____ 04 ____

Levantando la cabeza y parpadeando ante la brillante luz de la mañana, Saryon miró en derredor suyo. Completamente desorientado, se le ocurrió confuso que algo había hecho desaparecer su cabaña durante la noche, dejándolo a él durmiendo en el suelo.

Le llegó entonces a los oídos un gruñido y todo volvió a su memoria precipitadamente, incluidos sus terrores y el conocimiento de que se encontraba solo en una región desolada. Lleno de pavor, Saryon se puso en pie de un salto o, al menos, eso fue lo que intentó hacer, ya que en realidad apenas si consiguió sentarse. El dolor le atenazaba los músculos de la espalda, tenía las articulaciones entumecidas y las piernas parecían haber perdido toda su sensibilidad. La túnica estaba totalmente empapada por el rocío de la mañana y él se sentía helado y dolorido, y muy desdichado. Con un gemido, Saryon volvió a apoyar la cabeza sobre las rodillas y pensó en lo sencillo que sería permanecer allí y morir.

—Vaya —dijo una voz en tono de admiración—, sé de Señores de la Guerra que no se atreven a pasar una noche en el País del Destierro sin rodearse de un círculo de ardientes demonios y cosas parecidas, y aquí estás tú, un catalista, durmiendo como un bebé en los brazos de su madre.

Levantando la cabeza sobresaltado y mirando frenéticamente a su alrededor, mientras intentaba alejar el sueño de sus ojos, Saryon localizó por fin al propietario de la voz. Era un joven que estaba sentado sobre el tocón de un árbol, cuyos ojos contemplaban a Saryon con la misma franca admiración que sonaba en su voz. La larga melena de color castaño se enroscaba sobre sus hombros, complementada por una barba de un suave tono castaño y un elegante bigote. Iba vestido en armonía con su entorno, con capa y pantalones de color marrón y unas flexibles botas de piel.

—¿Quién…?, ¿quién sois vos? —tartamudeó Saryon, intentando, sin demasiado éxito, ponerse en pie. A su medio dormido cerebro se le ocurrió que a lo mejor los Magos Campesinos habían enviado a alguien a buscarlo—. ¿No sois del poblado?

—Deja que te ayude —dijo el joven, acercándose y ayudando al catalista a ponerse en pie con dificultad—. Eres ya bastante mayor para ir paseándote por los bosques, ¿no crees?

Saryon apartó de un tirón el brazo que el muchacho sujetaba solícito.

—Vuelvo a repetirlo, ¿quién sois vos? —preguntó con voz severa.

—¿Cuántos años tienes, si me perdonas el atrevimiento? —indagó el otro, mirando a Saryon con inquietud—. ¿Cuarentón?

—Exijo…

—No muchos más de cuarenta —siguió el joven, estudiando al catalista—. ¿Me equivoco?

—No es asunto vuestro —dijo Saryon, tiritando en sus húmedas ropas—. O bien contestáis a mi pregunta o ya podéis seguir vuestro camino y dejarme a mí seguir el mío…

La expresión del muchacho se volvió solemne.

—¡Ah!, bien, ahí está la cosa. Me temo que tu edad es un poco asunto mío, ¿sabes?, porque tu camino es mi camino. Soy tu guía.

Saryon se quedó mirándolo, demasiado sorprendido para replicar. Luego recordó las palabras de Jacobias: «Ha habido gente que ha estado haciendo preguntas sobre vos. Necesitan un catalista, de modo que es probable que se interesen por vos más de lo normal».

—Me llamo Simkin —dijo el joven, tendiéndole la mano con gesto amistoso.

Temblándole las piernas de alivio, Saryon le devolvió el apretón de manos, haciendo muecas mientras se movía y lamentando amargamente la noche pasada bajo el árbol.

—Si te sientes capaz de viajar —continuó Simkin con tranquilidad—, deberíamos empezar a movernos. Los centauros capturaron a dos de los hombres de Blachloch aquí hace un mes. Los descuartizaron en pequeños pedazos a menos de quince metros de donde estamos nosotros. Fue un espectáculo espantoso, te lo aseguro.

El catalista palideció.

