

Saryon estuvo a punto de echarse a reír, tal era su nerviosismo, cuando sintió cómo el conjuro golpeaba al joven con una fuerza que hubiera debido de ser destructiva. En cambio, revoloteó a su alrededor como si se tratara de una lluvia de pétalos de rosa. La pálida mano siguió alzando la espada. El metal no brillaba. Era como una línea oscura que atravesara la luz de la luna, como si Joram blandiera la personificación misma de la noche.

Saliendo a la luz, Joram levantó la espada ante él, su rostro tenso y tirante, sus ojos más oscuros aún que el metal. Saryon pudo percibir el miedo y la incertidumbre del muchacho; a pesar de todo lo que había estudiado, Joram tenía tan sólo una muy vaga idea de los poderes de la espada. Pero el catalista, con todos sus sentidos alerta por vez primera —podría haber sido un niño recién nacido en aquel instante—, pudo percibir también la incertidumbre, el asombro, el temor creciente de Blachloch.

¿Qué sabía aquel Duuk–tsarith sobre la piedra–oscura? Probablemente no mucho más que Joram. ¿Qué pensamientos debían de agolparse en la mente del Señor de la Guerra? ¿Era la espada la que había bloqueado su conjuro de la Magia Aniquiladora? ¿Bloquearía otros? Blachloch debía tomar una decisión instantáneamente al realizar su siguiente movimiento, en una fracción de segundo. Por lo que sabía, su vida podía muy bien depender de ello.

Fríamente, con mucha calma, el Duuk–tsarith escogió el conjuro y lo lanzó. Sus ojos se encendieron con un fulgor verde y al instante un líquido verdoso se condensó en el aire cayendo sobre la piel de Joram, donde empezó a burbujear y silbar. Aquel conjuro se llamaba Veneno Verde. Al reconocerlo, Saryon hizo una mueca de dolor, sintiendo que se le encogía el estómago. El dolor que producía era insoportable, según le habían contado, como si cada terminal nerviosa estuviese ardiendo. Cualquier mago lo suficientemente poderoso como para protegerse de la Magia Aniquiladora caería víctima de la parálisis mágica que producía aquel veneno. Le sería imposible protegerse de los dos conjuros.

Y aparentemente afectaba a los Muertos igual que a los Vivos. Joram contrajo el rostro en una mueca de dolor e hizo esfuerzos por respirar mientras su cuerpo se doblaba hacia adelante a medida que el líquido se extendía y aquel terrible dolor le abrasaba la carne. No obstante aquél era un conjuro que agotaba rápidamente al mago que lo lanzaba.

—¡Otorgadme Vida, catalista! —exigió Blachloch, mientras sus ojos brillaban con un verde aún más brillante al contemplar al muchacho.

Éste era el momento. Saryon lo sabía. «El momento en que debo decidir. Soy la única posibilidad de Joram. Sin mí caerá. No puede controlar la espada, si es que la piedra–oscura funciona en realidad». El catalista lanzó una veloz mirada al arma y un escalofrío de júbilo lo recorrió. El cuerpo de Joram desprendía un resplandor verde, el muchacho aullaba de dolor. Se estaba desplomando literalmente en el suelo mientras el veneno iba invadiendo su cuerpo. No obstante, sus manos sujetaban todavía la espada, manos que no estaban cubiertas por aquel líquido mortífero, e, incluso mientras Saryon lo observaba, el veneno empezó a desaparecer de los brazos de Joram y de la parte superior de su cuerpo: la Espada Arcana estaba absorbiendo el hechizo.

Sin embargo, lo estaba haciendo con demasiada lentitud. Joram estaría peor que muerto en cuestión de segundos, convirtiéndose su cuerpo en un informe montón de carne retorcida y convulsa sobre la arena que cubría el suelo de la herrería.

Saryon empezó a repetir las antiguas palabras, las palabras que había aprendido hacia diecisiete años cuando se convirtió en Diácono, palabras que jamás había pronunciado, que jamás había pensado que pronunciaría… Palabras que cada catalista implora no verse nunca obligado a pronunciar…

Empezó a aspirar la Vida de Blachloch.

