____ 06 ____

—No puede hacerse —dijo Saryon, levantando la mirada del libro que estaba leyendo, su rostro pálido y cansado.

—¿Qué queréis decir con que no puede hacerse? —exigió Joram, dejando de pasear arriba y abajo, y yendo a colocarse junto al catalista—. ¿Es que no lo entendéis? ¿No sabéis matemáticas? ¿Nos falta alguna cosa? ¿Algo de lo que no nos hemos dado cuenta? Si es así…

—Digo que no puede hacerse porque no lo voy a hacer —dijo Saryon con voz fatigada, apoyando la cabeza en la mano. Hizo un gesto señalando el libro—. Lo comprendo —continuó con voz sepulcral—. Lo comprendo demasiado bien. ¡Y no lo haré! —Cerró los ojos—. No lo haré.

Joram torció el gesto, furioso, apretando los puños, y por un momento pareció como si fuera a golpear al catalista. Se controló con un visible esfuerzo y, dando otra vuelta a la pequeña y subterránea cámara, hizo un esfuerzo por calmarse.

Al oír alejarse a Joram, Saryon abrió los ojos, yendo a caer su melancólica mirada sobre los numerosos volúmenes de piel, encuadernados a mano, que reposaban pulcramente ordenados sobre unas estanterías de madera de construcción tan tosca que parecían hechas por niños. Un primer ejemplo de trabajo de carpintería hecho sin utilizar la magia, supuso el catalista. Sentía la cólera de Joram —emanaba de él como una ola de calor emana de la fragua— y Saryon se quedó allí sentado, tenso y expectante, esperando el ataque, verbal o físico. Pero no llegó ninguno de los dos. Únicamente un silencio que parecía a punto de explotar y el ininterrumpido y acompasado ir y venir del joven, paseando su frustración. Saryon suspiró. Casi hubiera preferido un arrebato de ira. Aquella serenidad en alguien tan joven, aquel control sobre una naturaleza que evidentemente se encontraba en un estado de total confusión, era aterrador.

¿De dónde vendría?, se preguntó Saryon. No de sus padres, desde luego, quienes, si eran ciertos los rumores, se entregaron a pasiones tales, que provocaron su ruina. Quizás aquél era una especie de intento de dar una compensación al padre de Joram, tendiendo hacia él sus manos de piedra. O también existía la posibilidad de que hubiera llegado hasta Saryon surgiendo de la oscuridad, del dolor de su herida. Aquella que había dejado fuera, aquella en la que nunca volvería a pensar…

Saryon sacudió la cabeza con enojo. Qué tontería. Era la influencia de aquella habitación, tenía que serlo.

Joram se sentó en una silla junto a él.

—Muy bien, Saryon —dijo; su voz era fría y serena—, decidme qué es lo que debe hacerse y por qué no lo haréis.

El catalista volvió a suspirar. Levantando la cabeza, volvió a mirar el libro colocado ante él, sobre la mesa. Sonriendo tristemente, pasó la mano sobre las páginas como acariciándolas.

—¿Tienes alguna idea de las maravillas que se esconden entre estas páginas? —le preguntó a Joram con voz reposada.

Los ojos de Joram devoraron al catalista, espiando la más mínima variación en la expresión del cansado y arrugado rostro de aquel hombre.

—Con esas maravillas, podríamos gobernar el mundo —replicó.

—¡No, no, no! —exclamó Saryon con impaciencia—. Quiero decir maravillas, conocimientos maravillosos. Las matemáticas… —Cerró los ojos de nuevo con expresión de intensa angustia—. Soy el mejor matemático de este siglo —murmuró—. Un genio me llaman ellos. Sin embargo ahí, en esas páginas, he encontrado tales conocimientos que me hacen sentir como si fuera un niño acurrucado sobre las rodillas de su madre. No he empezado ni a comprenderlos. Podría estudiarlos durante meses, años… —La expresión de dolor desapareció de su rostro siendo reemplazada por una de deseo. Acarició las páginas del libro—. Qué alegría —susurró—, si hubiera encontrado esto cuando era joven… —Su voz se extinguió.

