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Un fuerte y helado viento que soplaba del océano alejó las tormentosas nubes, haciéndolas retroceder hacia el sur, al interior del País del Destierro. Cesó la lluvia y apareció el sol, aunque su pobre calor otoñal poco podía hacer para contrarrestar el frío cortante del viento al atravesar las ropas mojadas. El ánimo de los hombres no mejoró. Al cesar la lluvia, Blachloch los hizo avanzar con rapidez, incluso con cabalgadas nocturnas, cuando la noche era clara. Los espesos bosques de robles y nogales del País del Destierro dieron paso a bosques de pinos, y los jinetes se volvieron más cautelosos, ya que empezaban a acercarse a la frontera con las tierras civilizadas. Deteniéndose por fin a la orilla del río, acamparon y pasaron tres días cortando árboles y atando juntos los troncos para formar toscas balsas.

Al catalista se lo mantuvo muy ocupado transfiriendo Vida a los hombres para que pudieran completar el trabajo velozmente. Hacía lo que le decían, aunque contemplaba la construcción de las balsas con desaliento, y, mentalmente, las veía ya cargadas con el botín, listas para ser transportadas río arriba hasta el poblado.

Por fin, las balsas quedaron terminadas, y llegó una noche en la que no apareció la luna. El viento soplaba todavía con más fuerza y violencia, zarandeando a los hombres de Blachloch mientras montaban en sus caballos. Galopando a gran velocidad, con las negras capas ondulando al viento como las velas de una armada fantasmal, los bandidos se dejaron caer sobre la aldea de Dunam, con la intención de atacarlos al anochecer cuando, agotados por su larga jornada de trabajo en el campo, los magos se dispusieran a descansar.

En las afueras del pueblo, Blachloch tiró de las riendas de su caballo, ordenándoles que se detuvieran. Ante ellos había una extensión de terreno descubierto, de campos cuya cosecha ya había sido recogida, que permanecían sin cultivar a la espera de la primavera. Apilados en un extremo se veían los discos que utilizaban los Ariels para transportar los frutos de la cosecha hasta los graneros del propietario de las tierras. Al verlos, los hombres se sonrieron unos a otros con satisfacción. Habían llegado a tiempo.

El viento soplaba helado del océano en dirección norte, arrastrando con él, incluso a tanta distancia, un ligero regusto salobre. Recibiendo el cortante viento en pleno hocico, los caballos sacudían la cabeza haciendo que los arneses emitieran un sonido metálico y provocando que algunos de los más asustadizos se agitaran nerviosamente. Los jinetes, no mucho más tranquilos que sus monturas, embozados hasta las cejas en gruesas capas todavía mojadas por la húmeda cabalgada, permanecían sobre sus monturas, impasibles, formando una hilera, aguardando las órdenes que los haría entrar en acción.

Sentado sobre su montura algo alejado de ellos, solo, encorvado bajo su verde capa, Saryon temblaba de miedo y de frío, mientras el credo con el que había crecido resonaba en sus oídos y la ironía de sus palabras se retorcía en su estómago.

Obedire est vivere. Vivere est obedire.

—Catalista, a mi lado.

Las palabras no fueron oídas, sino que penetraron raudas en la mente de Saryon. Sujetando las riendas con mano temblorosa, el catalista cabalgó al frente.

—Obedecer es vivir…

¿Dónde estaba Almin? ¿Dónde estaba su Dios en aquella hora de desesperación? Probablemente, allá en El Manantial, asistiendo a los Rezos Vespertinos. Era seguro que Él no estaba cabalgando con los bandidos en aquella borrascosa y tempestuosa noche.

—Vivir es obedecer…

Mientras avanzaba a lomos de su caballo, Saryon observó vagamente un rostro que se volvía para contemplarlo. Con la capucha echada hacia atrás, el joven era apenas visible bajo la brillante luz de las estrellas, pero el catalista reconoció a Mosiah, que parecía hallarse preocupado y aturdido. Indudablemente la oscura y amortajada figura que lo acompañaba debía de ser la de Joram. Saryon pudo entrever los ojos del muchacho ocultos tras una mata de cabellos enmarañados, que lo miraban fríos y especuladores. Una risa ahogada surgió de detrás de ellos dos con un brillante destello de color: era Simkin.