Era una maniobra terriblemente peligrosa. Generalmente se practica tan sólo en época de guerra cuando un catalista intenta debilitar a un oponente utilizando este recurso. En lugar de cerrar un conducto, lo cual corta el suministro de Vida que se le envía a un mago, el catalista deja el conducto abierto y simplemente invierte el flujo. El peligro radica en que el brujo se da cuenta inmediatamente de que la Vida está empezando a escaparse de él y puede, a menos que se distraiga su atención, volverse contra el catalista y reducirlo a polvo.

Saryon conocía perfectamente el peligro con el que se enfrentaba y no se acobardó cuando el grito de ultraje de Blachloch desgarró la oscuridad, los brillantes ojos verdosos se movieron para enviar sobre él su venenoso dolor. Su valor se mantuvo, incluso a pesar de ver cómo las puntas de sus dedos empezaban a volverse verdes y sintió los primeros azotes del dolor subiéndole por los brazos.

—¡Joram! —gritó—. ¡Ayúdame!

El muchacho estaba de rodillas, sollozante. Al haber apartado Blachloch la atención de él y con la espada absorbiendo el hechizo, el veneno iba desapareciendo de su cuerpo, aunque todavía muy lentamente. Al oír el grito de Saryon, Joram levantó la cabeza. Apretando los dientes, intentó incorporarse, pero estaba demasiado débil para arreglárselas solo y no había nada cerca de él que pudiera utilizar para apoyarse. Finalmente, hundiendo la punta de la espada en la tierra que cubría el suelo de la forja, se agarró al mango y se puso en pie con un supremo esfuerzo.

—¡Joram!

El veneno le corroía el cuerpo a Saryon, y el catalista se maldijo a sí mismo. ¡Con toda su lógica debía de haber previsto aquello! ¡Estaba absorbiendo Vida del Señor de la Guerra, pero no podía hacer nada con ella! En una batalla, hubiera tenido a un mago como aliado, y hubiera podido transferir aquella Vida a su compañero, quien la hubiera podido utilizar para aumentar su propio poder y rechazar al enemigo. Pero el catalista no podía darle Vida a Joram, no podía ayudarlo.

Entonces Saryon vio la espada.

Estaba allí apoyada en el suelo, sus brazos abiertos como un hombre implorando ayuda. Su negro metal no reflejaba ninguna luz. Era una creación siniestra, era la oscuridad. Como un hombre implorando ayuda.

Un sentimiento de disgusto y horror embargó a Saryon, insensibilizándolo al creciente dolor que se extendía lentamente por todo su cuerpo, lentamente porque, incluso ahora, seguía aspirando la Vida del Señor de la Guerra y podía sentir cómo éste se iba debilitando.

«No puedo darle Vida a Joram, pero se la puedo dar a la espada».

Cerrando los ojos, Saryon apartó de su vista aquella espantosa y negra parodia de un ser vivo que parecía estar abriendo sus rígidos brazos para estrecharlo entre ellos. «Puedo rendirme. Mi tormento llegaría a su fin».

Obedire est vivere…

Ante él vio las llamas del pueblo incendiado, al joven Diácono desplomándose muerto sobre la tierra, a Simkin repartiendo cartas de una baraja anónima y descolorida.

Vivere est obedire…

Abriendo los ojos, Saryon vio cómo Joram levantaba la hoja del suelo y la elevaba por encima de su cabeza. No obstante, el joven no fue más que una sombra a la luz de la luna en la mente de Saryon. Todo lo que éste veía y en lo que tenía realmente concentrada su atención, era la espada. Extendiendo su mano hacia ella, mientras el dolor hacía que sus dedos se crisparan involuntariamente, Saryon abrió un conducto hasta el frío y muerto metal.

La magia surgió de él como una ráfaga de viento, con tanta fuerza que lo hizo tambalearse hacia atrás. El dolor cesó bruscamente, el líquido que cubría su piel desapareció. La espada empezó a despedir un brillante resplandor blanco azulado y, con un grito inarticulado, Blachloch cayó al suelo, el poder combinado de la espada y del catalista absorbiendo a la vez la magia de su cuerpo, dejándolo convertido tan sólo en el vacío caparazón de un ser humano.

