Una brillante y soleada mañana de finales de otoño, la mayoría de los hombres y muchachos del poblado de los Hechiceros salió a caballo para tomar, según su punto de vista, lo que el mundo les debía. Andon los vio marchar con ojos que guardaban la tristeza de siglos. Había hecho todo lo que había podido para detenerlos, pero había fracasado. Se dijo que tenían que aprender la lección por sí mismos y el anciano tan sólo esperó que no resultase demasiado amarga. Ni demasiado cara.
Los primeros días del viaje fueron soleados y despejados, cálidos y agradables durante las horas de luz, frescos y vivificadores, insinuando la proximidad del invierno, durante la noche. La banda de Blachloch se sentía alegre y satisfecha; los jóvenes, especialmente, disfrutaban con aquella interrupción de su pesado trabajo en la fragua o en el molino, en las minas o como albañiles. Liderados por el bullicioso Simkin, que vestía de nuevo su traje de guardabosque en honor a la ocasión («a este color le llamo Barro con Excrementos»), los jóvenes reían, bromeaban y se tomaban el pelo los unos a los otros a causa de las dificultades que experimentaban para montar los peludos y medio salvajes caballos que criaban en el pueblo. Por la noche se reunían alrededor de un brillante fuego para intercambiar historias y jugar a juegos de azar con los hombres de más edad, apostando sus raciones de comida para el invierno y perdiéndolas tan a menudo que lo más probable era que ninguno de ellos pudiera comer hasta la primavera.
Incluso el generalmente taciturno Joram parecía haber mejorado con el cambio, sorprendiendo a Mosiah con sus ganas de hablar, cuando no estaba tomando parte en las peleas amistosas y en las bromas. Pero también, reflexionó Mosiah, aquello podía estar relacionado con el hecho de que Joram acababa de salir de uno de sus oscuros estados melancólicos.
No obstante, a la segunda semana la alegría había desaparecido del viaje. Una lluvia helada chorreaba de las amarillentas hojas de los árboles, penetrando a través de las capas y resbalándoles por la espalda. El ruido sordo de las gotas acompañaba rítmicamente el pesado golpeteo de los cascos de los caballos. La lluvia no cesó, sino que siguió cayendo con regularidad durante días. Además, por orden de Blachloch no se podían encender hogueras, ya que ahora estaban en territorio centauro, y también se había doblado la vigilancia, lo que significaba que muchos perdían media noche de sueño. Todo el mundo se sentía desgraciado y de mal humor, pero había una persona que era tan evidente que se sentía aún más desdichada que los demás, que Mosiah no pudo evitar darse cuenta de ello.
Aparentemente, Joram también lo había notado. De vez en cuando Mosiah veía una expresión de sombrío placer en los oscuros ojos de Joram y una media sonrisa casi afloraba a sus labios. Siguiendo su mirada, Mosiah vio que contemplaba al catalista, que cabalgaba frente a ellos, saltando incómodo en la silla, la cabeza tonsurada inclinada, los hombros caídos. A caballo, el catalista ofrecía un espectáculo patético. Los primeros días había montado rígido como un palo a causa del miedo. Ahora estaba simplemente anquilosado. Le dolía cada hueso y cada músculo de su cuerpo. Evidentemente el solo hecho de sentarse en la silla le resultaba doloroso.
—Me da pena ese hombre —dijo Mosiah la segunda semana de su viaje hacia el norte.
Helados y empapados, Joram, Simkin y él cabalgaban juntos por un trecho del sendero que era lo suficientemente ancho como para haber permitido a una brigada de caballería cabalgar de frente. Eran los gigantes quienes habían abierto aquel camino, les comunicó Blachloch, avisándoles de que se mantuvieran alerta.
—¿Qué hombre? —preguntó Joram.
Había estado escuchando las explicaciones de Simkin de cómo el Duque de Westshire había contratado a todo el Gremio de Moldeadores de Piedra, junto con seis catalistas, para rehacer completamente su residencia palaciega en Merilon, cambiando la estructura de cristal por una de mármol rosado, veteado de verde pálido.
—En la corte no se habla de nada más. Una cosa así no se había hecho nunca. Imagínate, ¡mármol! Tiene un aspecto bastante… pesado… —estaba diciendo Simkin.
—El catalista. ¿Cómo se llama? Me da pena —dijo Mosiah.
—¿Saryon? —Simkin pareció ligeramente desconcertado—. Perdóname, querido muchacho, pero ¿qué tiene que ver él con el mármol de color rosa?
—Nada —contestó Mosiah—. Sencillamente estaba observando la expresión de Joram. Parecen divertirle los sufrimientos del pobre hombre.
—Es un catalista —replicó secamente Joram—. Y te equivocas. No me interesa lo suficiente como para pensar en él en un sentido u otro.
—Hummm —murmuró Mosiah, al ver cómo los oscuros ojos de Joram se oscurecían aún más al clavarlos en la espalda, cubierta por una túnica verde, del catalista.
—Viene de vuestro pueblo, ¿sabéis? —comentó Simkin, inclinándose sobre el cuello de su montura para hablar confidencialmente en un tono de voz tan alto que podían oírle casi todos los de la fila.