Aparentemente por su propia voluntad, el caballo de Saryon lo condujo hasta la cabecera de la fila pasando junto a los jóvenes, y junto a las hileras de ceñudos Hechiceros que aguardaban sobre sus nerviosas monturas. Allí se encontraba Blachloch sobre su corcel, un robusto caballo de batalla.

Había llegado el momento. Volviéndose a medias en su silla, el Señor de la Guerra miró a Saryon. Blachloch no habló, su rostro continuó impasible, inescrutable, pero el catalista sintió que el valor lo abandonaba igual que si el Señor de la Guerra le hubiera cortado de un tajo la garganta. Saryon inclinó la cabeza y, al verlo, Blachloch sonrió por vez primera.

—Me satisface que nos comprendamos mutuamente, Padre. ¿Os han adiestrado en el arte de la guerra?

—Fue hace mucho tiempo —dijo Saryon en voz baja.

—Sí, me lo imagino. No os preocupéis. Esto acabará pronto, creo.

Volviéndose, Blachloch dirigió unas palabras a uno de sus guardias, aparentemente revisando las instrucciones en el último minuto. Saryon no escuchó lo que decían, no podía oír nada a causa del viento y del martilleo de la sangre en sus sienes.

El Señor de la Guerra avanzó; a un gesto suyo, el catalista se puso a su lado.

—Lo que no debéis olvidar, catalista —le aconsejó Blachloch—, es permanecer a mi izquierda y ligeramente detrás de mí. De esta forma puedo protegeros si es necesario. No obstante, quiero poder veros siempre por el rabillo del ojo, así que procurad manteneros dentro de mi campo de visión. Y, Padre —Blachloch sonrió de nuevo, con una sonrisa que hizo que un escalofrío recorriera el cuerpo del catalista—, sé que vosotros tenéis el poder de aspirar la Vida, así como el de transferirla. Es una maniobra peligrosa, pero no sin precedentes si el catalista decide vengarse de su brujo. No lo intentéis conmigo.

No era una amenaza. Las palabras fueron dichas con voz inexpresiva, uniforme; pero el último y diminuto resquicio de esperanza que quedaba en el catalista se desvaneció con ellas. Tampoco había brillado con demasiada fuerza. Aspirar la Vida de Blachloch hubiera dejado a Saryon a merced de los Hechiceros, ya que tal acción deja también exhausto al catalista. Y, tal y como Blachloch había dicho, era un riesgo extremadamente peligroso. Un brujo poderoso podía cerrar el conducto, para luego darle un rápido castigo a su atacante. De todas formas, había sido una posibilidad, y ahora ya no existía.

¿Había tenido en cuenta aquello el Patriarca Vanya? ¿Había sabido que Saryon se vería obligado a cometer aquellos espantosos crímenes? ¡Seguramente Vanya no había tenido nunca la intención de que aquello llegara tan lejos! Incluso si le había mentido, debía de tener alguna razón, algún propósito…

—Salve, extranjeros que surgís de la noche —dijo una voz.

Saryon se sobresaltó de tal manera que estuvo a punto de caer de la silla. Blachloch refrenó a su caballo y el catalista hizo lo mismo apresuradamente, colocándose tal y como el Señor de la Guerra le había indicado, a la izquierda de Blachloch y ligeramente a su espalda.

Mirando a su alrededor, el catalista se dio cuenta de que mientras él había estado inmerso en sus sombríos pensamientos, habían cabalgado hasta el interior del pueblo. La luz brillaba en las ventanas de las casas modeladas a partir de rocas, donde vivían los Magos Campesinos. Era un poblado grande, por lo que pudo observar Saryon, mayor que Walren. La esperanza volvió a renacer. Seguramente Blachloch, que sólo disponía de una banda de unos treinta hombres, no se atrevería jamás a atacar un pueblo en el que debían de vivir al menos un centenar de magos.

La puerta de una de las casas se había abierto y un hombre permanecía en el umbral, perfilándose a la luz del fuego, que brillaba débilmente tras él. Saryon pudo ver que era alto y fuerte. Sin duda era el capataz y debía de ser quien había lanzado el saludo.

—Catalista —gritó el hombre—. Tenemos visitantes.

