____ 05 ____

Saryon se paseó arriba y abajo, abajo y arriba, y arriba y abajo, de la pequeña habitación de la caverna hasta que, demasiado agotado para dar un paso más, se dejó caer en un blando y frondoso cenador hundiendo con un gemido la cabeza entre las manos.

—¡Vamos, muchacho, anímate! Eres el novio, el motivo del banquete, no su plato principal.

Al oír aquella alegre voz, Saryon levantó el macilento rostro.

—¡En qué me has metido! Has…

—Vamos, vamos, tranquilo, chico, tranquilo —le dijo Simkin con una carcajada, entrando en la habitación. Señalando con la cabeza a su espalda como sin darle importancia, cogió a Saryon con fuerza por la muñeca y lo sacó del lecho—. Tenemos compañía —susurró en voz muy baja—. Podemos hablar ahí atrás —añadió, conduciendo al catalista al fondo de la caverna.

Mirando por encima del hombro, Saryon vio a varios de aquellos seres fantásticos que permanecían de pie o revoloteando en el umbral, mirándolo maliciosamente, entre risitas y guiños. Con la llegada de las hadas, la cueva que hasta aquel momento había sido un remanso de paz, sumido en la penumbra, estalló en un caos total. Tanto las hadas como sus compañeros son seres muy sensuales que viven literalmente momento a momento, y cuyo único objetivo en la vida es entregarse a todas aquellas sensaciones que les proporcionen un placer inmediato. La magia del mundo fluye por ellos como el vino y viven en constante estado de embriaguez. Sus acciones no están gobernadas por ninguna ley ni ningún sentido de la moralidad; ningún código del honor los guía. Cada uno hace lo que él o ella desea sin tener en cuenta a los demás, y el único vínculo, la única fuerza que hace que esta diminuta pandilla permanezca unida, es su inquebrantable lealtad para con su Reina. Mientras su mente está fija en ellos, se aprecia algo parecido al orden, pero una vez que la Reina deja de concentrarse en ellos…

Los ojos de Saryon se abrieron de par en par. Donde antes había habido un florido y fragante cenador, ocupando un rincón de la oscura cueva, había ahora un enorme estanque, con nenúfares y cisnes flotando sobre su superficie. En un abrir y cerrar de ojos, los cisnes se convirtieron en caballos que chapoteaban frenéticos intentando salir del agua, mientras que los nenúfares eran ahora papagayos, que lanzaban estridentes chillidos mientras revoloteaban por las diferentes cavernas; y, de repente, el estanque ya no fue estanque sino un carruaje, tirado por caballos, que se abalanzaba sobre el catalista. Saryon cerró los ojos y se cubrió la cabeza con los brazos lanzando un grito de terror, esperando verse aplastado de un momento a otro, sintiendo ya la ardiente respiración de los corceles mientras a sus oídos llegaba el retumbar de sus cascos. Alrededor de él sonaron unas alegres carcajadas, y, al abrir los ojos, vio que los caballos se habían convertido en mansas ovejas que brincaban a sus pies mientras él aullaba de terror. Incapaz de respirar, Saryon se tambaleó hacia atrás, sintiendo cómo el brazo de Simkin lo sujetaba con firmeza.

—No mires —le dijo el joven, haciendo que Saryon se diera la vuelta con energía.

Saryon cerró los ojos, aspirando profundamente para serenarse, arrepintiéndose de inmediato de haber hecho esto último, puesto que todos los aromas que imaginarse pueda se colaron por su nariz descendiendo hasta sus pulmones: perfumes delicados, el olor fétido de cuerpos putrefactos, el aroma del pan recién horneado.

—¿Y qué debo hacer ahora? ¿Dejar de respirar? —le preguntó a Simkin, pero el muchacho lo ignoró.

—Eso está mejor —dijo Simkin, dándole unas palmaditas en la mano a Saryon con aire solícito. Volviéndose hacia los duendes que se apiñaban en la entrada, añadió a modo de explicación—: Un ataque de nervios. Un miembro del clero. No ha estado nunca con una mujer…, si entendéis a lo que me refiero…

Obviamente, las hadas lo entendían, a juzgar por la algarabía que armaron.

A Saryon la sangre se le agolpó en la cabeza. Se sintió mareado, febril y muerto de frío, todo al mismo tiempo. Retirando bruscamente la mano que Simkin tenía entre las suyas, gimió de nuevo mientras intentaba obligarse a pensar con claridad.

—Será mejor que te sientes, viejo —dijo Simkin, guiando a Saryon hasta un almohadón de musgo que cambió para convertirse en un diván y luego en un gigantesco hongo antes de que hubieran llegado ni a medio camino de él—. Veré si puedo convencer a los invitados a la boda de que vayan a infligir sus atenciones sobre personajes más merecedores de ellas.

Siguiendo la indicación de Simkin sin darse demasiada cuenta de lo que hacía, Saryon le lanzó al hongo una mirada estremecida y se dejó caer sobre el suelo, para encontrarse con que volvía a estar sentado en el blando y frondoso cenador.

Pensó en todos los peligros que había esperado tener que afrontar en el País del Destierro; cualquier cosa, desde ser descuartizado por los centauros hasta caer prisionero del terrible hechizo de un dragón. El ser capturado por la Reina de las Hadas y tener que… Bien, esto sí que era algo en lo que nunca había pensado.

«¡Ni siquiera creo en las hadas! —murmuró para sí—. O al menos no creía. ¡No son más que cuentos de críos!»

—¡El círculo de hongos! Es así como las hadas y los duendes atrapan a los mortales. —La voz de la anciana Maga Servidora sonaba melodiosa en sus oídos como las risas de las hadas—. Aquellos que sean lo bastante estúpidos como para penetrar en el círculo mágico serán engullidos hacia las profundidades, bajando hasta las cuevas que tienen bajo la superficie de la tierra. Y allí, el pobre mortal, aunque sea un brujo muy poderoso, se verá cautivado por los sortilegios de las hadas y de esa forma perderá sus propios poderes mágicos y se convertirá en un prisionero, pasando sus días en lujos sin fin y sus noches en actos inenarrables, hasta que tantos placeres lo hagan volverse loco.