Joram aguardó, vigilante, paciente como un gato.

—Pero no lo encontré —siguió Saryon. Abriendo los ojos apartó la mano de las páginas del libro con rapidez, de la misma manera que se aparta la mano de un hierro candente—, lo he encontrado ahora que soy viejo, y mi conciencia y mi sentido de la moral están formados ya. Es posible que mi moralidad no sea la correcta —añadió, al ver que Joram ponía mala cara—, pero, sea la que fuere, es ya una parte de mí. Intentar negarla o luchar contra ella me volvería loco.

—¿De modo que lo que me estáis diciendo es que comprendéis lo que significa todo esto —Joram indicó el libro—, y que podéis hacer lo que debe hacerse, excepto que va en contra de vuestra conciencia?

Saryon asintió.

—¿E iba también en contra de esa conciencia vuestra matar a aquel joven catalista en ese pueblo…?

—¡Basta! —exclamó Saryon en voz baja.

—No, no voy a callarme —replicó Joram agriamente—. Vos sois muy bueno soltando sermones, catalista. Dadle un sermón a Blachloch. Mostradle lo malvadas que son sus acciones mientras ata a Andon por las manos a un poste para azotarle. Observad con atención cómo sus hombres le arrancan la carne de los huesos a ese anciano. Observadlo y confortaos sabiendo que puede que no esté bien pero al menos no va en contra de vuestra conciencia…

—¡Basta! —El puño de Saryon se crispó. Le lanzó una mirada airada al muchacho—. Deseo que eso no suceda tanto como tú…

—¡Entonces, ayudadme a evitarlo! —siseó Joram—. ¡Depende de vos, catalista! ¡Vos sois el único que puede hacerlo!

Saryon volvió a cerrar los ojos, apoyando la cabeza entre las manos, desmoralizado.

Recostándose en su silla, Joram lo observó y esperó. El catalista alzó un rostro macilento.

—Según el libro, debo darle Vida… a aquello que está Muerto.

El semblante de Joram se ensombreció, las espesas cejas se juntaron.

—¿Qué queréis decir? —preguntó con voz tirante—. No a mí…

—No. —Aspirando profundamente, Saryon se volvió hacia el libro. Humedeciéndose un dedo, giró con cuidado una de las quebradizas páginas de pergamino, tocándolas con suavidad, respetuosamente—. Has fracasado por dos razones. No has estado mezclando la aleación en las proporciones correctas. Según esta fórmula, eso es muy importante. Una desviación de unas pocas gotas puede significar la diferencia entre el éxito y el fracaso. Luego, una vez que se lo saca del molde, el metal debe calentarse a una temperatura altísima…

—Pero perderá su forma —protestó Joram.

—Espera… —Saryon alzó una mano—. Este segundo proceso de calentamiento no tiene lugar en el fuego de la fragua. —Pasándose la lengua por los labios, calló un momento, luego continuó, hablando lentamente y de mala gana—. Se calienta con el fuego de la magia…

Joram se quedó mirándolo, confuso.

—No comprendo.

—Debo abrir un conducto, sacar magia de mi alrededor e infundírsela al metal. —Saryon miró a Joram fijamente—. ¿Puedes entenderlo, muchacho? Debo traspasar la Vida que hay en este mundo a algo Muerto, hecho por la mano del hombre. Eso va en contra de todas mis creencias. Verdaderamente es la más tenebrosa de todas las Artes Arcanas.

—¿Qué harás, catalista? —le preguntó Joram, recostándose en su silla de nuevo y contemplando a Saryon con expresión triunfante.

Pero Saryon llevaba ya más de cuarenta años en el mundo. Unos años de vida muy cómoda, tal y como había llegado a darse cuenta, pero que no obstante le habían servido de experiencia. No era el estúpido que Joram imaginaba, andando por el borde del precipicio, contemplando al sol que brillaba sobre su cabeza en lugar de al mundo real que lo rodeaba. No, Saryon vio el abismo. Se dio cuenta de que si daba unos cuantos pasos más, caería abajo, y se dio cuenta de ello porque aquel sendero le era conocido, ya lo había recorrido antes, aunque hacía mucho tiempo de ello.

