____ 06 ____

—Así que éste es el catalista.

—Sí, muchacho. No es un ejemplar muy impresionante, ¿verdad? De todas formas, debe haber algo más en él de lo que tuve ocasión de observar durante nuestra pequeña excursión. Lo han enviado aquí a buscarte, Joram.

—¿Enviado? ¿Quién lo ha enviado?

—El Patriarca Vanya.

—¡Oh!, y el catalista te lo contó a ti, ¿verdad, Simkin?

—Desde luego, Mosiah. El viejo confía en mí totalmente. Me considera como el hijo que nunca tuvo; me lo dijo varias veces. Eso no quiere decir que yo confíe en él. Después de todo, es un catalista. Pero lo oí también de labios del Patriarca Vanya, lo de Joram, claro está. No lo de ser el hijo que nunca tuvo.

—Y supongo que el Emperador envía sus saludos…

—La verdad es que no sé por qué habría de hacerlo. No a vosotros, campesinos. Muy bien, reíros. No tengo más que esperar el día de mi reivindicación. Este Saryon te ha venido a buscar, Muchacho de Oscuros Cabellos.

—Tiene bastante mal aspecto. ¿Qué le hiciste?

—¡Nada! Palabra de honor. ¿Es culpa mía, Mosiah, que ahí afuera exista un mundo cruel y pervertido? Un mundo en el cual, me atrevería a decir, nuestro catalista no se atreverá a aventurarse solo durante bastante tiempo.

Saryon se despertó con un estornudo.

Sentía la cabeza espesa y dolorida, y su garganta estaba reseca y le escocía. Tosiendo, el catalista se acurrucó en sus ropas, temeroso de abrir los ojos. Estaba en una cama, pero ¿dónde? «Estoy en mi propia cama en El Manantial —se dijo a sí mismo—. Cuando abra los ojos, eso será lo que veré. Todo ha sido un sueño».

Durante unos agradables minutos permaneció así, envuelto en las mantas, fingiendo lo que no era. Incluso imaginó todos aquellos objetos de su habitación que le eran tan familiares: sus libros, los tapices que había traído de Merilon, todo estaría allí cuando abriera los ojos, tal y como había estado siempre.

Entonces oyó moverse a alguien y, con un suspiro, Saryon abrió los ojos.

Estaba en una pequeña habitación, una habitación como no había visto otra en su vida. La pálida luz del sol que se filtraba por una resquebrajada ventana iluminaba una escena que el catalista sólo hubiera podido imaginar que existiera en el Más Allá. Las paredes de la habitación no habían sido moldeadas a partir de la piedra o la madera, sino que estaban hechas de unos rectángulos perfectamente modelados colocados uno encima del otro. Tenían un aspecto de lo más antinatural y, mirándolas, el catalista sintió un escalofrío. En realidad, todo en aquella habitación parecía antinatural, observó con creciente horror mientras se apoyaba sobre los codos para mirar a su alrededor. Una mesa que había en el centro de la habitación no había sido realizada amorosamente de una única pieza de madera, sino que había sido construida a partir de diferentes pedazos de madera unidos unos con otros brutalmente. Había varias sillas también construidas de la misma manera, que tenían un aspecto deforme y malicioso. Si Saryon hubiera visto a un ser humano deambulando por allí cuyo cuerpo estuviera hecho de partes de otros seres humanos muertos, no se hubiera sentido más horrorizado. Imaginó que podía oír incluso a la madera chillando agonizante.

Entonces se volvió a oír un ruido y su mirada vagó indecisa por la oscura y pequeña habitación.

—¿Hola? —preguntó con voz entrecortada.

No obtuvo respuesta. Perplejo, se recostó de nuevo. Podría haber jurado que había oído voces. ¿O había sido un sueño? Tenía tantos sueños últimamente, sueños terribles. Duendes y una mujer bellísima y un espantoso árbol…

Estornudando otra vez, se sentó de nuevo en la cama, buscando a tientas algo con que sonarse la nariz, que no cesaba de gotear.

—Oh, Magullado y Apaleado Padre, ¿te sirve esto?

Un trozo de seda color naranja se materializó en el aire y descendió con una suave ondulación hasta posarse sobre la manta, junto a la mano de Saryon. El catalista se echó hacia atrás como si se tratara de una serpiente.

—Soy yo. En carne y hueso, por así decirlo.

