—Vamos, vieja bruja, ve un poco más rápido. ¡Si tardas mucho más, la cena se convertirá en desayuno!
La anciana a quien iban dirigidas estas palabras no contestó, ni tampoco pareció moverse más deprisa. Arrastrando los pies mientras iba y venía de la mesa a la chimenea, llevando verduras en el delantal, las arrojó en un puchero que colgaba de un gancho sobre el fuego. Recostado en una silla junto a una mesa que había arrastrado colocándola cerca de la ventana, el centinela vigilaba todas aquellas acciones refunfuñando, dividiendo su atención entre la anciana, el puchero que borboteaba sobre el fuego —del que salía un fuerte olor a cebolla— y la prisión que había al otro lado de la calle.
Una luz muy tenue brillaba a través de la ventana de la prisión, la luz de un débil fuego. De vez en cuando, el guarda podía ver borrosas siluetas que cruzaban por delante de la ventana yendo de un lado a otro. No había nadie por la calle aquella noche; nadie iba a visitar a los prisioneros, y los prisioneros tampoco habían hecho intención de querer salir, cosa que les agradecía. No era una noche para estar en la calle. Una fría y oblicua lluvia chocaba contra el barro de la calle como una lluvia de lanzas, un granizo agudo como puntas de flecha golpeaba las ventanas de las casas, mientras el viento, encabezando aquel violento ataque, gemía y aullaba como una horda de demonios.
—Es idiota mantener a un hombre aquí esta noche —masculló el centinela—. Ni siquiera el Príncipe de los Demonios saldría en medio de una tormenta como ésta. ¿No está listo eso todavía, vieja?
Volviéndose a medias en su silla, levantó la mano como si fuera a abofetear a la mujer. Ésta, que era ligeramente sorda y no veía demasiado bien, siguió sin prestarle atención, y el centinela estaba ya poniéndose en pie cuando lo sobresaltó el repiqueteo del cerrojo de la puerta.
—¡Abrid ahí dentro! —gritó una horripilante voz, tan estridente como el viento.
El centinela dirigió una veloz mirada al otro lado de la calle. La débil luz seguía brillando en la prisión, pero no se veía ninguna sombra en las ventanas.
—¡Eh! ¡Eh! —volvió a gritar la voz.
Aquello fue seguido por una serie de golpes y patadas contra la puerta, que pareció como si fueran a derribarla.
El centinela no poseía precisamente una gran imaginación ni tampoco una gran inteligencia. Habiendo conjurado mentalmente, por así decirlo, al Príncipe de los Demonios, el centinela descubrió, al igual que muchos magos, que era muy difícil hacerlo marchar. El que aquel caballero hubiera ido a reclamar su alma no le pareció imposible, ya que era lo que su madre, a la que sólo recordaba vagamente, le había dicho que sería indudablemente su destino. Poniéndose en pie, miró por la ventana intentando ver a aquel visitante, pero no pudo distinguir nada a excepción de una confusa sombra.
—¡Abre la puerta! —le gritó el centinela a la anciana, ocurriéndosele la peregrina idea de que a lo mejor el Príncipe podría no ser excesivamente escrupuloso en cuanto al alma que se llevaba. Pero la atención de la anciana se concentraba únicamente en el estofado, ya que no había oído ni el grito ni el golpe en la puerta.
—¿Hay alguien en casa? —dijo la voz, y el repiqueteo aumentó.
Al oír esto, el centinela sintió brillar un poco de esperanza en su interior. Apartándose de la ventana de modo que no pudiera ser visto, consideró que a lo mejor aquel visitante no deseado se iría. Para asegurarse de ello, le hizo varias señales a la anciana, indicándole que siguiera con su trabajo sin hacer caso.
Desgraciadamente, sus frenéticos ademanes consiguieron lo que todo el griterío del pueblo no hubiera conseguido: llamaron la atención de la mujer. Al ver que el centinela señalaba la puerta, asintió con la cabeza y, arrastrando los pies, se dirigió hacia ella y la abrió.