—¡Baja la voz! Nos va a oír. ¿Qué quieres decir con que es de nuestro pueblo? —preguntó Mosiah, asombrado—. ¿Por qué no dijiste nada antes? ¡Quizá conoce a mis padres!
—Estoy seguro de que comenté algo —protestó Simkin, con aire ofendido—, cuando os conté que venía a buscar a Joram…
—¡Chisst! —siseó Mosiah—. ¡Esas tonterías! —Mordiéndose el labio, el joven se quedó mirando al catalista, pensativo—. Me pregunto cómo estarán mis padres. Hace tanto tiempo…
—¡Oh, adelántate! ¡Habla con él! —soltó Joram, y sus cejas se unieron en una línea gruesa y dura que le cruzaba la frente.
—Sí, ve a charlar con el viejo —dijo Simkin lánguidamente—. No es mala persona, realmente, si tenemos en cuenta cómo son los catalistas. Y a mí no me gustan más que a ti, ¡oh Sombrío y Melancólico Amigo! Ya te conté cómo se llevaron a mi hermanito pequeño, ¿no es así? Al pequeño Nat. ¡Pobre chiquillo! No pasó las Pruebas. Lo tuvimos escondido hasta que cumplió los cinco años, pero ellos lo descubrieron. Uno de los vecinos lo delató. Estaba resentido con mi madre. Yo era el favorito de Nat, ¿sabes? El pobrecillo se aferró a mí cuando se lo llevaban.
Dos lágrimas rodaron por el rostro de Simkin hasta perderse en su barba. Mosiah exhaló un exasperado suspiro.
—¡Eso! —exclamó Simkin, sorbiendo por la nariz—. Búrlate de mi aflicción. No le des importancia a mi dolor. Si me perdonáis —musitó, mientras numerosas lágrimas le corrían por el rostro, mezclándose con el agua de lluvia—, daré rienda suelta a mi pena en privado. Vosotros dos seguid adelante. No, no sirve de nada que intentéis consolarme. En absoluto…
Hablando entre dientes de forma incoherente, Simkin hizo dar media vuelta a su caballo de repente y abandonó el sendero, galopando hacia atrás en dirección a la retaguardia de la columna.
—¡Burlarme de su aflicción! Con éste, ¿cuántos hermanos van que han sufrido una muerte horrible? —Con un resoplido de indignación, Mosiah volvió la vista hacia Simkin, quien se estaba secando las lágrimas del rostro, mientras al mismo tiempo le lanzaba una grosería a uno de los secuaces de Blachloch—. Sin mencionar el surtido de hermanas que han sido hechas prisioneras por nobles o arrebatadas por centauros, sin tener en cuenta la que huyó de casa porque estaba enamorada de un gigante. Luego, también está la tía, que se ahogó en una fuente pública porque creía que era un cisne, y su madre, que ha muerto ya cinco veces de cinco diferentes y raras enfermedades, y una vez de dolor porque los Duuk–tsarith arrestaron a su padre por conjurar ilusiones ópticas ofensivas del Emperador. Todo lo cual le ha sucedido a un huérfano al que se encontró flotando en un cesto hecho de pétalos de rosa en las alcantarillas de Merilon. ¡Es un mentiroso monumental! ¡No entiendo cómo puedes aguantarlo!
—Porque es un mentiroso divertido —replicó Joram, encogiéndose de hombros—. Y eso hace que sea diferente.
—¿Diferente?
—Del resto de vosotros —dijo Joram, mirando a Mosiah por debajo de sus espesas y oscuras cejas—. ¿Por qué no vas a hablar con tu catalista? —sugirió fríamente, al ver que el rostro de Mosiah se ponía rojo de ira—. Si lo que he oído es verdad, es candidato a castigos aún peores que las llagas que produce la silla de montar.
Clavando los talones en los ijares del caballo, Joram galopó hacia adelante, pasando junto al catalista sin dirigirle una sola mirada, los cascos de su caballo salpicándolo de barro. Mosiah vio cómo el catalista alzaba la cabeza y seguía con la mirada al joven, cuya larga y negra cabellera, agitándose libre de ataduras, brillaba bajo la lluvia como el plumaje de un pájaro mojado.
—¿Por qué te aguanto a ti? —murmuró Mosiah, contemplando la figura de su amigo—. ¿Por compasión? Me odiarías por ello. Pero, en cierto modo, es verdad. Puedo comprender por qué te niegas a confiar en nadie. Tus cicatrices no son únicamente las de las heridas de tu pecho. Pero, algún día, amigo mío, ¡esas cicatrices no serán nada, nada, comparadas con la cicatriz de la herida que recibirás cuando descubras que estabas equivocado!
Sacudiendo la cabeza, Mosiah hizo adelantarse a su caballo hasta que se colocó junto al catalista.
—Perdonadme por interrumpir vuestras meditaciones, Padre —dijo el joven, indeciso—, pero ¿os importaría… os importaría si os hago compañía?