Mirando a su espalda, en dirección al lugar de donde provenía la voz, Saryon vio a Simkin de pie junto a la cabecera de la cama. Al menos el catalista supuso que aquél era el joven que lo había «rescatado» en el País del Destierro, puesto que habían desaparecido las ropas color marrón propias de un guardabosque y también las hojas del duende. En su lugar, llevaba una chaqueta de brocado de un llamativo color azul, combinada con un chaleco de un azul más pálido, que cubría una blusa de seda roja, más resplandeciente que aquel pálido sol que presagiaba lluvia. Los ajustados calzones verdes estaban abrochados en la rodilla mediante unas alhajas de color rojo y las piernas las tenía cubiertas por unas medias de seda roja, mientras de todas partes surgían vaporosos encajes: de las muñecas, del cuello, del chaleco. Sus cabellos castaños aparecían lisos y brillantes y la barba había sido peinada cuidadosamente.

—¿Admirando mi conjunto? —preguntó Simkin, alisándose los rizos—. Lo denomino Cadáver de Azul. «Un nombre horrible, Simkin», me dijo la Condesa Dupere. «Lo sé», le contesté con vehemencia. Pero fue lo primero que me vino a la mente, y como a mí tan pocas veces se me ocurren cosas, pensé que lo mejor sería agarrarse a ésta, por así decirlo, y darle la bienvenida.

Simkin se había ido acercando despacio mientras hablaba hasta colocarse junto a Saryon. Levantando con elegancia el pañuelo de seda naranja de encima de la manta, se lo entregó al asombrado catalista con una reverencia.

—Ya lo sé. Los calzones. Supongo que no has visto nunca nada parecido. Es lo último en la corte. Ha creado furor. Debo confesar que me gustan, aunque me rozan las piernas, claro…

Un nuevo estornudo y un ataque de tos del catalista interrumpieron a Simkin, quien, haciendo una señal a una silla para que acudiera a su lado, se sentó en ella, cruzando las piernas para que pudiera admirar mejor sus calzas.

—Te sientes fatal, ¿no? Has pescado un buen resfriado. Debe de ser de cuando caímos al río.

—¿Dónde estoy? —gruñó Saryon—. ¿Qué es este lugar?

—La verdad es que tu voz suena igual que la de una rana croando. Y en cuanto a dónde estás, estás donde querías estar, desde luego. Yo era tu guía, al fin y al cabo. —Simkin bajó la voz—. Estás con los Tecnólogos. Te he traído a su Cofradía.

—¿Cómo he llegado aquí? ¿Qué pasó? ¿Qué río?

—¿No lo recuerdas? —Simkin parecía herido en su orgullo—. Después de que arriesgué mi vida, transformándome en un árbol y saltando luego por el precipicio, sosteniéndote entre mis ramas, bueno…, brazos, con la misma ternura con que una madre sostiene a su hijo.

—¿Fue eso real? —Saryon miró a Simkin con ojos llorosos y expresión incierta—. ¿No fue… una pesadilla?

—¡Me has herido en lo más íntimo! —dijo Simkin sorbiendo por la nariz, con todo el aspecto de sentirse terriblemente dolido—. Después de todo lo que he hecho por ti y tú no te acuerdas. Pero si eres como un padre para mí…

Tiritando, Saryon se cubrió con las mantas hasta el cuello. Cerrando los ojos, hizo que todo desapareciera: Simkin, chaquetas llamadas Cadáver de Azul, la abismal habitación, las voces que había oído o soñado. El joven siguió parloteando, pero Saryon lo ignoró, sintiéndose demasiado enfermo para importarle lo que dijera. Estuvo a punto incluso de dar una cabezada, pero una horrible sensación como si cayera se apoderó de él y, conteniendo la respiración, abrió de nuevo los ojos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que oía un ruido a lo lejos, un ruido que había parecido formar parte, retumbando rítmicamente, de sus terrores nocturnos.

—¿Qué es eso? —preguntó, volviendo a toser.

—¿Qué es qué?

