Andando con mucho cuidado por las embarradas calles del poblado de los Tecnólogos, Simkin tenía todo el aspecto de un ave de brillante plumaje que se paseara por una triste jungla de ladrillos. La mayoría de las personas que trabajaban por allí le dirigieron miradas de desconfiado asombro, muy parecidas a las que podrían haber dedicado a un ave exótica que hubiera aparecido en medio de ellos de repente. Algunas fruncieron el entrecejo y sacudieron la cabeza con reprobación, murmurando comentarios poco halagüeños, mientras que aquí y allí, unos pocos saludaban alegremente al joven de llamativas ropas que se paseaba por las calles, cuidando de que su capa no arrastrara por el barro. Simkin respondió por igual tanto a las imprecaciones como a los saludos, agitando despreocupadamente una mano cubierta de encajes o quitándose el sombrero adornado con una pluma rosa que acababa de añadir, a última hora, para rematar su vestuario.
Los niños del poblado, no obstante, se sintieron encantados de volver a verlo. Para ellos, significaba una agradable distracción, una presa fácil. Danzando a su alrededor, intentaron tocar sus extrañas vestiduras, se burlaron de sus piernas cubiertas con medias de seda e incluso se desafiaron unos a otros a arrojarle barro. El más atrevido de todos ellos —un robusto niño de once años que tenía la reputación de ser el más duro del pueblo— recibió el encargo de acertarle entre los omóplatos. Acercándosele silenciosamente por la espalda, el niño estaba ya listo para arrojarle la bola de barro cuando Simkin se dio la vuelta. No le dijo ni una palabra al chiquillo, simplemente se quedó mirándolo con fijeza. Acobardado, el niño se retiró deprisa, y de inmediato se ocupó de darle una paliza al primer niño más pequeño que él que se cruzó en su camino.
Levantando la nariz con gesto desdeñoso, Simkin se envolvió protectoramente en su capa e iba a continuar su camino cuando se le acercó un grupo de mujeres. Vestidas con tosquedad, incultas y con las manos enrojecidas y encallecidas por el duro trabajo, eran, sin embargo, las primeras damas del pueblo; siendo una de ellas la esposa del herrero, otra la del capataz de la mina y una tercera la del cerero. Apiñándose alrededor de Simkin, le rogaron con insistencia y, en cierta forma, patéticamente que les diera noticias de una corte que nunca habían visto a no ser a través de los ojos del muchacho. Una corte de la que estaban tan distantes como la luna lo está del sol.
Para su deleite, Simkin accedió de buena gana.
—La Emperatriz me dijo: «¿Cómo llamas a esa tonalidad de verde, Simkin, mi cielo?» A lo cual yo repliqué: «No la llamo para nada, Majestad. ¡Simplemente aparece cuando silbo!». Ja, ja, ¿qué? Maldición, ¿qué estabas diciendo, querida? ¡No puedo oír nada en absoluto con este ruido infernal! —Dirigió una dura mirada en dirección a la herrería—. ¿Salud? ¿La Emperatriz? Pésima, sencillamente pésima. Pero se empeña en dar recepciones oficiales cada noche. No, no es mentira. De un mal gusto terrible, si queréis mi opinión. «¿No tendrá nada contagioso?», le pregunté al viejo Duque Mardoc. ¡Pobre hombre! La verdad es que no quería disgustarlo. Agarró a su catalista por el brazo, el bueno del Duque, y desapareció en un abrir y cerrar de ojos; nunca hubiera supuesto que el buen hombre fuera capaz de algo así. ¿Qué habéis dicho? Sí, esto es absolutamente lo último en cuestión de modas. Aunque me irritan las piernas… Y ahora debo seguir mi camino. Le estoy haciendo unos recados a nuestro Noble Jefe. ¿Habéis visto al catalista?
Sí, aquellas damas lo habían visto. Andon y él habían estado visitando la forja, pero ambos habían regresado ya a casa de Andon, no obstante, puesto que el catalista se había sentido repentinamente enfermo.
—No lo dudo —murmuró Simkin para su barba.
Quitándose el sombrero y despidiéndose de las damas con una gran reverencia, siguió su camino, llegando finalmente a una de las casas más viejas y de mayor tamaño del poblado. Tras llamar a la puerta, se dedicó a hacer girar el sombrero entre las manos, mientras esperaba pacientemente, silbando un aire de danza.
—Entra, Simkin, y sé bienvenido —le dijo afablemente una anciana, al mismo tiempo que le abría la puerta.