Saryon levantó los ojos temeroso, su rostro estaba cansado y tenso. Entonces, al ver únicamente al muchacho, pareció relajarse.
—No, me gustaría mucho, en realidad.
—Vos… vos no estabais rezando ni nada de eso, ¿verdad, Padre? —preguntó Mosiah, turbado—, puedo irme, si vos…
—No, no estaba rezando —dijo Saryon con una débil sonrisa—. No he estado rezando mucho últimamente —añadió en voz baja, contemplando aquella región inhóspita con un estremecimiento—. Estoy acostumbrado a encontrar a Almin en los pasillos de El Manantial. No aquí fuera. No creo que Él esté aquí.
Mosiah no comprendió, pero viendo una oportunidad para romper el hielo, comentó:
—Mi padre habla así algunas veces. Dice que Almin cena con los ricos y arroja las sobras a los pobres. Que no se preocupa de nosotros, y que por lo tanto debemos vivir nuestras vidas según nuestro propio honor e integridad, porque cuando morimos ésa es la cosa más importante que dejamos tras de nosotros.
—Jacobias es una persona muy sensata —dijo Saryon, mirando a Mosiah con atención—. Lo conozco. Tú eres Mosiah, ¿verdad?
—Sí. —El muchacho se ruborizó—. Sé que vos lo conocéis. Es por eso que me acerqué… Es decir, no lo sabía o me hubiera acercado antes… Quiero decir que Simkin me lo acaba de decir…
—Comprendo —Saryon asintió gravemente—. Debiera haber ido a verte. Tengo mensajes de tus padres, pero… no he estado bien.
Ahora le tocaba el turno al catalista de ruborizarse incómodo. Con una mueca de dolor, se removió en su silla, dirigiendo la mirada a la figura de Joram, que desaparecía entre los árboles en aquel momento.
—Mis padres… —le recordó Mosiah, tras un buen rato de silencio.
—¡Oh!, sí, lo siento. —Saryon se animó—. Están bien y te envían su amor. Te recuerdan todos los días —dijo el catalista, viendo cómo una expresión de anhelo y nostalgia cruzaba el rostro del joven—. Tu madre me dio un beso para ti, pero no creo que sea necesario que te lo pase personalmente.
—No, claro que no. Gracias, Padre —musitó Mosiah, enrojeciendo—. ¿Di… dijeron algo más? Mi padre…
Echándole una ojeada al muchacho, el rostro de Saryon se tornó grave y no contestó inmediatamente.
Mosiah vio su expresión y comprendió.
—Es eso, ¿verdad? —dijo con tristeza—. Me va a echar un sermón.
—No un sermón —contestó Saryon con una sonrisa—. Me dijo que había oído algunos rumores sobre esta gente que no le gustaron. Esperaba que los rumores fuesen falsos, pero, si no lo eran, esperaba que tú recordarías aquello en lo que te habían enseñado a creer desde pequeño, y que él y tu madre te querían y que estabas siempre en sus pensamientos.
Mirando al muchacho, Saryon vio cómo el rubor manchaba sus tersas mejillas, en las que había un ligerísimo asomo de barba. Pero la vergüenza —si es que era eso— desapareció casi inmediatamente, siendo reemplazada por la ira.
—Lo que habéis oído es falso.
—¿Y qué hay de esta incursión?
—Estas gentes son buena gente. —Mosiah miró ferozmente a Saryon, desafiante—. Todo lo que quieren es tener las mismas oportunidades de vivir que los otros. De acuerdo —añadió rápidamente cuando pareció que Saryon iba a hablar—, quizá no me gusten algunas de las cosas que hacen, quizá yo no crea que estén bien. Pero tenemos derecho a sobrevivir.
—¿Haciendo esto? ¿Robando a otros? Andon me dijo…
Mosiah hizo un gesto de impaciencia.
—Andon es un anciano…
—Me dijo que antes de la llegada de Blachloch, los Tecnólogos eran capaces de mantenerse a sí mismos —continuó Saryon—. Labraban la tierra, utilizando herramientas en lugar de magia.
—Ahora no tenemos tiempo. Trabajamos demasiado duro. ¡Tenemos que comer este invierno! —replicó Mosiah, enojado.
—También la gente a la que estamos robando.
—No cogemos demasiada cantidad. Joram lo dijo. Les dejamos mucho…
—No este año. Este año me tenéis a mí, un catalista. Este año Blachloch puede utilizarme para aumentar sus poderes. ¿Has visto alguna vez la cantidad de magia que puede reunir un Señor de la Guerra?
—Entonces, ¿por qué estáis vos aquí? —preguntó Mosiah con brusquedad, volviéndose para mirar a Saryon, con expresión torva—. ¿Por qué huisteis al País del Destierro si teníais unas ideas tan rectas?
—Lo sabes —repuso el catalista en voz baja—. Oí cómo Simkin os lo decía.
Mosiah negó con la cabeza.
—Simkin es incapaz de decir la hora del día sin mentir —dijo con desdén—. Si os referís a esa tontería acerca de venir en busca de Joram…
—No es una tontería.