—Ese… ruido… Esos golpes…

—La herrería…

La herrería. A Saryon se le encogió el alma; Vanya no se había equivocado. Los Hechiceros de la Cofradía habían vuelto a aprender el antiguo y proscrito arte, el arte arcano que había estado a punto de provocar la destrucción del mundo. ¿Qué clase de gente era aquella que había entregado su alma al Noveno Misterio? Debían de ser unos seres desalmados, diabólicos, y ahora él estaba allí solo entre ellos. Solo a excepción de Simkin. ¿Quién era Simkin? ¿Qué era? Si Saryon no había soñado ni el árbol ni los duendes, entonces quizá las voces que había oído también habían sido reales, y eso significaba que Simkin lo había traicionado. «Lo han enviado aquí a buscarte, Joram». No había habido afectación en la voz que pronunciara aquellas palabras. «¿Es culpa mía que ahí afuera exista un mundo cruel y pervertido? Un mundo en el cual, me atrevería a decir, nuestro catalista no se atreverá a aventurarse solo durante bastante tiempo». No había encajes de color verde, ni seda anaranjada, ni tampoco una brillante y melosa sonrisa. Cadáver en Azul. Tan frío y cortante como el hierro.

«Joram sabe quién soy y por qué estoy aquí —comprendió Saryon, estremeciéndose—. Me matará. Ya ha matado antes. Aunque a lo mejor ellos no lo dejarán hacerlo; necesitan un catalista. Al menos eso es lo que dijo Vanya. Sin embargo, ¿cómo puedo yo ayudar a esos demonios, a estos sucios Hechiceros? ¿No los ayudaré de esa forma a aumentar sus espantosos conocimientos? ¿No lo ha previsto esto Vanya?»

Saryon se sentó en la cama, esforzándose por respirar, mientras sus pensamientos se deslizaban perezosamente por su cerebro embotado a causa del resfriado.

«¡No lo haré! —decidió—. En la primera ocasión en que ese Joram y yo estemos juntos a solas, abriré un Corredor y regresaré con él. Aunque esté Muerto, él y yo juntos poseemos la suficiente Vida entre los dos como para llevar a cabo el conjuro. Me lo llevaré conmigo y me desharé de él, que Vanya haga con él lo que quiera. Luego abandonaré El Manantial y sus espías, sus embustes y sus piadosas y vacías enseñanzas. A lo mejor regresaré a la casa de mi padre, que está vacía y es propiedad de la Iglesia. Me encerraré allí con mis libros…»

Saryon se acostó de nuevo, agitándose febrilmente. Tuvo la vaga impresión de que Simkin había abandonado la habitación, volando por los aires como una llamativa ave tropical, pero se sentía demasiado enfermo y turbado como para prestarle la menor atención.

El catalista se hundió en un agitado sueño. La imagen de un Hechicero apareció ante él, emergiendo de entre las llamas y el humo de la forja, un hombre cuyo rostro estaba deformado por diabólicas pasiones, cuyos ojos despedían chispas de tanto contemplar el fuego día tras día, y cuya piel estaba recubierta del repugnante hollín producto de su siniestro arte. Mientras Saryon lo contemplaba petrificado por el terror, el Hechicero se acercó a él, sujetando en una mano una incandescente barra de hierro.

—Tranquilo, Padre. No os asustéis.

Sentándose en el lecho sin ser consciente de lo que hacía, Saryon se encontró a sí mismo intentando desesperadamente apartar las ropas que lo cubrían y saltar de la cama. El brillante resplandor de la llama lo deslumbraba en la oscura habitación. No podía ver…, pero tampoco quería ver…

—¡Padre! —Una mano se posó sobre su hombro y lo sacudió—. Padre, despertad. Estáis delirando.

Con un estremecimiento, Saryon volvió en sí. Recuperó la sensatez. Había vuelto a soñar. ¿Lo había hecho? Parpadeando, miró fijamente en dirección a la llama. La voz que había hablado no era la de Simkin. Era una voz más madura, más profunda. El Hechicero…

A medida que sus ojos se acostumbraban a la luz, Saryon vio cómo la incandescente barra de hierro se convertía en una insignificante antorcha encendida que sujetaba un anciano, cuyo arrugado rostro lo contemplaba con expresión bondadosa. La mano que se apoyaba en su hombro lo hacía con suavidad. Con un estremecido suspiro, Saryon se dejó caer de nuevo sobre la almohada. Aquél no era un Hechicero; quizá no era más que un criado. Mirando a su alrededor observó que la habitación estaba a oscuras.

«¿Es de noche? —se preguntó vagamente—, ¿o es que la maldad de este horrible lugar ha hecho desaparecer finalmente la luz?»