De niño, Saryon había tenido una idea un tanto confusa de lo que podrían ser «actos inenarrables». Recordaba haber pensado vagamente que podrían tener algo que ver con cortarle la lengua a alguien; pero de todas maneras, la historia había sido lo suficientemente aterradora como para hacer que el muchacho huyera despavorido ante la visión de una simple seta sobre la hierba.

«Pero lo olvidé. Perdí la inocencia de aquel niño. Y aquí me veo, tumbado sobre un almohadón de hierbas olorosas, de tréboles y de musgo, más mullido que los mejores lechos del Emperador. Aquí estoy yo, con la sangre hirviendo en mi interior cada vez que conjuro en mi mente la imagen de Elspeth, con una parte de mí anhelando cometer esos “actos inenarrables”».

Volviéndose a medias, mirando por entre los entornados párpados, los ojos de Saryon se vieron atraídos muy a su pesar, fascinados, hacia aquellos seres que ocupaban el umbral, a quienes Simkin intentaba, sin demasiado éxito, ahuyentar.

«Sé que no estoy soñando —susurró Saryon para sí—, porque incluso en mis sueños, no poseo imaginación suficiente para crear seres así».

Brotando de su misma puerta, de la misma forma en que brotaban sus hongos mágicos, las hadas y los duendes se desplazaban y transformaban ante sus ojos de la misma manera que sus insensatas creaciones mágicas. Algunos tenían casi metro veinte de altura y sus rostros de expresión maliciosa estaban morenos y arrugados, como niños que han crecido pero sin madurar. Otros eran diminutos, tan pequeños que hubieran cabido en la palma de Saryon. Asemejaban pequeñas bolas de luz, cada una de un color ligeramente diferente, sólo que, al mirarlas de cerca, a Saryon le pareció descubrir unos delicados y desnudos cuerpecillos alados, rodeados de un resplandor mágico. Y entre aquellos dos extremos existía toda una variedad de otras especies de hadas y duendes, algunos bajos, otros achaparrados, los había delgados, unos lo eran todo, otros nada. Había también niños —reproducciones en menor tamaño de los adultos— y animales de todo tipo que vagaban libremente, muchos de los cuales parecían servir de montura a los duendes de mayor tamaño.

Ninguna de las hadas era tan alta ni parecía tan humana como Elspeth, pero aquello no era raro por lo que recordaba Saryon de sus cuentos de la infancia. Al igual que la abeja reina era la de mayor tamaño y la más mimada de todas las de la colmena, también la Reina de las Hadas es alta, voluptuosa y bella. Lo cual también le servía, adivinó, ruborizándose, para continuar la especie, puesto que sin una Reina que los guiara, los irresponsables duendes morirían con toda seguridad. Era necesario, por lo tanto, que la Reina se apareara con un humano y tuviera descendencia…

Saryon se cubrió la cabeza con las manos, intentando hacer desaparecer de su vista las muecas lascivas y las parpadeantes luces. Pero lo que no podía era hacer desaparecer sus voces.

Existen tantas variedades diferentes de hadas y duendes, y son tan diversos sus timbres y tonos de voz —yendo desde el chirrido del ratón hasta el retumbo sordo parecido al canto de la rana—, que Saryon se sintió desconcertado e incapaz de decidir si hablaban o no todos el mismo lenguaje. Él no podía entender una sola palabra, pero observó que Simkin sí podía. Simkin era capaz, no sólo de comprenderlos, sino de conversar también con ellos, y era eso lo que estaba haciendo en aquellos momentos, haciéndolos reír a grandes carcajadas. Sintiéndose terriblemente avergonzado, a Saryon no le costó nada imaginarse lo que les estaría contando.

«Dale a esto una explicación lógica —se dijo Saryon—. Explicad esto, catalistas, con tantos libros como tenéis en vuestras bibliotecas. Justificad la existencia de esta gente, y luego explícate a ti mismo por qué te quedas observándolos mientras danzan en tu florida habitación. Explícate también por qué piensas en dejarte encerrar en esta dulce prisión, en abandonarte a los placeres de ese suave, marfileño cuerpo…»

¡No! Todo aquel parloteo, y aquella agitación, y todas aquellas risitas estaban empezando a destrozarle los nervios.

«¡Tengo que salir de aquí! —comprendió, desesperado, enfrentándose a la realidad—. Me estoy volviendo loco, tal como decían aquellas viejas historias. Pero ¿cómo salir? ¡Simkin está confabulado con ellos! ¡Es él quien me ha traído aquí!»

Pero en el mismo instante en que Saryon pensaba estas cosas, la imagen de Elspeth penetró en su cerebro: los abultados pechos, la fina piel, aquella sensación cálida que emanaba de ella, su dulzura, su perfume… Como loco, Saryon abandonó de un salto el almohadón de musgo, con tal expresión de pánico y determinación en su macilento rostro, que Simkin, al verlo, empujó sin miramientos a todos los duendes, echándolos al pasillo, y cerró de un golpe la puerta de roble.

—¡Déjame salir! —gritó Saryon con voz sepulcral.

—Haz el favor de ser razonable, amigo mío —empezó Simkin, colocándose frente a la puerta.

Saryon no le respondió. Agarrando al joven con una fuerza nacida de la desesperación, lo apartó a un lado.

—Siento tener que hacer esto, pero debes atender a razones —dijo Simkin, con un suspiro, y pronunciando algunas palabras en el gorjeante lenguaje de las hadas, observó aliviado cómo la puerta de roble se empezaba a disolver para tomar la forma de una de las paredes de la caverna, en el mismo instante en que el catalista se arrojaba contra ella.

Gimiendo de dolor, y sintiendo que empezaba a perder la razón, el catalista dejó que su cuerpo se deslizara lentamente hasta el suelo.

—No te lo tomes así, chico —dijo Simkin, agachándose a su lado y poniendo una de sus manos sobre el hombro de Saryon para tranquilizarle—. Voy a conseguir que salgamos de este apuro. Simplemente tienes que darme un poco de tiempo, eso es todo.