Mosiah parpadeó, mirándolo con fijeza. El rostro de Saryon, aunque pálido y ojeroso por el cansancio, aparecía sereno.
—¿Qué? —repitió, no estando seguro de haber oído correctamente.
—No es una tontería —dijo el catalista—. Me enviaron aquí para llevar a Joram de vuelta para hacer justicia.
—Pero… ¿por qué? ¿Por qué me estáis contando esto? —exigió Mosiah, desconcertado—. ¿Queréis algo de mí?, ¿es eso? ¿Es que queréis que os ayude? ¡Porque no lo haré! ¡No Joram! Él es mi…
—No, desde luego que no —lo interrumpió Saryon, moviendo la cabeza con una triste sonrisa—. No quiero nada de ti. Lo que yo haga con respecto a Joram, debo hacerlo solo. —Suspirando, se frotó los ojos, cansado—. Te lo he contado porque le prometí a tu padre que te hablaría si te encontraba envuelto en este… —Agitó la mano.
Ambos cabalgaron juntos en silencio a través de la monótona lluvia. Débilmente, detrás de ellos, por encima del cascabeleo de los arneses y el sordo golpear de los cascos de los animales, Mosiah oyó la estridente risa de Simkin.
—Podríais haber predicado vuestro sermón sin decirme la verdad sobre vos, Padre. De todos modos no le creí a Simkin. Nadie lo hace nunca —musitó Mosiah, retorciendo las riendas con la mano, y los ojos clavados en la enmarañada crin del caballo—. No sé qué es lo que queréis decir con lo de llevaros a Joram para que se haga justicia. No veo cómo podríais hacerlo —añadió, mirando al catalista con desprecio—. Avisaré a Joram, desde luego. Sigo sin entender por qué me lo habéis contado. Debéis de haber comprendido que eso nos convertiría en enemigos, a vos y a mí.
—Sí, y lo siento —respondió Saryon, encorvándose aún más en su empapada túnica—. Pero temía que, de lo contrario, no me prestaras atención. Mi «sermón» no hubiera tenido demasiado efecto en ti, si pensabas que predicaba lo que no hacía, como dice el dicho. Ahora, al menos, espero que recapacitarás sobre lo que te he dicho.
Mosiah no contestó, sino que siguió mirando fijamente la crin del caballo. Su semblante se endureció; la mano que retorcía las riendas las apretó con firmeza.
—Ahora, vuestra conciencia puede sentirse tranquila —dijo, levantando la cabeza—. Habéis cumplido con vuestro deber para con mi padre. Pero, hablando de conciencias, no creo que vaciléis en obedecer a Blachloch cuando os pida que le otorguéis Vida. O quizá pensáis desobedecerle —dijo Mosiah con una sonrisa burlona, recordando el castigo al que había aludido Joram.
Esperando ver cómo aquel catalista de apariencia débil se acobardaba y encogía de miedo, el muchacho quedó sorprendido al ver cómo el otro lo miraba a los ojos con serena dignidad.
—Ésa es mi vergüenza —respondió Saryon con firmeza—, y yo debo enfrentarme con ella, al igual que tú debes enfrentarte con la tuya.
—Yo no necesito enfrentarme… —empezó a decir Mosiah, enojado, pero fue interrumpido por la melodiosa voz de Simkin, elevándose por encima del sonido de la lluvia y de los cascos de los caballos.
—¡Mosiah! ¡Mosiah! ¿Dónde estás?
Malhumorado, el muchacho se volvió sobre la silla, mirando a su espalda y agitando la mano.
—Estaré ahí en un momento —gritó. Luego se volvió de nuevo hacia el catalista—. Una última cosa que no comprendo, Padre. ¿Por qué le contasteis a Simkin lo de Joram? ¿También le estabais sermoneando?
—Yo no se lo dije a Simkin —dijo Saryon. Golpeando desmañadamente a su caballo con sus enormes y torpes pies, el fatigado catalista hizo adelantarse al animal—. Es mejor que vayas, te están llamando. Adiós, Mosiah. Espero que podamos hablar de nuevo.
—¡No se lo dijisteis! Entonces cómo…
Pero Saryon meneó la cabeza negativamente. Bajándose la capucha hasta los ojos, siguió adelante, dejando a Mosiah contemplando, totalmente aturdido, cómo se alejaba.
—Eres demasiado crédulo.
—Tú no estabas allí —murmuró Mosiah—. No lo viste, no viste la expresión de su rostro. Está diciendo la verdad. ¡Oh!, ya sé lo que piensas de eso —añadió, viendo una media sonrisa agria en los oscuros ojos de Joram—, pero tienes que admitir que Simkin nos dijo que el catalista había venido a buscarte. Y si el catalista afirma que él no se lo dijo a Simkin, entonces cómo…
—¿Qué importa? —le espetó Joram, impaciente, contemplando con expresión taciturna el pequeño fuego que habían encendido para secar sus ropas.