—Muy bien, eso está mejor, Padre. El chico dijo que estabais inquieto. Recostaos y relajaos. Mi esposa viene ahora con la Hacedora de Salud…

—¿Hacedora de Salud? —Saryon clavó la mirada en el anciano, desconcertado—. ¿Tenéis una Hacedora de Salud?

—Una Druida que pertenece a los Mannanish, eso es todo, me temo. Es bastante experta en hierbas, a pesar de todo, ya que conserva mucha de la sabiduría que se ha perdido en el mundo exterior. Supongo, no obstante, que todos estos conocimientos ya no son necesarios para los Druidas al teneros a vosotros, los catalistas, para que les ayudéis en su trabajo.

Andando silenciosamente hasta el otro extremo de la habitación, el anciano utilizó la llama de la antorcha para encender un fuego en el hogar; luego apagó la antorcha en un cubo de agua.

—Quizás ahora ya no será necesario que confiemos en los dones de la naturaleza, puesto que estáis vos entre nosotros, Padre —continuó el anciano.

Tomando lo que parecía ser una delgada estaca de madera, acercó uno de sus extremos al fuego, haciendo que se encendiera, y la llevó hasta la mesa, hablando todo el tiempo sobre la Hacedora de Salud y sus habilidades.

Recostado en el lecho, Saryon seguía los movimientos de aquel viejo por la cabaña iluminada por la luz del fuego, con una extraña sensación de euforia, prestando atención sólo a medias a la conversación. Incluso el ver al anciano utilizar el extremo del llameante palo para encender la parte superior de otros altos y gruesos palos colocados sobre toscos pedestales, no alteró la extraña sensación de despreocupación y relajación que experimentaba el catalista. Se quedó bastante sorprendido al ver que las llamas no se extinguían ni consumían inmediatamente los bastones, sino que, por el contrario, una pequeña llama permanecía ardiendo ininterrumpidamente encima de cada uno, iluminando la habitación con una suave y brillante luz.

—La Mannanish es una buena mujer, totalmente dedicada a su profesión. Sus artes curativas han salvado la vida de más de un miembro de nuestra colonia. Pero ¿cuántos más se hubieran podido salvar si sus poderes mágicos se hubieran visto aumentados? No tenéis ni idea —dijo el viejo con un suspiro, volviendo a su asiento y sonriéndole a Saryon—, he rezado mucho a Almin para que nos enviara un catalista.

—¿Le habéis rezado a Almin? —Saryon se sintió confundido por un momento, luego la verdad penetró en su lento cerebro—. ¡Ah!, claro. Vos no sois uno de ellos.

—¿Uno de quiénes, Padre? —preguntó el hombre, ensanchándose su sonrisa ligeramente.

—De los Hechiceros. —Saryon hizo un gesto indicando el exterior, echándose a toser—, esos Tecnólogos. ¿Sois vos un esclavo?

Metiendo la mano por debajo del cuello de su túnica gris, el anciano se sacó un extraño colgante unido a una cadena de oro exquisitamente labrada, que colgaba de su cuello. El colgante, hecho de madera, estaba tallado representando un círculo hueco conectado por nueve varitas.

—Padre —anunció el anciano con sencillez, mientras una expresión de orgullo aparecía en su arrugado rostro—, yo soy Andon, su jefe.

—Con calma, Padre. Eso es. Apoyaos en mi brazo. Ésta es vuestra primera salida y no conviene que os excedáis.

Andando lentamente junto al anciano, con la mano apoyada en el brazo de Andon, Saryon parpadeó al darle en los ojos la brillante luz del sol, al tiempo que aspiraba agradecido la fresca brisa, impregnada de los aromas propios del final del estío.

—Vuestras aventuras deben de haber resultado bastante aterradoras —continuó Andon mientras abandonaban con paso lento el pequeño patio de la cabaña para salir a la sucia calle que cruzaba el poblado.

Observando las miradas de los aldeanos, el anciano los fue saludando con un movimiento de cabeza. Sin embargo, nadie les dirigió la palabra, pero muchos contemplaron al catalista con la curiosidad pintada en el rostro, pero el respeto y la veneración que sentían por aquel anciano era tan evidente que nadie los molestó.

