____ 04 ____

—Padre…

Saryon dio un respingo, saliendo de un oscuro sueño que parecía reacio a dejarlo escapar de sus garras.

—Padre —volvió a llamar la voz—. ¿Podéis oírme? ¿Cómo os encontráis?

—¡No veo nada! —gimió Saryon, intentando encontrar el origen de la voz con manos inseguras.

—Es a causa de la oscuridad que reina en este asqueroso lugar, Padre —dijo la voz con suavidad—. Temimos que la luz le impidiera descansar. Eso es, ¿podéis ver, ahora?

El suave resplandor de una única vela iluminó el bondadoso rostro de Andon, y le brindó un inestimable alivio al catalista.

Dejándose caer de nuevo en el duro lecho, Saryon se tocó la cabeza con la mano en el lugar donde notaba una especie de pesadez. Algo oscurecía la visión de su ojo izquierdo; intentó arrancarlo, pero la mano de Andon detuvo la suya.

—No os toquéis los vendajes, Padre —le avisó, sosteniendo la vela por encima de Saryon, y examinándolo bajo su luz—. O volveréis a sangrar. Lo mejor será que permanezcáis aquí tumbado tranquilamente durante unos cuantos días. ¿Os duele en algún otro sitio? —preguntó, con una sombra de ansiedad en la voz.

—En las costillas —respondió el catalista.

—Pero ¿no en el estómago o en la espalda? —continuó Andon.

Saryon negó con la cabeza, fatigado.

—Demos gracias a Almin —murmuró el anciano—. Y ahora debo haceros algunas preguntas. ¿Cómo os llamáis?

—Saryon —respondió el catalista—. Pero vos ya lo sabéis…

—Habéis recibido una fuerte herida en la cabeza, Padre. ¿Qué es lo que recordáis de lo sucedido?

Aquellos sueños. ¿Habían sido sueños en realidad?

—Re… recuerdo el pueblo, al joven Diácono… —Estremeciéndose, Saryon se cubrió la cara—. ¡Lo mató de una forma brutal, con mi ayuda! ¿Qué es lo que he hecho?

—No quería angustiaros, Padre —le dijo Andon en tono bondadoso. Dejando la vela en el suelo a sus pies, puso una mano sobre el hombro del catalista—. Hicisteis lo que teníais que hacer. Ninguno de nosotros creyó que Blachloch llegaría tan lejos, pero eso no hace al caso ahora. ¿Recordáis algo más, Padre?

Saryon rebuscó en su memoria, pero todo lo que halló fueron llamas, dolor, oscuridad y terror. Observando la expresión agonizante del catalista, el anciano lo palmeó en la espalda y exhaló un suspiro.

—Lo siento de verdad, Padre. Gracias a Almin que estáis sano y salvo.

—¿Qué me sucedió? —preguntó Saryon.

—Blachloch hizo que os golpearan por desobedecerlo. Sus hombres se… excedieron en el cumplimiento de su deber. Os hubieran matado si no hubiese sido por él.

Andon se volvió, y su mirada se dirigió a otro rincón de la oscura habitación.

Saryon siguió la mirada de Andon, lentamente, consciente ahora de la presencia de un dolor sordo en su cabeza. Había un joven sentado en una silla junto a una tosca ventana, con la cabeza apoyada en los brazos, contemplando el firmamento nocturno. Una media luna le arrojaba su pálida y fría luz sobre el rostro, subrayando con sombras bien definidas su semblante hosco y severo, las gruesas cejas negras, la boca de labios gruesos y expresión torva. El negro y rizado cabello, que parecía de color púrpura bajo la luz de la luna, caía enmarañado alrededor de las anchas espaldas del joven.

—¡Joram! —dejó escapar Saryon, sorprendido.

—Debo admitir que me quedé tan impresionado como vos, Padre —dijo Andon, hablando en voz baja, aunque parecía como si el muchacho hubiera olvidado totalmente su presencia—. Joram no parecía haberse preocupado nunca por nadie antes, ni siquiera por sus amigos. No se molestó en adoptar una actitud contraria a los actos malvados de Blachloch cuando intenté hablar con él sobre ello. Dijo que al mundo no le importábamos y que, por lo tanto, no nos teníamos que preocupar por lo que le sucediese al mundo. —Encogiéndose de hombros con impotencia, Andon pareció perplejo—. Pero según Simkin, cuando Joram vio que os golpeaban a vos, se lanzó en medio de la refriega, hiriendo gravemente a uno de los guardas. Mosiah también ayudó a rescataros, me parece.