La espada cayó al suelo. No estando preparado para la tremenda sacudida de energía que había hecho vibrar todo su ser, Joram había dejado caer el arma y ahora permanecía mirándola con asombro mientras ésta yacía en el suelo, tintineando y zumbando con un horripilante, casi humano, chillido de placer. Volviéndose, dirigió la mirada de la espada al indefenso Señor de la Guerra. Con un gruñido de rabia, Blachloch se revolvió, intentando recuperar el uso de sus miembros. No le sirvió de nada. Debilitado al haber utilizado todo su poder mágico y ahora privado totalmente de Vida, el Señor de la Guerra se debatía en el lodo como un pez al que han sacado del agua.

Sintiendo repugnancia y náuseas ante aquella visión, Saryon se volvió de espaldas. Apoyándose en un banco de trabajo, se dio cuenta, lentamente, de que todo había terminado.

—Abriré un Corredor —dijo, sin volverse para mirar a Joram. No podía soportar la visión del Señor de la Guerra que yacía totalmente impotente en el suelo, privado de toda su dignidad de ser humano. Ya era bastante horrible oír sus incoherentes sonidos y lastimeras convulsiones—. Tengo suficiente Energía Vital todavía como para poder hacerlo. Lo colocaré en el interior del Corredor, luego lo cerraré otra vez antes de que los Ejecutores descubran lo que ha sucedido. No creo probable que nadie regrese aquí. Parecen estar resueltos a evitar este lugar y, una vez que tengan a Blachloch, creo que dejarán que los Tecnólogos vivan en paz. De todas formas, sería mejor para ti que te fueras, por si acaso…

Un chillido lo interrumpió, un chillido de furia y terror. Elevándose hasta convertirse en un agudo aullido de insoportable dolor, el grito se convirtió en un lamento, que se extinguió con un espantoso y ahogado borboteo.

Con el alma desgarrada por aquel espantoso sonido, Saryon se dio la vuelta.

Blachloch yacía muerto, sus ojos clavados en la noche, la boca abierta en aquel aullido que seguía resonando en el cerebro del catalista. Joram estaba de pie junto al Señor de la Guerra, el rostro muy pálido a la luz de la luna, los ojos convertidos en dos agujeros oscuros. Tenía en sus manos la Espada Arcana, la hoja sobresaliendo del pecho del Señor de la Guerra. La arrancó de un tirón y Saryon vio sangre negra reluciendo sobre la Espada.

El catalista se sintió incapaz de hablar. El grito de muerte de aquel hombre aullaba en sus oídos. Todo lo que podía hacer era mirar fijamente a Joram, mientras intentaba ahogar el sonido de aquel espantoso grito lo suficiente como para poder pensar.

—¿Por qué? —pudo articular finalmente el catalista.

Joram miró hacia él y Saryon vio el brillo de su media sonrisa en los oscuros ojos.

—Iba a atacaros, catalista —respondió el muchacho fríamente—. Se lo impedí.

Por un momento, Saryon vio en su mente con toda nitidez aquel cuerpo indefenso y convulsionado. Un líquido abrasador invadió de repente su garganta, e intentando contener las náuseas se volvió rápidamente para no ver aquella horrible escena y contempló el suelo a sus pies.

—¡Estás mintiendo! ¡Eso no es posible! —masculló entre dientes.

—Venid, catalista —dijo Joram, sarcástico. Pasando por encima del cadáver, cogió un trapo del suelo y empezó a limpiar la sangre de la espada—. Se ha acabado. Ya no tenéis que seguir con el juego.

¿Había oído bien Saryon? Le parecía como si no oyera más que aquel aullido.

—¿Juego? —consiguió preguntar—. ¿Qué juego? No comprendo…

—¡Por la sangre de Almin! ¿Por quién me tomáis? ¡Mosiah! —Joram soltó una carcajada, pero sonó como un gruñido, amargo y desagradable—. Como si yo me creyera toda esa palabrería mojigata. —Su voz se elevó en un agudo gimoteo, parodiando la de Saryon—. «Abriré un Corredor. Tú vete…» ¡Ja! —Tirando el trapo manchado de sangre al suelo, Joram colocó cuidadosamente la espada junto a él—. ¿Creísteis que me lo iba a tragar? Yo sabía cuál era vuestro plan. Una vez que hubierais abierto el Corredor…

—¡No! ¡Te equivocas!