«Así que éstos son Hechiceros de las Artes Arcanas —pensó Saryon—. ¿Rostros de expresión diabólica? Más bien son los rostros de madres jóvenes amamantando a sus pequeños bebés. ¿Ojos brillantes y sanguinarios? Son ojos fatigados, agotados por el trabajo. ¿Cánticos dirigidos a los poderes de las tinieblas? No hay más que las risas de los niños que juegan en la calle». La única diferencia que pudo apreciar entre aquella gente y los habitantes de Merilon es que éstos usan muy poca o ninguna magia. Al verse obligados a conservar la Vida puesto que no tienen catalistas para reabastecerlos de ella, los Hechiceros andan por el suelo, avanzando con dificultad entre el barro de la sucia calle, calzados con flexibles botas de piel.

La mirada de Saryon se dirigió hacia un grupo de hombres que trabajaba afanosamente, dando forma a una vivienda; pero aquellos hombres no eran magos de la casta de los Pron–alban, que extraen la piedra amorosamente de la tierra, moldeándola hábilmente con sus mágicos conjuros. Aquellos hombres utilizaban las manos, apilando uno sobre otro aquellos bloques rectangulares de piedra artificial; porque incluso las piedras mismas habían sido hechas por la mano del hombre, según le dijo el anciano. Eran de arcilla colocada en moldes y puesta a secar al sol. Deteniéndose un momento, Saryon observó con ceñuda fascinación cómo aquellos hombres colocaban las piezas en ordenadas hileras, uniéndolas unas con otras mediante una sustancia adhesiva que extendían entre ellas. Pero aquello no era lo único para lo que se utilizaba la Tecnología; de hecho, mirara donde mirase, se encontraba con las Artes Arcanas.

Ninguna de ellas resultaba tan evidente como el símbolo de la misma Cofradía, el colgante que el anciano llevaba alrededor del cuello: la rueda. Pequeñas ruedas hacían que carretas cargadas rodaran sobre el suelo, mientras que una enorme rueda robaba Vida al río, utilizándola —según dijo Andon— para hacer que rodaran otras ruedas que había en el interior de un edificio de ladrillo. Estas ruedas obligaban a unas grandes piedras a friccionar entre ellas moliendo el trigo hasta convertirlo en harina. La tierra misma mostraba señales dejadas por los Hechiceros.

Al otro lado del río, el catalista pudo ver los negros ojos de algunas cuevas hechas por el hombre que lo contemplaban airados como censurándolo. En aquel lugar, hacía mucho tiempo, le contó Andon, los Tecnólogos habían arrancado de las entrañas de la tierra piedras que contenían hierro, utilizando una especie de sustancia diabólica que, literalmente, podía hacer saltar las rocas en pedazos. Una técnica que se había perdido, le comentó Andon tristemente. Los Hechiceros tenían que depender ahora del mineral de hierro que había quedado de aquella época pasada.

Y sobresaliendo por encima de todos los sonidos, las charlas, las risas, los llantos, se oía el eterno, interminable estruendo de la forja, resonando por el pueblo como si se tratara de una enorme y siniestra campana.

«Pervierten la Vida —chilló el catalista que había en Saryon—. ¡Están destruyendo la magia!» Pero su lado lógico le contestó: «Intentan sobrevivir». Y fue, quizás, ese mismo lado lógico el que Saryon pescó jugueteando con nuevos y maravillosos conceptos matemáticos para la utilización de estos conocimientos. Ya había advertido que la vivienda de ladrillos en la que habitaba era más confortable que los huecos y muertos árboles que utilizaban los Magos Campesinos, y no podría hacerse algo…

Escandalizado de sorprenderse a sí mismo pensando en tales cosas, Saryon se obligó a concentrarse de nuevo en lo que decía el anciano.

—Sí, vuestras aventuras deben de haber sido bastante aterradoras. Capturado por gigantes, luchando con centauros y Simkin transformándose en un árbol para salvaros la vida. Me gustaría escuchar vuestra versión algún día, si es que no os trastorna hablar de ello. —Andon sonrió, indulgente—. Uno no sabe a veces si creer en Simkin.

—Contadme algo sobre Simkin —dijo Saryon, agradecido de poder dirigir sus pensamientos hacia otros asuntos—. ¿De dónde vino? ¿Qué sabéis de él?