—Mosiah… ¿Está bien? —preguntó Saryon con inquietud.

—Sí, está perfectamente. No le ha pasado nada. Tan sólo le han advertido que se ocupe de sus propios asuntos, eso es todo.

—¿Dónde estamos? —siguió preguntando Saryon, examinando su desolado entorno todo lo bien que la pobre luz y el dolor de su cabeza le permitieron. Estaba en una pequeña y sucia construcción de ladrillo, que no tenía más que una única habitación con una ventana y una gruesa puerta de roble.

—Vos y Joram estáis prisioneros. Blachloch los ha puesto a los dos aquí dentro, diciendo que algo estaba cociéndose entre ambos y que pensaba descubrir lo que era.

—Ésta es la prisión del pueblo…

Saryon recordó vagamente haberla visto durante uno de sus paseos.

—Sí. Estáis de regreso en el poblado. Os trajeron aquí en la balsa, navegando río arriba con las provisiones robadas. Ojalá se les atraganten —refunfuñó el anciano.

Saryon levantó la mirada hacia él, algo sorprendido.

—Mis seguidores y yo hemos hecho un juramento —dijo Andon con suavidad—. No comeremos la comida que le arrebataron a esas desgraciadas gentes. Antes nos moriremos de hambre.

—Es culpa mía… —murmuró Saryon.

—No, Padre. —El anciano suspiró y sacudió la cabeza negativamente—. Si alguien tiene la culpa, somos nosotros, los Hechiceros. Debimos haberle detenido cuando llegó aquí hace cinco años. Dejamos que nos intimidara. O, a lo mejor, ni siquiera era eso, aunque es un consuelo mirar atrás y decir que estábamos asustados de él. Pero ¿lo estábamos? Me lo pregunto. —Andon alzó la arrugada mano que había mantenido posada sobre un hombro de Saryon, y la llevó al colgante en forma de rueda que pendía de su cuello. Manoseándolo distraídamente, clavó la mirada en la parpadeante luz de la vela que había dejado sobre el suelo de piedra, a sus pies—. Creo que, en realidad, nos alegramos de su llegada. Era agradable la idea de vengarse del mundo que nos había injuriado. —Torció la boca en una agria sonrisa—. Aunque sólo fuera robando unas cuantas fanegas de grano por las noches. Su mención de suministrar armas hechas mediante nuestras Artes Arcanas a Sharakan nos pareció algo excelente, entonces. —Los ojos de Andon brillaron enrojecidos mientras contenía las lágrimas—. Las leyendas cuentan muchas cosas de las épocas pasadas, del esplendor de nuestro arte. No todo era malo. Muchas cosas buenas y provechosas las realizaron los miembros del Noveno Misterio. Si tuviéramos tan sólo una oportunidad de mostrar al pueblo las cosas maravillosas que podemos construir, cómo se podría ahorrar energía mágica, para poder dedicarla a la creación de cosas hermosas, maravillosas… ¡Ah!, ése era nuestro sueño —exclamó pensativamente—. ¡Y ese hombre malvado lo ha convertido en una pesadilla! Nos ha conducido a nuestra perdición. La destrucción de ese pueblo no quedará sin castigo. Al menos eso es lo que yo creo. Blachloch se ríe de mí cuando le comunico mis temores. O más bien, no se ríe, ese hombre nunca ríe; pero es como si lo hiciese, puedo ver el desprecio en sus ojos. «No se atreverán a venir a buscarnos», me dice.

—Puede que tenga razón —musitó Saryon.

Recordó entonces las palabras del Patriarca Vanya: «Los Hechiceros están aumentando en número y, aunque podríamos encargarnos de ellos con bastante facilidad, entrar allí para llevarnos a ese joven por la fuerza significaría dar pie a un conflicto armado. Representaría habladurías, molestias y preocupaciones. No podemos permitir eso, no ahora que la situación política en la corte se mantiene en un equilibrio tan delicado».

—¿Cuáles son sus planes? —preguntó Saryon, volviendo al presente y estremeciéndose. La prisión estaba helada. En el hogar, en el otro extremo de la habitación, ardía un fuego vacilante, que daba muy poca luz y aún menos calor.