El grupo se había refugiado para pasar la noche en una enorme cueva que habían descubierto en la ladera de la colina cerca del río. Puesto que era raro encontrar una cueva desocupada en el País del Destierro, Blachloch había penetrado en ella cautelosamente, manteniendo al catalista a su lado. No obstante, una vez inspeccionada concienzudamente, resultó estar vacía, y el Señor de la Guerra decidió que era un lugar seguro para pernoctar. El único inconveniente era un hediondo olor proveniente de un montón de basura que había en un oscuro rincón; basura que nadie deseó examinar muy de cerca. A pesar de que la habían quemado, el olor persistió, y Blachloch dijo que posiblemente aquella cueva había estado habitada por trolls.
—Desde luego a ti lo del catalista no te importa —dijo Mosiah con amargura, empezando a ponerse en pie—. Nunca te importa nada…
Joram alargó el brazo, agarrando la mano de su amigo.
—Lo siento —dijo con voz tensa, saliéndole las palabras con dificultad—. Te agradezco… el aviso. —Los labios se le torcieron con aquella media sonrisa—. No considero que un catalista de mediana edad pueda ser una gran amenaza, pero estaré alerta. En cuanto a Simkin —se encogió de hombros—, pregúntale cómo se enteró.
—¡Pero no puedes creer a ese imbécil! —soltó Mosiah, exasperado, sentándose de nuevo.
—¿Imbécil? ¿He oído a alguien pronunciar mi nombre en vano? —una voz de tonos suaves surgió de la oscuridad.
Con un suspiro de disgusto, Mosiah puso mala cara y se cubrió los ojos con la mano cuando la figura vestida de forma llamativa penetró en la zona iluminada por la hoguera.
—¿Qué pasa, querido muchacho? ¿No te gusta esto? —preguntó Simkin, alzando los brazos para exhibir su nueva vestimenta de modo que se pudieran apreciar mejor sus chillones colores—. Me sentía tan fastidiado, llevando ese tristón vestido de guardabosque, que decidí que un cambio me vendría bien, como dijo la Duquesa D’Longeville cuando se casó con su cuarto marido. ¿O era el quinto? Aunque no es que importe. No tardará mucho en estar muerto como los otros. Nunca toméis el té con la Duquesa D’Longeville. O, si lo hacéis, aseguraos de que no os sirve de la misma tetera con la que sirve a su marido. ¿No te gusta este tono rojo? Lo llamo Bermellón Triturado. ¿Qué sucede, Mosiah? Pareces estar hoy de peor humor que nuestro amigo El Sombrío.
—Nada —refunfuñó Mosiah, contorsionándose para ponerse en pie y observar el interior de un tosco puchero de barro colocado precariamente sobre un lecho de ardientes brasas.
—Huele como si se hubiera pegado al fondo —dijo Simkin, inclinándose y olfateando el contenido—. Digo yo, ¿por qué no le pides a ese divertido catalista un poco de Vida? Podríamos utilizar nuestra magia, como hace todo el mundo ahora que él está aquí. ¿Estoy invitado a cenar?
—No.
Levantando un palo, e ignorando la sugerencia sobre el catalista, Mosiah empezó a remover el burbujeante contenido del puchero.
—¡Ah! —dijo Simkin sentándose—, gracias. Veamos, ¿por qué estamos de tan mal humor? ¡Ya sé! Cabalgaste con el Padre Cabezapelada hoy. ¿Te contó algo interesante?
—Chisst —le advirtió Mosiah, indicando con un gesto el lugar donde se sentaba Saryon solo, intentando sin demasiado éxito encender un fuego—. ¿Por qué preguntas? Probablemente sabes tú más sobre lo que hemos discutido que ninguno de nosotros.
—Probablemente es verdad —dijo Simkin con alegría—. Mirad al pobrecillo, se está muriendo de frío. Un anciano como él no debería andar vagando por estas regiones salvajes. Lo invitaré a compartir nuestro estofado. —El joven miró a sus amigos—. ¿Lo hago? Creo que lo haré. No pongas esa cara, Joram. Realmente deberías conocerlo. Después de todo está aquí para prenderte. ¡Eh, catalista!
La voz de Simkin resonó en la caverna. Saryon dio un respingo y se volvió, como hicieron casi todos los que estaban en la cueva.
Mosiah tiró de la manga de Simkin.
—¡Para ya, estúpido!
Pero Simkin volvía a llamarlo de nuevo agitando una mano, con su roja vestimenta reluciendo a la luz de la hoguera.
—Venid aquí, catalista. Veréis, tenemos este exquisito guisado de ardilla…
La mayoría de los hombres los estaba mirando, riendo disimuladamente y haciendo comentarios en voz baja. Incluso Blachloch levantó la encapuchada cabeza de la partida de cartas que jugaba con algunos de sus hombres, contemplando al grupo con mirada fría e intensa. Ruborizado, Saryon se incorporó con lentitud y se dirigió hacia ellos, evidentemente esperando así hacer callar a Simkin.
—¡Maldición! —gruñó Mosiah, inclinándose junto a Joram—. Vámonos. Ya no tengo hambre…
—No, espera. Quiero conocerlo —le susurró Joram, clavando sus oscuros ojos en el catalista.