—¿Saber de Simkin? Nada, en realidad. ¡Oh!, está todo eso que él nos cuenta, pero son todo tonterías, supongo, como sus historias sobre el Duque De–Esto–y–Aquello y la Condesa de Nosecuántos. —Posando sus ojos sobre el catalista, Andon añadió con voz bondadosa—: Nosotros no hacemos preguntas a aquellos que vienen a establecer su hogar entre nosotros, Padre. Por ejemplo, uno podría preguntarse qué está haciendo un catalista de El Manantial, lo que vos sois evidentemente, si me perdonáis el atrevimiento, intentando cruzar la frontera con el País del Destierro por sus propios medios.

—Veréis, yo… —tartamudeó Saryon, ruborizándose.

—No, no os estoy preguntando —lo interrumpió el anciano—. Y no necesitáis decírmelo. Ésta ha sido siempre la costumbre aquí, una costumbre que es tan vieja como este poblado. —Suspirando, Andon sacudió la cabeza—. Quizá no sea una costumbre tan buena —murmuró, dirigiendo la mirada hacia un enorme edificio que estaba situado lejos de los demás sobre una pequeña elevación—. Si hubiéramos hecho preguntas, nos podríamos haber ahorrado mucho dolor y sufrimiento.

—No entiendo.

Saryon había observado, durante su recuperación, que una sombra se cernía sobre aquellos que iban a visitarlo. Andon, su esposa, la Hacedora de Salud. Estaban nerviosos, hablaban en voz baja algunas veces, y miraban a su alrededor cautelosamente, como si temieran que los estuvieran escuchando. Más de una vez había pensado en preguntar a qué se debía aquello, recordando algunas cosas que dijera Simkin, pero aún se sentía como un extraño entre ellos y se encontraba incómodo en aquel ambiente desconocido y misterioso.

—Os conté que yo era el jefe de esta gente —le dijo Andon, bajando tanto la voz que Saryon tuvo que inclinarse para oírle. La calle por la que paseaban estaba vacía, pero el anciano no parecía dispuesto a arriesgarse a que, por casualidad, alguna de las pocas personas que pasaban apresuradamente, dirigiéndose o volviendo de sus labores, escuchara sus palabras—. Eso no es exactamente cierto. Lo fue hace años, pero ahora es otro quien nos guía. —Miró a Saryon por el rabillo del ojo—. Pronto lo conoceréis. Ha estado preguntando por vos.

—Blachloch —dijo Saryon sin pensar.

Deteniéndose, el anciano lo miró fijamente.

—Sí, ¿cómo…?

—Simkin me contó… algo sobre él.

Andon asintió con la cabeza, mientras su rostro se ensombrecía.

—Simkin. Sí. Bien, hay alguien, Blachloch, quiero decir, que podría contaros más cosas sobre ese joven, creo. Simkin parece pasar gran parte de su tiempo con el Señor de la Guerra. Aunque eso no quiere decir que Blachloch fuera a contestar a vuestras preguntas, claro está. Ése es un auténtico Duuk–tsarith. Me he preguntado muchas veces qué es lo que haría para obligarlos a expulsarlo de esa temida Orden.

El anciano se estremeció.

—Pero —Saryon miró a su alrededor, a las numerosas viviendas y tiendecitas que bordeaban las calles del pueblo—, vosotros sois muchos y él es sólo uno. ¿Por qué…?

—¿… no luchamos contra él? —El anciano sacudió la cabeza con tristeza—. ¿Os han arrestado alguna vez los Ejecutores? ¿Habéis sentido alguna vez el contacto de sus manos sobre vuestro cuerpo, extrayéndoos la Vida igual que una araña le extrae la sangre a su víctima? No necesitáis responder, Padre. Si os ha sucedido, ya me comprendéis. Y en cuanto a nosotros… Sí, somos muchos, pero no estamos unidos. Eso puede que no lo entendáis ahora, pero ya lo haréis con el tiempo. —El anciano cambió de tema bruscamente—. Pero si seguís aún interesado en Simkin, podéis hablar de él con los dos jóvenes que comparten su casa.

Viendo que Andon estaba evidentemente decidido a alejar la conversación del antiguo Ejecutor, Saryon abandonó aquel tema y regresó de nuevo, y no de mala gana, a Simkin, comentando que le interesaría conocer a sus amigos.

—Se llaman Joram y Mosiah —observó Andon—. Puede que hayáis oído hablar de Mosiah a su padre, ya que vos vivisteis durante un tiempo en Walren. —Posando los ojos en el catalista, se interrumpió de repente, preocupado—. Pero qué pálido estáis, Padre. Ya me temía que esta salida podría resultar excesiva. ¿Queréis sentaros? Estamos cerca del parque.