Saryon sacudió la cabeza, lanzando una penetrante mirada al joven, que seguía vestido únicamente con hojas, y no contestó.

—Ya veo —siguió Simkin con voz trémula—. No confías en mí. Después de todo lo que he hecho por ti… Después de lo que hemos sido el uno para el otro… —Dos enormes lágrimas se deslizaron por su barba—. Yo que te he considerado como a un padre… Como a mi pobre padre. Él y yo estábamos muy unidos, ¿sabes? —Simkin hablaba con voz entrecortada—, hasta que los Ejecutores vinieron y ¡se lo llevaron! —Otras dos lágrimas le rodaron por el rostro. Cubriéndose la cara con las manos, Simkin cruzó la habitación dando traspiés y aterrizó sobre el almohadón de hojas, levantando una lluvia de olorosas flores—. ¡Ya sabes lo que le harán a mi hermana si no consigo que llegues a la cofradía! —sollozó—. ¡Oh, todo esto es demasiado para poder soportarlo! ¡Demasiado!

Mirando al joven fijamente, con asombro, Saryon se sintió totalmente desorientado. Al fin se incorporó, atravesó la cueva y, acercándose al sollozante muchacho, le dio unas torpes palmaditas en la espalda.

—Vamos —le dijo el catalista, sintiéndose muy violento—, yo no quería herirte. Es que estoy trastornado, eso es todo.

No obtuvo respuesta.

—¿Cómo puedes culparme? —preguntó Saryon con honda emoción—. Primero haces que vayamos a parar a un bosque encantado…

—Eso fue un accidente —le llegó una voz ahogada que surgía de entre las flores.

—Luego el círculo de hongos…

—Cualquiera puede equivocarse.

—¡Y luego la siguiente cosa que veo es a ti vestido como si fueras uno de ellos!

—Era sólo para quedar bien…

—La Reina te llama por tu nombre, hablas su lengua. ¡Incluso bromeas con ellos, en el nombre de Almin! —terminó Saryon, exasperado, perdiendo la paciencia y cometiendo un pecado imperdonable al pronunciar el nombre de Almin en vano—. ¿Qué se supone que debo pensar?

Sentándose, Simkin lo miró con ojos enrojecidos.

—Podrías haberme concedido el beneficio de la duda —dijo, sorbiendo por la nariz—. Todo tiene una explicación, te lo aseguro. Sólo que…, bueno…, no hay mucho tiempo ahora —añadió apresuradamente, secándose las lágrimas—. No tendrás un peine, ¿verdad? —Clavando la mirada en la calva cabeza de Saryon, añadió con un suspiro—: Una pregunta estúpida. Tendré que arreglármelas así, imagino, aunque debo de estar hecho un espantajo.

Sacándose algunas ramas del pelo y de la barba, Simkin empezó a peinarse los rizos con una rama en forma de horquilla que había arrancado del cenador.

—Será mejor que tú también te prepares —declaró, mirando a Saryon—. Digo yo, ¿no podrías aparecer con algo mejor que esas ropas tristonas? ¡Tengo una idea! ¡Abre un conducto hacia mí! Te pondré de punta en blanco en un momento. Hojas del… hum… arce púrpura. Eso quedaría muy mono. Nada ostentoso. Una rama de pino en el lugar estratégico. Perfecto. Las agujas de pino escuecen un poco al principio, pero te acostumbrarás a ello. ¡Oh, vamos! Después de todo, te vas a casar…

—¡No lo voy a hacer! —exclamó Saryon, poniéndose en pie de un salto y paseándose febrilmente por la sellada caverna.

—Bueno, claro que no —dijo Simkin con una ligera risita que se quebró a medio camino. Carraspeando, miró al pálido catalista con optimismo—. Quiero decir que tampoco sería algo inconcebible, ¿verdad? Elspeth es realmente encantadora, ¿sabes? Un gran carácter, sin mencionar…

Saryon le lanzó una mirada rencorosa.

—Sí, tienes razón. Inconcebible —dijo Simkin con convencimiento—. Por lo tanto, tengo un plan. Todo está arreglado. Mi hermana…, ya sabes… —añadió en voz baja—. Su vida está en juego. Creo que ya te he mencionado que la tienen prisionera…

—¿Qué hemos de hacer? —lo interrogó Saryon, interrumpiéndolo, cansado, a media narración de su tragedia.

—Espera mi señal —dijo Simkin, levantándose y arreglando las hojas de su vestido con coquetería—. ¡Ah! Ahí están, vienen a escoltar al novio hasta su ruborosa novia.

—¿Cuál será la señal? —le preguntó Saryon al oído mientras la pétrea puerta empezaba a disolverse.

Al otro lado pudo ver llameantes antorchas rodeadas por millares de danzantes y parpadeantes luces, y escuchar cientos de voces: agudas, profundas, suaves y también gruesas, que entonaban una misteriosa y hechicera canción. En un extremo de la enorme caverna adornada de flores, adivinó más que vio la figura de Elspeth, sentada en un trono tallado en un roble, con los dorados cabellos reluciendo a la luz de las antorchas.

Saryon tragó saliva.

—¿La señal? —repitió con voz ronca.

—Ya la conocerás cuando la veas —le aseguró Simkin, y tomando al catalista por el brazo lo hizo avanzar hasta llegar a presencia de la Reina de las Hadas.

—¿Más vino, mi amor?

—Nnno, gracias —balbuceó Saryon, poniendo la mano sobre la copa de oro.

Pero ya era tarde. Con una simple palabra, Elspeth hizo que la copa se llenara a rebosar del dulce y sanguinolento líquido. Haciendo una mueca, Saryon apartó la mano con rapidez, secándosela subrepticiamente en la túnica.

—¿Más dulce de miel?

Una porción se materializó en su plato de oro.

—No, yo…

—¿Más fruta, carne, pan?

En cuestión de segundos, el plato quedó lleno de manjares exquisitos, cuyo aroma se mezclaba con todos los otros olores que lo rodeaban: el del humo de las antorchas, el de las humeantes fuentes de carne asada y, más cerca de él, el del perfume de la misma Elspeth, oscuro, almizclado, más embriagador que el vino.

