—Qué color tan extraño tiene —murmuró Saryon—. El hierro se pone rojo. Esto se pone blanco. Me pregunto por qué. Sin duda, a causa de que tiene propiedades diferentes. Ojalá pudiera estudiarlo… Ahora ve con cuidado. Pon la cantidad exacta. Eso es.
Apenas si respiraba, por si aquello pudiera hacer perder la concentración a Joram y provocar que vertiera demasiado de aquel líquido fundido.
—No parece suficiente —observó Joram, mirándolo desaprobadoramente.
—¡No pongas más! —lo instó Saryon; alargó la mano para detener al joven—. ¡No le añadas más!
—No lo voy a hacer —replicó Joram fríamente, levantando el crisol y colocándolo a un lado.
El catalista sintió que podía volver a respirar libremente.
—Ahora debes…
—Esta parte ya la sé —lo interrumpió Joram—. Ése es mi oficio.
Vertió el ardiente líquido en un gran molde hecho de arcilla, sujeto por piezas de madera.
Mirándolo, Saryon tragó saliva, nervioso. Tenía la boca seca, con un regusto a hierro, y se bebió un vaso de agua con avidez. El calor en la fragua era sofocante. Sus ropas estaban sucias de hollín y empapadas de sudor. El cuerpo de Joram relucía a la luz del fuego y sus negros cabellos, sujetos hacia atrás por una cinta de cuero que le rodeaba la frente, se enroscaban con fuerza alrededor de su rostro. Contemplando al muchacho mientras trabajaba, Saryon volvió a sentir aquella punzada en su memoria, un pequeño dolor tan agudo como una espina.
Había visto un pelo como aquél, lo había admirado. Había sido hacía mucho tiempo en… en… El recuerdo estaba casi allí y entonces se esfumó. Fue en su busca de nuevo, pero no regresó y permaneció perdido entre las hojas de mohosos libros, enterrado bajo cifras y ecuaciones.
—¿Por qué me miráis así? ¿Cuánto tiempo dura el período de enfriamiento?
Saryon volvió al presente, sobresaltado.
—Lo… lo siento —dijo—. Mis pensamientos estaban… muy lejos. ¿Qué preguntabas?
—El enfriamiento…
—¡Oh, sí! Treinta minutos.
Poniéndose en pie con dificultad, se dio cuenta entonces de que no se había movido durante una hora, y decidió ir a ver si aún continuaba la tormenta. Por el rabillo del ojo, vio cómo Joram cogía un aparato para controlar el tiempo. Una buena prueba de lo abstraído que estaba Saryon fue que no le dedicara más que una mirada, a pesar de que, cuando había visto por primera vez lo que Andon denominaba un «reloj de arena», había quedado totalmente fascinado por su asombrosa simplicidad.
Sintió el frío antes de haberse acercado siquiera a la entrada de la cueva. Si antes había sido glacial, ahora era aún peor, en contraste con el calor de la fragua. Saryon podía oír otra vez el aullido del viento pero sonaba lejano, como si la fiera estuviera encadenada en el exterior, gimiendo por entrar.
Sacudiendo la cabeza, Saryon regresó apresuradamente junto a la fragua, donde Joram estaba muy ocupado limpiando todas las huellas de su extraña labor.
—¿Cuánta cantidad de piedra–oscura existe? —preguntó el catalista, observando cómo Joram recogía cuidadosamente en el interior de una pequeña bolsa los finos granos del mineral pulverizado.
—No lo sé. Encontré estas pocas piedras en las minas abandonadas que hay debajo de la casa de Andon. Según lo que leí en los libros, había un enorme depósito del mineral en algún sitio cerca de allí. Desde luego, ése es el motivo de que los Tecnólogos vinieran a este lugar después de la guerra. Planeaban volver a forjar sus armas, regresar y vengarse de aquellos que los habían perseguido.
