—Escuchad, Saryon —dijo Joram en voz baja y persuasiva—, será sencillo. —Estaba sentado junto al catalista y, acercándose aún más a él, le puso una mano sobre un brazo—. Id a ver a Blachloch, y decidle que no podéis descansar, que os es imposible dormir. Está tan horrorizado por lo que he hecho y lo que os he hecho hacer, que le parece que se va a volver loco.
—No soy un buen mentiroso —murmuró Saryon, sacudiendo la cabeza.
—¿Sería una mentira, realmente? —preguntó Joram, iluminándosele los oscuros ojos con una amarga media sonrisa—. Al contrario, creo que podríais resultar muy convincente.
El catalista no contestó, ni tampoco levantó la mirada de la mesa a la que ambos se sentaban. Una gruesa, casi obscena luna otoñal les sonreía burlonamente desde el despejado cielo nocturno. Brillando a través de la ventana, la luna absorbía todo el color y toda la vida en sus hinchadas mejillas, haciendo que todo pareciera de un gris mortecino. Bañados por su luz, los dos se sentaban muy juntos ante la mesa colocada bajo la ventana, hablando en susurros, mientras la mirada vigilante de Joram se repartía entre los centinelas que ocupaban la casa que había al otro lado de la calle y Mosiah, quien dormía inquieto en un camastro colocado en un oscuro rincón.
Al oír las voces, Mosiah se agitó en la cama y murmuró en sueños, haciendo que Joram apretara el brazo de Saryon para que guardara silencio. Ninguno de los dos pronunció una sola palabra hasta que Mosiah volvió a sumirse en un sueño profundo, colocándose el brazo sobre los ojos en sueños cuando la luz de la luna se deslizó furtivamente por el suelo subiendo hasta el camastro para examinar y recrearse en la contemplación de aquel pálido rostro.
—Y entonces ¿qué debo hacer? —preguntó Saryon.
—Decidle que lo llevaréis a donde estoy yo. Le ayudaréis a prenderme y —la voz de Joram se convirtió en un susurro apenas audible— a conseguir la Espada Arcana. Lo conduciréis hasta la herrería, donde yo estaré trabajando, y una vez allí, ya lo tendremos.
Saryon cerró los ojos, mientras un escalofrío le convulsionaba el cuerpo.
—¿Qué quieres decir con… lo tendremos?
—¿Qué creéis que quiero decir, catalista? —Joram apartó la mano con gesto impaciente y se recostó en su silla, dirigiéndoles una nueva mirada a los centinelas, cuyas sombras podían verse claramente recortadas contra el brillante fuego que ardía en la casa de enfrente—. Hemos hablado de esto antes. Una vez que lo dejemos sin magia, estará totalmente indefenso. Entonces podréis abrir un Corredor y llamar a los Duuk–tsarith. Sin duda debe de hacer muchos años que están esperando ansiosamente para ponerle las manos encima a uno que es una deshonra para su Orden. —Se encogió de hombros—. Os convertiréis en un héroe, catalista.
Saryon suspiró y entrelazó las manos encima de la mesa, hundiéndose los dedos con fuerza en la carne.
—¿Qué pasará contigo? —le preguntó a Joram, dirigiendo la mirada hacia el joven.
Al reflejarse en la luz de la luna, el severo rostro parecía casi el de una calavera.
—¿Qué pasará conmigo? —preguntó a su vez Joram con voz tranquila, mirando fijamente por la ventana, la media sonrisa jugueteando en sus labios.
—Se abrirá un Corredor, los Duuk–tsarith estarán allí. Podría entregarte a ellos, como me ordenó mi superior que hiciera.
—Pero no lo haréis, ¿verdad, Saryon? —dijo Joram sin mirarlo. Mosiah gimió en su esquina y empezó a volverse a un lado y a otro, intentando escapar de la jubilosa mirada de la luna—. No lo haréis. Yo os doy a Blachloch y vos me dais mi libertad. No tenéis por qué tenerme miedo, catalista. No tengo la misma ambición que Blachloch. No pretendo utilizar mi poder para conquistar el mundo. Simplemente quiero recuperar lo que es legítimamente mío. ¡Iré a Merilon y, con la ayuda de esta espada que he forjado, lo encontraré!