La apasionada exclamación de Saryon cogió desprevenido a Joram. Mirando por encima de su hombro, contempló con atención el rostro del catalista.

—Bueno, por todos los…, creo que lo decís en serio —dijo lentamente, contemplando a Saryon con asombro.

El catalista no pudo responder. Dejándose caer sobre el banco, cerró los ojos y, estremeciéndose, se hundió aún más en sus ropas. Parecía que el difunto Señor de la Guerra se estaba tomando venganza, ya que su grito se había llevado con él la vitalidad de Saryon tan eficazmente como el catalista le había arrebatado la magia al mago. Mareado, muerto de frío, y lleno de odio y repugnancia hacia sí mismo y hacia el muchacho, si Saryon hubiera creído en Almin lo suficiente como para pedirle un último favor, éste hubiera sido que lo bendijera con la muerte, que haría que lo olvidara todo.

Oyó los pasos de Joram moviéndose por el suelo de arena y pudo sentir la presencia del joven detrás de él.

—Lo decíais en serio —repitió Joram.

—Sí —dijo Saryon con voz fatigada—. Lo decía en serio.

—Me habéis salvado la vida —continuó Joram, hablando en voz baja—. Habéis arriesgado la vuestra para hacerlo. Lo sé. Vi…

Saryon sintió que algo le tocaba el hombro. Sobresaltado, miró a su alrededor viendo la mano de Joram que descansaba allí indecisa, torpe. Pudo ver aquel rostro a la cada vez más débil luz de la luna, los ojos oscuros ocultos por una maraña de pelo negro y espeso y en los ojos, por un brevísimo segundo, apareció el anhelo, la nostalgia. El catalista supo la verdad en aquel momento, tal como la había sabido todo el tiempo.

«Años atrás —le fue susurrando a Saryon su propia mente—, ¡yo sostuve a este niño entre mis brazos!»

Levantando una mano, intentó tocar la de Joram con la suya, pero tan pronto lo hizo, la mano que reposaba sobre su hombro se retiró bruscamente.

—¿Por qué? —exigió Joram—. ¿Qué queréis de mí?

Saryon contempló al muchacho por un momento, luego sus labios se torcieron en una pequeña y cansada sonrisa.

—No quiero nada de ti, Joram.

—Entonces ¿cuál era vuestro motivo, catalista? Y no intentéis halagarme con todas esas dulces palabras que vosotros utilizáis para que la gente como Mosiah se deje manejar. Os conozco. Tiene que haber un motivo.

—Te lo he dicho —dijo Saryon con suavidad, dirigiendo la mirada hacia la espada que yacía en el suelo como otro cadáver—. Ayudé a traer esta… arma siniestra al mundo. Es mi responsabilidad, mi responsabilidad en parte —rectificó al ver que Joram hacía intención de hablar. La mirada de Saryon pasó de la espada al Señor de la Guerra—. He fracasado. Ha derramado sangre, ha truncado una vida…

—¡Yo he derramado sangre! ¡Yo he segado una vida! —exclamó Joram, colocándose frente al catalista—. La Espada Arcana no ha sido más que una herramienta en mis manos. ¡Dejad de hablar de esa maldita cosa como si estuviera más viva que yo!

Saryon no replicó. Tambaleándose de agotamiento, cruzó vacilante el arenoso suelo de la herrería y se arrodilló junto al cuerpo de Blachloch. Apretando los dientes para reprimir las ganas de vomitar, manteniendo la mirada alejada de aquella horrible herida del pecho, estiró una mano y cerró aquellos ojos que miraban a lo alto con aterrorizado asombro. Intentó cerrarle las mandíbulas, arreglando el rostro para que tuviese una apariencia de paz interior y, levantando las heladas manos, empezó a cruzárselas sobre el pecho, como era tradicional, pero descubrió que le era imposible al apoderarse de él unas terribles náuseas. Dejándolas caer, se alejó rápidamente, desplomándose sobre el banco de trabajo, tiritando con un sudor helado.