Saryon sintió la mirada acusadora y penetrante de aquellos oscuros ojos, pero no se acobardó ante ella. Por lo que había visto en los libros, los miembros de su Orden habían tenido razón al desterrar aquel Arte Arcano y suprimir aquellos peligrosos conocimientos.
—¿Por qué no lo hicieron?
—Tenían demasiadas cosas de las que preocuparse —refunfuñó Joram—. Cosas tales como permanecer vivos. Luchar contra los centauros y otras criaturas mutadas, creadas y luego abandonadas por los Estrategas. Más tarde vinieron el hambre y las enfermedades. Los pocos catalistas que habían llegado con ellos murieron sin dejar herederos. Pronto todo lo que le preocupó a aquella gente fue sobrevivir. Dejaron de escribir su historia. ¿Para qué? Sus hijos no sabían leer, no tenían tiempo de enseñarles. La lucha por la supervivencia era demasiado desesperada. Finalmente, incluso el recuerdo de las viejas técnicas se perdió, y con ellas desapareció también la idea de volver y buscar venganza. Todo lo que queda son los cánticos de la Ceremonia del Scianc y unas cuantas piedras.
—Pero las canciones transmiten la tradición; sin duda hubieran podido utilizarlas para transmitir los conocimientos —protestó Saryon suavemente—. ¿Qué pasaría si tú estuvieses equivocado, Joram? ¿Y si esta gente se hubiera dado cuenta del horror que habían estado a punto de hacer caer sobre el mundo y hubieran escogido suprimirlo deliberadamente ellos mismos?
—¡Bah! —gruñó Joram, volviéndose del lugar donde había escondido el crisol en el montón de desperdicios—. Los cánticos guardan la clave de esos conocimientos. Era la única forma de que los sabios pudieran transmitirla, cuando vieron cómo las tinieblas de la ignorancia empezaban a cernirse sobre ellos, y eso es lo que refuta vuestra mojigata teoría, catalista. Hay claves en esas letanías para aquellos que de verdad las escuchan. De ellas es de donde saqué la idea de buscar en los libros. Para los Hechiceros —hizo un gesto señalando al poblado, más allá de las paredes de la cueva—, los cánticos no son nada, sólo palabras místicas, palabras llenas de magia y de poder quizá, pero cuando se llega al fondo, sólo son palabras.
Saryon negó con la cabeza, nada convencido.
—Seguramente debe de haber habido otros antes de ahora que se dieron cuenta de eso.
—Los ha habido —dijo Joram, la media sonrisa brillando en las profundidades de su oscura mirada—. Andon fue uno. Blachloch otro. El anciano sabía que las claves estaban allí, sabía que conducían a los libros que habían sido tan cuidadosamente conservados. —Joram se encogió de hombros—. Pero no sabía leer. Preguntadle algún día, Saryon, sobre el amargo sentimiento de frustración que lo roía por dentro. Oídle contar cómo bajaba a la mina y se quedaba allí mirando los libros, maldiciéndolos incluso, con una rabia impotente, porque sabía que en su interior estaban los conocimientos que podían ayudar a su gente, más preciosos que el tesoro del Emperador, e igual de imposible de conseguir para aquellos que no poseen la llave.
Joram hablaba con una profunda y apasionada intensidad que Saryon encontró bastante extraordinaria en aquel joven que normalmente se mostraba sombrío y reticente. Cuando mencionó la palabra llave, su mano se cerró sobre un objeto invisible, con los ojos llameando en febril excitación. El catalista se removió incómodo. Sí, ahora tenía la llave, la llave del tesoro, y el mismo Saryon le había mostrado cómo hacerla entrar en la cerradura.
—¿Qué dijiste sobre Blachloch? —preguntó, intentando desterrar aquellos inquietantes pensamientos y tratando también de apartar de su mente el hecho de que la arena se acumulaba rápidamente en la parte inferior del reloj.