—Gracias, Marta —repuso Simkin, deteniéndose un momento al pasar para besarle la arrugada mejilla—. La Emperatriz te envía sus mejores deseos y te agradece tu preocupación por su salud.
—¡Déjate de bobadas! —lo regañó Marta, agitando la mano para disipar la fuerte oleada a perfume de gardenia que la envolvió cuando Simkin pasó por su lado—. ¡La Emperatriz nada menos! Tú eres o bien un embustero o un chiflado, jovencito.
—¡Ah!, Marta —dijo Simkin, inclinándose junto a ella para susurrarle en tono confidencial—: El mismo Emperador me hizo esa misma pregunta. «Simkin —dijo—, ¿eres un mentiroso o un chiflado?»
—¿Y cuál fue tu respuesta? —preguntó Marta, mientras sus labios se crispaban en una sonrisa, a pesar de que intentaba parecer severa.
—Yo le contesté: «Si os digo que no soy ninguna de las dos, Majestad, entonces soy una de ellas. Y si digo que soy una de ellas, entonces soy la otra». ¿Me sigues hasta ahora, Marta?
—¿Y si dijeras que eres ambas cosas?
Marta inclinó a un lado la cabeza, ocultando las manos bajo el delantal que llevaba puesto sobre el vestido.
—Fue precisamente lo que Su Majestad quiso saber. Le respondí: «Entonces soy cualquiera de las dos, ¿no es así?». —Simkin hizo una reverencia—. Piénsalo, Marta. Mantuvo a Su Majestad ocupado al menos durante una hora.
—Así que has estado de nuevo en la corte, ¿verdad, Simkin? —preguntó Andon, acercándose para saludar al joven—. ¿En cuál de ellas?
—Merilon. Zith–el. No importa —replicó Simkin con un enorme bostezo—. Os aseguro, señor, que todas son iguales, especialmente en esta época del año. Se están preparando para las Fiestas de la Cosecha y todo eso. Todo bastante aburrido. Os doy mi palabra de que estaría más que encantado de quedarme y charlar. En especial —olfateó ávidamente el aire— si se tiene en cuenta que la cena huele divinamente, como dijo el centauro refiriéndose al catalista que estaba guisando, pero… ¿Qué era lo que estaba diciendo? Oh, catalista… Sí, ése es el motivo por el que he venido. ¿Está por ahí?
—Está descansando —dijo Andon con voz seria.
—¿No se habrá puesto enfermo? —preguntó Simkin con indiferencia, mientras su mirada se paseaba por la habitación y se detenía como por casualidad sobre la figura que yacía sobre un camastro, en un oscuro rincón.
—No. Esta mañana anduvo más de lo que debía, me temo.
—Una lástima. El viejo Blachloch quiere verlo —dijo Simkin tranquilamente, haciendo girar el sombrero en la mano.
El rostro de Andon se ensombreció.
—Si pudiera esperar…
—Me temo que no —replicó Simkin con otro bostezo—. Es urgente y todo eso. Ya conocéis a Blachloch.
Colocándose junto a su esposo, con una expresión preocupada en el rostro, Marta le puso una mano sobre el brazo, que Andon acarició suavemente.
—Sí —dijo con calma—, lo conozco. Sin embargo…
La figura tumbada en la cama se incorporó.
—No os preocupéis, Andon —dijo Saryon, poniéndose en pie—. Ya me siento mucho mejor. Creo que deben de haber sido los vapores o el humo lo que me hizo sentirme mareado…
—¡Padre! No podéis imaginar —exclamó Simkin con voz entrecortada, dando un brinco hacia adelante y abrazando al sobresaltado catalista— lo maravilloso que es veros en pie y paseando. ¡Estaba tan preocupado! Tan terriblemente preocupado…
—Vamos, vamos —dijo Saryon, sonrojándose, turbado, e intentando desembarazarse del joven, que sollozaba sobre su hombro.
—Estoy bien —dijo Simkin valientemente, retrocediendo—. Lo siento. Olvidé los buenos modales. Bueno… —Se frotó las manos, sonriente—. ¿Todo listo? Si estáis cansado, podemos tomar una carreta…
—¿Una qué?
—Una carreta —dijo Simkin, pacientemente—. Ya sabéis. Se mueve por el suelo. Va tirada por un caballo. Una cosa con ruedas…
—¡Oh!, no. Realmente preferiría andar —se apresuró a decir Saryon.
—Bien, como prefiráis. —Simkin se encogió de hombros—. Ahora, debemos irnos. —Conduciendo al catalista hacia el exterior, enfrente de él, el joven le hizo salir prácticamente de un empujón—. Adiós, Marta, Andon. Espero que volveremos a tiempo para la cena. Si no es así, no nos esperéis levantados.