—¿Centauros? —repitió nerviosamente—. ¿Aquí? Pero no estamos al otro lado del río…

—¡Por mi honor! —exclamó Simkin, mirando sorprendido a Saryon—, no sabes nada de bosques, ¿verdad? Vaya, creí que eras increíblemente valiente y resulta que sólo eres increíblemente estúpido. ¡Has estado durmiendo sobre uno de los senderos de caza de los centauros! Y ahora, la verdad es que ya hemos malgastado demasiado tiempo. Cazan de día, ¿sabes? Bueno, imagino que no lo sabes, pero ya aprenderás. Vámonos.

Se quedó mirando a Saryon con expectación.

—¿Por qué me miráis así? —preguntó Saryon con voz temblorosa, ya que la frase «los descuartizaron en pequeños pedazos» le había dejado helado—. ¡Tú eres el guía!

—Pero tú eres el catalista —dijo Simkin con ingenuidad—. Abre un Corredor para nosotros.

—¿Un Co… Corredor? —Saryon se puso una mano en la cabeza, frotándosela perplejo—. ¡No puedo hacerlo! Nos descubrirían. Yo… yo estoy desesperado. —Recordando su papel añadió—: Soy un renegado…

—¡Oh, vamos! —dijo Simkin con un dejo de frialdad en la voz—, los granjeros puede que lo crean pero yo estoy mejor informado, y si crees que voy a viajar durante meses por este bosque dejado de la mano de Dios cuando podrías hacer que llegáramos a donde vamos en un instante, entonces estás muy equivocado.

—Pero los Ejecutores…

—Saben cuándo deben mirar hacia otro lado —repuso Simkin, mirando a Saryon astutamente—. Estoy seguro de que el Patriarca Vanya les ha dado sus instrucciones.

¡Vanya! Las sospechas, dudas y preguntas de Saryon, que habían quedado momentáneamente olvidadas, volvieron a aparecer. ¿Cómo sabía aquel joven lo de Vanya? A menos que él fuera el espía…

—No… no tengo ni idea de lo que estáis hablando —tartamudeó Saryon, frunciendo el entrecejo e intentando parecer sorprendido—. Soy un renegado. Un tribunal de catalistas me envió a ese miserable poblado como castigo. No he hablado nunca con el Patriarca Vanya…

—¡Oh!, esto es una total pérdida de tiempo —lo interrumpió Simkin, acariciándose los castaños rizos con la mano y mirando malhumorado el sendero—. Tú has hablado con el Patriarca Vanya. Yo he hablado con el Patriarca Vanya…

—¿Tú has… hablado… con el Patriarca?

Sintiendo que las rodillas empezaban a fallarle, Saryon se sujetó a la rama de un árbol para no caer al suelo.

—Mírate —le dijo Simkin con desdén—. Débil como un gatito. ¡Y es éste el hombre al que envían solo al País del Destierro! —exclamó, apelando a algún ser invisible—. Desde luego que he hablado con Vanya —continuó Simkin, volviéndose hacia Saryon—. Su Rechoncha Señoría me expuso sus planes con toda claridad. «Simkin —me dijo—, te estaría muy agradecido, eternamente agradecido, si me ayudaras en este pequeño asunto». «Patriarca, viejo amigo —repuse yo—, estoy a tus órdenes». Incluso me hubiera abrazado, pero hay ciertas cosas por las que no paso, y una de ellas es ser abrazado por personas gordas y calvas.

Saryon miró al joven de hito en hito desconcertado, sintiéndose mareado y comprendiendo sólo a medias lo que le había dicho. Su primer pensamiento lúcido fue que todo aquello era una insensatez. ¿Este… Simkin hablando con el Patriarca Vanya? ¡Su Rechoncha Señoría! Sin embargo, Simkin sabía…

—¡Tú debes de ser el espía! —le espetó Saryon.

—Debo serlo, ¿verdad? —dijo Simkin, mirándolo con expresión a la vez indiferente y misteriosa.