—La primera vez que oyó los cánticos, según dice Andon, oyó las claves y dedujo que debían existir los libros, pero el anciano, que temía a Blachloch desde el principio, se negó a decirle dónde encontrarlos. Eso debe de haber resultado bastante frustrante para el Señor de la Guerra. —La media sonrisa casi se materializó en los labios de Joram—. Un maestro en el arte de la «persuasión» y no se atreve a utilizarlo porque sabe que todo el campamento se rebelaría contra él.
—Está esperando el momento oportuno, eso es todo —dijo Saryon casi en un susurro—. Ahora tiene a la gente tan dominada que puede hacer lo que quiera.
Joram no respondió; su mirada estaba clavada en el estuche de arcilla, aunque de vez en cuando miraba con impaciencia hacia el reloj de arena. También Saryon se quedó silencioso, sus pensamientos conduciéndole a lugares por los que preferiría no pasar todavía. El silencio se hizo tan profundo que pudo advertir lo diferente que era el sonido de la respiración de cada uno de ellos, la suya algo rápida y superficial contrastando con la de Joram, que era más profunda y regular. Empezó a imaginar que podía oír el crujir de la arena al caer a través del cuello del reloj.
La arena cayó del todo. Lentamente, casi de mala gana, Joram se puso en pie y cogió un martillo. Sujetándolo con ambas manos, se colocó encima del molde que descansaba sobre el suelo de piedra de la cueva, contemplándolo fijamente.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó de repente Saryon—. ¿Por qué te enseñó Andon los libros?
Levantando la mirada hacia el catalista, contemplándolo con aquellos ojos oscuros que ya no eran oscuros sino que relucían como si el frío material del que estaban hechos hubiera sido calentado en el carbón de la fragua, Joram sonrió, una sonrisa victoriosa, triunfante, una sonrisa que se reflejó en sus labios, aunque no fuera más que en una mueca siniestra.
—No lo hizo. No la primera vez. Simkin me los enseñó.
Levantando el martillo, Joram lo abatió sobre el molde de arcilla, haciéndolo añicos. El fuego de la fragua se reflejó anaranjado sobre su piel cuando se agachó sobre el oscuro objeto que yacía entre pedazos de arcilla y madera astillada. Estiró cautelosamente una mano que temblaba de impaciencia por cogerlo.
—Cuidado, estará caliente… —le advirtió Saryon, acercándose al objeto, atraído por una fascinación que se negaba a justificar ante sí mismo y que tampoco quería admitir.
—No está caliente —susurró Joram, atemorizado, sosteniendo la mano a poca distancia de él—. ¡Acercaos más, Saryon! ¡Venid a ver! ¡Ved lo que hemos creado!
En su entusiasmo, Joram olvidó su enemistad con el catalista y lo cogió del brazo obligándolo a acercarse.
¿Qué era lo que había esperado ver? Saryon no estaba seguro. Había visto dibujos de espadas en aquellos antiguos libros, dibujos detallados de gráciles hojas curvas, de empuñaduras vistosamente trabajadas, hechos recordando con cariño a aquellos que habían empuñado aquellas herramientas siniestras. Saryon se sorprendió de poder recordar aquellas ilustraciones con tal claridad, después de haberse dicho repetidamente que eran herramientas siniestras, instrumentos de Muerte. Sin embargo, ahora se daba cuenta, al sentirse decepcionado, que se las había estado representando en su mente, admirándolas en secreto por su delicada eficiencia. Había ansiado, quizá tanto como el muchacho, comprobar si podía emular aquella belleza.
Habían fracasado. Retrocediendo con repugnancia, Saryon se desasió de Joram. Aquella cosa que reposaba sobre el suelo de piedra no era hermosa. Era fea; una herramienta siniestra, un instrumento de Muerte, en lugar de una brillante y resplandeciente hoja de luz.
Saryon se dio cuenta de que las espadas representadas en los antiguos libros eran el resultado de siglos de esfuerzos y aprendizaje. Joram no era más que un principiante, sin experiencia, sin la técnica ni los conocimientos necesarios, sin nadie que le enseñara. La tosca espada que acababa de forjar esa noche podría muy bien haberla esgrimido, mil años antes, algún salvaje y bárbaro antepasado suyo.