Antes de que supiera realmente lo que estaba pasando, Saryon se encontró en medio de la calle, restregándose los ojos para alejar el sueño. Se dio cuenta entonces, al ver que el sol empezaba a ponerse por detrás de los árboles que bordeaban la orilla del río, de que había dormitado toda la tarde, pero no por ello se sentía mejor y deseó no haber dormido. Ahora le dolía la cabeza, sintiéndose incapaz de pensar con claridad.
Tener que enfrentarse ahora a Blachloch, el hombre al que todos, empezando por Andon y terminando por el despreocupado Simkin, parecían temer secretamente.
«Me gustaría saber qué piensa Joram de él —se dijo Saryon. Luego sacudió la cabeza enojado consigo mismo—. Qué idea más estúpida. Como si importara. Esperemos que el paseo me despeje», añadió para sí, echando a andar junto a Simkin, que tiraba de él.
—¿Qué puedes contarme de ese Blachloch? —le preguntó Saryon a Simkin en voz baja mientras se movían entre las alargadas sombras que proyectaban los edificios en la creciente penumbra crepuscular.
—Nada que no te haya contado ya. Nada que no vayas a descubrir por ti mismo muy pronto —replicó Simkin, indiferente.
—He oído que pasas gran parte de tu tiempo con él —comentó Saryon, mirando a Simkin con atención.
Pero el joven le devolvió la mirada con una sonrisa fría y sardónica.
—Dirán lo mismo de ti dentro de poco —comentó a su vez.
Estremeciéndose, Saryon se envolvió en su túnica. Pensar en lo que aquel Señor de la Guerra, aquel Ejecutor convertido en un proscrito, podía pedirle que hiciera le asustaba. ¿Por qué no había pensado en ello antes?
«Porque antes no pensé que viviría lo suficiente como para llegar hasta aquí —se respondió Saryon a sí mismo con amargura—. ¡Ahora que estoy aquí, no tengo ni idea de lo que debo hacer! Quizá —se dijo esperanzado—, no será más que darle a esta gente Vida suficiente para que puedan hacer su trabajo con más facilidad».
A su mente acudió el recuerdo de aquellos nuevos cálculos matemáticos que había realizado. Seguramente aquello sería todo lo que esperarían de él…
—Dime —le dijo Saryon a Simkin de repente, alegrándose de poder cambiar de tema y poder así sacarse de la cabeza una preocupación investigando otra—, ¿cómo consigues realizar esa… esa magia tuya?
—¡Oh!, ¿has estado admirando mi sombrero? —preguntó Simkin con voz complacida, dándole vueltas a la pluma con un dedo—. En realidad, la parte más difícil no está en conjurar el objeto, sino en decidir el tono de rosa exacto. Demasiado fuerte, y hará que mis ojos parezcan hinchados, eso fue lo que la Duquesa de Fenwick me dijo, y me parece que tenía mucha razón…
—No me refiero al sombrero —lo atajó Saryon, irritado—, me refiero al… al árbol. ¡Transformándote en árbol! Es completamente imposible —añadió—. Matemáticamente hablando, claro. He dado vueltas y vueltas a la fórmula…
—¡Oh!, yo no sé una palabra de matemáticas —dijo Simkin con un encogimiento de hombros—. Todo lo que sé es que funciona. Lo he hecho desde que era un pequeñajo. Mosiah dice que debe de ser parecido a lo que les pasa a los lagartos, que cambian de color para confundirse con las rocas y cosas de ese estilo. Te contaré cómo sucedió, si quieres. Aún nos falta un buen trecho para llegar, me temo.
Su mirada se dirigió hacia el alto edificio, que, recortándose negro bajo la rojiza luz del sol poniente, proyectaba una sombra oscura y desolada sobre toda la aldea.
—Me abandonaron en Merilon cuando era un bebé —empezó a decir Simkin en voz baja—. Arrojado a un portal. Abandonado a mi suerte. No conocí nunca a mis padres; probablemente yo no debiera de haber sucedido, si entiendes lo que quiero decir. —Encogiéndose de hombros, dejó escapar una corta y forzada carcajada—. Me recogió una vieja. No por caridad, eso te lo puedo asegurar. A los cinco años ya estaba trabajando, escarbando en las basuras en busca de cualquier cosa de valor que ella pudiera vender. Además me pegaba con regularidad, y, al final, me escapé. Crecí en las calles de la Ciudad Inferior, la parte que no se ve desde las Agujas de Cristal. ¿Tienes alguna idea de lo que hacen los Duuk–tsarith con los niños abandonados?
