Regresaron de la forja bajo la grisácea luz del amanecer dando tropezones con aire furtivo, helados hasta la médula, y tan agotados que eran incapaces de pensar coherentemente. La tempestad había cesado; ya no soplaba el viento y la lluvia había dejado de caer. Los únicos sonidos audibles en la todavía dormida aldea eran los producidos por el agua de lluvia al gotear de los aleros de las casas y el medio adormilado ladrido de algún perro guardián que parecía tomarse sus deberes con inusitada dedicación. Pero el frío seguía siendo penetrante hasta tal punto, que incluso la prisión le empezaba a parecer a Saryon un remanso de paz y bienestar mientras se movía a trompicones por las desconocidas y oscuras calles, apoyado en el brazo de Joram. El joven llevaba también con él la Espada Arcana, bien sujeta contra su pecho, ocultándola bajo la capa.
Tanto Joram como Saryon estaban exhaustos, agotados por la excitación y el miedo. Por si esto fuera poco, se alzó ahora, para atormentarlos, el repentino temor —casi olvidado en la confusión provocada por la forja de la espada— de que algo hubiera ido mal. ¿Se habría despertado el centinela y decidido investigar? ¿Habrían descubierto a Mosiah? ¿Encontrarían a Blachloch sentado allí, esperándolos pacientemente como el gato que acecha al ratón? Aquellos temores aumentaron a medida que se acercaban a la prisión. Cuando llegaron a la calle donde se encontraba el edificio, ambos se detuvieron, ocultándose en las sombras, mirándolo fijamente antes de atreverse a seguir avanzando.
Todo parecía tranquilo. No se veía ninguna luz en la ventana del centinela, como hubiera sido el caso de hallarse levantado. Tampoco se veía ninguna luz en la ventana de la prisión.
—Todo está bien —suspiró Saryon aliviado, dando un paso hacia adelante.
—Podría ser una trampa —le advirtió Joram colocando una mano sobre la espada.
—En este momento ya no me importa —dijo el catalista, fatigado, pero, no obstante, permaneció junto a Joram.
Sujetando con torpeza el arma, no muy seguro de lo que haría con ella si lo atacaban, Joram continuó bajando la calle. También en él empezaba a apagarse el sentimiento de emoción, dejándolo extraordinariamente cansado y vacío por dentro; el viejo y oscuro desánimo empezaba a apoderarse de él con rapidez.
Nada había salido como él había esperado. La espada era pesada y poco manejable, y no sentía ninguna oleada de energía cuando la empuñaba, tan sólo un dolor en la muñeca y el brazo, causado por aquel peso desacostumbrado. Había intentado afilarla, pero aquellas manos que podían ser tan delicadas cuando realizaba su magia habían demostrado ser torpes e inexpertas para aquello. Tenía miedo de haber estropeado el trabajo. La hoja era irregular y mal acabada, no estaba curvada ni afilada como las que había visto en los antiguos textos. Era un estúpido al creer que aquella arma tosca y fea podría jamás superar los poderes mágicos de Blachloch, y así, una y otra vez, su mente daba vueltas y vueltas a aquella idea, descendiendo su ánimo cada vez más. La melancolía empezaba a embargarle; podía reconocer los síntomas. Bueno, y qué importaba, pensó sombrío. Que venga. Había conseguido su objetivo, de todas maneras.
Con una última y furtiva mirada a la ventana del centinela que quedaba al otro lado de la calle, y no viendo ninguna señal de movimiento, Joram empujó suavemente la puerta. Abriéndola, le hizo una señal a Saryon para que entrara.
Mosiah, que dormía sentado a la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos, dio un respingo al oír movimiento, levantándose a medias de la silla, asustado y medio dormido todavía.
—¡Qué…, Padre! —El muchacho se adelantó para sujetar al catalista, cuyas rodillas empezaban a doblarse bajo su peso—. ¡Dios mío, tenéis un aspecto horrible! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Joram? ¿Va todo bien?
Saryon sólo tuvo fuerzas para asentir con la cabeza, mientras Mosiah lo ayudaba a llegar a su cama.
—Os traeré algo de vino…
—No —musitó Saryon—. No podría tragarlo. Sólo necesito descansar…
Ayudando al agotado catalista a tumbarse en el lecho, Mosiah le cubrió el tembloroso cuerpo con una raída manta, luego se volvió en el preciso momento en que Joram cerraba la puerta a su espalda.