Estaba hecha de un sólido pedazo de metal, empuñadura y hoja hechas de una sola pieza, sin gracia ni forma. La hoja era recta y apenas si se la podía distinguir de la empuñadura. Un corto travesaño de cantos redondeados separaba ambas partes. La empuñadura aparecía ligeramente redondeada, para encajar en la mano. Joram le había añadido una protuberancia en el extremo en un intento por equilibrarla, al haber calculado Saryon que aquello sería necesario para poder manejar el arma eficazmente.
La espada era tosca y fea. Sin embargo, Saryon hubiera podido enfrentarse a aquello de una manera lógica. Pero en aquella espada había algo aún más horrendo, algo diabólico: el pomo redondeado de la empuñadura unido al largo cuello de la empuñadura misma, junto con los cortos y toscos brazos que formaban la cruz, y el estrecho cuerpo de la hoja, convertían aquella arma en una macabra parodia de un ser humano.
La espada yacía a sus pies como un cadáver, como la personificación del pecado cometido por el catalista.
—¡Destrúyela! —jadeó con voz ronca, y tendía la mano para cogerla, con la loca idea de arrojarla en pleno corazón de aquellos carbones ardientes, cuando Joram lo apartó de un empujón.
—¿Estáis loco?
Perdiendo el equilibrio, Saryon se tambaleó hacia atrás yendo a dar contra un montón de moldes de madera.
—No, estoy cuerdo por primera vez en mucho tiempo —gritó con voz hueca, levantándose—. Destrúyela, Joram. ¡Destrúyela, o ella te destruirá a ti!
—¿Vais a entrar en el negocio de adivinar el futuro? —le gruñó Joram furioso—. ¡Le haréis la competencia a Simkin!
—No necesito cartas para ver el futuro en esa arma —dijo Saryon, señalándola con una mano temblorosa—. ¡Mírala, Joram! ¡Mírala! ¡Tú estás Muerto, pero la vida palpita y corre por tus venas! ¡Te preocupas, sientes! ¡La espada está muerta! Y traerá únicamente muerte.
—¡No, catalista! —le contestó Joram, sus ojos tan negros y fríos como la espada—. Porque vos le vais a dar Vida.
—No.
Saryon negó resueltamente con la cabeza. Envolviéndose en sus ropas, buscó las palabras precisas para discutir con Joram y hacerlo entrar en razón, pero no podía ver nada, ni pensar en nada, únicamente en la espada que estaba allí sobre el suelo, rodeada de los desperdicios que habían sobrado en su fabricación.
—Le daréis Vida, Saryon —repitió Joram con suavidad, levantando la espada torpemente en su mano. Algunos pedazos de arcilla estaban todavía adheridos a su superficie. De su cuerpo sobresalían delgados tentáculos de metal, en aquellos lugares donde la líquida aleación se había introducido en pequeñas grietas del molde—. Vos tenéis mucha razón al hablar de la muerte, catalista. Es verdad. Esto —agitó la espada con dificultad, casi a punto de dejarla caer, ya que su peso hacía que se le doblase la muñeca— está muerto. Reparte muerte. Pero es una hoja de doble filo, Saryon. También reparte vida. Representará la vida para Andon y su gente, sin mencionar a todos los otros que están por ahí, a quienes Blachloch planea explotar.
—¡A ti no te importa nada de eso! —le acusó Saryon, respirando pesadamente.
—Quizá no —siguió Joram, indiferente. Se enderezó, echando hacia atrás la rizada melena negra para apartarla de su rostro, y miró fijamente a Saryon, sin mostrar la menor expresión en sus oscuros ojos—. ¿A quién le importa? ¿Al Emperador? ¿A vuestro Patriarca? ¿Qué hay de su dios, también? No, sólo a vos, catalista. Y ésa es vuestra desgracia, no la mía. Y porque vos os preocupáis, haréis esto por mí.