Una ráfaga de viento helado y lluvia, una punzante avalancha de granizo y una enorme figura peluda se precipitaron en el interior de la habitación simultáneamente. Pero sólo se permitió permanecer en ella a uno sólo de los visitantes nocturnos. Dándose la vuelta, la peluda figura apoyó su hombro en la puerta y, con la ayuda de la anciana, la cerró a los helados intrusos.
—¡Por la muerte de Almin! —juró una voz sepulcral, sonando ligeramente apagada bajo la piel bordeada de escarcha—. ¡Hubiera podido morir ahí en la puerta! Y yo que he venido especialmente por ti.
Ante aquella confirmación de sus temores, aunque había esperado ver algo más terrible con cola y cuernos, el centinela sólo pudo farfullar de forma incoherente hasta que la figura se quitó el sombrero y lo arrojó al suelo con otro juramento.
Éste fue correspondido por otro juramento del centinela.
—Simkin —masculló, dejándose caer sobre la silla, temblándole las piernas de alivio.
—Así que éste es el agradecimiento que recibo, después de estar a punto de morir de frío para traerte un poco de alegría —dijo Simkin con un gesto de desprecio, lanzando un pellejo de cerveza sobre la mesa frente al centinela.
—¿Qué es esto? —exigió el hombre, receloso.
—Una cosita que envía nuestro querido amigo Blachloch —dijo el muchacho, con un desenfadado movimiento de la mano mientras se colocaba junto al fuego—. Una porción del botín capturado, una recompensa por un buen trabajo, para que brindes por el saqueo, el pillaje y el robo, y todo ese tipo de cosas.
El rostro del centinela se iluminó.
—Bueno, eso está muy bien, muy bien —contestó, mirando el pellejo de cerveza codiciosamente y frotándose las manos. Un pensamiento le vino de repente a la cabeza, y miró a su alrededor entrecerrando los ojos—. Escucha —dijo hoscamente, observando a Simkin, que parecía muy interesado en el guiso que se estaba cociendo—. No puedes quedarte. Estoy de guardia y no se me puede molestar.
—Créeme, querido amigo, no me quedaría aquí ni por todos los monos domesticados de Zith–el. —Simkin olfateó el ambiente y, haciendo aparecer el pedazo de seda naranja, se lo colocó sobre la nariz—. Te puedo asegurar que el olor a cebolla y a patán que no se baña jamás no me atrae en absoluto. Soy un recadero, eso es todo, y permaneceré aquí el tiempo suficiente para entrar en calor o perecer asfixiado por esta peste, lo que sea que me suceda primero. En cuanto a tu guardia —lanzó una mirada de desdén por la ventana—, si me preguntas a mí, te diré que es una completa pérdida de tiempo.
—No te he preguntado, pero en eso tienes razón —dijo el centinela, recostándose cómodamente, nada perturbado por los insultos de Simkin ahora que se había asegurado de que el joven no compartiría su comida—. Puedo entender que soporte al catalista y se asegure de que se comporta como debe, pero un buen trancazo en la cabeza y un chapuzón en el río acabaría con ese crío bastardo de negros cabellos. Por qué Blachloch le aguanta me resulta totalmente incomprensible.
—Sí, claro —murmuró Simkin en tono aburrido, sus ojos fijos en el centinela, que estaba sacando el corcho del pellejo—. Bien, regreso a la noche, como se dice. Cuidaos, abuelita —le susurró el joven—. Idos temprano a la cama y, cuando lo hagáis, aseguraos de apagar la luz.
Simkin subrayó aquello último con un guiño y un movimiento de cabeza en dirección al centinela, que estaba oliendo la cerveza y lamiéndose los labios. Mirándolo con ojos repentinamente astutos y penetrantes, la anciana sonrió y agitó la blanca cofia; luego se volvió para servir el estofado, sus oídos sordos a todo lo que no fueran susurros, según parecía.
Animado por la visión del centinela llevándose el pellejo a los labios, Simkin salió apresuradamente a la calle en medio de la tormenta y la atravesó. No pudiendo ver apenas a causa de la oscuridad, la lluvia, el granizo y su enorme gorro de piel, no tardó en colisionar con otra persona.