Observándolo, Saryon vio que el rostro del muchacho se dulcificaba por un instante, mostrando la misma expresión triste y anhelante de un niño que contempla un brillante y adornado sonajero. El catalista se sintió invadido por la compasión. Recordó las sombrías historias que había oído sobre la juventud de Joram y de su demente madre. Pensó en la dura vida que había llevado aquel joven, en la constante lucha por sobrevivir, en la necesidad de ocultar que estaba realmente Muerto. También Saryon sabía lo que era ser débil e impotente en aquel mundo de magos. Los recuerdos regresaron a su mente: el anhelo de poder cabalgar sobre el viento, de poder crear cosas hermosas y maravillosas con un gesto de la mano, de poder modelar la piedra convirtiéndola en gráciles y útiles torres… Joram tenía ahora aquel poder, sólo que a la inversa. Tenía el poder de destruir, no de crear, y todo lo que deseaba obtener era realizar el sueño de un niño.
—Sin duda alguna, te convertirás en un héroe. —La voz de Joram le llegó a Saryon como si procediese de aquel sueño—. Podrás regresar a El Manantial, volver y arrastrarte de nuevo debajo de tu roca. Estoy seguro de que pasarán por alto tu fracaso en lo que se refiere a llevarme a mí ante la justicia. Siempre pueden intentar capturarme en Merilon. Si se atreven…
Joram se quedó en silencio por un momento. Luego volvió a la realidad, endureciéndose su semblante anhelante e infantil, para convertirse en el semblante del Hechicero que había asesinado al capataz con una piedra.
—Cuando el Señor de la Guerra esté en la forja, lo atacaré con la Espada Arcana y absorberé su magia…
—Eso esperas —replicó Saryon, enojado, porque estaba descubriendo de repente que empezaba a preocuparse por aquel muchacho—. Tienes únicamente una muy vaga idea del poder de la espada. No sabes nada sobre cómo manejar un arma semejante.
—No necesito saber esgrima —dijo Joram, irritado—. Después de todo no vamos a matarlo. Cuando yo lo ataque y la Espada empiece a atraer su magia, vos debéis atacarlo también y absorber su Vida.
Saryon negó con la cabeza.
—Eso es demasiado peligroso. Nunca se me enseñó a hacerlo…
—¡No tenéis elección, catalista! —exclamó Joram, apretando los dientes, agarrando con su mano de nuevo el brazo de Saryon—. ¡Simkin dice que Blachloch ha encontrado el crisol! Si aún no conoce la existencia de la piedra–oscura, pronto lo hará. ¿Queréis fabricar Espadas Arcanas para él?
El catalista hundió la cabeza en sus manos temblorosas. Soltando su brazo lentamente, Joram volvió a recostarse en la silla, asintiendo para sí con satisfacción.
—¿Cómo podemos salir de aquí? —preguntó Saryon, alzando un rostro macilento y echando una mirada a la prisión.
—Corred hacia los centinelas. Decidles que estabais dormido, y que cuando os despertasteis, descubristeis que me había ido. Pedidles que los conduzcan hasta Blachloch. Me escaparé en medio de la confusión.
—Pero ¿cómo? ¡Te estarán buscando! Es…
—… Asunto mío, catalista —intervino Joram con frialdad—. Vos preocupaos de hacer bien vuestra parte. Entretened a Blachloch tanto como podáis, para que yo tenga tiempo de llegar allí.
—¡Entretener! ¿Qué podría yo…?
—¡Desmayaos! ¡Vomitad encima de él! ¡No lo sé! No tiene por qué ser difícil. De todas formas, parece como si fuerais a hacer ambas cosas en este preciso momento.
Lanzándole una dura mirada al catalista, Joram se puso en pie y empezó a pasear nerviosamente por la habitación.
—No soy tan débil como tú me consideras, muchacho —dijo Saryon en voz baja—. Nunca debiera haber aceptado ayudarte a traer al mundo esta arma siniestra. Sin embargo lo hice, y ahora debo hacerme responsable de mis acciones. Esta noche, haré lo que me pides que haga. Te ayudaré a llevar a ese malvado Señor de la Guerra ante la justicia, pero no lo haré para convertirme en un héroe, ni tampoco para que me permita regresar. —Saryon permaneció en silencio unos instantes, luego, respirando profundamente, continuó—: No puedo regresar. Lo sé ahora. Ya no hay nada para mí allí.
Joram había dejado de andar y estaba contemplando a Saryon en silencio, atentamente.
—Y me dejaréis ir…
—Sí, pero no porque te tema a ti o a tu espada.
—Entonces ¿por qué? —preguntó Joram, con un ligero tono de desprecio.
—Exactamente —musitó Saryon—. ¿Por qué? Me lo he preguntado bastante a menudo. Podría darte… muchísimas razones. Que nuestras vidas están ligadas de alguna forma extraña, que me di cuenta de ello la primera vez que te vi, que esto se remonta a una época de mi vida anterior a tu nacimiento. Podría decirte eso. —Sacudió la cabeza—. Podría hablarte de un Druida que me aconsejó. Podría hablarte de un bebé que sostuve en mis brazos… De alguna manera todo parece tener relación, y no tiene ningún sentido. Me doy cuenta ya de que no lo crees.