Un suave golpe en una trampilla que había sobre sus cabezas hizo que se pusieran en pie de golpe, alarmados.

—¿Bien? —preguntó Joram con insistencia.

Mirándolo, contemplando la apasionada intensidad de su semblante, Saryon respiró profundamente, cerró los ojos, y saltó por el acantilado.

—Sí —contestó de modo inaudible.

Asintiendo para sí con satisfacción, Joram se precipitó apresuradamente al centro de la pequeña habitación y levantó los ojos hacia arriba en el mismo momento en que la trampilla del techo se abría unos centímetros.

—Soy yo, Andon —les llegó un susurro—. El guarda os está buscando. Debéis regresar.

—Deja caer la escalera.

Una escalera de cuerda rodó hacia abajo como respuesta, atrapándola Joram en su caída.

—Catalista… —Le indicó que se acercara con un gesto.

—Sí.

Recogiéndose las ropas a su alrededor, Saryon se acercó, colocándose debajo de la escalera, no sin antes dirigirle una última y ávida mirada a aquel depósito de tesoros que lo rodeaba.

—¿No deberíamos llevarnos el libro con nosotros? —preguntó Joram, empezando a darse la vuelta para recogerlo.

—No —respondió Saryon con voz cansada—. He memorizado la fórmula. Es mejor que vuelvas a ponerlo en su sitio.

Joram colocó rápidamente el libro en una de las estanterías, luego apagó la vela. Una densa oscuridad sepultó la cámara, rancia por el olor de aquellos antiguos libros que yacían en su oculto sepulcro.

¿Habitaban también en aquel lugar los espíritus de aquellos que los habían escrito?, se preguntó Saryon mientras trepaba torpemente por la escala de cuerda bajo la débil luz de una vela que Andon sostenía por encima de sus cabezas. «Quizá mi espíritu volverá aquí cuando yo esté muerto —pensó el catalista, incapaz de reprimir una mirada atrás mientras subía ruidosamente por la escalera con la impaciente ayuda de Joram—. Aquí podría, desde luego, vivir muy feliz siglos enteros».

—Aquí, Padre, dadme la mano.

Había llegado arriba. Cogiéndolo por la muñeca, Andon tiró de él desde el otro lado de la trampilla, ayudando a Saryon a trepar hasta aquel antiguo pozo de extracción que pasaba por debajo de su casa.

—Sostened la luz —le indicó el anciano, pasándole la vela colocada en su soporte de hierro forjado. Las sombras saltaron y danzaron por las pétreas paredes cuando Saryon tomó la luz.

Joram subió con facilidad; Saryon contempló con envidia sus fuertes y musculosos brazos. Inclinándose, el muchacho se aseguró de que la trampilla quedaba bien cerrada. Luego entre él y Andon la sujetaron con algo que el anciano llamó un candado, insertando en él un pedazo de metal de forma extraña y dándole la vuelta con un chasquido. Devolviendo la llave a su bolsillo, Andon se apartó unos pasos y, tras una breve inspección, movió la cabeza afirmativamente en dirección a Joram.

El joven colocó ambas manos sobre una gigantesca piedra y con evidente esfuerzo la hizo rodar hasta colocarla en su lugar, sobre la trampilla, ocultándola totalmente a la vista.

Andon sacudió la cabeza.

—Normalmente se necesitan dos hombres adultos para mover esa roca —le dijo a Saryon, observando a Joram y sonriendo admirado—. Al menos así lo recuerdo yo de cuando era joven. La roca no había sido movida desde hacía muchos años, no hasta que este joven insistió en ver los antiguos libros. —Dejó escapar un suspiro—. No había sido necesario moverla, nadie había tenido la necesidad de bajar ahí. Ninguno de nosotros sabe leerlos, nadie los sabía leer ya en época de mi padre. Únicamente había visto mover esa piedra una vez, y entonces supongo que fue simplemente una comprobación para asegurarse de que los libros continuaban intactos.