—¡Es como si lo hubieras admitido! —le gritó Saryon, agarrando al joven por el brazo. Dolorido, asustado y agotado, el catalista había llegado al límite de su resistencia—. ¿Por qué me envía Vanya? ¡Debo saberlo! ¡Tú podrías llevarle a ese Joram, si es eso todo lo que él quiere! ¿Por qué me mintió? ¿Por qué utilizar engaños?

—Mira, chico, tranquilízate —le dijo Simkin con dulzura. Poniéndose serio de repente, puso su mano sobre la de Saryon y lo atrajo hacia él—. Si lo que dices es cierto y yo estoy trabajando para Vanya, y, fíjate, que no estoy diciendo que lo haga…

—No, claro que no —musitó Saryon.

—Entonces debes saber que mi vida valdría menos que esa sucia vestimenta que llevas si alguien de allí —hizo un movimiento con la cabeza que Saryon presumió indicaba la dirección en que se encontraba el campamento de la cofradía— lo descubriera. No es que me preocupe por mi seguridad —añadió en voz baja—, pero se trata de mi hermana.

—¿Hermana? —preguntó Saryon débilmente.

Simkin asintió con la cabeza.

—La tienen cautiva —susurró.

—¿La Cofradía? —Saryon estaba cada vez más confuso.

—¡Los Duuk–tsarith! —exclamó Simkin—. Si fracaso… —Encogiéndose de hombros, se agarró a sí mismo por el cuello y retorció las manos—. ¡Chass! —dijo en tono pesimista.

—¡Eso es espantoso! —exclamó con voz ahogada Saryon.

—Podría entregarles a Joram —continuó Simkin con un suspiro—. Confía en mí, pobre muchacho. En realidad, soy su mejor amigo. Podría contarles todo lo que quieren saber sobre las negociaciones con el Emperador de Sharakan. Podría ayudar a desenmascarar a esos Tecnólogos, demostrando que son unos asesinos y unos Hechiceros perversos. Pero eso no es lo que estamos buscando, ¿verdad?

Saryon consideró que era más prudente no replicar, ya que él no estaba nada seguro de lo que estaba buscando. Sencillamente se quedó mirando a Simkin en silencio. ¿Cómo sabía todo eso? Vanya debía de habérselo contado…

—Es un juego de astucias el nuestro, hermano —dijo Simkin asiéndole por el brazo—. Oscuro y peligroso, y estás en él conmigo, eres el único en quien puedo confiar. —Recobró el aliento con un entrecortado sollozo—. Me alegro, me alegro de no estar solo.

Abrazándose al catalista, Simkin apoyó la cabeza en el hombro de Saryon y empezó a llorar.

Estupefacto ante aquella inesperada reacción, Saryon no pudo hacer otra cosa que permanecer allí impotente en medio del bosque, dándole torpes palmaditas en la espalda para consolarlo.

—Ya estoy bien —dijo Simkin valerosamente, enderezándose y secándose el rostro—. Siento haberme desmoronado así. Es la maldita tensión. Me sentiré mejor ahora que tengo a alguien con quien hablar. ¡Por el momento, no obstante, debemos irnos!

—Sí —musitó Saryon, sintiéndose aún sumamente confuso—, pero primero dime, por favor, por qué me han enviado a

—¡Escucha! —exclamó Simkin con voz tensa, sujetando de nuevo el brazo de Saryon—. ¿Oíste eso?

Saryon se quedó totalmente inmóvil, con todos los sentidos alerta.

—No, yo…

—¡Lo he oído otra vez!

—No he oído…

—¡Centauros! ¡No hay duda! —Simkin estaba pálido, pero no había perdido el control—. ¡Nací en estos bosques! Puedo oír la respiración de una ardilla a cincuenta pasos. ¡Vámonos! Abre el Corredor. Ten, utiliza mi Energía Vital. Sé adónde vamos. Visualizaré mentalmente nuestro punto de destino.