Saryon lo miraba asombrado.
—¿Niños abandonados? Pero…
—Yo tampoco —continuó Simkin con una forzada sonrisita—. Simplemente… desaparecen… Vi cómo sucedía. Amigos míos. Desaparecidos. Nunca se volvió a saber de ellos. Un día, los Ejecutores se materializaron de repente en la calle, justo enfrente de mí. No podía escapar. Aún me parece oír el crujido de sus negras ropas, tan cerca de mí, tan cerca… Estaba aterrorizado. No puedes ni imaginarlo… Mi único pensamiento era que no debían verme y concentré todo mi ser en esa sola idea. —Sonrió de repente—. ¿Y sabes qué? No me vieron. Los Duuk–tsarith pasaron junto a mí… igual que si pasaran junto a un cubo de agua que hubiera en la calle.
Saryon se rascó la cabeza.
—Me estás diciendo que por puro terror, fuiste capaz de…
—¿Realizar una notable transformación? Sí —replicó Simkin con una nota de modesto orgullo—. Más tarde aprendí a controlarlo. De esta forma he sobrevivido durante muchos, muchos años.
Saryon se quedó en silencio un momento, luego preguntó con severidad:
—¿Y qué hay de tu hermana?
—¿Hermana? —Simkin le lanzó una mirada de perplejidad—. ¿Qué hermana? Soy huérfano.
—La hermana que los Duuk–tsarith tienen prisionera, ¿recuerdas? Y luego también está tu padre. Aquel a quien los Ejecutores se llevaron. Aquel a quien yo te recuerdo…
—Me parece, viejo amigo —Simkin lo miró con profunda inquietud—, que debiste recibir un buen golpe en la cabeza cuando saltamos por el precipicio. ¿De qué estás hablando?
—Nosotros no saltamos —dijo Saryon apretando los dientes—. Caímos porque tú estabas podrido…
—¡Podrido! —Simkin se detuvo en seco en medio de la calle, con el rostro afligido—. Me siento herido, muy herido. ¡Ten, toma mi daga —una se materializó en su mano— y atraviésame el corazón! —Abriéndose la chaqueta de brocado de un tirón, mostró una amplia extensión de camisa color verde—. ¡No puedo seguir viviendo con la mancha de este deshonor!
—¡Oh, vamos! —exclamó Saryon, consciente de que toda la gente de los alrededores estaba pendiente de ellos.
—¡No, hasta que te hayas disculpado! —exclamó Simkin, melodramático.
—¡Muy bien, te pido perdón! —masculló Saryon, mirando al joven tan confuso que no se le ocurrió ninguna pregunta.
—Acepto tus disculpas —respondió Simkin cortésmente, y la daga desapareció, siendo reemplazada por un revoloteo de seda anaranjada.
Al mirar a Joram a los ojos, Saryon había visto un alma —atormentada, sombría, consumida por la cólera—, pero un alma no obstante, cuyas mismas pasiones la mantenían con vida. Al mirar al Señor de la Guerra a los ojos, Saryon no vio nada. Opacos y sin vida, aquellos ojos lo miraron fijamente durante un buen rato; luego, con un movimiento de los finos párpados Blachloch le ordenó que se sentara.
Saryon obedeció, absorbida su voluntad por aquellos ojos tan eficazmente como lo hubiera hecho cualquier conjuro.
Un Duuk–tsarith. Una clase privilegiada. Su enlutada presencia en Thimhallan garantizaba seguridad y paz. Había que pagar por ello, no obstante, pero la gente, recordando los viejos tiempos, estaba dispuesta a pagar el precio.
Aunque totalmente diferentes en muchas cosas, los Señores de la Guerra eran un reflejo de aquellos que eran su polo opuesto, los catalistas. Tan poderosos en magia como débiles son los catalistas, los niños que nacen dentro del Misterio del Fuego son considerados una rareza, y, también a ellos, se los saca de sus casas a una tierna edad y se los envía a una escuela cuyo emplazamiento es un secreto. En este lugar, las poderosas habilidades mágicas de estos jóvenes brujos, tanto hombres como mujeres, son desarrolladas y canalizadas, y aquí aprenden la estricta y severa disciplina que a partir de aquel momento gobernará sus vidas. La preparación es dura y agotadora, ya que es necesario ponerle riendas a ese poder y mantenerlo bajo control. Eso fue lo que inició los disturbios hace muchísimo tiempo en el antiguo Mundo Oscuro, según cuenta la leyenda. Las brujas y los hechiceros, nada satisfechos de tener que mantener ocultos sus poderes mágicos, se desperdigaron por la tierra para intentar reclamar aquello que consideraban era suyo. Aquello les acarreó el odio del pueblo hacia los de su raza, y empezaron así las persecuciones, que finalmente obligarían a muchos de ellos a abandonar aquellas tierras y buscar un nuevo hogar entre las estrellas.