—Llevaré el cuerpo al bosque —dijo Joram.

Al oír un crujido de ropas, Saryon volvió la cabeza para ver cómo el joven tiraba de la capucha del Señor de la Guerra para que le tapara el rostro y le cubría el cuerpo con su propia capa.

—Cuando lo encuentren, imaginarán que lo atraparon centauros.

«¿A un Duuk–tsarith?», pensó Saryon, pero no dijo nada. De todas formas, ya no le importaba. Mirando pensativo al exterior, medio esperó ver el alba abriéndose paso con su luz por el horizonte, pero la luna acababa de ponerse. Era todavía noche cerrada. Anhelaba su cama. Aunque era fría y dura, deseaba tumbarse en ella y colocarse su propia capa sobre la cabeza y quizás…, sólo quizás…, el sueño que lo había eludido noches enteras se acercaría a él y, por un rato, podría olvidar.

—¡Escuchadme, catalista! —la voz de Joram sonaba áspera—. La única persona que conocía la existencia de la Espada Arcana además de vos y de mí está muerta…

—Así que por eso es por lo que lo mataste.

Joram hizo caso omiso de él.

—Debe permanecer así. Mientras yo traslado el cuerpo, vos coged la espada y regresad a la prisión.

—Los centinelas de Blachloch están por toda la ciudad, buscándote… —protestó Saryon, recordando el escándalo organizado cuando informó de la desaparición de Joram—. ¿Cómo podrás…?

—¿Cómo creéis que llegué hasta aquí? Hay una salida al fondo de la herrería —repuso Joram con impaciencia—. El herrero la ha estado usando desde hace más de un año para llevar las armas al escondite.

—¿Armas? —preguntó Saryon sin comprender.

—Sí, catalista. Los días de Blachloch estaban contados. Los Tecnólogos tenían que acabar rebelándose. Nosotros únicamente hemos precipitado lo que tarde o temprano iba a ocurrir. ¡Pero eso no importa ahora! Coged la espada y regresad a la prisión. Nadie os molestará. Después de todo, vos estabais con Blachloch, y si os paran, decidles que el Señor de la Guerra siguió mis huellas al interior del bosque. Que fue solo en mi busca. Que eso es todo lo que sabéis.

—Sí —murmuró Saryon.

Joram lo miró fijamente, frunciendo el entrecejo.

—¿Habéis oído realmente algo de lo que he dicho?

—¡He oído! —replicó Saryon con voz dura—. Y haré lo que dices. No quiero que nadie sepa de esta terrible arma tanto como tú. —Poniéndose en pie, miró al joven directamente a la cara—. Debes destruirla. Si tú no lo haces lo haré yo.

Los dos permanecían de pie, uno frente al otro, en medio de la oscuridad iluminada sólo ahora por el débil resplandor de las brasas. El fuego brillaba tenuemente en los ojos de Joram y en los labios, que se distendieron en una oscura sonrisa teñida de rojo.

—¿Qué sucedería si alguien os ofreciera la magia, catalista? —preguntó suavemente—. ¿Qué pasaría si alguien os dijera: «Vamos, toma este poder. A partir de ahora ya no tienes que andar por el suelo como un animal. Puedes volar. Puedes invocar a los vientos. Puedes desterrar el sol y abatir las estrellas, si lo deseas»? ¿Qué haríais? ¿No lo tomaríais?

«¿No lo haría?», pensó Saryon, viniéndole de pronto a la mente el recuerdo de su padre. Vio al chiquillo quitándose con furia los odiados zapatos, flotando sobre la tierra en brazos del mago.

—Ésta es mi magia —dijo Joram, dirigiendo su mirada a la espada que había en el suelo—. Mañana me pongo en camino hacia Merilon. Vos también, catalista, si insistís en venir. Una vez que estéis allí, en Merilon, en la ciudad que acabó con la vida de mis padres y me ha robado mi herencia, esta espada abatirá las estrellas y las pondrá en mi mano. No, no la destruiré. —Se detuvo un instante—. Y tampoco vos.