—¡Simkin! ¡Mira por dónde vas! —gruñó con alivio una voz irritada.
—¡Caramba, Mosiah! ¡Así que después de todo no te atreviste a aventurarte en la región salvaje! No, no en la puerta, ese animal aún está vigilando. Ven por aquí a esta parte que está en sombras. Espera…
—¿Esperar qué? ¡Me estoy helando! No has…
—¡Ah!, ahí está la señal.
La luz de la casa del centinela se apagó, dejándola sumida en la oscuridad a excepción del resplandor del fuego. Saliendo a toda velocidad de una esquina de la prisión, Simkin golpeó la puerta, que se abrió inmediatamente.
Precipitándose en su interior, Simkin arrastró a Mosiah con él, y Joram cerró la puerta de golpe detrás de ellos.
—Vaya una nochecita que habéis escogido para hacer esto —dijo Simkin, castañeteándole los dientes.
—Lo sé —repuso Joram, impávido desde la oscuridad de la helada habitación—. Con la niebla y la lluvia no se verá la luz de la forja.
—Tampoco importará si se ve —musitó Mosiah, que permanecía encorvado y tiritando junto a la puerta—. He hablado con el herrero. Ha hecho correr la voz entre los hombres de Blachloch de que algunos de sus trabajadores podrían trabajar esta noche, para recuperar el tiempo perdido durante la incursión. No te preocupes —siguió Mosiah al ver que Joram fruncía el entrecejo—. No le conté nada, y él no me preguntó. Sus hijos estaban con nosotros cuando se incendió el pueblo. Han hecho el juramento. Puedes… Bueno, no importa —Mosiah se interrumpió.
—¿Puedo qué? —preguntó Joram.
—Nada —refunfuñó entre dientes Mosiah. «Puedes confiar en él», era lo que había estado a punto de salir de los labios de Mosiah, pero, al ver la sombría y fría expresión de Joram, sacudió la cabeza.
La media sonrisa iluminó los ojos castaños igual que si fuera la luz de las mortecinas brasas. Joram sabía lo que su amigo había estado a punto de decir y por qué no lo había dicho.
—¿Qué hay del centinela?
—Ese animal ya está en su corral —informó Simkin, muy satisfecho de aquel verso que había estado componiendo durante toda la tarde—. Yo… ¡Oh, buenas noches, Padre! No os había visto, ahí escondido entre las sombras. ¿Practicando? ¿Sabéis una cosa?, tenéis muy mal aspecto. ¿Os sigue molestando el resfriado? Yo ya me he quitado el mío de encima, afortunadamente. Blachloch y un resfriado de cabeza serían mucho más de lo que yo podría soportar…
Saryon no dijo nada. Ni siquiera había oído a Simkin. No podía oír nada a causa del sonido del viento, que merodeaba alrededor de la casa como un animal de presa anhelante por la sangre que ha olido en su interior.
Una vez, mucho tiempo atrás, Saryon había oído hablar al viento. Sólo que entonces había susurrado: «El Príncipe está Muerto… El Príncipe está Muerto…» y su voz había sonado triste y pesarosa. Ahora chillaba y gemía: «¡Muerto, Muerto, Muerto!» en una especie de insensato regocijo, deleitándose en atormentarlo en su caída.
—Saryon…
El viento le habló, llamándolo por su nombre, convocándolo…
—¡Saryon!
Parpadeó, sobresaltado.
—Lo… lo siento —murmuró—. Estaba… sólo… ¿Es la hora?
—Sí —la voz de Joram sonaba fría e inexpresiva. La del viento había sonado más enérgica—. Simkin se ha ido. No debemos retrasarnos más.
—Tened, Padre, vos necesitaréis abrigaros más que yo —dijo Mosiah, luchando por despojarse de su capa mojada.
—Ya entrará en calor con bastante rapidez en la herrería —masculló Joram, enojado por el retraso.
Sin prestarle atención a Joram, Mosiah hizo caso omiso de las confusas protestas de Saryon y ayudó al catalista a ponerse la capa sobre sus raídas ropas.
—¿Estáis ya listo, por fin? —preguntó Joram y, sin esperar una respuesta, abrió cautelosamente la puerta y miró a la calle.