—Están bien conservados —musitó Saryon—. El ambiente es seco en esa habitación. Se conservarán durante siglos si no se los toca.

Con una amable expresión de simpatía, Andon puso su mano sobre el brazo del catalista.

—Lo siento, Padre. Imagino cómo debéis sentiros. —Arrugó la frente, enojado—. Intenté decírselo a Joram…

—No, no lo culpo a él —dijo Saryon con voz firme—. Yo tomé la decisión de venir. No lamento haberlo hecho.

—Pero parecéis trastornado…

—Tantos conocimientos… perdidos —replicó el catalista, dirigiendo la mirada hacia la piedra, mientras sus pensamientos permanecían fijos en lo que descansaba bajo ella.

—Sí —coincidió Andon tristemente.

—No están perdidos —dijo Joram acercándose a ellos, con los ojos brillando aún más que la llama de la vela—. No están perdidos… —repitió frotándose las manos.

—Palabra de honor que esto está infernalmente helado. ¿O son estas expresiones contradictorias? Me perdonaréis, confío —dijo Simkin, poniéndose rápidamente una capa de piel que hizo aparecer con un descuidado movimiento de la mano—, pero tengo una cierta tendencia a las afecciones de pulmón. Mi hermana murió de pulmonía, ya sabéis. Bueno, en realidad no. Murió por haberse golpeado gravemente al caer de una de las plataformas de Merilon, pero no se hubiera caído si no hubiera estado deambulando por ahí delirante a causa de la fiebre provocada por una pulmonía. No obstante…

—Ahora no —lo atajó Mosiah, sentándose a la mesa junto al joven—. No podemos permanecer mucho tiempo. El guarda no quería ni dejarnos entrar, pero Simkin consiguió que Blachloch nos diera permiso. ¿Por qué nos habéis llamado?

—Necesitamos vuestra ayuda —dijo Joram, sentándose junto a ellos.

—¡Oh, una conspiración! Qué espantosamente horrible suena. Soy todo oídos. Podría ser todo oídos, por supuesto —añadió Simkin ocurriéndosele la idea de repente—. Si sirve de ayuda.

—Todo boca estaría más cerca de la verdad. Cállate —murmuró Mosiah.

—No diré ni una palabra más. —Envuelto hasta los ojos en pieles, Simkin apretó los labios con fuerza, servicial, y miró a Joram con solemne intensidad que, no obstante, quedó algo desvirtuada a causa de un enorme bostezo—. Lo siento —dijo.

Tiritando, acurrucado en un rincón tan cerca del débil fuego como le era posible, Saryon dejó escapar un resoplido de enojo. Joram le dirigió una mirada irritada, haciendo un gesto como para tranquilizarlo. Luego se volvió otra vez hacia sus amigos.

—El catalista y yo hemos de salir de aquí esta noche…

—¿Os vais a escapar? —preguntó, ansioso, Mosiah—. Iré con vosotros…

—¡No, escucha! —dijo Joram con exasperación—. No puedo deciros lo que estamos haciendo. De todas maneras es mejor que no lo sepáis, por si algo sale mal. Hemos de salir de aquí y volver a entrar sin que el guarda se dé cuenta y, lo que es más importante, hemos de tener libertad absoluta para hacer… lo que hemos de hacer sin que se nos interrumpa.

—Eso debería de ser fácil. —Mosiah pareció desilusionado—. Fuisteis a casa de Andon anoche…

—El guarda nos escoltó hasta allí y de regreso aquí, de la misma manera que me acompaña cada día a la forja —terminó Joram ferozmente.

—En otras palabras —dijo Simkin con tranquilidad—, quieres que el guarda esté en el País de los Sueños mientras vosotros dos lleváis a cabo oscuras y traicioneras acciones. Y por la mañana, quieres que os encuentre durmiendo tranquilamente en vuestras camitas cuando se despierte.