A Saryon se le pegaba la lengua al paladar. Las palabras bullían en su cerebro pero no encontraba forma de expresarlas. ¿Cómo podía aquel muchacho penetrar las mismas tinieblas de su alma?
Al ver la expresión agonizante del catalista y su desorbitada mirada, Joram volvió a sonreír, con aquella extraña sonrisa sin brillo.
—Vos decís que hemos traído la muerte al mundo —siguió, encogiéndose de hombros—; yo digo que la muerte ya existía en el mundo, y nosotros hemos traído la vida.
La espada estaba sobre el yunque. Joram la había vuelto a colocar sobre las brasas, calentándola hasta que el metal se volvió maleable. El arma brillaba con un fulgor rojizo, tomando las propiedades del hierro que había en la aleación, más que de la piedra–oscura de fulgor blanquecino. En aquellos momentos, el joven golpeaba los cantos de la hoja para afilarlos, con estruendosos martillazos. Una vez que el arma estuviera templada, utilizaría una rueda de piedra para afilar la punta y el filo de ambos lados.
Saryon observaba cómo Joram trabajaba con la mente trastornada, y los ojos vidriosos escociéndole, mientras en su cabeza resonaba aquel martilleo que le sacudía todo el cuerpo.
Vida… muerte… vida… muerte… Cada martillazo, cada latido de su corazón, lo sacaba a relucir. Saryon había estado equivocado. La espada no estaba muerta, ahora se daba cuenta. Estaba viva, terriblemente viva, retorciéndose y sacudiéndose, pareciendo disfrutar con cada golpe. Aquel ruido destrozaba los nervios, pero cuando Joram arrojó finalmente a un lado el martillo, el silencio resultó más fuerte y más doloroso que los golpes del martillo. Cogiendo la espada firmemente con unas tenazas de hierro, Joram le echó una torva mirada al catalista. Encorvado en sus ropas, con aspecto desdichado, Saryon tiritaba con un sudor frío.
—Ahora, catalista —dijo Joram—. Otórgame Vida.
Hablaba con voz burlona, imitando a Blachloch.
Saryon cerró los ojos, pero aún podía ver el rojo fuego de la fragua grabado en sus párpados. Parecía como si su visión nadara en sangre. La imagen de Joram estaba allí, una confusa mancha oscura, mientras que el arma que empuñaba resplandecía con un llamativo color verde. Aparecieron unas imágenes en medio de las llamas y la sangre: el joven Diácono moribundo; Andon atado a un poste de madera, con el cuerpo doblándose bajo los golpes; Mosiah corriendo, pero no lo suficientemente deprisa como para sacudirse de encima a sus perseguidores.
Yo digo que la muerte está en el mundo…
Saryon vaciló. Otras imágenes pasaron por su mente: el Patriarca conduciendo al diminuto Príncipe a la muerte, todos aquellos niños a los que él mismo había enviado a la muerte «por el bien del mundo».
Quizás el mundo había existido únicamente en cada uno de aquellos niños.
Alrededor de Saryon todo era quietud y silencio. Podía oír los propios latidos de su corazón, como un martilleo ahogado, y supo que para él, el mundo existía ahora sólo en Mosiah, en Andon y en los niños de aquel poblado campesino que habían visto cómo sus casas se quemaban. Respirando profundamente, Saryon invocó la magia.
El catalista sintió cómo penetraba en su cuerpo, haciéndole sentir el Hechizo y, al mismo tiempo, exigiendo una salida. Se levantó lentamente de la silla donde había estado sentado y se acercó colocándose frente a Joram.
—Coloca la espada en el suelo delante de mí —intentó decir Saryon, pero las palabras resultaron inaudibles.
Obedeciendo más por instinto que porque lo hubiera entendido, Joram colocó la espada a los pies del catalista.