La puerta de la casa de piedra contigua a la suya se abrió y otro hombre salió al exterior, un catalista, a juzgar por su túnica de color verde. Mientras se apresuraba a ocupar su lugar junto al capataz, Saryon vio el rostro del catalista reflejándose a la luz. Era joven, probablemente tan sólo un Diácono. Aquél debía de ser su primer trabajo.

El capataz atisbó en la oscuridad, intentando ver quién penetraba en su pueblo a aquellas horas. Se mostraba cauteloso, precavido. Blachloch no había dicho una palabra ni tampoco había respondido al saludo como era costumbre.

«Debemos de parecer como negras ventanas abiertas en la noche», se dijo Saryon.

Entonces sintió que una fría mano le tocaba la muñeca y palideció, sintiendo un estremecimiento en el estómago.

«Transfiéreme Vida, catalista».

Las palabras no fueron pronunciadas; tan sólo resonaron en la cabeza de Saryon. Cerrando los ojos, hizo desaparecer las luces de las casuchas, el perplejo y suspicaz rostro del capataz y la rígida expresión de la cara del joven catalista. «Podría mentir —pensó con desesperación—, podría decir que estoy demasiado débil, demasiado asustado para percibir la magia…»

La fría mano se cerró con fuerza haciéndole daño. Con un escalofrío, sintiendo cómo la magia surgía del suelo, de la noche, del viento, y fluía a través de él, Saryon abrió el conducto.

La magia fluyó desde él hasta Blachloch.

—He dicho «Salve, extranjero». —La voz del capataz se volvió ronca—. ¿Estás perdido? ¿De dónde vienes y adónde vas?

—Vengo del País del Destierro —dijo Blachloch—, y éste es mi destino.

—¿El País del Destierro? —El capataz cruzó los brazos sobre el pecho—. Entonces ya puedes dar la vuelta y cabalgar de regreso a ese territorio maldito de Dios. No queremos a ninguno de los de tu clase por aquí. Vamos, vete de aquí. Catalista…

Pero el joven Diácono era de pensamiento rápido y había abierto un conducto hacia el capataz antes de que lo pidiera.

Para entonces, el sonido de las voces había alertado a otros aldeanos que vivían cerca. Algunos miraron por las ventanas, varios hombres salieron a las puertas de sus casas y unos pocos llegaron hasta el sendero.

Sentado con tranquilidad sobre su montura, Blachloch parecía haber estado esperando la presencia de público, ya que volvió a sonreír, como con satisfacción.

—¡He dicho fuera! —empezó a decir el capataz, dando un paso hacia adelante.

Blachloch retiró la mano del brazo de Saryon, rompiendo el conducto con tal rapidez que el catalista casi se ahogó cuando parte del poder mágico volvió atrás para fluir de nuevo por su cuerpo.

Señalando con su mano al capataz, Blachloch murmuró una palabra. El capataz empezó a brillar con una misteriosa aureola que rodeaba su cuerpo, desprendiendo un débil resplandor verdoso —el mago pertenecía al Misterio de la Tierra—. La aureola empezó a brillar con más fuerza, y a su luz, Saryon vio cómo el rostro del capataz se contorsionaba asombrado, primero, y aterrorizado, después, cuando se dio cuenta de lo que le estaba sucediendo. La luz era su propia magia, su propia Vida. Cuando el resplandor se extinguió, el cuerpo del hombre cayó pesadamente al suelo.

Saryon sintió una opresión en la garganta. Le era imposible respirar. Toda su vida había oído hablar del terrible poder de la Magia Aniquiladora, pero nunca la había visto usar. El capataz no estaba muerto, pero era como si lo estuviese. Estaba tumbado en el umbral de su casa, más indefenso que un bebé recién nacido; hasta que no fuera invertido el hechizo, o hasta que pudiera, si le era posible, acostumbrar a su cuerpo a vivir sin la magia, no podría ser capaz de hacer absolutamente nada más que mirar a su alrededor con rabia impotente, con los brazos y las piernas agitándose con débiles sacudidas.

Varios de los magos se dirigían corriendo hacia su capataz dando voces de alarma. Arrodillándose junto a él, el joven Diácono levantó la cabeza para mirar a Blachloch. Saryon vio cómo los ojos del catalista se abrían de par en par asustados, mientras sus labios se entreabrían en una súplica, una protesta, una oración…

Blachloch movió de nuevo la mano, volviendo a hablar. Aquella vez no hubo ni luz, ni sonido. El hechizo fue rápido y eficiente. Una ráfaga de aire se abalanzó sobre el joven catalista como una ola marina, cubriéndolo y aplastando su cuerpo contra la pared de piedra de la casa del capataz.