Como era de esperar, sus únicos ocupantes eran la lluvia, el granizo y el viento. Agarrando una capa que Mosiah le entregó en el último momento —no habría sido capaz de salir con aquel tiempo glacial sin ninguna protección—, Joram se la colocó descuidadamente sobre los hombros y salió en medio de la tormenta, cuya furia parecía reflejarse en el rostro del muchacho.
Moviéndose lentamente, Saryon lo siguió.
—Que Almin os acompañe —oyó susurrar muy bajo a Mosiah.
Saryon sacudió la cabeza.
Como si hubiera estado esperando a que apareciese, el viento rugió sobre el catalista. Las heladas zarpas de la lluvia le atravesaron la capa y las ropas con facilidad; el pedrisco le hincó sus afilados dientes en la carne. Pero el viento no tenía intención de devorarlo, parecía. Pisándole los talones, jadeaba a sus espaldas, empujándolo hacia adelante, echándole su frío aliento sobre el cuello. Saryon tuvo la vaga impresión de que si intentaba desviarse de aquel tenebroso sendero por el que se movía, el viento se precipitaría para interceptarle y cortarle el paso, mordiéndole los desnudos tobillos, sus agudos colmillos convirtiéndose en una amenaza y un recordatorio.
Muerte, Muerte, Muerte…
—¡Demonio, Padre, mirad por dónde vais! —exclamó Joram, impaciente, con voz cascada; pero su fuerte brazo sostuvo a Saryon, quien en su miseria y desesperación había estado a punto de caer, sin darse cuenta, en una hondonada llena de agua helada.
—No falta demasiado —siguió Joram.
Mirando al joven a través de la torrencial lluvia, Saryon se dio cuenta de que Joram tenía los dientes apretados, no a causa del frío que producía la tormenta sino por la excitación que bullía en su interior. Y, como conjurada por la voz del joven, la caverna donde estaba situada la herrería se alzó de la oscuridad ante ellos, con el rojizo resplandor de sus ascuas contemplando a Saryon como si se tratara de los ojos de la criatura que lo había estado persiguiendo.
Joram empujó a un lado la pesada puerta de madera para que pudieran entrar. Saryon hizo un movimiento para penetrar en su interior, y el calor y la paz que se respiraban en aquella oscuridad iluminada por el fuego lo atrajeron hacia el interior. Entonces vaciló. Podía dar media vuelta y huir. Volver a su Iglesia. Obedire est vivere. Vivere est obedire. ¡Sí! ¡Era tan simple! Obedecería. ¿No era eso lo que los catalistas había hecho durante siglos, obedecer sin hacer preguntas?
Pero el viento simplemente se rió de él, burlándose, y Saryon se dio cuenta de que la tormenta había sido la base de su vida, alzándose desde aquel primer susurro hasta aquel aullido de triunfo. Levantándole los faldones de la túnica, el viento tiró de él por ambos lados y lo empujó desde atrás hasta que, con un definitivo y salvaje aullido, lo lanzó por encima de la pequeña repisa de piedra, enviándolo al interior de las rojizas tinieblas.
A su espalda, Joram arrastró de nuevo la pesada puerta cerrándola, luego se dirigió apresuradamente a su trabajo. De pie junto a la fragua, relajándose a su calor, Saryon miró a su alrededor con una fascinación que ya no podía negar. Extrañas herramientas brillaban bajo el resplandor de las brasas que ardían con más fuerza ahora que Joram, accionando el fuelle, las había avivado. Las criaturas nacidas de aquella ardiente unión atestaban el suelo, herraduras, bocados, clavos rotos, cuchillos a medio terminar, pucheros de hierro. Absorto en su trabajo, Joram no le prestaba atención al catalista. Saryon, sentándose, cuidando de mantenerse apartado para no molestar al joven, se dedicó a escuchar la violenta respiración del fuelle y se dio cuenta de repente de que ya no oía el viento.