—Quiere que trabajemos todo el invierno, fabricando armas. Entretanto, él proseguirá sus negociaciones con Sharakan. —Andon se encogió de hombros—. Si nos atacan, Sharakan vendrá en nuestra ayuda, dice él.

—Pero todo ello significa guerra —comentó Saryon con aire pensativo.

Dirigió la mirada de nuevo hacia Joram, que seguía mirando fijamente por la ventana contemplando la noche de luna. Saryon volvió a oír las palabras de Vanya una vez más. «Por eso, ya veis que es esencial que cojamos a ese muchacho vivo y, mediante él, pongamos al descubierto lo que son esos demonios, asesinos y Hechiceros malvados capaces de pervertir objetos Muertos dándoles Vida. Haciendo esto, podremos demostrarle al pueblo de Sharakan que su Emperador se ha aliado con los poderes de la oscuridad, y podremos entonces lograr su caída».

Pero no eran los Hechiceros los malvados. Volvió la vista hacia Andon, un anciano que soñaba con llevar molinos de agua al mundo para que la magia pudiera ser utilizada en la creación de arcos iris en lugar de lluvia. Miró a Joram. Había llegado a pensar de diferente manera, también, con respecto a aquel joven, ahora que lo conocía.

«No es un engendro diabólico como yo había imaginado. Desde luego se siente confuso, amargado, desdichado, pero yo también era así en mi juventud —pensó Saryon—. Ha cometido un asesinato, eso es verdad. Pero ¡qué provocación recibió! Su madre, yaciendo muerta ante sus ojos. ¿Soy yo mejor? —Cerrando los ojos, Saryon sacudió la cabeza nerviosamente—. ¿No soy yo responsable de la muerte de aquel joven catalista? Si les llevo de vuelta a Joram, tal y como se me ordenó, ¿provocaré la ruina de esta gente? ¿Qué debo hacer? ¿Dónde podría encontrar ayuda?»

—Os dejaré ahora, Padre —dijo Andon, recogiendo su vela e incorporándose—. Estáis cansado. He sido muy egoísta al preocuparos con mis problemas cuando vos ya tenéis bastante con los vuestros. Pondremos nuestra fe en Almin y le pediremos que nos brinde Su ayuda y consejo…

—¡Almin! —repitió Saryon con amargura, sentándose—. No, estoy bien. Tan sólo un poquito mareado. —Pasó los pies por encima del borde de la cama, rehusando la ayuda de Andon con un movimiento de las manos e ignorando sus preocupados cloqueos—. ¡Habláis como si conocierais a Almin personalmente!

—Pero es que es así, Padre —replicó Andon, mirando al catalista un poco turbado. Colocando la vela en una rudimentaria mesa de madera que ocupaba el centro de la prisión, el anciano se arrodilló e hizo todo lo que pudo por avivar el fuego, utilizando su magia para aumentar su calor—. Ya sé que se supone que únicamente podemos hablar con él a través de vosotros, los Sacerdotes, y espero que lo que os digo no os molestará. Pero hace ya muchos, muchos años que no hay un catalista entre nosotros para interceder ante Almin en nuestro nombre. Él y yo hemos compartido muchos problemas. Él es nuestro refugio en estos turbulentos tiempos. Su consejo es el que nos ha llevado a jurar que no comeremos comida obtenida a sangre y fuego.

Saryon contempló al anciano, perplejo.

—¿Habla con vos? ¿Contesta a vuestras plegarias?

—Me doy cuenta de que no soy un catalista —dijo Andon con humildad, manoseando el colgante que llevaba alrededor del cuello mientras se levantaba—; pero sí. Él se comunica conmigo. ¡Oh, no con palabras! No oigo Su voz; pero un sentimiento de paz embarga mi alma cuando he tomado una decisión, y sé entonces que he recibido Su consejo.

«Un sentimiento de paz —pensó Saryon con abatimiento—. Yo he experimentado fervor religioso, éxtasis, el Hechizo, pero nunca paz. ¿Me habló alguna vez? ¿Presté atención alguna vez para ver si me hablaba?»

El catalista exhaló un gemido. Tenía la cabeza dolorida, el cuerpo también. Las imágenes de las llamas danzaron ante sus ojos. Pudo ver claramente la expresión asustada de aquel joven Diácono justo antes de que Blachloch…

—Que Almin os ayude a descansar.