—¡No has comido nada! —le dijo ella, inclinándose tan cerca de él, que su cabellera le rozó la mejilla.

—La verdad, no…, no tengo hambre —repuso Saryon con voz apenas audible.

—Supongo que estás nervioso —dijo Elspeth, haciendo que sus labios se curvaran en una sonrisa, mientras con los ojos lo invitaba a acercarse aún más—. ¿Es verdad que no has estado nunca con una mujer?

Saryon se puso aún más colorado que el vino y lanzó una mirada irritada a Simkin, que estaba sentado junto a él.

—Tuve que decirles algo, muchacho —murmuró Simkin por la comisura de la boca, vaciando su copa—. No podían entender por qué montaste aquella escena cuando su Reina hizo el anuncio de que tú ibas a ser el padre de su hijo y todo eso. Toda esa agitación y esos gritos. Tuviste suerte de que simplemente te pusieran en aquella pequeña habitación para que te tranquilizaras. Una vez que les hube explicado…

—¿Por qué te preocupas de ese bufón? Préstame atención a mí, mi amor —le dijo Elspeth dulcemente, agarrando la túnica de Saryon y tirando de él hacia ella. Se movía juguetona, su voz era dulce y seductora; sin embargo, sus palabras hicieron que Saryon sintiera un escalofrío—. Seré muy buena contigo, mi cielo, pero recuerda, ¡eres mío! Necesito, exijo, toda tu atención. En todo momento, de día y de noche, cada pensamiento tuyo debe centrarse en mí. Cada una de tus palabras debe dirigirse a mí. —Cogiéndole la mano, hizo que le rozase la mejilla, que era suave como el pétalo de una flor—. Ahora, cielo mío, puesto que no quieres comer y es aún demasiado pronto para ir al lecho nupcial…

—¿Cuándo…, cuándo será eso? —preguntó Saryon ruborizándose.

—Cuando salga la luna —contestó Simkin, observando con atención cómo subía el nivel del vino en su copa.

Elspeth le lanzó una mirada airada, pero en aquel momento estalló un bullicioso clamor al otro lado de la Reina, distrayéndola momentáneamente. Aprovechando aquella oportunidad, Saryon agarró a Simkin por el hombro.

—¡Cuando salga la luna! ¡Falta menos de una hora!

—Sí —replicó Simkin, contemplando fijamente su copa de vino.

—¡Hemos de salir de aquí! —le susurró Saryon con desesperación.

—Pronto —musitó Simkin.

Saryon no se atrevió a insistir de nuevo sobre aquel punto, ya que la disputa o el chiste o lo que fuera que había distraído a la Reina empezaba a calmarse. Intentando mantenerse tranquilo, presintiendo todo el tiempo que en cualquier momento empezaría a gritar, precipitándose en medio de la mesa, Saryon decidió que un sorbo de vino podría irle bien.

Acercándose la copa a los labios, intentando evitar que su mano temblara, miró a su alrededor con la misma expresión aturdida de un sonámbulo. Había asistido a fiestas en la corte. Había asistido a lo que en la corte se consideraban fiestas disolutas, como por ejemplo la del día de los Santos Inocentes, donde supuestamente se dejaba de lado todo decoro. Pero al contemplar toda la locura y el desvarío que tenía lugar ante sus ojos, sus sentidos quedaron literalmente tan abrumados que no pudo comprender lo que estaba sucediendo, apareciendo ante sus ojos simplemente como un torbellino de colores, ruidos y fulgurantes luces.

A su alrededor se llevaba a cabo todo tipo de actividad imaginable, desde la batalla campal celebrada en el centro de la mesa hasta el galanteo desvergonzado en los sofás. Había osos bailando en los pasillos, acróbatas haciendo malabarismos con teas encendidas, niños cantando canciones obscenas, y paredes, suelos y techos estaban salpicados de comida. Si miraba hacia un lado se sentía horrorizado; si miraba hacia otro, turbado; si miraba más allá, le entraban náuseas.

—¿Piensas en mí? —susurró una dulce voz al oído de Saryon.

El catalista dio un respingo.

—Desde luego —respondió apresuradamente, volviéndose para mirar a Elspeth, quien le sonrió y, pasando una mano por dentro de la manga de su túnica, le acarició el brazo con suavidad.

Y al mirarla, el catalista se dio cuenta de una cosa: aunque a su alrededor todo fuera caos, ella en sí misma era un refugio de paz, de tranquilidad. Se sintió atraído hacia ella aunque sólo fuera para escapar de la locura.

—Y ahora —dijo ella, haciendo un pequeño puchero—. Me dirás por qué no has estado nunca con una mujer. Me doy cuenta de que te gusta que te toque —añadió, al notar cómo los músculos de Saryon se tensaban de forma involuntaria.

—No…, no es la… costumbre… entre mi gente —tartamudeó Saryon, pasando la lengua por los resecos labios y haciendo que ella lo soltara para tomar su copa de vino—. Semejante… apareamiento… lo hacen los animales, pero no los hombres y… hum… mujeres… civilizados.

—Había oído algo de eso —dijo Elspeth, mientras en sus plateados ojos brillaba la risa y el asombro—, pero no lo creí. —Se encogió de hombros, mientras sus pechos, adornados de muguete, subían y bajaban con la acompasada respiración—. ¿Cómo tenéis hijos, entonces?

—Cuando se dio a conocer al pueblo la voluntad de Almin con respecto a este asunto —explicó Saryon, con voz temblorosa—, a nosotros, los catalistas, junto con los Theldara, los hechiceros especializados en estos ritos, se nos facilitaron los conocimientos necesarios para efectuar esa ceremonia. Después de todo, el otorgar una vida es un don sagrado y sólo debe realizarse estando en el más… más respetuoso estado de ánimo.

Y mientras lo decía pensó en lo estúpido que sonaba todo aquello, estando allí junto a aquel suave cuerpo…

—Un discurso realmente be… be… bello —lloriqueó Simkin, haciendo que su copa de vino se llenara de nuevo—. Vas a ser un padre maravilloso. ¡Igual que el mío!

Derrumbándose, apoyó la cabeza sobre el brazo de Saryon y se echó a llorar.