—Saryon tiene un aspecto terrible. ¿Está herido? Tú tampoco tienes mucho mejor aspecto. ¿Qué ha pasado?
—Nada. Estamos perfectamente los dos. Únicamente cansados. ¿Fue todo bien aquí?
Joram se expresaba con evidente esfuerzo. Viendo que Mosiah asentía, se dirigió hacia su cama y, levantando el colchón de paja, sacó algo bajo su capa y lo deslizó debajo del colchón.
Mosiah estuvo a punto de preguntarle qué era, pero, reconociendo los síntomas de un inminente ataque de melancolía en la torva expresión de Joram, se lo pensó mejor. De todas formas, no estaba seguro de querer ver aquella cosa.
—Todo estuvo muy tranquilo aquí —contestó en su lugar—. No pasó nadie por la calle, que yo pudiera ver. La tormenta ha sido terrible, no cesó hasta primeras horas de la mañana. De… debo de haberme quedado dormido al dejar de aullar el viento…
Mosiah se calló cuando le resultó evidente que Joram no lo escuchaba; echado sobre su cama, el joven miraba fijamente al vacío. Saryon, por su parte, se hallaba sumido ya en un agitado sueño, dando vueltas en el lecho espasmódicamente. En una ocasión dejó escapar un gemido, murmurando algo incoherente. Sintiéndose solo e inquieto, con un extraño e irracional temor creciendo en su interior, Mosiah se paseaba sin hacer ruido por la habitación cuando una voz susurrante que provenía del exterior hizo que todos sus nervios se estremecieran.
—¡Eh, abrid la puerta!
Un estremecimiento helado recorrió la espalda de Mosiah cuando percibió una inusual tensión en aquella voz normalmente despreocupada. Dirigiéndole una rápida mirada a Joram, Mosiah abrió la puerta con brusquedad y Simkin se precipitó al interior.
—Cierra rápido. Eso es, buen chico. Confío en que no me hayan visto.
Deslizándose hasta la ventana, pero manteniéndose oculto, Simkin se asomó al exterior. La acostumbrada expresión alocada y negligente había desaparecido, el rostro que asomaba por debajo de la barba estaba pálido, los labios lívidos.
—Todo tranquilo —murmuró—. Bueno, eso no durará mucho.
—¿Qué sucede? ¿Qué es lo que ha ido mal?
—Traigo unas noticias bastante malas, me temo —dijo Simkin, volviéndose hacia Mosiah con una forzada imitación de su alegre sonrisa—. Acabo de ir a comprobar cómo estaba el centinela, para ver si había pasado una noche tranquila. La ha pasado, de hecho. Muy tranquila, si entiendes lo que quiero decir.
—Bien, pues no lo entiendo —repuso Mosiah con irritación—. ¿Qué ocurre?
—Verás —empezó Simkin, mordiéndose el labio—. La cosa está así. Ese estúpido patán resulta que ha tenido la poca delicadeza de morírsenos.
—¡Morir! —Mosiah se quedó boquiabierto de asombro. Durante unos instantes fue incapaz de articular palabra, y lo único que pudo hacer fue quedarse mirando a Simkin fijamente. Por fin, atravesó la habitación tambaleante—. ¡Joram! ¡Por favor! ¡Es urgente, te necesito…, te necesitamos! ¡Joram!
Lentamente, Joram apartó la mirada del techo. Mosiah casi pudo percibir su lucha por emerger de aquella oscuridad que lo cubría.
—¿Qué?
—¡El centinela! ¡Simkin lo ha matado!
Los castaños ojos de Joram se abrieron de par en par. Sentándose, miró fríamente a Simkin.
—Se suponía que sólo ibas a drogarlo.
—Eso es precisamente lo que hice —replicó Simkin, dolido.
—¿Qué fue lo que le diste?
—Beleño —murmuró Simkin.
—¿Beleño? —repitió Mosiah, horrorizado—. ¡Pero si eso es belladona! Es venenoso.
—Para las gallinas —observó Simkin con desdén—. No tenía ni idea de que podría afectar a esos brutos, aunque de todas formas, era un mal tipo, ahora que lo pienso.
Mosiah se sentó a los pies de la cama de Joram, intentando pensar.