Se oyó el sonido de una puerta que se cerraba con suavidad. Saryon sacudió la cabeza para aclarar su visión y al momento lamentó haberlo hecho, ya que aquello únicamente provocó que aquel dolor sordo se convirtiera en un agudo y rápido ramalazo de dolor. Cuando pudo por fin mirar a su alrededor, descubrió que Andon se había marchado.

Sosteniéndose inseguro sobre sus pies, Saryon cruzó tambaleante la habitación y se dejó caer en una silla que había junto a la mesa. Sabía que lo que probablemente debería hacer era volver a tumbarse en la cama, pero le asustaba, tenía miedo de volver a cerrar los ojos, miedo de lo que vería si lo hacía.

La visión de una jarra de agua le hizo darse cuenta de que estaba terriblemente sediento. Alargando una temblorosa mano, intentando combatir el mareo que amenazaba con apoderarse de él, estaba a punto de verter un poco de agua en una taza que tenía junto a él, cuando una voz lo sobresaltó.

—Se dejarán morir de hambre este invierno, los muy estúpidos.

Soltando casi la jarra del susto, Saryon se volvió hacia Joram, quien no había pronunciado ni una sola palabra durante todo el tiempo que Andon había permanecido en la prisión.

El muchacho no se movió del lugar que ocupaba junto a la ventana. Ahora estaba de espaldas a Saryon, ya que el catalista se había levantado de la cama, que quedaba al otro lado de la habitación; pero Saryon podía ver mentalmente los oscuros ojos contemplando la luna y también su rostro de expresión taciturna.

—Debéis saber además, catalista —continuó Joram fríamente, todavía sin volverse—, que yo no os salvé la vida. Podrían apalearos a todos vosotros, y yo no movería ni un dedo para detenerlos.

—Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué…?

—Más mentiras de Simkin —dijo Joram, encogiéndose de hombros—. El compasivo y bobo Mosiah se metió en medio para salvaros vuestra preciosa piel, y yo fui para sacarlo a él del lío. Después de todo, no era asunto nuestro si vos erais tan estúpido como para desafiar a Blachloch. Luego Simkin… Pero ¿qué importa eso?

—¿Qué tuvo que ver Simkin con ello? —preguntó Saryon, intentando verter un poco de agua en la taza y derramando la mayor parte sobre la mesa.

—¿Qué tiene que ver Simkin siempre con cualquier cosa? —replicó Joram—. Nada y todo. Sacó a Mosiah de allí, lo cual era más de lo que ese idiota se merecía.

—¿Y qué ocurrió contigo?

Pasando el brazo con gesto indolente por encima del respaldo de la silla, Joram se volvió para mirar al catalista.

—¿Qué importa lo que me pase? Estoy Muerto, catalista, ¿o lo habíais olvidado? En realidad —continuó, abriendo los brazos—, ésta es vuestra gran oportunidad. Aquí estamos los dos… solos. No hay nadie que os lo impida. Abrid un Corredor. Haced venir a los Duuk–tsarith.

Hundiéndose aún más en la silla, sintiendo que le abandonaban las fuerzas, Saryon murmuró:

—Tú podrías detenerme. —De hecho, había estado considerando aquella idea y se sintió asombrado al darse cuenta de que el muchacho había conseguido penetrar en su pensamiento de aquella manera—. Incluso los Muertos tienen magia suficiente para detener a un catalista. Lo sé. He visto lo que puedes hacer…

Durante un largo rato, Joram se quedó mirando a Saryon en silencio como si estuviera pensando en algo. Luego, levantándose de repente, se acercó a la mesa y se inclinó sobre ella, mirando directamente al rostro del pálido y ojeroso catalista.

—Abre un conducto hacia mí —dijo.

Desconcertado, Saryon se echó hacia atrás, reacio a concederle a aquel muchacho más fuerza adicional.

—No creo que…

—¡Vamos! —exigió Joram con voz dura.

Se agarró con fuerza al borde de la mesa, haciendo que los músculos de sus brazos se crisparan mientras las venas se le marcaban debajo de la piel y los oscuros ojos llameaban a la luz de la vela.

Hipnotizado por la mirada repentinamente febril del joven, indeciso, Saryon abrió un conducto hacia Joram… y no sintió absolutamente nada. La magia lo llenó por completo, hormigueó por la sangre y la carne de Saryon, pero no fue a ningún sitio. No sintió la agradable sensación que provocaba la transferencia de energía, no la sintió fluir de un cuerpo al otro… Lentamente la magia empezó a escaparse de su cuerpo mientras contemplaba incrédulo a Joram.