Echándole una mirada a Simkin, Saryon se agitó incómodo. Las conjeturas del muchacho, hechas en tono festivo, se acercaban mucho a la verdad. Demasiado. El catalista no había querido involucrar a aquellos dos jóvenes, a Mosiah porque era peligroso y a Simkin porque era Simkin.

—Además de esto —continuaba diciendo el joven lánguidamente, bajo su capa de pieles—, no deseas ninguna interrupción por parte de una persona en particular, nuestro Rubio y Siniestro Caudillo. Mi querido muchacho —Simkin se arrebujó en su capa—, nada más fácil. Déjamelo todo a mí.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Saryon, con voz áspera.

—Vaya, amigo mío. No te estarás resfriando, ¿verdad? —preguntó a su vez Simkin con inquietud, girándose para mirar al catalista—. Es un poco peligroso para alguien de edad tan avanzada como tú. Se llevó al Conde de Mooria en cuestión de días, y tenía exactamente tu misma edad. Perdió la cabeza de un estornudo. Literalmente. Fue a aterrizar, ¡plaf!, sobre las natillas. Claro que el Duque Zebulon dijo que no era más que una pequeña broma, una especie de espectáculo de sobremesa para divertir a los invitados, y que no había sido su intención que su catalista le hiciera caso y le transfiriera tan excesiva cantidad de magia. Pero todos nos preguntamos… Él y el Conde se habían peleado jugando al Destino del Cisne, justamente el día anterior. Algo referente a hacer trampas. De todas formas, los invitados se divirtieron muchísimo. No se habló de nada más durante semanas. Está muy de moda, ahora, conseguir que el Duque te invite a cenar…

—¡No me estoy resfriando! —soltó Saryon cuando consiguió meter baza.

—Encantado de saberlo —dijo Simkin con la mayor seriedad, inclinándose para darle unas palmaditas en la mano al catalista.

—Sigamos con esto —la voz de Joram sonaba impaciente—. ¿El guarda y Blachloch?

—¡Ah, sí! Sabía que estábamos hablando de alguna otra cosa. El guarda. Yo me ocuparé de él —dijo Simkin.

—¿Cómo? —preguntó Mosiah, receloso, dirigiéndole una mirada al catalista.

Era evidente que él y Saryon compartían la misma opinión sobre el barbudo joven.

—Un suave calmante, cuya receta conocemos sólo yo y la Marquesa de Lonnoni, quien tuvo catorce hijos. Eso en cuanto al guarda. Ahora, en cuanto a Blachloch. De todos modos, se me ha requerido para jugar al tarot con él esta noche. No os molestará. Palabra de honor.

—¡Honor! —exclamó Mosiah con sarcasmo—. Iré contigo.

—¡Oh!, no. Totalmente imposible —dijo Simkin, bostezando de nuevo. Estirando los pies en dirección al fuego, se repantigó en la silla en una posición que parecía imposible, removiéndose hasta sentirse totalmente cómodo—. No quisiera parecer insensible, pero eres un poco cateto, querido muchacho. Quiero decir, que no me atrevería a llevarte a ningún sitio en el que hubiera gente educada. Tus modales en la mesa son bastante chocantes. Además —añadió, ignorando la furiosa mirada de Mosiah—, alguien debería quedarse aquí, en esta miserable casucha, para hacer creer que Padre e Hijo están en su interior.

—Ésa no es una mala idea —dijo Joram, colocando una mano en el crispado puño de Mosiah, intentando refrenarlo—. ¿Qué tendría que hacer?

—No demasiado —repuso Simkin, encogiendo los hombros cubiertos por las pieles como un oso remilgado—. Atizar el fuego. Moverse arriba y abajo en frente de la ventana de vez en cuando, de modo que se vea su sombra. Caramba, Mosiah —añadió, bostezando de tal manera que sus mandíbulas crujieron—, podría incluso hacer un conjuro para que tu pelo se pareciera al de Joram. Tan sólo un poco de ayuda de nuestro amigo Vivificador aquí presente y tus trenzas serían la envidia de todas las mujeres del poblado. Largas, gruesas, exuberantes…

Mosiah se volvió hacia Joram.