—¿Estás seguro de que está uh…, uh…, muerto? A lo mejor tiene el sueño pesado…
—No a menos que se quede frío y fláccido como un pescado y duerma con los ojos abiertos. No, no, está bien muerto, os lo aseguro. El pellejo de cerveza estaba todavía lleno, junto a él. Probablemente se desplomó después del primer trago. Me pregunto si, pensándolo bien, no habré confundido esa poción con la de la Duquesa de Longeville. Si no recuerdo mal, encontraron a su segundo esposo en un estado casi similar…
—¡Cállate! —exclamó Mosiah lacónicamente—. ¿Qué podemos hacer, Joram? Hemos de pensar. —Se secó el helado sudor que le resbalaba por el rostro—. ¡Ya sé! Esconderemos el cuerpo. Lo llevaremos al bosque…
Joram no dijo nada. Sentado en el borde de la cama, hundió el rostro entre las manos, mientras la negra oscuridad volvía a cernerse sobre él.
—Es un plan excelente, amigo mío —dijo Simkin, mirando a Mosiah con admiración—. De verdad, me siento impresionado. Pero —alzó una mano en el momento en que Mosiah se ponía en pie de un salto— no funcionará. Yo no estaba…, hum…, solo, ¿sabes?, cuando realicé mi pequeño descubrimiento. Uno de los secuaces de Blachloch, de nombre Drumlor, me hacía compañía junto con este pellejo de extraordinario buen vino. —Simkin lanzó un suspiro—. Me temo que se tomó el fallecimiento de su compañero bastante mal. Se fue volando con el cuento al Señor de la Guerra. De todos modos, resultó muy sorprendente comprobar lo rápido que podía correr, teniendo en cuenta lo borracho que…
—¿Quieres decir con eso que Blachloch lo sabe?
—Si no lo sabe ahora, yo diría que lo sabrá en cuestión de minutos.
—¡Maldición! —Poniéndose en pie de un salto, Mosiah se arrojó sobre Simkin cogiéndolo por las solapas cubiertas de encaje y arrojándolo de espaldas contra la pared—. ¡Maldito seas por ser tan estúpido! ¿Qué hacemos ahora?
—Bien, en mi opinión valdría la pena que despertásemos al Calvo Compañero que duerme allí —replicó Simkin, alisándose el arrugado encaje con ofendida dignidad—. Aunque me resulta incomprensible cómo puede seguir durmiendo con tus gritos. Luego también tenemos que sacar a nuestro sombrío amigo de su enfurruñamiento…
—Estoy perfectamente. Despertad a Saryon —dijo Joram. Al ver que Mosiah daba otro paso en dirección a Simkin, se levantó, añadiendo—: ¡Basta! Calmaos los dos. No hemos hecho nada malo.
—¿No lo hemos hecho? —Simkin pareció indeciso.
—No. ¡Vamos, Mosiah! Despierta al catalista. Hemos de ponernos de acuerdo en lo que vamos a decir…
Sacudiendo la cabeza, Mosiah se dirigió de inmediato hacia el lecho donde el catalista seguía durmiendo espasmódicamente.
—¡Padre! —Inclinándose sobre él, lo sacudió por el hombro—. ¡Padre!
—Ahora bien —dijo Joram con tranquilidad—, el catalista y yo…
Su voz se extinguió.
Volviéndose, con la mano todavía en el hombro del catalista, Mosiah vio cómo el enlutado Señor de la Guerra se materializaba en el centro de la habitación, con las manos cruzadas ante él como era la costumbre y los ojos ocultos bajo la negra capucha que le caía sobre el rostro.
—Tú y el catalista ¿qué, muchacho? —preguntó aquella voz inexpresiva.
—… Hemos estado aquí toda la noche —continuó Joram sin perder la calma—. Podríais preguntárselo a vuestro centinela, pero eso sería difícil en estos momentos, a menos que seáis un Nigromante.
—Sí, ya supuse que Simkin os contaría lo de la muerte del centinela —dijo Blachloch, lanzando una mirada al barbudo joven.