—Pero esto es imposible —dijo, tiritando incontroladamente en la helada celda de la prisión—. Te he visto hacer cosas mágicas…

—¿De verdad? —preguntó Joram. Soltando la mesa, se irguió cruzando los brazos sobre el pecho—. ¿O me habéis visto hacer esto?

Con un brusco movimiento de la mano, hizo aparecer un trapo con el que empezó a secar el agua derramada. Dando una palmada, hizo desaparecer el trapo, algo que le pareció muy normal a Saryon, hasta que vio cómo el muchacho sacaba aquel trapo húmedo de un hábilmente oculto bolsillo de su camisa.

—Mi madre lo llamaba prestidigitación —dijo Joram con tranquilidad, pareciendo divertirle el desconcierto de Saryon—. ¿Sabéis lo que es?

—Lo he visto hacer en la corte —contestó Saryon, apoyando la cabeza en una mano. La sensación de vértigo había desaparecido, pero el dolor que le golpeaba las sienes le impedía pensar con fluidez—. Es un… juego… —Hizo un débil ademán—. Los… jóvenes lo hacen.

—Me preguntaba de dónde lo habría aprendido mi madre —dijo Joram, como si no le importara demasiado—. Bueno, pues es un juego que me ha salvado la vida. O quizá debería decir que es un juego que es mi vida, ya que toda la vida es un juego, según Simkin. —Bajó la mirada hacia el catalista con una expresión de amarga victoria—. Ahora ya conocéis mi secreto, catalista. Sabéis aquello que nadie más sabe sobre mí. Conocéis la verdad, algo a lo que ni mi madre era capaz de enfrentarse. Estoy Muerto. Verdaderamente Muerto. Ni un ápice de magia se agita en mi interior, hay menos en mí de la que hay en un cadáver, si creemos en lo que las leyendas cuentan de los antiguos Nigromantes, que aparentemente podían comunicarse con las almas de los muertos.

—¿Por qué me lo has contado? —preguntó Saryon con los labios tan embotados que apenas si pudo formar las palabras.

Un recuerdo le vino a la dolorida mente, un recuerdo de alguien que había estado Muerto, verdaderamente Muerto; de alguien que había fallado las Pruebas completamente como nadie las había fallado antes ni después…

Joram se inclinó de nuevo junto a él. El catalista se encogió apartándose del contacto con el joven del mismo modo que hubiera evitado el contacto con un cadáver. «¡No!», se dijo Saryon, contemplando horrorizado al muchacho, incapaz su mente de dominar el torbellino de ideas que lo inundaba como una ola arrolladora. Sintiendo que empezaba a ahogarse bajo todas ellas, el catalista las desterró de su mente, cerrándoles el paso. No. Era imposible. El niño estaba Muerto. Vanya lo había dicho.

El niño estaba Muerto. El niño está Muerto.

Al ver el desconcierto de Saryon, Joram se acercó un poco más.

—Os lo he contado, catalista, porque de todas formas hubiera sido tan sólo cuestión de tiempo el que lo descubrieseis. Cuanto más tiempo permanezcáis aquí, mayor es el peligro que corro. ¡Oh! —hizo un gesto de impaciencia—, existen Muertos vivientes entre nosotros, sin embargo tienen algo de magia. Yo soy diferente. ¡Completa, incalificable y horriblemente diferente! ¿Tenéis alguna idea, catalista, de lo que Blachloch y esa gente, sí, incluso los Hechiceros del Noveno Misterio, me harían si descubrieran que estoy totalmente Muerto?

Saryon fue incapaz de contestar. Ni siquiera podía comprender lo que estaba hablando el muchacho. Su mente se había cerrado, negándoles la entrada a aquellos sombríos y terroríficos pensamientos.

—Debéis tomar una decisión, catalista —le estaba diciendo Joram; su voz le llegaba a Saryon como a través de una oscura neblina—. Debéis llevarme ante los Ejecutores ahora o de lo contrario os quedaréis conmigo aquí y me ayudaréis.

—¿Ayudarte? —Saryon parpadeó asombrado al hacer aquella pregunta, que lo devolvió bruscamente a la realidad—. ¿Ayudarte a hacer qué?

—A detener a Blachloch —respondió Joram con calma, brillándole aquella media sonrisa suya en los oscuros ojos.