La mayoría de los nacidos dentro del Misterio del Fuego se convierten en Duuk–tsarith, llamados también Ejecutores, que son los que hacen que se respete la ley en Thimhallan. Unos pocos, los más poderosos, se convierten en Dkarn–Duuk, los Estrategas de las Batallas. Y en general se los conoce a todos bajo el común denominador de Señores de la Guerra. Desde luego los hay que fracasan, pero nada se dice de éstos. Jamás vuelven a sus casas; simplemente se desvanecen en el aire. La creencia popular es que se los envía al Más Allá.
¿Cuál es la recompensa que reciben por esta oscura vida de disciplina? Poder ilimitado. Y saber que incluso los mismos Emperadores, a pesar de que intentan disimularlo lo mejor que pueden, miran con temor a estas figuras vestidas de negro que se deslizan silenciosas por los Palacios Reales. Porque el Duuk–tsarith conoce un conjuro mágico que únicamente él puede utilizar; mientras que el catalista tiene el poder de otorgar Vida, el Ejecutor tiene el poder de arrebatar la Vida. Raramente visto, hablando en contadas ocasiones, el Duuk–tsarith pasea por las calles, los salones o los campos, cubierto por un manto de invisibilidad y armado con su Magia Aniquiladora que puede absorber la magia de cualquier mago o brujo, dejándolo tan desvalido e impotente como pueda estarlo un bebé.
Blachloch era uno de los fracasos. No contento con su poder, se contaba de él que había buscado una recompensa mejor y más tangible. Nadie sabía cómo había conseguido escapar; no debía de haber sido fácil, y demostraba sus extraordinarias dotes y su sangre fría, ya que los Duuk–tsarith viven todos juntos, aislados en su pequeña comunidad, manteniéndose ellos mismos bajo una vigilancia tan severa como la vigilancia a que someten al pueblo.
Saryon tuvo en cuenta todo aquello mientras permanecía allí sentado, helado y nervioso, ante el enlutado Señor de la Guerra. Blachloch había estado trabajando de nuevo en sus libros de contabilidad, y únicamente había dejado a un lado dicha tarea cuando uno de sus hombres hizo entrar al catalista y a Simkin.
Envuelto en el acostumbrado silencio de los de su clase, Blachloch tenía los ojos clavados en Saryon, averiguando más cosas de él por la forma en que se sentaba, las líneas de su rostro y la posición de sus manos y brazos, de lo que hubiera averiguado en una hora de interrogatorio.
A pesar de que luchaba por permanecer tranquilo e impasible, Saryon se revolvía nervioso bajo aquel examen. Aterradores recuerdos de su propio breve encuentro con los Ejecutores en El Manantial en la época en que cometiera su crimen hacían que su garganta se secara y le sudaran las palmas de las manos. Una gran parte de la eficacia de los Ejecutores se basa en su capacidad para intimidar con su sola presencia. Las ropas de color negro, las manos cruzadas una sobre otra, el forzado silencio, el rostro inexpresivo, todo aquello les era enseñado cuidadosamente. Se les enseñaba a engendrar una única emoción: el miedo.
—Vuestro nombre, Padre —fueron las primeras palabras que Blachloch pronunció: se trataba más de una verificación que de una pregunta.
—Saryon —replicó el catalista tras un primer intento fallido de hablar.
Las manos del Señor de la Guerra descansaban sobre la mesa con los dedos entrelazados. Un silencio tan espeso y pesado como las negras ropas que vestía envolvió la habitación, mientras Blachloch contemplaba al catalista, impasible.
Sintiéndose gradualmente más y más turbado, y notando que aquellos penetrantes ojos se sumergían en lo más profundo de su alma, a Saryon no le reconfortó el hecho de que incluso Simkin parecía sumiso, los vistosos colores de su traje parecían apagarse ante la oscura silueta del Señor de la Guerra.