—He recibido un susto horroroso, os lo aseguro —observó Simkin. Sacando del aire el pañuelo de seda naranja, se secó la frente cuidadosamente—. Me siento trastornado, tal como dijo el Barón de Esock cuando se transformó a sí mismo, por error, en una mandolina. ¿De qué creéis que murió? —preguntó Simkin con aire distraído—. El centinela, claro. El Barón murió de una manera bastante estrafalaria. La Baronesa, una mujer muy voluminosa, se sentó sobre su estuche. Lo dejó hecho astillas, pero se fue con una canción. En cuanto a vuestro centinela, era el bruto de siempre cuando lo dejé anoche. Quizá se asfixió. —Simkin se colocó el pañuelo naranja sobre la nariz—. A mí casi me asfixia.
—Lo envenenaron —dijo Blachloch, ignorando a Simkin, mientras su encapuchada cabeza se volvió hacia Joram. Sus ojos parecían dardos, explorando la mente del muchacho—. ¿Así que estuviste aquí toda la noche? ¿Qué hiciste, jugar en la chimenea?
Bajando la mirada hacia sus ropas y su piel manchadas de hollín, Joram hizo un gesto de indiferencia.
—No me preocupé de lavarme cuando regresé de la herrería ayer.
Sin una palabra, las manos cruzadas todavía ante él, Blachloch se dio la vuelta y se dirigió hacia donde estaba Mosiah, que finalmente había conseguido despertar al catalista.
—¿Estuvisteis vos también aquí toda la noche, Padre? —preguntó el Señor de la Guerra.
—S… sí. —Saryon levantó los entornados ojos hacia el enlutado Ejecutor, parpadeando aturdido.
A pesar de estar medio dormido y de que era totalmente incapaz de comprender lo que estaba pasando, podía sentir el peligro crepitando en el ambiente. Intentando desesperadamente sacudirse de encima aquella somnolencia, se sentó en la cama, frotándose los ojos.
Blachloch estiró la mano y arrancó la manta que cubría al catalista.
—El borde de vuestra túnica está húmedo, catalista. Y cubierto de barro y hollín, también.
—La chimenea filtra —dijo Mosiah, malhumorado.
Blachloch dejó escapar una sonrisa.
—Otorgadme Vida, catalista —dijo en voz baja.
Saryon se estremeció.
—No puedo —le replicó en voz apenas audible, los ojos clavados en el suelo—. No tengo energía. He… pasado una mala noche…
Dándose cuenta de la ironía de aquellas palabras, y con la horrible sensación de que el Señor de la Guerra también era consciente de ella, Saryon palideció, aguardando, agotado de tal manera que ya no le importaba nada de lo que pudiera ocurrir.
Nada ocurrió. Apartándose del catalista, Blachloch les lanzó una última mirada a todos ellos y, sin pronunciar ninguna otra palabra, se desvaneció.
Se miraron los cuatro unos a otros en silencio durante un largo rato, temerosos de hablar, temerosos incluso de moverse.
—Se ha ido —dijo Saryon con dificultad.
Le dolían todos los músculos de cansancio y el entumecido cerebro, incapaz de enfrentarse a lo que fuera que hubiese ocurrido, seguía instándole a ignorarlo todo y volver a dormir de nuevo. Sacudiendo la cabeza con fuerza, el catalista se puso en pie tambaleante, cruzó el frío suelo y hundió la cabeza y el rostro en una palangana de agua helada.
—¿Cuánto tiempo suponéis que hacía que estaba aquí antes de que nosotros nos diéramos cuenta? —preguntó Mosiah con voz tensa y preocupada.
—¿Qué importa? —replicó Joram, encogiéndose de hombros, indiferente—. Sabe que estamos mintiendo.
—Entonces, ¿por qué no hizo algo? —exclamó Mosiah, estallándole los nervios—. ¿A qué está jugando…?
—A un juego en el que tú ya estás perdiendo como no te controles —contestó Simkin lánguidamente—. ¡Mírame a mí! —Alargó una de sus manos cubiertas de encaje—. ¿Lo ves? Ni el más ligero temblor. Y fui yo el que descubrió el cadáver. Hablando del cadáver, me gustaría saber qué piensan hacer con él. Si lo arrojan al río yo, desde luego, no me vuelvo a bañar durante un año…
—¡Cadáver!
Los ojos de Saryon se abrieron desmesuradamente.
—Explícale lo sucedido a nuestra Rosa Silvestre, ¿quieres, muchacho? Yo me siento totalmente incapaz de volver a revivirlo. Es bastante agotador. A propósito —preguntó Simkin con voz aburrida, mirando directamente a Joram—, ¿fue todo bien anoche?