Los gritos de alarma se convirtieron en gritos de cólera y ultraje. Sintiéndose mareado y horrorizado, Saryon se balanceó en su silla, mientras las luces del pueblo flotaban a su alrededor y las sombras danzaban y saltaban ante su mirada aturdida. Vio cómo Blachloch alzaba la mano, la vio arder en llamas y oyó el sonido de los cascos de los caballos batiendo el suelo a sus espaldas en respuesta a la señal. La banda iniciaba el ataque. Tuvo la vaga impresión de que algunos de los Magos Campesinos parecían dispuestos a combatir a Blachloch con su propia magia, a pesar de lo debilitada que debía de estar después de todo un día de trabajo en los campos, cuando el Señor de la Guerra, alzando la llameante mano, apuntó.

Una de las casas se convirtió de golpe en un infierno en llamas. Del interior surgieron unos desgarradores alaridos, y una mujer y varios niños se precipitaron al exterior, con las ropas ardiendo. Los Magos Campesinos se detuvieron, vacilando; el miedo y la confusión reemplazaron en sus rostros a la cólera. Algunos se acercaron un poco más, otros se dieron la vuelta, dando traspiés, para ayudar a las víctimas del fuego. Pero dos siguieron andando en dirección a Blachloch y a Saryon, uno levantando las manos para invocar a las fuerzas terrestres en su ayuda. Tenía los ojos clavados en Saryon, a quien le era imposible moverse.

El catalista se encontró a sí mismo deseando amargamente que aquel hombre acabara con él allí donde estaba; pero Blachloch, sin excesiva prisa, movió la mano apenas un poco, señalando otra casucha. También ésta se incendió de repente.

—Puedo destruir todo este pueblo en cuestión de minutos —le dijo con voz inexpresiva al mago que se aproximaba—. Lanza tu hechizo. Si sabes algo de los Duuk–tsarith, sabrás que puedo proteger tanto a mi catalista como a mí mismo. ¿Y de dónde sacarás la energía para lanzar otro hechizo? Vuestro catalista está muerto. El mío vive. —Extendiendo la mano hacia Saryon, dijo—: Catalista, otórgame Vida.

Obedire est vivere.

Saryon seguía sin poder moverse. Como en una horrorosa pesadilla, su mirada fue del mago al cuerpo del joven Diácono, que yacía en el umbral junto al indefenso capataz.

Blachloch no se volvió, ni miró a Saryon. Simplemente repitió:

—Catalista, otórgame Vida.

Tampoco esta vez su voz sonó amenazadora, ni siquiera en el tono. Sin embargo Saryon sabía que tendría que pagar por faltar a su deber. Blachloch jamás daba dos veces la misma orden.

Obedire est vivere.

Y no tenía la menor duda de que el precio a pagar sería alto.

—No —dijo Saryon con voz baja y firme—. No pienso hacerlo.

—Bien, bien —musitó Joram—, el viejo tiene más agallas de lo que yo había imaginado.

—¿Qué? —Mosiah, con el rostro pálido y tenso, contemplaba con ojos muy abiertos las incendiadas casas de los Magos Campesinos. Aturdido, se volvió hacia Joram—. ¿Qué has dicho?

—Mira. —Joram señaló el lugar donde estaba el Señor de la Guerra, sentado a horcajadas sobre su caballo no muy lejos de ellos, ya que los dos jóvenes habían cabalgado con la vanguardia—. El catalista. Se ha negado a obedecer la orden de Blachloch de que le transfiriera más Vida.

—¡Lo matará! —susurró, horrorizado, Mosiah.

—No. Blachloch es más listo que todo eso. No matará a su único catalista. De todas formas, apostaría a que ese hombre deseará muy pronto estar muerto.

Mosiah se llevó una mano a la cabeza.

—Esto es espantoso, Joram —dijo con voz apagada—. ¡No tenía ni idea… no sabía que seria algo así…! ¡Me voy!

Empezó a hacer girar a su caballo.