—Padre —dijo Blachloch al fin—, es la costumbre en esta aldea que nadie haga preguntas sobre el pasado de otro. Yo permito que esta costumbre continúe existiendo, en general porque el pasado de una persona no me importa lo más mínimo; pero hay algo en vuestro rostro que no me agrada, catalista. En las líneas que rodean vuestros ojos veo al sabio, no al renegado. En esa piel quemada por el sol veo a alguien que está acostumbrado a pasar largas horas en las bibliotecas, no en los campos de labranza. En la boca, la forma de los hombros, la expresión de los ojos, veo debilidad. Pero vos sois una persona, según se me ha dicho, que se rebeló contra su Orden y huyó al lugar más peligroso y nefasto de este mundo: el País del Destierro. Por lo tanto, contadme vuestra historia, Padre Saryon.
Saryon dirigió una rápida mirada a Simkin, que estaba jugueteando con el pedazo de seda naranja, fingiendo despreocupadamente intentar atarlo alrededor de la pluma de su sombrero, que reposaba sobre sus rodillas. El joven ni lo miró ni pareció estar mínimamente interesado en lo que estaba sucediendo. No había más remedio que seguir representando aquel amargo papel hasta el final.
—Tenéis razón, Duuk–tsarith…
A Blachloch no pareció molestarle la utilización de un título al que no tenía derecho. Saryon lo había utilizado, al oír que uno de sus secuaces se dirigía a él como tal.
—Soy un erudito. Mi tema de estudio particular son las matemáticas. Hace diecisiete años —continuó Saryon en una voz queda que lo sorprendió por su firmeza—, cometí un crimen que provocó mi sed de conocimientos. Se me encontró leyendo libros prohibidos…
—¿Qué libros prohibidos? —lo interrumpió Blachloch.
Siendo un Duuk–tsarith, debía de estar, desde luego, familiarizado con la mayoría de los textos proscritos.
—Aquellos que tratan del Noveno Misterio —replicó Saryon.
Blachloch parpadeó, pero aparte de esto no hizo ningún gesto. Haciendo una pausa por si el Señor de la Guerra tenía alguna otra pregunta, Saryon notó más que vio cómo Simkin escuchaba atentamente, con un interés inusitado. El catalista suspiró.
—Me descubrieron. A causa de mi juventud, y sobre todo al hecho de que mi madre era la prima de la Emperatriz, se silenció mi crimen y se me envió a Merilon, con la esperanza de que pronto olvidaría mi interés por las Artes Arcanas.
—Sí, hasta ahí puedo corroborar que todo eso es verdad, catalista —dijo Blachloch, las manos inmóviles, cruzadas todavía la una sobre la otra, descansando aún sobre la mesa—. Continuad.
Saryon palideció, una extraña sensación se apoderó de su estómago. Su suposición de que Blachloch sabría ya alguna cosa sobre él había sido correcta. Era indudable que aquel hombre aún debía de tener contactos entre los Ejecutores, y aquel tipo de información no debía de ser difícil de adquirir. Y, desde luego, también estaba Simkin. ¿Quién podía saber cuál era su propio juego?
—Sin… sin embargo, me di cuenta de que no podía evitarlo. Me… me fascinan las Artes Arcanas. Yo representaba… una vergüenza para mi Orden en la corte. Hubiera sido muy sencillo hacer que me transfirieran de nuevo a El Manantial, donde esperaba poder continuar, en secreto, desde luego, mis estudios. Pero sin embargo eso no pudo ser. Mi madre acababa de morir y yo no tenía ni contactos ni fuertes vínculos en la corte. Por lo tanto, se me consideró una amenaza y se me envió a la aldea de Walren.
—Una existencia miserable, la del Catalista Campesino, pero segura —comentó Blachloch—. Ciertamente mucho mejor que la vida en el País del Destierro. —Moviéndose lenta y deliberadamente, los dos dedos índices de las manos del Señor de la Guerra se abrieron y extendieron. Era el primer movimiento que aquel hombre había hecho desde que ellos habían entrado, y tanto Simkin como Saryon no pudieron evitar contemplar, fascinados, cómo los dos dedos se unían, formando una daga de carne y hueso, para señalar al catalista—. ¿Por qué se fue?
—Oí hablar de la Cofradía —respondió Saryon, manteniendo el tono de firmeza en la voz—. Me estaba pudriendo en aquel pueblo. Mi cerebro se estaba reblandeciendo. He venido aquí para estudiar y aprender… las Artes Arcanas.
Blachloch no se movió ni habló. Los dedos continuaron apuntando a Saryon y, ni aunque se hubiera tratado de una auténtica daga colocada sobre su cuello, no hubiera éste padecido un sufrimiento ni temor mayor que el que experimentaba contemplándolos mientras descansaban apoyados sobre la mesa.