Joram no respondió; recayendo de nuevo en el abatimiento, se dejó caer sobre la cama.
—Digo yo que al menos podrías decirme qué es lo que estuvisteis haciendo, después de todas las molestias que me tomé…
—¡Asesinando centinelas! —le espetó Mosiah con rabia.
—Bueno, si quieres llamarlo de una manera tan ordinaria. De todas formas, yo… ¡Por la sangre de Almin, serás bruto!
Esta exclamación fue provocada porque la puerta de la prisión se abrió de golpe, derribando casi a Simkin. Lanzando una mirada de desprecio al airado joven, uno de los hombres de Blachloch penetró en el interior en el momento en que Simkin intentaba salir.
—Bueno, muévete a un lado o a otro, ¿quieres? —dijo Simkin, con el pañuelo sobre la nariz—. No puedo pasar a través de ti. Bueno, supongo que podría, pero a ti no te gustaría demasiado…
—Tú no vas a ningún sitio. Son órdenes. He venido a decíroslo. No hasta que…
—¡Oh!, no. Realmente esto es intolerable —dijo Simkin. Pasando con tranquilidad junto al centinela, evitó rozarlo siquiera, arrugando la nariz—. Estoy seguro de que hay un error. Esas órdenes no tienen nada que ver conmigo, claro está, ¿no es así? Sólo afectan a estos tres.
—Bien, yo… —balbuceó aquel hombre, frunciendo el entrecejo.
—¿Lo ves, lo ves? —Simkin le dio unas palmaditas en la espalda y salió por la puerta—. No fuerces tanto tu cerebro, chico. Estás expuesto a que te dé un ataque. —Haciendo un molinete de despedida con el pañuelo de seda, dirigió la vista de nuevo al interior de la prisión—. Hasta pronto, queridos amigos. Encantado de haber podido ayudar. Me voy.
—¡Ayúdanos! —murmuró Mosiah, mientras la puerta se cerraba tras la llamativa figura, dejando al guarda paseando arriba y abajo en el exterior.
Acercándose a la ventana, Mosiah vio cómo el joven se dirigía con pasos remilgados al otro lado de la calle, a la casa donde había muerto el centinela. Dos de los hombres de Blachloch sacaban el cuerpo en aquel momento. Simkin se puso a andar junto a ellos, sosteniendo el pañuelo naranja de forma que le cubriera nariz y boca. Al mismo tiempo, otros guardas tomaron posiciones en la ventana, manteniendo los ojos fijos en la prisión. Golpeando enojado con la mano en la repisa de la ventana, Mosiah se apartó de ella.
—Si no hubiera sido por ese payaso y su belladona, todo hubiera ido bien. ¡Podría habernos entregado él mismo a Blachloch de paso! Quizás ahora creerás lo que te digo de él, Joram. Ahora que es demasiado tarde.
Joram se tendió sobre la cama sin contestar, ni dar ninguna indicación de haberlo oído. Con las manos detrás de la cabeza, se quedó mirando fijamente al techo.
Secándose el agua del rostro con las mangas de la túnica, Saryon fue hacia la ventana y miró al exterior, viendo a Simkin encabezando lo que se había convertido en un improvisado cortejo fúnebre, con los centinelas siguiéndolo con su macabra carga y un semblante de lo más lúgubre. Llevándose repetidamente el pañuelo a los ojos, Simkin saludaba con tristeza a los pocos ciudadanos que estaban levantados. Nadie le contestaba; contemplaban el cadáver con temerosa perplejidad y se alejaban luego con mucha prisa, cuchicheando entre ellos y sacudiendo la cabeza reprobadoramente.
¿Un estúpido? La mente de Saryon regresó al bosque que había a las afueras del pueblo de Walren, el bosque donde había encontrado a Simkin por primera vez.
«Es un juego de astucias el nuestro, hermano —le había dicho el joven—. Oscuro y peligroso».
¿Cuál era el juego de Simkin?