De la misma manera que se arrodillaba para la Ceremonia del Alba, de la misma manera que se arrodillaba para los Rezos Vespertinos, de la misma manera que se arrodillaba ante Almin, que estaba muy lejos, asistiendo a los oficios en El Manantial, Saryon se arrodilló sobre el pétreo suelo ante la espada. Tendiendo una mano temblorosa, sujetó la empuñadura. Su carne pareció encogerse cuando la tocó; temió que lo quemara, pero la mágica aleación se había vuelto ya fría y rígida. El frío penetrante del hierro se precipitó por su brazo, asestándole un golpe en el corazón. Saryon, sin embargo, sujetó la espada con fuerza, animado por una fuerza de espíritu que superaba la debilidad de la carne.
Con un apagado suspiro, Saryon repitió la oración que acompañaba al proceso de transferir Vida, y sintió cómo la magia fluía desde el mundo, recorriéndole todo el cuerpo hasta desembocar en aquel pedazo muerto de metal creado por el hombre.
Mientras la asía, la espada empezó a refulgir de nuevo, esta vez con el blanco fulgor de la fundida piedra–oscura. Brillaba cada vez con más fuerza, como si estuviera al rojo vivo y fuera a disolverse en cualquier momento a través de la piedra sobre la que descansaba; sin embargo, su tacto seguía siendo helado. El catalista sujetaba aún la empuñadura.
¡No podía soltarla! ¡No podía cerrar el conducto que había abierto hacia la espada! Como si de un ser Vivo se tratara, la espada absorbió la magia que había en él, dejándolo sin nada, luego lo utilizó para seguir absorbiendo la magia de todo lo que la rodeaba. Haciendo esfuerzos por respirar, sintiéndose cada vez más y más débil, Saryon intentó arrancarse la espada de la mano, pero no pudo moverla.
—¡Joram! —gritó en un susurro—. ¡Ayúdame!
Pero Joram tenía los ojos clavados en la espada, su frío y pálido resplandor era tal que parecía como si la luna se hubiera escapado de entre las nubes de tormenta y hubiera ido allí a reinar.
Perdiendo el conocimiento, Saryon cayó al suelo, su mente quedó sumida en un estupor mientras la magia penetraba en él, lo atravesaba y salía de él con una fuerza que se estaba llevando con ella su propia Energía Vital. La oscuridad se cerró a su alrededor en el mismo momento en que la luz empezaba a brillar aún con más fuerza.
Y entonces unos fuertes brazos lo levantaron y unas fuertes manos lo arrastraron por el suelo, apoyándolo contra algo que se sentía demasiado mareado y aturdido para reconocer. No podía ver. Una luz brillante lo cegaba. ¿Dónde estaba la espada? La blanca luz parecía que estaba muy lejos de él, en el centro de la cueva, y sin embargo, le parecía también como si siguiese sujetando aún aquel frío metal y fuera a seguir sujetándolo siempre, eternamente.
Saryon podía oír de nuevo el viento en el exterior, y sentir su frío aliento en la mejilla. Debía de estar tendido cerca de la entrada de la cueva, pensó confusamente, y en ese momento el sonido del viento quedó ahogado por un fuerte siseo. Abriendo los ojos, horrorizado, vio cómo Joram sumergía la fría y, a la vez, abrasadora espada en la pila del agua. Una nube de blanco y fétido vapor se alzó ante él, como un fantasma que abandona su cuerpo sin vida.
Saryon volvió a cerrar los ojos, con su mente demasiado fatigada para absorber nada más. La luz, la niebla, el rostro lívido de Joram, todo se entremezcló en un turbulento y asfixiante vórtice. Lo invadieron las náuseas, sintió un peso en el estómago y se dio cuenta de que iba a vomitar. Desplomándose totalmente sobre el suelo, apretó la febril mejilla contra la fría piedra, anhelando respirar aire fresco.
Por encima del siseo de aquella agua hirviente y burbujeante, le llegó la voz de Joram susurrando en una invocación casi reverencial:
—La Espada Arcana…