—Sí, gracias —contestó Saryon, aunque no se sentía nada cansado.

De modo que Simkin había dicho la verdad cuando le contó que él y Joram eran amigos; y aquellas voces en su habitación que había oído mientras estaba enfermo. Joram… Mosiah… Simkin…

—Ahora están trabajando, Mosiah y Joram, claro. Simkin no ha dado golpe jamás, que se sepa —siguió Andon, ayudando a Saryon a sentarse en un banco a la sombra de un alto y frondoso roble—. ¿Os encontráis mejor, Padre? Si queréis aviso a la Hacedora de Salud…

—No, gracias —musitó Saryon—. Vos tenéis razón. He oído hablar de Mosiah, y también de Joram, claro —añadió en voz baja.

—Un muchacho extraño —dijo Andon—. Imagino que puesto que venís de Walren, os habréis enterado del asesinato del capataz, ¿verdad?

Saryon asintió con la cabeza, temeroso de hablar, temeroso de contar demasiadas cosas.

El anciano suspiró.

—Nosotros lo sabíamos, desde luego. La noticia se extendió rápidamente. Algunos lo consideraron un héroe, otros pensaron que podía resultar útil. —Andon miró con expresión sombría el gran edificio de ladrillo de la colina—. De hecho, fue por eso por lo que se lo trajo aquí.

—¿Y vos? —preguntó Saryon. Había llegado a sentir un profundo respeto por aquel hombre tan bondadoso y sensato—. ¿Qué pensáis vos de Joram?

—Le temo —admitió Andon con una sonrisa—. Eso puede que os suene extraño, Padre, viniendo de un Hechicero de las Artes Arcanas. Sí —dio unas palmaditas sobre la mano de Saryon—, sé lo que habéis estado pensando. Puedo ver el horror y la repugnancia en vuestro rostro.

—Es… es que me cuesta mucho aceptar —farfulló Saryon, ruborizándose.

—Os comprendo. No sois el único. Muchos de los que vienen a refugiarse entre nosotros sienten lo mismo. A Mosiah, por ejemplo, aún le resulta difícil, creo, vivir entre nosotros y aceptar nuestro modo de vida.

—Pero, en cuanto a Joram —dijo Saryon, vacilante, preguntándose si su interés no resultaba demasiado sospechoso—. ¿Tenéis vos razón? ¿Hay que temerle?

El catalista sentía escalofríos mientras esperaba, ansioso, la respuesta. Pero cuando ésta llegó, no era lo que había esperado.

—No lo sé —dijo Andon con calma—. Hace un año que vive entre nosotros, y me parece que sé menos cosas de él de las que sé sobre vos, a quien conozco desde hace sólo unos días. ¿Temerle? Sí, le temo, pero no por la razón que vos pensáis. Y no soy yo el único.

La mirada de Andon se dirigió, de nuevo, al edificio de la colina.

—¿Un Ejecutor? ¿Asustado de un muchacho de diecisiete años?

Saryon parecía escéptico.

—¡Oh! Él no lo admitirá, quizá no lo hará ni a sí mismo; pero le teme, y si no lo hace, debería hacerlo.

—¿Por qué? —preguntó Saryon—. ¿Tan terrible es ese joven? ¿Tan violento es?

—No, nada de eso. Hubo circunstancias atenuantes en el asesinato, ya sabéis. Joram acababa de ver cómo mataban a su madre. No tiene una naturaleza violenta o salvaje. Si algo tiene, es que se domina demasiado. Es frío y duro como la piedra. Y está solo…, muy solo.

—Entonces…

—Creo… —Andon frunció el entrecejo intentando traducir en palabras sus pensamientos—. Es porque… ¿Os habéis dirigido alguna vez a una muchedumbre, Padre, llamándoos inmediatamente la atención una persona en particular? ¿No debido a que esa persona haya hecho o dicho algo, sino simplemente a causa de su sola presencia? Joram es una persona así. Quizá porque quitó una vida, Almin lo ha señalado para siempre. Existe una fuerza en él, una especie de predestinación. La premonición de un destino sombrío. —El anciano se encogió de hombros con expresión severa—. No puedo explicarlo, pero vos podréis juzgar por vos mismo. Pronto podréis conocer a ese muchacho, si queréis. Es ahí adonde nos dirigimos. Joram trabaja en la herrería, ¿sabéis?