—¡Simkin! —siseó Saryon, sacudiéndolo, consciente de que los relucientes ojos de Elspeth estaban fijos en ellos—. ¡Deja esto! ¡Siéntate derecho!

Simkin se sentó derecho, pero sólo para pasar un brazo alrededor del cuello de Saryon arrastrándolo con él y haciendo que el catalista se diera un buen golpe en la cabeza con la mesa.

—¿Qué estás haciendo? —exigió Saryon, intentando liberarse y medio asfixiándose a causa de los vapores alcohólicos que escapaban de la boca de Simkin.

—Echto… cheñal —dijo Simkin en un sonoro susurro, pasando su otro brazo alrededor del cuello del catalista y levantando la cabeza para sonreírle con expresión de borracho—. Es hora de —lanzó un eructo— echcapar.

—¿Qué? —inquirió Saryon, intentando aún liberarse de Simkin.

Pero cada vez que conseguía aflojar una de las manos del joven, la otra se enroscaba de nuevo a su alrededor. Simkin se colgó de su cuello; luego, cayendo hacia adelante, se abrazó a su cintura, para después, apoyando la cabeza sobre su pecho, colgarse desmañadamente de sus hombros.

—Echcapemos —susurró Simkin, frunciendo el entrecejo con solemnidad—. Ahora.

—¿Cómo? —musitó Saryon, vagamente consciente de que se estaba cantando a su alrededor.

Con gran consternación, vio que la luz de la luna empezaba a filtrarse sobre la mesa a través de las fisuras que había en el alto techo de la caverna, y que Elspeth se estaba poniendo en pie, su hermoso rostro tan frío y pálido como la luz que brillaba sobre él.

—Di… diles que echtoy enfermo —dijo Simkin, eructando de nuevo—. Una ho… ho… horrible enfermedad. Pechte.

—¡Pero si estás completamente borracho! —gruño, furioso, Saryon.

De repente Simkin se tambaleó hacia adelante y el peso de su cuerpo arrastró a Saryon al suelo con él. Los duendes rieron, vitoreándolos, y Elspeth empezó a gritar algo. Completamente enredado en Simkin, su propia túnica y la silla, Saryon yacía de espaldas sobre el suelo con Simkin encima de él, mientras pies de todos los tipos y tamaños bailoteaban y se movían a toda velocidad junto a su cuerpo.

Levantando la cabeza del pecho de Saryon, donde descansaba, Simkin miró al catalista con ojos muy abiertos y solemnes.

—Verach… —susurró oliendo terriblemente a vino—, lach hadach y loch duendech nunca che emborrachan. Ech fíchi… camente im… pochible. Creerán que echtoy enfermo. Echcaparemos. ¿Entiendech?

Saryon se quedó mirando al joven, esperanzado.

—¿Así que sólo finges estar borracho?

—¡Oh, no! —exclamó Simkin muy serio—. Nu… nunca hago nada a mediach. Chólo… ayúdame a… ponerme… de pie. Con… loch cuatro piech.

En aquel momento, varios de los duendes más fuertes agarraron a Simkin y lo apartaron del catalista. Algunos más ayudaron a Saryon a ponerse en pie, mientras el catalista fingía tener problemas para levantarse para tener tiempo de pensar qué podría decir y hacer, preguntándose si no podría huir por sí mismo.

Entretanto, Simkin se mantenía derecho gracias al esfuerzo combinado de cuatro duendes, dos sujetándole los pies y los otros dos revoloteando sobre su cabeza, sujetándolo con firmeza por los cabellos. Mirando al joven, que tenía los ojos en blanco, una mueca estúpida en los labios y las piernas que se le doblaban por momentos, Saryon se tranquilizó de repente, invadido por aquella calma que es fruto de la desesperación más profunda. ¿Irse sin Simkin? Imposible. Saryon no tenía la menor idea de dónde estaba y adivinaba, por lo que había visto, que el Reino de las Hadas era una enorme catacumba de retorcidos y sinuosos túneles y cavernas. Él solo se perdería. Además, si conseguía volver al bosque, su vida tampoco valdría nada.

Si se quedaba allí… con Elspeth… Se volvería loco muy pronto. Pero qué locura tan agradable…

Suspirando débilmente, Saryon se volvió hacia la Reina de las Hadas.

—Envía a buscar a tu Hacedor de Salud —le ordenó con su voz más severa.

—¿Qué? —Pareció asombrada y, levantando la mano, acalló al instante el clamor y el alboroto que organizaban las hadas. La oscuridad descendió súbitamente sobre la enorme sala exceptuando un resplandor que brotaba de sus áureos cabellos—. ¿Un Hacedor de Salud? No tenemos ningún Hacedor de Salud.

—¿Qué, ninguno? —Saryon se escandalizó—. ¿Ningún Mannanish, por lo menos?

—¿Para qué? —le respondió desdeñosa Elspeth—. Nosotros no estamos nunca enfermos. ¿Por qué crees que evitamos que los humanos nos contami…?

Deteniéndose, miró a Simkin atentamente, entrecerrando los ojos.

—Hasta ahora —dijo Saryon con severidad, señalando a Simkin, que cada vez tenía peor aspecto.

Su rostro se había vuelto de un tono verdoso que se apreciaba perfectamente a pesar de la barba, y los ojos seguían en blanco. Los duendes que sujetaban al débil y vacilante joven miraron a su Reina asustados.

—Tranquilos —se ofreció Saryon, acercándose y rodeando con su brazo el decaído cuerpo de Simkin—, lo llevaré a sus habitaciones…

—¡Yo me encargaré de él! —dijo Elspeth con calma—. ¡Inmediatamente!

El corazón de Saryon dio un vuelco al ver que se preparaba para realizar un conjuro mágico que probablemente enviaría a Simkin al fondo del río.

—¡No! ¡Espera! —exclamó el catalista, pegándose a Simkin, que sonreía con expresión estúpida, mientras se balanceaba tranquilamente de un lado a otro, tarareando una cancioncilla—. No, no debes echarlo. ¡Tenemos… tenemos que averiguar lo que tiene! —terminó Saryon en un arranque de inspiración—. Para ver si es… contagioso.