—Yo os acompañaré, Padre —exclamó Simkin, poniéndose en pie de un salto y dirigiéndose hacia el catalista. Con una elegante reverencia, agarró al desconcertado hombre de la mano y lo condujo hasta el fuego, improvisando unos pasos de danza mientras se acercaban—. ¿Bailamos, Padre? Un, dos, tres, salto. Un, dos, tres, salto…
Se oyeron carcajadas. Todos los que estaban en la cueva los observaban, ahora, agradecidos por la diversión. Blachloch fue la excepción, volviendo a su partida de cartas.
—¿No sabéis bailar, Padre? Probablemente lo desaprobáis, ¿no es así?
Saryon intentaba, sin éxito, desasirse de Simkin.
Pero Simkin se lo estaba pasando estupendamente y continuó diciendo:
—Sin duda Su Rechoncha Señoría lo prohíbe simplemente porque está celoso. Quiero decir que en su caso el «un, dos, tres, salto» se parecería más a «un, dos, tres, plof, plof, plof».
Hinchando los carrillos y sacando la barriga, Simkin realizó una muy creíble imitación del Patriarca, que hizo brotar carcajadas e intermitentes aplausos.
—Gracias, gracias. —Colocándose una mano sobre el corazón, Simkin hizo una reverencia. Luego, con un florido ademán del pañuelo de seda naranja, condujo al catalista junto al fuego—. Aquí estamos, Padre —dijo, hurgando por todas partes y acercando finalmente un tronco podrido—. ¡Esperad! No os sentéis todavía. Apuesto a que tenéis hemorroides. Son la maldición de la gente mayor. Mi abuelo murió de ellas, ¿sabéis? Sí —continuó, afligido, golpeando ligeramente el tronco una sola vez y transformándolo en un almohadón de terciopelo—, el pobre anciano pasó nueve años sin sentarse. Entonces lo intentó una vez, y, ¡bam!, se desplomó de golpe. La sangre se acumuló en su…
—¿Por qué no os sentáis, Padre, por favor? —lo interrumpió Mosiah precipitadamente—. Me… me parece que no conocéis a Joram. Joram, éste es el P… Padre…
Mosiah empezó a tartamudear aturdido y finalmente se quedó en silencio mientras Joram miraba con fijeza al catalista sin decir una palabra.
Sentándose con dificultad en el almohadón, Saryon intentó saludar cortésmente al joven, pero la mirada de frío desdén que había en los marrones ojos de Joram dejó su cuerpo sin respiración y su mente sin palabras. Únicamente Simkin se sentía cómodo. Sentado, con el cuerpo doblado, sobre una roca, apoyaba los brazos en las dobladas rodillas, descansando la barbada barbilla sobre las manos, y sonreía a los tres traviesamente.
—Apostaría a que la ardilla ya está cocida —dijo, alargando un brazo de repente para darle al catalista un travieso empujón—. ¿No os parece, Padre? ¿O es otra cosa quizá la que se cuece?
Enrojeciendo tan vivamente que parecía como si tuviera fiebre, Saryon tenía todo el aspecto de desear que se lo tragara la tierra. Mosiah le lanzó una mirada furiosa a Simkin, y se inclinó apresuradamente hacia el puchero de hierro. Iba a cogerlo por el asa, cuando Joram le sujetó el brazo.
—Estará caliente —dijo. Un palo se materializó en la mano de Joram, y, pasándolo a través del asa, levantó el puchero de las llamas—. El calor del fuego calienta tanto el recipiente como el asa.
—Tú y tu maldita Tecnología —murmuró Mosiah, volviendo a sentarse.
—Si lo deseáis, abriré un conducto y os facilitaré Vida —empezó a decir Saryon, pero entonces sus ojos se encontraron con los de Joram.
—A mí no me serviría de mucho, ¿verdad, Padre? —dijo Joram sin entonación, sus espesas cejas formando una oscura línea que le cruzaba la frente—. Estoy Muerto. ¿O no lo sabíais?
—Lo sabía —repuso Saryon con calma. El rubor había desaparecido de su rostro, dejándolo pálido y sereno. Nadie les prestaba atención ahora; los demás hombres de la cueva, al ver que aparentemente el espectáculo había terminado, habían vuelto a ocuparse de sus propios asuntos—. No voy a mentirte. Me han enviado para llevarte ante la justicia. Eres un asesino.
—Y uno de los Muertos vivientes —lo atajó Joram secamente, colocando la olla del estofado sobre el suelo con un golpe sordo.
—¡Eh! Cuidado —protestó Simkin, inclinándose con rapidez para salvar la olla. Tomando una cuchara, empezó a servir porciones de aquella mezcla gris y espesa en unos cuencos de madera toscamente tallada—. Perdonad que utilice herramientas, Padre, pero…
—¿Lo eres? —preguntó Saryon, mirando fijamente a Joram—. Te he estado observando, y te he visto utilizar magia. Ese palo que sacaste de la nada, por ejemplo…
Ante la sorpresa de Saryon, los oscuros ojos de Joram centellearon, pero no de ira. De miedo. Perplejo, olvidando lo que iba a decir, el catalista lo contempló con atención. La mirada desapareció en cuestión de segundos, bajo la dura y pétrea fachada; pero había estado allí, de eso Saryon estaba seguro.