—Es un bufón —dijo el muchacho en voz baja—. ¡Estás poniendo tu vida en manos de un payaso!

La aburrida expresión que mostraba el barbudo rostro de Simkin cambió repentinamente para convertirse en una mirada tan astuta y penetrante que Saryon hubiera podido jurar, por un instante, que era un extraño el que se sentaba allí. Mosiah estaba de espaldas al joven; Joram miraba malhumorado a Mosiah. Nadie vio aquella mirada excepto el catalista, y antes de que pudiera comprender su significado o absorberla, ya había desaparecido, siendo reemplazada por una juguetona y negligente sonrisa.

El manto de piel se desvaneció, al igual que los calzones de seda y el chaleco. Hubo un revoloteo confuso de colores y, en un instante, Simkin apareció vestido de pies a cabeza con un traje multicolor. Con todos los colores del arco iris colocados de tal manera que desentonaban de una manera atroz, con cintas ondeando por doquier y campanillas tintineando por todo el vestido, Simkin se deslizó fuera de su silla y se arrastró a gatas hasta llegar junto a Joram. Sentándose ante él con las piernas cruzadas, hizo sonar las campanillas de su sombrero.

—Un bufón, sí, soy un bufón —gritó Simkin alegremente, agitando los brazos con grandes ademanes, haciendo que las cintas revolotearan a su alrededor como un remolino de nieblas multicolor—. Soy el bufón de Joram. ¿Recuerdas lo que dijo el tarot? ¡Tu carta era el Rey de Espadas! Algún día serás Emperador y necesitarás un bufón, ¿no es así, Joram? —Inclinándose hacia adelante, Simkin juntó las manos fingiendo orar—. Dejadme ser vuestro bufón, mi Señor. Necesitáis uno, os lo aseguro.

—¿Por qué, imbécil? —preguntó Joram, la media sonrisa bailándole en los ojos.

—Porque sólo un bufón se atreve a decirte la verdad —dijo Simkin en voz baja.

Joram se quedó mirando a Simkin en silencio durante un brevísimo instante; luego, al ver cómo una mueca burlona aparecía en aquel rostro barbudo, levantó una de sus gruesas botas y la colocó con fuerza sobre el pecho del joven, empujándolo hacia atrás. Dando una voltereta, entre frenéticas carcajadas, Simkin efectuó un elegante salto mortal y se quedó de pie.

Haciendo caso omiso de Simkin, que daba saltos por la habitación, Mosiah puso una mano sobre un hombro de Joram, sacudiéndolo casi en su vehemencia.

—Escúchame —le dijo, apremiante—. ¡Olvida esto! Olvida las cartas, olvida cualquier idea que tengas de desafiar a Blachloch. ¡Oh, vamos, Joram! ¡Te conozco! Te he oído hablar. Tendría que ser un estúpido para no comprenderlo. ¡Aprovechemos esta ocasión para escapar! Deja que Simkin utilice su poción con el guarda y probemos suerte ahí fuera, en el País del Destierro. Podemos conseguirlo. Somos jóvenes y fuertes, además tendremos al catalista con nosotros para que nos facilite Vida. Vos vendréis, ¿verdad, Padre?

Saryon no pudo hacer otra cosa que asentir con la cabeza. La idea de desaparecer en los bosques le resultaba tan atractiva de repente, que se hubiera precipitado al exterior en aquel mismo momento sólo con que una persona hubiera dado ejemplo.

Joram no contestó de inmediato, y Mosiah, viendo la expresión pensativa del sombrío rostro de su amigo y confundiéndola con interés, siguió hablando precipitadamente.

—Podríamos ir hacia el norte, a Sharakan. Allí encontraremos trabajo. Nadie nos conoce. Es peligroso, pero no tan peligroso como quedarse por aquí, no tan peligroso como luchar contra Blach…

—No —dijo Joram con calma.