—Fatal —dijo lúgubremente Simkin, y empezó a vomitar sobre el suelo.

Los duendes que se habían estado ocupando de él empezaron a chillar y parlotear entre ellos asustados y furiosos, retrocediendo hasta formar un claro círculo alrededor del catalista y su guía.

—¿Tan débiles son los humanos? —preguntó Elspeth frunciendo el entrecejo.

—¡Sí, oh sí! —dijo Saryon sin aliento, viendo cómo un rayo de esperanza se mezclaba con los rayos de la luna—. ¡A mí me pasa constantemente!

Elspeth le sonrió.

—Entonces será bueno que mezclemos la sangre de tu hijo con la mía. Quizá, con el tiempo, consigamos borrar ese punto flaco de los humanos. Llévalo a sus habitaciones, pues. Vosotros cuatro —destacó a cuatro de los duendes más altos— acompañadles. Cuando Simkin esté instalado, traed a mi amado a mi lecho.

Acercándose, acarició la mejilla de Saryon con sus labios. Su cuerpo cálido, suave y redondeado se apretó contra el suyo y por un momento el catalista se sintió tan débil como Simkin. Luego se alejó, la nube que formaban sus áureos cabellos reluciendo a su alrededor.

—¡Que continúe la diversión! —gritó y la oscuridad cobró vida de nuevo.

Saryon se volvió totalmente desesperado, y empezó a empujar y a arrastrar al embriagado Simkin a través de la sala, seguido de una escolta de cuatro duendes danzarines.

—Bueno, al menos lo intentamos —le cuchicheó Saryon a Simkin con un suspiro—. Pero no funcionó.

—¿No? —preguntó Simkin, mirando a su alrededor con sorpresa—. ¿Noch cogieron? ¡No recuerdo haber corrido!

—¡Corrido! —exclamó Saryon, desconcertado—. ¿Qué quieres decir con… haber corrido? Yo creía que estabas intentando convencerlos de que nos dejaran marchar porque estabas enfermo.

—¡Eh, echta ech una buena idea! —exclamó Simkin, contemplando a Saryon con ojos empañados por la admiración—. Vamoch a probarla.

—Ya lo hice —soltó con brusquedad Saryon. Los brazos y la espalda le dolían por el esfuerzo a que estaban sometidos, las hojas que Simkin llevaba como vestido le pinchaban las manos y por si esto fuera poco, cada vez se sentía más mareado a causa del olor a bosque, vino y vómitos—. Pero no salió bien.

—¡Oh! —Simkin pareció quedar abatido, pero casi inmediatamente se animó otra vez—. Me pareche que tendremoch que… echar a correr.

—¡Shhh! —le advirtió Saryon, volviendo la cabeza hacia los guardias—. ¡Eso es una tontería! No puedes ni andar, cómo vas a correr.

—Olvidach —dijo Simkin, altanero— que soy un hábil mago. Un Albanara. Abre un con… ducto hacia mí, catalichta, y yo… me elevaré por loch airech.

—¿Realmente conoces el camino de salida? —preguntó Saryon, no sabiendo si creerle.

—Dechde luego.

—¿Cómo te encuentras?

—Mucho mejor… dechde que vomité.

—Muy bien —murmuró Saryon, nervioso, volviendo la mirada hacia los guardianes, quienes no les estaban prestando la menor atención—. ¿Por dónde?

Simkin miró a su alrededor, girando la cabeza igual que un búho.

—Por aquí —indicó, señalando con la cabeza un pasillo oscuro poco utilizado que se bifurcaba a su derecha.

Volviendo la mirada de nuevo, Saryon vio cómo los cuatro guardias se rezagaban, contemplando melancólicamente la diversión que se estaban perdiendo.

—¡Ahora! —chilló Simkin.

Saryon empezó a murmurar una plegaria dirigida a Almin. Pero recordando amargamente que ahora sólo dependía de sí mismo, abrió un conducto para absorber la magia que lo rodeaba. Atrayéndola hacia su cuerpo, efectuó a toda velocidad los cálculos necesarios para transferir Vida al joven, pero no tanta como para quedarse él sin nada. Repleto de una magia que nunca podría utilizar, extendió el conducto hacia Simkin y notó cómo la magia surgía en oleadas cuando el joven empezó a absorberla.

Bañado en energía mágica, Simkin se elevó en el aire con la gracia de un somormujo borracho.

Viendo que el joven estaba ya seguro y en movimiento, Saryon rompió a correr pasillo abajo en pos de Simkin, con una energía desconocida en él, producto del miedo contenido y del nerviosismo que le hervía en la sangre. Oyó gritar a los guardias, pero no se atrevió a arriesgarse a mirar atrás para ver qué estaba pasando. Tal y como estaban las cosas, le costaba bastante mantener el equilibrio, ya que a pesar de que aquí y allí chisporroteaban algunas antorchas, el corredor estaba oscuro y el suelo cubierto de piedras y escombros; además, no tenía ni idea de adónde se dirigían. En todas direcciones surgían pasillos, pero Simkin pasaba junto a ellos sin detenerse, con las hojas de su vestido revoloteando a su alrededor como las de un árbol bajo un fuerte viento.

Los gritos aumentaron a sus espaldas, resonando por las paredes de la caverna de manera alarmante. A Saryon le pareció oír la voz furiosa de Elspeth, levantándose aguda y discordante por encima de todas las demás. Las antorchas se apagaron con un parpadeo, sumergiéndolos en una oscuridad tal que Saryon perdió al momento toda noción de lo que tenía ante él, encima de él o debajo de él.

—¡Augh! ¡Caramba!

—¿Simkin? —gritó Saryon, temeroso, deteniéndose sin atreverse a dar un paso más en aquella oscuridad, a pesar de que podía oír los gritos de los duendes exultantes de júbilo.

—¡Más Vida, catalista! —chilló Simkin. Jadeante y con el corazón a punto de saltarle del pecho, Saryon abrió el conducto una vez más. Inmediatamente el pasillo quedó iluminado por una débil luz que brotaba de las manos de Simkin. El joven mago flotó ante él, frotándose la nariz.