La tormenta seguía rugiendo, aumentando su furia, debido, quizás, a que celebraba su triunfo sobre el catalista. El viento bramaba por las calles, arrancando ramas de los árboles, tejas de los tejados. La lluvia llamaba amenazadora a todas las puertas y el granizo golpeaba contra las ventanas. No obstante, aquellos que estaban en el interior del gran edificio de ladrillo situado sobre la colina dominando el poblado de los Tecnólogos ignoraban tranquilamente la tormenta. Absortos en la complejidad de los juegos —y se estaba jugando a más de un juego— prestaban muy poca atención a los caprichos de la naturaleza que ocurrían en el exterior, estando como estaban mucho más preocupados por los que tenían lugar en el interior.
—Reina de Copas, un triunfo. Ésa se lleva a tu Caballero, Simkin, y las dos bazas siguientes son mías, creo. —Blachloch depositó una carta sobre la mesa y, echándose hacia atrás en su silla, se quedó mirando a Simkin con expectación—. ¿Qué tal les va a nuestros prisioneros? —preguntó sin darle importancia el Señor de la Guerra.
Mirando la carta que tenía ante él con consternación, Simkin contempló su mano pensativamente.
—Conspirando contra vos, ¡oh Ser Victorioso! —contestó, encogiéndose de hombros.
—¡Ah! —Blachloch sonrió ligeramente, pasándose la punta del dedo por el rubio bigote—. Ya me lo imaginaba. ¿Qué están urdiendo?
—Mataros, y ese tipo de cosas —replicó Simkin. Levantando los ojos hacia Blachloch con una dulce sonrisa, colocó una carta sobre la Reina del Señor de la Guerra—; sacrificaré ésta para proteger a mi Caballero.
Blachloch crispó su inexpresivo rostro y comprimió los labios, haciendo que el bigote se convirtiera en una delgada y recta línea.
—¡El Bufón! ¡Esta carta ya ha salido antes!
—¡Oh!, no, querido amigo —dijo Simkin con un bostezo—. Debéis de estar equivocado…
—Yo nunca me equivoco —replicó Blachloch con frialdad—. He seguido la salida de las cartas con la mayor atención. El Bufón ya ha sido jugado, te lo aseguro. Drumlor lo sacrificó para proteger a su Rey…
El Señor de la Guerra miró a su hombre en busca de confirmación.
—S… sí —tartamudeó Drumlor—. Yo… yo… Quiero decir…
Habiendo sido invitado a jugar para que pudieran ser tres, a Drumlor no le gustaba ni le interesaba aquel juego. Como a la mayoría de los otros guardas, Blachloch le había enseñado a jugar para que así el Señor de la Guerra pudiera tener alguien con quien jugar. Aquellas noches se convertían en horripilantes experiencias para el pobre Drumlor, quien apenas si recordaba cuál era la última carta que había jugado, y mucho menos una jugada diez manos antes.
—Realmente, Blachloch, el único Bufón que ese imbécil recuerda es el que vio esta mañana cuando se miró al espejo. ¡Además, si os vais a poner de malhumor, repasad todas las manos! De todas formas no importa. —Simkin lanzó sus cartas sobre la mesa—. Me habéis derrotado. Siempre lo hacéis.
—No es el ganar —comentó Blachloch, dándole la vuelta a las cartas de Simkin y seleccionándolas—, es el juego, los cálculos, la estrategia, la habilidad para derrotar al oponente. Deberías saber eso, Simkin. Tú y yo jugamos por amor al juego, ¿no es verdad, amigo mío?
—Puedo asegurároslo, querido señor —dijo Simkin lánguidamente, recostándose en su silla—, el juego es la única razón por la que continúo existiendo en este pedazo de hierba y arena que llamamos mundo. Sin él, la vida sería tan aburrida, que más le valdría a uno enroscarse en un ovillo y dejarse caer en el río.
—Yo te evitaré esa molestia algún día, Simkin —repuso suavemente Blachloch, clasificando las diferentes manos jugadas, y pasando las cartas con rápidos y diestros movimientos de sus delgadas manos—. No tolero a aquellos que, equivocadamente, creen que pueden vencerme.
Con un rápido movimiento de muñeca, el Señor de la Guerra arrojó una carta a Simkin. En aquellos momentos, había dos cartas con el Bufón sobre la mesa.