—Muy bien —habló Blachloch de repente y el sonido de aquella voz hizo que el medio hipnotizado catalista diera un respingo—. Estudiaréis. Sólo que deberéis aprender a no desmayaros cada vez que veáis la forja.
La sangre se agolpó en el rostro de Saryon. Bajando la cabeza ante la mirada de aquellos ojos apagados, deseó que se achacase a la turbación y no al sentimiento de culpa. No había sido la visión de la forja la que lo había trastornado, al menos no tanto como ver a Joram.
—Se os dará una casa en la aldea y compartiréis nuestra comida. Pero, como todos los demás, a cambio deberéis trabajar para nosotros…
—Me sentiré muy feliz de poder facilitar mis servicios a los habitantes de la aldea —dijo Saryon—. La Hacedora de Salud me ha dicho que el índice de mortalidad entre los niños es muy alto. Espero…
—Saldremos esta misma semana —prosiguió Blachloch, ignorando completamente las palabras del catalista—, para abastecernos de provisiones para el invierno. Nuestro trabajo en la forja y las minas precisa de tanta gente, como vos podéis imaginar, que no podemos dedicarnos a cultivar comida. Los poblados de Magos Campesinos nos proveen, por lo tanto, de lo que necesitamos.
—Os acompañaré, si es eso lo que deseáis —dijo Saryon, algo desconcertado—, pero considero que sería de más utilidad aquí…
—No, Padre. Me seréis de mucha más utilidad a mí —lo interrumpió Blachloch, con voz inexpresiva—. Veréis, los poblados no saben que van a ayudarnos a pasar el invierno. En el pasado, nos veíamos obligados a depender de incursiones repentinas, robando comida por las noches. Un trabajo degradante, con el que generalmente se consigue muy poco. Pero —con un encogimiento de hombros levantó los dedos hasta colocarlos sobre los labios— no poseíamos magia. Ahora os tenemos a vos. Tenemos Vida y, lo que es más importante, tenemos también Muerte. Este invierno será un buen invierno para nosotros, ¿verdad, Simkin?
Si aquella súbita pregunta había sido hecha con la intención de sobresaltar al joven, no tuvo el menor éxito. Aparentemente absorto ahora en intentar desatar el pedazo de seda naranja que rodeaba la pluma, Simkin había descubierto que el nudo estaba demasiado apretado. Después de tirar de él sin resultado, hizo desaparecer en el aire con gesto malhumorado tanto el sombrero como el pañuelo de seda.
—La verdad es que no me preocupa qué clase de invierno paséis, Blachloch —dijo con aire de sumo aburrimiento—, ya que yo pasaré la mayor parte de él en la corte. Robar a los nativos no me parece nada divertido, además…
—¡Yo… yo no puedo ayudaros a hacer eso! —tartamudeó Saryon—. Robar… Esa gente apenas tiene lo suficiente para vivir…
—El castigo por huir, catalista, es la Transformación. ¿La habéis visto hacer alguna vez? Yo sí. —Los dedos que estaban apoyados sobre los labios se movieron, descendiendo lentamente para volver a señalar a Saryon—. Veo que vuestra mente está trabajando, señor estudioso. Sí, tal y como supusisteis, aún tengo contactos con los de mi Orden. Decirles dónde podrían encontraros sería de lo más sencillo; incluso me darían dinero. No tanto como el que puedo obtener utilizándoos a vos, pero el suficiente para hacer que sea una idea a considerar con ecuanimidad. Os sugiero que paséis los días que faltan aprendiendo a montar a caballo.
Las manos se descruzaron, separándose; alargó una de ellas para agarrar el brazo del catalista.
—Es una pena que sólo estéis vos —observó Blachloch, aprisionando a Saryon con su mirada penetrante—. Si tuviéramos más catalistas, podríamos mutar algunos hombres dándoles alas, enviándolos a atacar desde el aire. Durante un tiempo estudié las técnicas de los Dkarn–Duuk. —La mano se cerró con más fuerza sobre el brazo—. Se pensó que podría estar capacitado para convertirme en un Estratega, pero se me consideró… inestable. De todas maneras, si todo va bien en el Reino del Norte, quién sabe. Quizás aún podré ser Estratega. Y ahora, catalista, antes de que os vayáis, otorgadme Vida.
Mirándolo horrorizado, Saryon estaba tan desconcertado que, por un momento, le fue imposible recordar las palabras de la oración ritual.
Blachloch apretó aún más la mano, sus dedos de hierro se cerraron con fuerza alrededor del brazo del catalista.