—Me di contra una pared —dijo, pesaroso.

Echando una ojeada a su espalda, Saryon vio luces que bajaban dando saltos por el pasillo, ganando terreno rápidamente.

—¡Vámonos! —jadeó, echando a correr hacia adelante para retroceder de nuevo a toda velocidad exhalando un grito.

Una enorme y negra araña, casi tan grande como el mismo corredor, colgaba de una gigantesca tela que les impedía el paso. En la mente de Saryon se agolparon a toda velocidad imágenes de él chocando en la oscuridad contra aquella tela de araña, de unas patas peludas arrastrándose sobre su cuerpo y de un aguijón venenoso que se clavaba en su carne paralizándolo. Y se sintió tan aterrado y agotado que apenas si podía tenerse en pie.

Recostándose contra la pared, se quedó mirando fijamente aquella repugnante araña que los observaba con furibundos ojos rojos.

—Es inútil —dijo con resignación—. ¡No podemos luchar contra ellos!

—¡Ton… terías! —observó Simkin.

Volando hacia Saryon, agarró al catalista por el brazo y lo arrastró pasillo abajo, en dirección a la tela de araña.

—¿Estás loco? —jadeó Saryon.

—¡Vamos! —insistió Simkin.

Arrastrando al aterrorizado catalista con él, arremetió directamente contra el cuerpo de la enorme araña.

Saryon intentó desasirse frenético de los brazos de Simkin, pero el joven, que ahora estaba lleno de energía mágica, era demasiado fuerte. Los rojos ojos de la araña surgían amenazadores, más grandes aún que soles gemelos, las peludas patas se extendían hacia ellos, la tela lo envolvía sofocándolo…

Saryon cerró los ojos.

—Escucha, viejo amigo, no puedo seguir así para siempre —oyó decir a una voz en tono de queja.

Abriendo los ojos, Saryon vio con gran sorpresa que no había nada.

El oscuro pasillo se extendía ante ellos, vacío a excepción de Simkin, que flotaba en el aire cerca de él.

—¿Qué? La araña… —Saryon miró frenéticamente a su alrededor.

—Una ilusión —dijo Simkin con desdén—, estaba… bastante seguro… de que no era real. Elspeth es buena…, pero no tan buena. ¿Una araña auténtica chasqueando un… dedo? ¡Ja! —Lanzó un resoplido—. Claro —añadió, al ocurrírsele una idea de repente, abriendo desmesuradamente los ojos—. Supongo que siempre estaba la posibilidad de… una araña auténtica… colocada para custodiar el pasillo. No se me ocurrió. ¡Por la sangre de Almin, nos precipitamos justo al centro de la tela de araña! —Viendo la horrorizada expresión de Saryon, el joven mago se encogió de hombros y le dio unas palmaditas al catalista en la espalda—. Podría habernos resultado un poco pegajoso, ¿no es verdad, amigo?

Saryon, que estaba demasiado exhausto para hablar, no podía hacer más que respirar entrecortadamente mientras intentaba alejar de su mente aquel sentimiento de terror. Unos gritos que sonaron a sus espaldas lo ayudaron considerablemente en esto último.

—¿Estamos muy lejos? —consiguió preguntar, tambaleándose hacia adelante.

—Después de ese… recodo. —Simkin lo señaló con el dedo—. Creo… —Lanzando una mirada al catalista, que andaba fatigosamente a su lado, el joven preguntó—: ¿Lo conseguirás?

Saryon asintió con determinación, a pesar de que sus piernas habían perdido toda sensibilidad hacía tiempo y parecían no ser más que un peso muerto que él debía arrastrar. Los gritos sonaban cada vez más cerca. Mirando hacia atrás, vio aquellas luces saltarinas, o quizás eran manchas que estallaban ante sus cansados ojos. No estaba seguro y, en aquellos momentos, tampoco le importaba demasiado.

—Se están acercando —graznó, la voz se le quebró en la garganta al sentir un repentino y punzante dolor en un costado.

—¡Yo los detendré! —dijo Simkin.

Girándose en pleno aire, levantó una mano. De sus dedos brotaron relámpagos que fueron a estrellarse contra el techo de la caverna, e inmediatamente el aire a su alrededor se pobló de un ruido atronador de rocas que se desprendían y un asfixiante olor a sulfuro.

Deslumbrado, ensordecido y en grave peligro de ser golpeado en la cabeza por el techo de la caverna, que empezaba a desplomarse, Saryon se precipitó hacia adelante, ayudado por Simkin.

—Eso debería mantenerlos ocupados —murmuró el joven con voz satisfecha mientras corrían a toda velocidad por el pasillo.

El catalista no supo nunca lo que ocurrió después de aquello. Corrió, tropezó y cayó, y le quedó la vaga idea de que Simkin tiraba de él para ponerle en pie, y que seguía corriendo. Recordaba confusamente haberle suplicado a Simkin que lo dejara tumbarse y morir en aquella oscuridad, y acabar así con aquel agudo dolor que le desgarraba el cuerpo. Oyó gritos a su espalda y luego éstos dejaron de oírse y él quiso detenerse, pero Simkin no se lo permitió y entonces se volvieron a oír los gritos otra vez y finalmente… vio la luz del sol.

La luz del sol. Aquello era lo único que podía atravesar aquella oscuridad hecha de miedo y dolor que iba envolviendo a Saryon. ¡Habían escapado! El aire fresco le azotó el rostro, dándole renovadas fuerzas. Con un último arranque de energía que surgía de algún lugar desconocido dentro de él, el catalista se abalanzó hacia la abertura que ahora podía ver, brillantemente iluminada al final del túnel.

¿Qué es lo que harían una vez fuera? ¿Los seguirían las hadas y los duendes hasta el bosque? ¿Los perseguirían, los acorralarían y los arrastrarían de vuelta? Saryon no lo sabía, pero tampoco le preocupaba. En cuanto pudiera volver a sentir el sol en el rostro y la hierba bajo sus pies y ver los hospitalarios árboles extendiendo las ramas sobre su cabeza, todo estaría bien. Lo sabía.