La noticia del asesinato del centinela se extendió rápidamente por la pequeña comunidad. La gente iba y venía de una casa a otra, hablando entre sí en voz baja y asustada. Los hombres de Blachloch parecían estar por todas partes, rondando por las calles con semblante tosco e impaciente, como si supieran lo que iba a pasar y lo esperaran con ansia. Finalmente, los ciudadanos iniciaron sus labores cotidianas, aunque no resultó un día muy productivo. Mucha gente dejó el trabajo temprano. Incluso el herrero cerró la herrería antes de la caída de la noche, contento de poder irse a casa.
Había resultado un día muy largo para el herrero, largo y perturbador. Primero habían llegado los hombres de Blachloch, fisgoneando por todas partes, volcando esto, tirando aquello y haciendo toda clase de preguntas.
—¿Había alguien trabajando anoche?
—Sí.
—¿Quién?
—No lo sé ahora mismo. —Acompañó su respuesta con un encogimiento de sus enormes hombros—. Uno o dos de los aprendices, podría ser. Están atrasados en su trabajo. Todos vamos atrasados e iremos cada vez más atrasados, si se nos interrumpe para hacernos responder a preguntas estúpidas.
Finalmente, los lacayos de Blachloch se fueron, para ser reemplazados por el mismo Blachloch. Al herrero no lo sorprendió. De edad madura y con hijos ya crecidos, el herrero era un hombre perspicaz y observador, aunque algo impulsivo. Tenía fama de no sentir ningún cariño por el Señor de la Guerra; el ataque a aquel pueblo lo había llenado de dolor e indignación, y aprobaba la determinación de Andon de morir de hambre antes que comer un pan bañado en sangre. Era partidario, además, de tomar medidas más enérgicas contra el Señor de la Guerra; de hecho, las hubiera tomado si el anciano, temiendo duras represalias, no le hubiera rogado que mantuviera la calma.
El herrero había aceptado de mala gana; pero así y todo, únicamente porque estaba almacenando armas en un escondrijo para utilizarlas cuando llegara el momento. No estaba muy seguro de cuándo llegaría ese momento, pero tenía el presentimiento de que no estaba muy lejano, a juzgar por la expresión preocupada de Andon y ciertos extraños acontecimientos que parecían haber tenido lugar en la herrería, según había observado.
—¿Trabajó alguien anoche? —preguntó Blachloch.
—Sí.
—¿Quién?
—Ya lo he dicho, no lo sé —gruñó el herrero.
—¿Podría haber sido Joram?
—Podría. Podría haber sido cualquiera de los aprendices. Preguntadle a ellos.
El herrero contestó a todas aquellas preguntas y a muchas más sin abandonar su trabajo, haciendo que los sonoros golpes de su martillo subrayaran sus palabras con tal fuerza que parecía como si tuviera al Señor de la Guerra tendido sobre el yunque. No obstante, contestó las preguntas de todas formas, desviando la mirada de la enlutada figura. A pesar de lo mucho que odiaba a Blachloch, el herrero lo temía aún más.
Vigilándolo por el rabillo del ojo, el herrero siguió los movimientos del Señor de la Guerra por la forja, mientras Blachloch registraba el lugar. Apenas si tocó nada. Sencillamente dirigía su penetrante mirada hacia cada sombra, cada grieta, cada rincón. Finalmente se detuvo. Con la bota empezó a remover distraídamente un montón de desperdicios que había en un extremo hasta que, inclinándose, recogió algo del suelo.
—¿Qué es esto? —preguntó, haciendo girar el objeto en la mano y estudiándolo con expresión indiferente, su rostro tan inexpresivo como de costumbre.
—Un crisol —gruñó el herrero, continuando con sus martillazos.
—¿Para qué se utiliza?
—Para derretir metal.
—¿Te parecen extraños estos restos?
Blachloch alargó el crisol hacia el herrero, manteniéndolo bajo la luz de la refulgente fragua.
—No —respondió el herrero, echándoles una mirada de indiferencia, y volviendo luego la vista hacia su trabajo.
Pero su mirada se precipitó de nuevo hacia él cuando pensó que el Señor de la Guerra no estaba mirando. Al encontrarse con los ojos de Blachloch, el herrero se ruborizó y clavó los suyos una vez más en su trabajo, golpeando aún con más fuerza con el martillo.
Con el crisol en la mano, el Señor de la Guerra lo contempló fijamente. Los ojos que asomaban por los pliegues de la capucha brillaban enrojecidos bajo el fuego de la fragua.