—¡Domínate! —le espetó Joram, sujetando el brazo de su amigo y tirando de él hacia atrás con violencia—. ¡No puedes huir! Los aldeanos podrían atacarnos…

—¡Espero que lo hagan! —gritó Mosiah, furioso—. Espero que os maten a todos. ¡Suéltame, Joram!

—¿Adónde irás? ¡Piensa! —Joram seguía sujetándolo férreamente.

—¡Puedo meterme en el bosque! —siseó Mosiah, intentando desasirse—. Me esconderé allí hasta que os hayáis ido. Entonces volveré aquí, para hacer lo que pueda por esta gente…

—Te entregarán a los Ejecutores —masculló Joram, apretando los dientes, manteniendo sujeto a su amigo con dificultad. Los caballos, asustados por el fuego y el humo, los aullidos y el forcejeo de los dos jóvenes, daban vueltas y más vueltas sobre sí mismos, removiendo la tierra con sus cascos—. Atiende a razones… Espera… —Levantó los ojos—. Mira, tu catalista…

Mosiah se volvió. Su mirada siguió la de Joram, a tiempo de ver cómo dos de los hombres de Blachloch desmontaban a Saryon y lo arrojaban al suelo. Tambaleándose, Saryon intentó ponerse en pie, pero los otros dos hombres, a un gesto del Señor de la Guerra, saltaron de sus caballos, agarraron al catalista y le sujetaron los brazos a la espalda. Viendo que se obedecían sus órdenes, Blachloch le lanzó una última mirada al catalista, diciendo algo que Joram no pudo oír. Luego el Señor de la Guerra se alejó al galope, gritando más instrucciones a sus hombres e indicando un enorme edificio donde se almacenaban las cosechas. A su paso se incendiaban nuevas cabañas, iluminando la noche como si un terrible sol hubiera caído sobre la tierra.

Alrededor de Joram y Mosiah, los bandidos se apresuraban sobre sus caballos para cumplir las órdenes de su comandante, algunos dirigiéndose al granero, otros vigilando a los Magos Campesinos, algunos de los cuales huían espantados, mientras otros intentaban en vano salvar sus casas de aquel fuego mágico. La atención de Joram y Mosiah, no obstante, estaba puesta en los hombres que sujetaban a Saryon.

A la luz de las incendiadas casas, Joram vio cerrarse un puño y luego oyó el sonido de un puñetazo que se clavaba en la carne. El catalista se dobló hacia adelante con un quejido, pero el guarda que lo sujetaba lo obligó a ponerse derecho. El siguiente golpe del atacante se estrelló en la cabeza de Saryon. Con el rostro repentinamente oscurecido por la sangre, el ahogado grito del catalista se cortó cuando el guarda hundió su puño de nuevo en el estómago del sacerdote.

—¡Dios mío! —musitó Mosiah.

Sintiendo cómo el cuerpo de su amigo se ponía rígido, Joram se volvió hacia él, asustado. El rostro de Mosiah se había vuelto de un color ceniciento, gotas de sudor perlaban su frente y contemplaba al catalista con ojos desencajados. Mirando a su espalda, Joram vio al catalista desplomado en brazos de su captor, gimiendo, encogiéndose mientras nuevos golpes llovían con brutal eficiencia sobre aquel cuerpo que no ofrecía resistencia.

—¡No! No lo hagas… ¿Estás loco? —gritó Joram, agarrándose a Mosiah—. Aún te harán cosas peores a ti si te entrometes…

Pero igual hubiera sido si se hubiese dirigido al aire. Lanzándole a su amigo una agria y colérica mirada, Mosiah golpeó violentamente a su caballo en las costillas y se precipitó hacia adelante, sacando casi a Joram de su silla al dar aquel salvaje salto hacia adelante.

—¡Maldición! —juró Joram, mirando a su alrededor en busca de ayuda para detener a Mosiah.

—Oye —a sus oídos llegó una melodiosa voz—, una espléndida conflagración ésta. Me estoy divirtiendo bastante. ¿Qué te parecería un paseíto hasta el granero para contemplar cómo cargan los sacos? ¡Por la sangre de Almin!, ¿qué es lo que pasa, viejo amigo?

—¡Cállate y sígueme! —le gritó Joram señalando con un brazo—. ¡Mira!