Inundado por un sentimiento de victoria y júbilo, Saryon alcanzó el final del túnel, y se precipitó al exterior, a la luz del sol…

… Y estuvo a punto de caer por un escarpado barranco.

Asiendo con fuerza al catalista, Simkin apartó a Saryon del saliente, dándose contra la pared al retroceder. Saryon cayó de rodillas, en un principio demasiado agotado y confuso para comprender lo que había pasado. Cuando el mareo se hubo disipado y pudo mirar a su alrededor, vio que tanto él como Simkin estaban encaramados en un pequeño saliente rocoso que sobresalía unos tres metros del túnel antes de acabar en un precipicio de más de treinta metros de altura, que caía a pico sobre una arbolada garganta, por la que corría un río.

Con el cuerpo dolorido y sus esperanzas igual de rotas que si hubiera saltado del saliente y se hubiera estrellado allí abajo, Saryon no podía hacer otra cosa que mirar a Simkin, demasiado agotado para articular palabra.

—Esto es bastante inesperado —admitió el muchacho, acariciándose la barba mientras miraba hacia abajo, a las copas de los árboles—. ¡Ya sé! —exclamó de repente—. ¡Maldición! Hubiera debido girar a la derecha en la segunda bifurcación en lugar de a la izquierda. Siempre me equivoco en el mismo sitio.

Saryon cerró los ojos.

—Sigue y sálvate —le dijo—. Tienes suficiente Vida como para flotar siguiendo las corrientes de aire.

—¿Y dejarte? No, no, viejo amigo —replicó Simkin. Flotó hasta colocarse frente al catalista, zigzagueando todavía ligeramente por efecto del vino—. No podría aban… donarte. Eres como un… un padre para mí…

—¡No empieces a llorar! —le espetó Saryon—. No, lo siento —dijo Simkin conteniendo las lágrimas y sonándose la nariz—. Aún no estamos acabados, si es que todavía te quedan algunas fuerzas. —Miró al catalista, esperanzado.

—No lo sé.

Saryon sacudió la cabeza. Ni siquiera estaba seguro de tener energías suficientes para seguir respirando.

—Es esta especie de habilidad que poseo —dijo Simkin con voz persuasiva—. Puedo convertirme en cualquier objeto inanimado.

Saryon lo contempló sin comprender.

—Eso es disparatado —dijo finalmente—. Sé los cálculos matemáticos que implica. Se precisarían seis catalistas en posesión de todas sus fuerzas, para facilitarte la Vida necesaria…

Escuchó entonces unos gritos detrás de él, mezclados con las risas estridentes y discordantes de los duendes, que se habían dado cuenta de que sus presas estaban atrapadas.

—¡No! —exclamó Simkin, impaciente—. He dicho que es una habilidad mía. Puedo hacerlo a voluntad. Generalmente me basta con mi propia energía. Pero ahora no estoy en muy buenas condiciones y además me encuentro un poco embotado a causa del vino, así que si tú pudieras ayudar…

—Yo no…

—¡Rápido! —gritó Simkin, agarrando a Saryon y obligándolo a ponerse en pie.

Demasiado exhausto para discutir, y sin importarle demasiado ya, de todas formas, Saryon abrió el conducto y empleó la energía que aún le quedaba. La magia fluyó a través de él como la sangre por una vena abierta y se quedó vacío, sin nada. Ya no le quedaba más para dar, porque tampoco le quedaba la energía suficiente para extraerla de lo que lo rodeaba. Los gritos aumentaron en intensidad, sonando cada vez más cerca. Pronto llegarían allí. Quizá sería mejor que saltara, pensó, y se asomó como en sueños al borde del saliente.

Se imaginó a sí mismo cayendo al vacío mientras el suelo saltaba a su encuentro, su cuerpo estrellándose contra las afiladas rocas, aplastándose, haciéndose pedazos…

Sintiendo un nudo en el estómago, Saryon retrocedió precipitadamente… chocando contra un árbol. Girando en redondo, contempló el árbol con sorpresa. No estaba allí antes. La repisa había estado desnuda…

—¡Arriba! ¡Sube! —dijo el árbol con voz apagada.

Contemplándolo fascinado, Saryon estiró una mano temblorosa para tocar la áspera corteza del tronco.

—¿Simkin?

—¡No hay tiempo que perder! ¡Escóndete entre las ramas! ¡Rápido!

Demasiado cansado para pensar con claridad o maravillarse siquiera ante aquel extraño suceso, Saryon se arremangó la túnica sujetándosela a la cintura y, agarrándose a una rama baja, se subió al árbol que estaba al borde del saliente rocoso.

—¡Más arriba! ¡Tienes que trepar más arriba! Cogiéndose al tronco, Saryon consiguió subir gateando otro trozo. Entonces se detuvo y apretando una mejilla contra una rama, sacudió la cabeza negativamente.

—No… puedo… subir… más… —musitó con voz entrecortada.

—¡De acuerdo! —La voz del árbol sonaba algo molesta—. Quédate quieto. Gracias a Dios que vas vestido de verde.

«Eso no los engañará —pensó Saryon, escuchando con atención las voces que resonaban en la caverna—. Sólo con que uno de ellos levante la cabeza o vuele hasta aquí arriba…»

Una ráfaga de viento golpeó el árbol y una rama que estaba bajo los pies de Saryon cedió con un repentino chasquido. Sujetándose a otra rama para volverse a afianzar, el catalista bajó la mirada hacia la astillada rama y sus esperanzas se desvanecieron por completo. Ennegrecida y totalmente seca en su interior, aquella rama estaba muerta, tan muerta como lo estaría él muy pronto. Otra ráfaga de viento se arremolinó alrededor de la montaña, y otra rama más cayó sobre la repisa rocosa. Saryon podía sentir cómo todo el árbol temblaba y se estremecía debajo de él. Se oyó un crujido, luego un chasquido y el sonido de algo que se desgarraba, y, finalmente, con una sacudida estremecedora, el árbol se vino abajo, cayendo por el precipicio.

Sujetándose con fuerza a la corteza y las hojas de Simkin, Saryon oyó cómo el joven murmuraba para sí mientras caían:

—¡Maldita sea! Estoy podrido.