—Otorgadme Vida —dijo en voz muy baja.
Inclinando la cabeza, Saryon acató la orden. Abriendo su ser a la magia, la absorbió y dejó que una porción de ella fluyera a través de él hacia el Señor de la Guerra.
—Más —exigió Blachloch.
—No puedo…, estoy débil…
La mano se cerró aún más, incrementada su fuerza por la energía mágica. Una punzante sensación de dolor recorrió el brazo del catalista. Jadeante, dejó que la magia surgiera de él, cubriendo de Vida al Señor de la Guerra, para luego derrumbarse, exhausto, en su silla.
Con rostro totalmente inexpresivo, Blachloch lo soltó.
—Podéis retiraros.
Aunque no habló ni hizo ningún gesto, la puerta de la habitación se abrió y uno de sus hombres penetró en el interior. Saryon se levantó tambaleante, dándose la vuelta como paralizado, y se dirigió hacia la puerta con pasos titubeantes. Bostezando, Simkin se incorporó también, pero se hundió de nuevo en su silla al observar un apenas perceptible movimiento de los párpados del Señor de la Guerra.
—Si no puedes encontrar el camino de vuelta, Calvo Amigo —dijo Simkin con voz lánguida—, espérame. No tardaré nada.
Saryon no lo oyó. La sangre le martilleaba con fuerza en los oídos, haciéndole perder el equilibrio. Apenas si podía andar.
Mirando por la ventana el cada vez más oscuro atardecer, Simkin vio al catalista tambalearse y estar a punto de caer, y luego apoyarse cansadamente contra un árbol.
—Realmente debería ir a ayudar a ese pobrecillo —dijo Simkin—. Os comportasteis de una manera bastante brutal con él, después de todo.
—Está mintiendo.
—Por Dios, mi querido Blachloch, según vosotros, los Duuk–tsarith, no existe un solo ser viviente en este planeta, que tenga más de seis semanas, que diga una sola palabra de verdad en toda su vida.
—Tú sabes la auténtica razón por la que está aquí.
—Ya os la he contado, ¡oh! Despiadado Señor. El Patriarca Vanya lo ha enviado.
El Señor de la Guerra miró fijamente al joven. Simkin palideció.
—Es la verdad. Ha venido a buscar a Joram —musitó.
Blachloch enarcó una ceja.
—¿Joram? —repitió.
Simkin se encogió de hombros con indiferencia.
—El joven que trajeron del poblado, medio muerto. Aquel que siempre está sombrío, de cabellos… El chico que mató al capataz. Trabaja en la forja…
—Lo conozco —dijo Blachloch con un dejo de irritación. Continuó mirando fijamente al joven, que seguía observando por la ventana a Saryon—. Mírame, Simkin —siguió en voz baja.
—Muy bien, si insistís, aunque os encuentro extremadamente poco interesante —repuso Simkin, intentando ahogar un bostezo. Repantigándose en su asiento, pasando una pierna envuelta en seda por encima del brazo de la silla, miró a Blachloch con expresión servicial—. Me pregunto, ¿os enjuagáis con limón el pelo? Si es así, empieza a oscurecerse en las raíces. —Repentinamente, Simkin se quedó rígido, su alegre voz se tornó chillona—. Deteneos, Blachloch. Sé lo que… estáis intentando hacer… —Sus palabras se desvanecieron, soñolientas—. He pachado por echto… antech…
Sacudiendo la cabeza, Simkin intentó liberarse pero los apagados ojos azules del Ejecutor lo tenían totalmente bajo su poder, mirándolo firmes y sin pestañear. Lentamente, los párpados del joven se agitaron, pestañearon, se abrieron de par en par, luego volvieron a agitarse, pestañear, agitarse y finalmente se cerraron.
Murmurando unas palabras mágicas, un antiguo y poderoso encantamiento, Blachloch se puso en pie lenta y silenciosamente y rodeó la mesa hasta llegar junto a Simkin. Salmodiando las palabras una y otra vez en un dulce estribillo, colocó las manos sobre la lisa y brillante cabellera de Simkin. El Señor de la Guerra cerró los ojos y, echando atrás la cabeza, ejerció todos sus poderes de concentración sobre el joven.
—Déjame penetrar en tu mente. La verdad, Simkin, dime todo lo que sepas…
Simkin empezó a musitar algo.
Sonriendo, Blachloch se inclinó junto a él para oír.
—Lo llamo… Uva Rosada… Cuidado con las espinas… No creo que… sean venenosas.