Tomando un cuenco de las manos de Simkin, Joram se sentó sobre el suelo de piedra y empezó a comer, utilizando aquella herramienta para llevar la comida a su boca con rapidez, sin levantar ni una sola vez los ojos del plato. Cogiendo su cuenco, Mosiah hizo lo mismo, manejando la extraña cuchara con torpeza. Simkin le ofreció un recipiente al catalista, quien lo tomó junto con una cuchara. Pero Saryon no comió, seguía con la vista fija en Joram.
—He estado pensando —dijo, dirigiéndose al ceñudo muchacho—. Puesto que no existe ningún documento relativo a tus Pruebas, es posible que el Padre Tolban se hubiera equivocado, en la excitación del momento, con respecto a ti. Vuelve conmigo por tu propia voluntad y deja que se estudie el caso. Hubo circunstancias atenuantes en relación al asesinato, según he oído. Tu madre…
—No mencionéis a mi madre. Hablemos de mi padre, en su lugar. ¿Lo conocisteis, catalista? —preguntó Joram fríamente—. ¿Estuvisteis vos ahí, observando, cuando convirtieron su cuerpo en piedra?
Saryon había tomado su cuenco, pero ahora volvió a dejarlo en el suelo con manos temblorosas.
—Pregunto yo, Mosiah —comentó Simkin, masticando vigorosamente—; esta ardilla no iría a parar a tus brazos tambaleante para morir allí de vieja, ¿verdad, querido amigo? Si así fue, debieras de haberle dado un entierro decente; hace diez minutos que estoy masticando este pedazo…
—No, no…, no estuve presente en la ejecución de tu padre —replicó Saryon en voz baja, los ojos fijos en el suelo de piedra—. Entonces yo era un Diácono. Sólo aquellos miembros de mayor categoría de mi Orden…
—¿Consiguen presenciar el espectáculo? —dijo con desprecio Joram.
—¡Agua! ¡Necesito agua! —Simkin hizo un movimiento, y un odre de agua, que colgaba en una parte más fresca de la cueva, flotó hacia ellos—. Necesito algo para poder tragar a esta anciana. —Tomando un trago, se secó la boca con el pañuelo de seda naranja, luego dejó escapar un enorme bostezo—. Oíd, esta conversación me aburre terriblemente. Juguemos al tarot.
Alzando una mano en el aire, hizo aparecer una baraja de brillantes cartas de cantos dorados.
—¿De dónde has sacado esa baraja? —exigió Mosiah, dando gracias por la interrupción—. Espera un momento, ésas no serán las de Blachloch, ¿verdad?
—Claro que no —Simkin parecía ofendido—. Él está jugando ahí en el rincón, ¿no te habías dado cuenta? En cuanto a éstas —extendió las cartas sobre el suelo con un experto movimiento de la mano—, las cogí en la corte. Es el último modelo de baraja. Los artesanos hicieron un trabajo excelente. Las figuras de las cartas están dibujadas de modo que se parezcan a los miembros de la Casa Real de Merilon. Hacen furor, os lo aseguro. Aunque dan una imagen excesivamente favorecida de la Emperatriz, desde luego. No tiene tan buen aspecto ahora, especialmente si se la mira de cerca. Pero los artesanos no tienen opción en esto, supongo. ¿Observáis este precioso color azul celeste del cielo en la carta del Sol? Es lapislázuli triturado. No, de verdad, os lo aseguro. ¿Y veis a los Reyes? Cada palo es un Emperador de uno de los reinos. Rey de Espadas: el Emperador de Merilon. El Rey de Bastos es el de Zith–el. El Rey de Copas es el Emperador de Balzab, famoso por sus amoríos. Un gran parecido, y el Rey de Oros es ese avaro de Sharakan…
—Vamos a jugar, ¿verdad, Joram? —interrumpió Mosiah apresuradamente, al ver que Simkin se disponía a pasar a las Reinas—. ¿Vos qué, Padre? ¿O jugar al tarot va en contra de vuestros votos o algo así?
—Sólo tres jugadores —dijo Simkin, barajando las cartas—. El catalista tendrá que esperar su turno.
—Gracias —repuso Saryon. Envolviéndose en sus ropas, empezó a incorporarse, dejando su estofado intacto sobre el suelo—. Se nos permite jugar pero yo no quisiera interrumpir vuestro juego. Quizás otra vez…
—Adelante, catalista. —Apartando su plato de un empujón, Joram se puso en pie con expresión sombría y malhumorada, y una extraña y salvaje mirada en los ojos—. No quiero jugar. Podéis ocupar mi sitio.
—¡No, Joram! —dijo Mosiah en un susurro.
Con voz ansiosa, sujetó el musculoso brazo de Joram.