—Si os creo o no, da totalmente lo mismo. En realidad, no me importa lo más mínimo cuáles sean vuestras razones, catalista, mientras hagáis lo que yo os pida.
—Lo haré, pero con una condición.
—¡Ah! Ya salió —dijo Joram, ceñudo—. ¿Cuál es? ¿Que me entregue? ¿O quizá que permanezca enterrado en vida en esta región desolada olvidada de la mano de Dios…?
—Que me lleves contigo —contestó Saryon en voz baja.
—¿Qué? —Joram se quedó mirando al catalista con asombro. Luego asintiendo con la cabeza para sí, dejó escapar una corta y desagradable carcajada—. Desde luego, ya entiendo. Cada hombre Muerto necesita su propio catalista. —Encogiéndose de hombros, casi dejó escapar una sonrisa—. No faltaba más, venid conmigo a Merilon. Nos lo pasaremos estupendamente juntos, como diría nuestro amigo Simkin. Ahora, ¿podemos ya seguir con esto?
Moviéndose cuidadosamente y en silencio para evitar despertar a Mosiah, Joram le dio la espalda al alarmado catalista y atravesó la habitación. Se arrodilló junto a su cama, pasó las manos por debajo del colchón y, lenta y reverencialmente, sacó la Espada Arcana.
Saryon lo observó en perplejo silencio. Había esperado rabia, una negativa. Había esperado tener que adoptar una posición firme, discutir, resistir amenazas incluso. De alguna manera, aquella rápida y despreocupada aceptación era peor. Quizás el muchacho no había comprendido…
Joram estaba envolviendo cuidadosamente la espada con algunos trapos. Acercándose por detrás, Saryon puso con suavidad su mano en el hombro del muchacho.
—No voy a entregarte. Sólo quiero ayudarte. Verás, tú tampoco puedes volver. No a Merilon…
—Escuchad, catalista —dijo Joram, incorporándose y librándose de un tirón de la mano del otro—. Ya lo he dicho. No me importa lo que vos hagáis o adónde vayáis mientras me ayudéis en esto. ¿Lo comprendéis?
Bajó la mirada hacia la espada que sostenía entre sus brazos. El blanco reflejo de la luna sobre los trapos hacía que aquel objeto metálico similar a un esqueleto que descansaba entre ellos pareciera mucho más oscuro por contraste. La visión del bebé Muerto, envuelto en el blanco manto de la Casa Real, le vino a Saryon a la mente y, cerrando los ojos, dio media vuelta.
Al ver la reacción del catalista, Joram hizo una mueca de desprecio.
—Si habéis concluido vuestro sermón, Padre —aquella palabra fue pronunciada con tanto veneno, que Saryon vaciló—, debemos irnos. Quiero acabar con esto.
Pasando la espada por un cinturón de piel que se había hecho y que ahora llevaba colocado alrededor de la cintura —una tosca imitación de los que había visto dibujados en los libros—, Joram se colocó una larga y oscura capa, que Simkin le había facilitado, sobre los hombros. Luego recorrió la celda, mirándose con aire crítico. La espada quedaba bien oculta. Asintiendo con la cabeza, se volvió hacia Saryon haciéndole un gesto autoritario.
—Estoy listo.
«¿Lo estoy yo?», se preguntó Saryon, angustiado. Quiso decir algo, pero no pudo hablar y, tosiendo, intentó aclararse la garganta. Era inútil. Nunca podría tragarse el miedo. El rostro de Joram se ensombreció, enojado por el retraso. Saryon pudo ver cómo los músculos se destacaban rígidos y tensos en la firme mandíbula del joven. Un ojo parpadeó nervioso, y sus manos, que colgaban a los lados, se abrieron y cerraron nerviosamente. Pero en sus ojos ardía un luz más brillante que la de la luna, más brillante y más fría.
No había nada que decir. Nada en absoluto.
Extendiendo el brazo, temblándole la mano, Saryon abrió la puerta suave y silenciosamente. Cada nervio, cada fibra de su cuerpo le aconsejaban que se diera la vuelta, que se negara, que permaneciera en el interior de la casa, pero el ímpetu de su vida pasada se empezaba a alzar a su alrededor como una ola gigantesca y arrolladora. Atrapado por aquella marea, no podía hacer más que surcar las encrespadas olas que lo arrojaban hacia adelante, a pesar de que podía ver con toda claridad las afiladas rocas surgiendo amenazadoras y siniestras ante él.