—Más jolgorio —dijo Simkin con entusiasmo, cabalgando tras Joram—. Me había perdido esto completamente. ¿Qué le están haciendo a nuestro pobre amigo catalista?

—Se negó a obedecer una de las órdenes de Blachloch —repuso Joram de mal humor, obligando a su caballo a ponerse al galope—. ¡Y mira, ahí está Mosiah! A punto de verse mezclado en esto.

—Creo que debería señalar que, por lo que parece, Mosiah ya está mezclado en esto —jadeó Simkin, rebotando sobre la silla mientras intentaba seguir su ritmo—. La verdad es que me divierte tanto como a cualquiera darle una paliza a un catalista, pero los hombres de Blachloch parecen estárselo pasando muy bien y no creo que les guste que nos entrometamos en su diversión… ¡Por la sangre y los sesos de Almin! ¿Qué está haciendo nuestro amigo?

Saltando de su caballo, Mosiah se había arrojado sobre el hombre que estaba golpeando a Saryon, derribándolo al suelo. Al caer los dos en un confuso montón, el otro guarda, que había estado sujetando a Saryon mientras su compañero lo golpeaba, arrojó al catalista a un lado y, haciendo aparecer un grueso tronco en su mano, hizo intención de estrellarlo en la cabeza del muchacho.

—¡Mosiah! —gritó Joram, desmontando del caballo y precipitándose como un loco hacia ellos, aunque sabía, sintiendo un agudo dolor en el corazón que lo sorprendió, que llegaría demasiado tarde. El tronco estaba ya a punto de alcanzarle la cabeza. Entonces Joram se detuvo, contemplando asombrado cómo un ladrillo se materializaba de la nada y flotaba en el aire justo encima de la cabeza del guarda.

—¡Eh, toma eso! —gritó el ladrillo.

Dejándose caer, golpeó al guarda violentamente en la cabeza, para desplomarse luego sobre la hierba. El guarda dio un paso hacia adelante tambaleándose, se balanceó como si estuviera borracho y cayó hacia adelante, aterrizando encima del ladrillo.

Saltando hacia adelante, Joram agarró a Mosiah, que rodeaba con sus manos el cuello del otro guarda.

—¡Déjalo ir! —gruñó Joram, arrancando a su amigo de su víctima.

El hombre rodó por el suelo, haciendo esfuerzos por respirar. Luchando por escapar de los brazos de Joram, Mosiah dio con su bota al guarda en la cabeza. El hombre se quedó inmóvil.

—¡No puede hacer nada! ¡Déjalo estar! —le ordenó Joram a Mosiah, sacudiéndolo—. ¡Escucha! ¡Hemos de salir de aquí!

Mirando a su amigo con ojos sedientos de sangre, Mosiah negó con la cabeza, aturdido.

—Saryon —jadeó, limpiándose la sangre del labio herido.

—¡Oh! Por el amor de… —empezó a decir Joram, malhumorado—. Ahí está, pero creo que ya no podemos ayudarlo. —Indicó con un gesto el cuerpo inerte del catalista, que yacía hecho un ovillo sobre el suelo—. Ponlo en un caballo, entonces, si insistes. Maldición, ¿dónde demonios está Simkin…?

—¡Ayuda! —gritó una voz sofocada—. ¡Joram! ¡Sácame a este sinvergüenza de encima! ¡Esta peste me está asfixiando!

Mientras Mosiah se inclinaba sobre el catalista, Joram se agachó y agarró al secuaz de Blachloch por el cuello de la camisa, levantándolo de encima del ladrillo. El ladrillo desapareció entonces, transformándose en Simkin, quien se colocó un pedazo de seda color naranja sobre la nariz mientras se quedaba contemplando al hombre con expresión de disgusto.

—¡Santo cielo, qué bruto! Me siento mareado. ¿Dónde están Mosiah y nuestro divertido amigo el catalista? —Mirando en derredor suyo, Simkin abrió los ojos de par en par—. ¡Oh!, me parece… —Dejó escapar un suave silbido—. Tenemos problemas.

—¡Blachloch! —murmuró Joram, contemplando cómo se aproximaba la enlutada figura, atravesando el humo y el fuego—. ¡Simkin! Utiliza tu magia. Sácanos de aquí… ¿Simkin?

El joven había desaparecido. Joram sostenía en una mano un ladrillo manchado de sangre.