—Muy bien —dijo Simkin alegremente, cortando la baraja y volviendo a juntar las cartas con un rápido movimiento de la mano—. No jugaremos si Joram va a volver a tener uno de sus ataques de mal humor. Mirad, os diré la buenaventura. Volved a sentaros, catalista. Creo que esto os parecerá interesante. Tú primero, Joram.
Antiguamente, los Adivinos habían utilizado las cartas del tarot para poder ver el futuro. Traídas del Mundo Arcano, fueron consideradas originalmente artilugios sagrados. Se decía que tan sólo los Adivinos sabían cómo traducir las complejas imágenes pintadas en ellas; pero los Adivinos ya no existían, habiendo perecido todos en las Guerras de Hierro. Las cartas aún persistían, no obstante, conservándose gracias a su singular belleza, y al cabo de un tiempo alguien recordó que antiguamente se habían utilizado en un juego llamado tarot. El juego se hizo popular, particularmente entre los miembros de la nobleza. Por su parte, el arte de la adivinación tampoco murió totalmente, sino que se redujo (con el estímulo de los catalistas) convirtiéndose en un pasatiempo inofensivo apropiado para divertirse en las fiestas.
—Vamos, Joram. Soy bastante experto en esto, ya sabes —dijo Simkin con voz persuasiva, tirando de la manga de Joram hasta que consiguió que el joven se sentara. Incluso Saryon vaciló, contemplando las cartas con la fascinación que todo el mundo siente cuando se intenta levantar el velo que esconde el futuro—. La Emperatriz sencillamente me adora. Ahora, Joram, utilizando tu mano izquierda, la mano que está más cerca de tu corazón, escoge tres cartas. El pasado, el presente y el futuro. Este es tu pasado.
Simkin dio la vuelta a la primera carta. Una figura vestida de negro montando un macilento caballo los miró con el rostro burlón de una calavera.
—La Muerte —musitó Simkin.
Muy a pesar suyo, Saryon no pudo reprimir un escalofrío. Dirigió una mirada rápida al muchacho, pero Joram estaba contemplando las cartas con tan sólo una media sonrisa en los labios, una sonrisa que podría haber sido de desprecio.
La segunda carta representaba a un hombre ataviado con regias vestiduras, sentado en un trono.
—El Rey de Espadas. ¡Oh, oh! —exclamó Simkin, con una carcajada—. Quizás estés destinado a arrebatarle el control a Blachloch, Joram. ¡Emperador de los Hechiceros!
—¡Silencio! ¡No te atrevas ni a bromear con eso! —replicó Mosiah, dirigiendo una nerviosa mirada al rincón de la caverna donde Blachloch y sus hombres jugaban su partida.
—No estoy bromeando —dijo Simkin con voz molesta—. Realmente soy bastante bueno en esto. El Duque de Osborne dijo…
—Dale la vuelta a la tercera carta —murmuró Joram—. Así nos podremos ir a dormir.
Simkin volvió la carta, obedientemente. Al verla, los ojos de Joram parpadearon divertidos.
—¡Dos cartas exactamente iguales! Debería de haber sabido que tendrías una baraja trucada —exclamó Mosiah, enojado, aunque Saryon observó que su voz denotaba alivio al ver cómo la extraña expresión desaparecía del rostro de Joram—. ¡La buenaventura! Si a ti te sale la carta del Bufón, Simkin, creeré en ella. Vamos, Joram. Buenas noches, Padre.
Ambos se alejaron, dirigiéndose al lugar donde estaban, arrolladas, sus mantas.
—Buenas noches —dijo Saryon distraídamente.
Su atención estaba puesta en Simkin, que contemplaba las cartas con perplejidad.
—Eso es imposible —declaró Simkin, frunciendo el entrecejo—. Estoy seguro de que la última vez que examiné esta baraja, era perfectamente normal. Lo recuerdo muy bien. Le dije al Marqués de Lucien que iba a encontrarse con un extraño alto y sombrío. Le sucedió, además. Los Duuk–tsarith lo cogieron al día siguiente. Humm, es muy curioso. ¡Oh!, bueno. —Encogiéndose de hombros otra vez, cubrió con su pañuelo de seda naranja las cartas y, dándoles un golpecito en la parte superior, las hizo desaparecer—. Oye, Calvo Amigo, ¿te vas a comer tu guisado?
—¿Qué? ¡Oh!… no —contestó Saryon negando con la cabeza—. Adelante.
—Odio ver cómo se desperdicia, aunque ¡ojalá Mosiah sintiera más respeto por los ancianos! —dijo Simkin, tomando el cuenco y metiéndose una cucharada de guisado de ardilla en la boca.
Recostándose en el almohadón de terciopelo, empezó a mascar con resignación.
Saryon no le contestó. Alejándose, el catalista se dirigió a un rincón de la cueva sumido en una relativa oscuridad. Envolviéndose en sus ropas y su manta, se tumbó sobre la fría roca e intentó acomodarse lo mejor posible. Pero le era imposible dormir. Seguía viendo las cartas esparcidas sobre el suelo de piedra.
La tercera carta había sido la Muerte de nuevo; aunque esta vez, la burlona figura había aparecido cabeza abajo.