—¿Por qué no? —preguntó Saryon.

—Porque vos habéis ayudado a crearla —dijo Joram, con el fuego de la fragua encendiéndole el rostro—. Porque ayudasteis a traerla al mundo y porque le habéis dado Vida.

—Yo… —empezó a decir Saryon, pero no pudo terminar. Estaba demasiado asustado para examinarse interiormente en busca de la verdad.

Joram asintió con la cabeza, satisfecho. Volviéndose, se dirigió hacia el cadáver, dando instrucciones mientras andaba.

—Envolved la espada en esos trapos. Si alguien os detiene, decidle que lleváis un niño. Un niño muerto. —Echándole un vistazo al pálido y conmocionado catalista, sonrió—: Vuestra criatura, Saryon —dijo—. Vuestra y mía.

Inclinándose, Joram levantó el cuerpo del Señor de la Guerra en sus fuertes brazos. Echándose el cuerpo sobre el hombro, se volvió y echó a andar entre los montones de herramientas y las pilas de madera y carbón, dirigiéndose hacia el fondo de la caverna. Al andar el muchacho, el cadáver rebotaba de una manera horrible, las manos colgando fláccidas a su espalda, rozando los objetos al pasar como si intentara en vano asirse a aquel mundo que su espíritu ya había abandonado. Finalmente, Joram desapareció en la negrura de las profundidades de la cueva, dejando a Saryon solo en la herrería, con los ojos clavados en una gran mancha oscura que había en el suelo.

Durante mucho rato, permaneció allí, incapaz de moverse. Luego se sintió embargado por una extrañísima sensación, como si se estuviera elevando lentamente del suelo y, deslizándose hacia atrás, pudiera mirar abajo y verse a sí mismo allí de pie todavía. Elevándose más y más, contempló cómo su cuerpo se acercaba lentamente a la espada. Moviéndose en espiral, siguiendo su ascensión, alejándose cada vez más, se vio a sí mismo envolviendo la espada en aquellos trapos. Se vio levantarla cuidadosamente en sus brazos, y, acunándola contra su pecho, abandonar la herrería.

La pesada puerta de roble se cerró tras los renqueantes pasos del catalista y el murmullo de sus ropas. El silencio volvió a invadir la herrería como las sombras de la noche, pareciendo apagar incluso las incandescentes brasas con su pesadez. Repentinamente un clamoroso estrépito lo hizo añicos. Unas enormes tenazas se desprendieron del clavo del que pendían y cayeron con un chapoteo en el interior de un cubo de agua.

—La hice buena —murmuraron las tenazas—. No vi ese maldito trasto en medio de esta oscuridad. Y además tenía que estar lleno.

El sonido de un cubo que se volcaba, seguido del de agua derramándose por el suelo, fue acompañado de un amplio y variado surtido de maldiciones hasta que Simkin consiguió salir de entre los escombros poniéndose en pie en el centro de la herrería, luciendo sus acostumbradas y llamativas, aunque esta vez algo húmedas, galas.

—Vaya —observó el joven, secándose el agua de la barba y mirando a su alrededor—, qué asunto más extraordinario. No me había divertido tanto desde que el Conde de Mumsburg hizo volar a un siervo rebelde sobre su castillo. Le ató una cuerda al tobillo y lo colgó en el exterior durante un fuerte viento. «El chico intentó elevarse por encima de su condición social», me dijo el viejo mientras contemplábamos al campesino ondeando al viento. «Ahora ya sabe lo que se siente».

Sacudiendo la cabeza, Simkin se dirigió con aire despreocupado hasta la oscura mancha de sangre aún fresca que empapaba el suelo de la forja. Hizo un gesto y un pedazo de seda anaranjada se materializó obedeciendo su orden. Descendiendo suavemente hasta el suelo, la seda se depositó sobre la mancha, cubriéndola; luego, con un chasquido de los dedos, Simkin hizo que tanto la seda como la mancha de sangre desaparecieran.

—Palabra de honor —musitó con una sonrisa lánguida— que nos lo vamos a pasar en grande en Merilon.

Tras decir esto, también Simkin desapareció, disolviéndose en el aire como una voluta de humo.