—Joram, piensa…

—¡Piensa tú! —gritó Joram. En sus ojos castaños brilló una llama mientras se sacudía la mano de Mosiah de su hombro—. ¿Crees por un instante que Blachloch dejaría que escapase su catalista sin hacer todo lo posible para recuperarlo? Y sus poderes son condenadamente amplios. ¿Para qué se prepara a los Duuk–tsarith? ¡Para capturar y localizar a la gente! ¡Él conoce perfectamente el País del Destierro! Nosotros no. Y cuando nos coja, nos matará a ti y a mí. ¿Qué somos nosotros, después de todo? Pero ¿qué pasará con el catalista? ¿Qué crees que le hará a él?

—Cortarle las manos —dijo Simkin, despojándose de las vestiduras de bufón con un gesto. Vestido de nuevo con sus habituales ropajes llamativos, hizo aparecer la capa de piel y se la colocó sobre los hombros con elegancia—. Es lo que acostumbraban hacer en la antigüedad, según tengo entendido —continuó, pidiendo disculpas con la mirada a Saryon—. No merma su utilidad, ¿sabéis?

Frunciendo el entrecejo, Mosiah mantuvo la mirada fija en Joram.

—¿Y qué pasa si nos coge ahora?

—No lo hará.

Mosiah se volvió.

—Vamos —le dijo a Simkin—. Hemos estado aquí demasiado tiempo. El guarda empezará a sospechar.

—Sí, debemos irnos —asintió Simkin, siguiéndolo—. Me parece que tengo la nariz congestionada. Yo… ¡Atchiss! ¿Veis?, ¡qué os dije! ¡El catalista me ha pasado su resfriado! ¡Estoy…! ¡Atchiss! ¡Bastante enojado! —El pedazo de tela color naranja revoloteó en el aire. Colocándoselo en la nariz, se sonó con aire melancólico—. Y con esa agotadora noche por delante, además. Blachloch hace trampas, ¿sabéis?

—No, él no las hace. Es demasiado bueno en el juego. haces trampas —dijo Joram secamente.

—¿Por qué siempre gana? Incluso cuando hago trampas, nunca parezco conseguirlo. Supongo que debería concentrarme en el juego. Te veré de aquí a un rato, querido amigo. Debo ir a recoger esas preciosas florecillas y a preparar la poción. —Simkin guiñó un ojo—. Estad preparados. Oiréis mi voz…

Indicando con la cabeza al centinela, al que se podía ver montando guardia desde el portal de la casa que había al otro lado de la calle, Simkin salió tranquilamente de la prisión.

—¿Qué hay de ti? —preguntó Joram, deteniendo a Mosiah en la puerta.

—Quizá sí, quizá no —le respondió Mosiah sin mirarlo—. Quizá me vaya yo solo, antes de que os cojan a todos.

—Bien…, buena suerte, entonces —dijo Joram con frialdad.

—Gracias. —Mosiah le dirigió una mirada herida y amarga—. Muchas gracias. Que tengáis buena suerte también vosotros.

Dando un portazo detrás de él, salió precipitadamente.

Mirando por la ventana, Saryon lo vio alejarse con la cabeza inclinada.

—Le importas mucho —dijo el catalista, volviéndose desde la ventana para mirar a Joram, que estaba preparando una escudilla de gachas sobre las brasas del hogar.

El muchacho no contestó, se diría que no le había oído.

Atravesando la pequeña y helada prisión, Saryon se tumbó sobre su dura cama. ¿Cuánto tiempo hacía que no dormía? ¿Un sueño realmente tranquilo? ¿Podría volver a dormir alguna vez? ¿O vería siempre a aquel joven Diácono, con aquella expresión aterrada al ver la muerte en los ojos del Señor de la Guerra?

—¿Confías en Simkin? —preguntó Saryon, contemplando las podridas vigas del techo.

—Tanto como confío en vos, catalista —repuso Joram.