—No es culpa mía —dijo Simkin con voz dolida—. Después de todo, es vuestra baraja. No me sorprendería que fueseis vos quien intentara hacerme trampas a mí. —El joven sorbió por la nariz y el pañuelo de seda naranja apareció en su mano. Simkin se sonó la nariz delicadamente—. Hace una noche horrible ahí fuera. Creo que me he resfriado.
Una ráfaga de viento extraordinariamente fuerte golpeó en la casa, haciendo que las vigas crujieran. En algún sitio, cerca de allí, sonó un fuerte estrépito, una rama de un árbol se había roto y caído al suelo. Barajando las cartas, Blachloch echó una ojeada por la ventana. Su mirada se paralizó bruscamente.
—Hay luz en la herrería.
—¡Oh!, eso —dijo Drumlor, sobresaltado. Había estado dando cabezadas, mientras su cuerpo iba resbalando de la silla con gran regocijo por parte de Simkin. Dándose cuenta, el hombre se enderezó con dificultad—. El herrero tiene a algunos hombres… trabajando hasta tarde.
—Ya —dijo Blachloch. Apilando las cartas con pulcritud, las deslizó hasta Simkin—. Tú das. Y recuerda, te vigilo. ¿Cuál de los hombres está trabajando?
—Joram —dijo Simkin, pasándole las cartas a Drumlor para que cortara.
Un músculo se crispó en la mejilla de Blachloch, y sus ojos se entrecerraron. La mano que había estado descansando con negligencia sobre la mesa se puso en tensión, los dedos curváronse ligeramente sobre sí mismos.
—¿Joram? —repitió.
—Joram. Un jugador muy poco prometedor, ya que lo mencionamos —dijo Simkin, bostezando—. Demasiado impaciente. A menudo se lo puede engatusar para que juegue sus triunfos, en lugar de guardárselos para más adelante, cuando le serían de más utilidad.
Disponiéndose a repartir, la atención de Simkin estaba puesta en Blachloch, no en las cartas.
—¿Qué hay del catalista? —preguntó Blachloch, mirando por la ventana aquel llameante punto rojo que brillaba en la caverna, parpadeante, oscurecido por la torrencial lluvia y el granizo.
—Es un jugador mucho más experto, aunque uno no lo pensaría así al verlo —replicó Simkin en voz baja, barajando de nuevo las cartas con aire ausente—. Saryon juega según las reglas, amigo mío. —Una sonrisa apareció en los labios de Simkin—. Os propongo que no juguemos más. Empiezo a encontrar este juego mortalmente aburrido.
Drumlor lanzó a Simkin una mirada de profundo agradecimiento.
—Os diré la buenaventura en lugar de ello, ¿queréis? —le preguntó el joven a Blachloch con indiferencia.
—Ya sabes que no creo en eso… —Apartando la mirada de la ventana, Blachloch tuvo una fugaz visión del rostro de Simkin—. Muy bien —dijo con brusquedad.
El viento se levantó de nuevo. La lluvia entró por la chimenea, siseando al caer sobre el fuego. Acomodándose en su silla, Drumlor cruzó las manos sobre el estómago y volvió a dejarse llevar por el sueño. Simkin le pasó las cartas a Blachloch.
—Cortadlas…
—Sáltate esas tonterías —le replicó fríamente el Señor de la Guerra—. Acaba de una vez.
Encogiéndose de hombros, Simkin volvió a tomar las cartas.
—La primera carta es vuestro pasado —dijo, dándole la vuelta. Una figura mitrada aparecía sentada entre dos columnas—. El Sumo Sacerdote. —Simkin enarcó una ceja—. Vaya, esto es un poco extraño…
—Continúa.
Con un gesto de indiferencia, Simkin volvió la segunda carta.
—Éste es vuestro presente. El Mago Invertido. Alguien que es mago pero no es…
—Ya las interpretaré por mí mismo —dijo Blachloch, manteniendo los ojos clavados en las cartas.
—El futuro… —Simkin le dio la vuelta a la tercera carta—. El Rey de Espadas.
Blachloch sonrió.