—Se acabó trabajar de noche, Maestro Herrero —dijo fríamente mientras desaparecía en el aire con la misma facilidad con que el humo desaparecía chimenea arriba.
Recordando tanto sus palabras como su mirada, el herrero se volvió a estremecer ahora, al igual que lo había hecho aquella mañana. Poseedor de una cierta cantidad de magia, aunque no tanta como otros, se sentía impresionado por el poder del Señor de la Guerra, y aún más por su inteligencia. Era una combinación peligrosa, pensó, y su oculto escondite de armas le pareció de repente algo insignificante e inútil.
«El Señor de la Guerra podría convertirlas en un montón de hierro fundido, tal como eran en un principio», se estaba diciendo con pesimismo, preparándose para abandonar la forja por aquella noche, cuando oyó un ruido.
—¿Qué es eso? —gritó, vacilante, creyendo que podía haber sido Blachloch que regresaba—. ¿Quién anda ahí?
Le llegó un terrible estrépito, seguido de un juramento. Luego una voz lastimera se elevó de las oscuras sombras que había al fondo de la caverna.
—Vaya, estoy en un aprieto aquí. ¿Podrías echarme una mano? No literalmente, claro está —añadió la voz apresuradamente—. Es una broma repugnante que siempre hace el Marqués de Winter. La misma bromita idiota, año tras año. Se la arranca por la muñeca. Le dije al Emperador que dejaría de hacerlo si nadie se riera pero…
—¿Simkin? —preguntó el herrero asombrado, atravesando la herrería rápidamente hasta llegar al fondo de la cueva, donde encontró al joven intentando sin éxito conseguir salir de debajo de un montón de herramientas y utensilios—. ¿Qué estás haciendo, muchacho?
—Chissst —susurró Simkin—. Nadie debe saber que estoy aquí…
—Es un poco tarde para eso, ¿no crees? —le preguntó el herrero, ceñudo—. En estos momentos debes de haber despertado ya a la mitad del pueblo…
—No ha sido culpa mía —dijo Simkin quejoso, lanzando una dura mirada al montón de herramientas—. Yo estaba… ¡Oh! No importa. —Bajando la voz, siguió—: ¿Estuvo Blachloch aquí hoy?
—Sí —refunfuñó el herrero, mirando nervioso a su alrededor.
—¿Encontró algo, cogió algo? Es muy urgente que lo sepa.
Simkin miró ansioso al herrero.
El herrero vaciló, frunciendo el entrecejo.
—Bueno —dijo al cabo de un rato—. Supongo que no importará que te lo diga. No hizo de ello un secreto. Encontró un crisol.
—¿Un crisol? —Simkin enarcó una ceja—. ¿Eso es todo? Quiero decir, supongo que tienes muchos de ellos, por todas partes.
—Sí, tenemos muchos. Eso es lo que encontró de todas formas, y se lo llevó con él. Ahora, lo mejor es que vengas afuera conmigo. ¿Cómo pudiste entrar, sin que te viera yo? —se le ocurrió de repente al herrero, mirando a Simkin, suspicaz.
—Oh, paso inadvertido con facilidad. —El muchacho agitó una mano negligentemente, mientras sus ropas de vivos colores relucían brillantes a la luz del fuego de la fragua—. En cuanto a ese crisol, no habría nada extraño en él, ¿verdad?
El herrero arrugó aún más la frente. Apretando los labios con fuerza, hizo salir a Simkin hacia la entrada de la cueva.
—Alguna clase de cosa extraña, por ejemplo —continuó el joven con aplomo, tropezando con un molde.
—No sabría decirlo —dijo el herrero con frialdad cuando finalmente llegaron a la entrada de la cueva—. Y puedes contarle a quien quiera que esté interesado que ya no va a haber más trabajo nocturno. No durante un largo tiempo. Quizá nunca más.
El herrero negó, pesimista, con la cabeza.
—¿Trabajo nocturno? —repitió Simkin encogiéndose de hombros y dejando escapar una extraña sonrisa—. ¡Ah!, me parece que te equivocas en cuanto a eso. Se llevará a cabo un trabajo nocturno más, pero no tiene por qué afectarte a ti —dijo tranquilizador al sobresaltado herrero, quien, dirigiéndole una torva mirada, cerró la puerta de la herrería y la selló con un sortilegio.