Saryon vaciló, dudando todavía si utilizar un Corredor cuando sabía que los Thon–Li, los Amos de los Corredores, los estarían controlando con toda seguridad. No confiaba en aquel joven, ni en sus absurdas historias, aunque la única explicación que se le ocurría para toda la increíble cantidad de información que Simkin poseía era que aquel joven era un espía. De todas formas, antes de que abriera el Corredor…

¡Súbitamente, Saryon oyó algo, o creyó oírlo! ¡Un retumbar, como de cascos que galoparan por el sendero! Ahora sí que no parecía haber elección. Asiendo el brazo de Simkin, el catalista absorbió Energía Vital del joven, sin darse cuenta, en su agitación, de que era extraordinariamente potente, y balbuceó las palabras que abrían el Corredor. Se abrió el hueco, una parcela de vacío absoluto abierta en pleno sendero. Simkin saltó a su interior, arrastrando al catalista con él.

—¿Dónde estamos? —preguntó Saryon, saliendo cautelosamente del Corredor.

—En lo más profundo del País del Destierro —le respondió Simkin en voz baja, sujetando todavía el brazo de Saryon mientras salía—. Debes vigilar cada uno de tus pasos, medir tus palabras y escudriñar cada sombra.

El Corredor se cerró a sus espaldas, y Saryon volvió la cabeza nerviosamente, casi esperando ver a los Thon–Li surgiendo de él para arrestarlos. Quizá esperaba que alguien saliera y los arrestase, se confesó a sí mismo tristemente. Pero no fue así.

Ambos habían llegado a su destino sanos y salvos, siendo ese destino, por lo que Saryon podía ver, una ciénaga. A su alrededor, surgiendo de las turbias y oscuras aguas, se elevaban altos árboles de troncos gruesos y negros. El catalista no había visto árboles semejantes en toda su vida. Sus ramas retorcidas, brillantes de limo, se enroscaban las unas alrededor de las otras hasta que cada uno de ellos quedaba tan enredado en las ramas del otro que era imposible decir dónde terminaba un árbol y empezaba su vecino. Aquellos extraños árboles carecían de hojas, tenían tan sólo tentáculos retorcidos que brotaban de las ramas y se sumergían en las aguas, como largas y delgadas lenguas.

—¿Esto… esto no es… la Cofradía? —preguntó Saryon, atemorizado, notando cómo sus pies se hundían en aquel suelo pantanoso.

—¡No, claro que no! —susurró Simkin—. No resultaría si apareciéramos repentinamente en medio de la Cofradía, surgiendo de un Corredor, ¿no crees? Quiero decir, que la gente haría preguntas, y puedes creerme —dijo en un tono solemne nada habitual en él, que hizo que su voz se endureciera—, no te gustaría que Blachloch te hiciera preguntas.

—¿Blachloch? —Saryon levantó un pie del lodo, e inmediatamente una bocanada de un gas hediondo burbujeó hasta la superficie, en el mismo lugar donde había estado su pie.

A punto de vomitar, el catalista se cubrió nariz y boca con la manga de la túnica, contemplando con horrorizada fascinación cómo el pantano se apresuraba a cubrir su rastro.

—¿Blachloch? Es el Jefe de la Cofradía —dijo Simkin con una sonrisa tirante y forzada—. Un Duuk–tsarith.

—¿Un Ejecutor?

—Ex Ejecutor —lo corrigió Simkin sucintamente—. Decidió que sus aptitudes, y son considerables, podían serle más provechosas a él que al Emperador. Así que se marchó.

Tiritando en el malsano y frío ambiente del tenebroso y enmarañado bosque, Saryon se arrebujó en su túnica y se quedó mirando a su alrededor con desesperación, preguntándose si habría serpientes.

—Conocerás más cosas sobre él…, muchas más…, demasiado pronto —siguió Simkin en tono misterioso—. Pero recuerda siempre, amigo mío —agarró con fuerza el brazo del catalista—, que Blachloch es un hombre peligroso. Muy peligroso. Ahora, ven por aquí. Yo iré delante. Mantente detrás de mí y pisa exactamente donde yo pise.

—¿Tenemos que andar por aquí? —preguntó Saryon con voz compungida.

—No mucho. Estamos cerca del poblado, esto es parte de las defensas exteriores. Vigila dónde pisas.

Viendo que las negras aguas borboteaban en la huella dejada por el pie de Simkin sobre el barro, tuvo cuidado de obedecer las instrucciones del joven. Moviéndose muy despacio detrás de él, la sangre golpeándole en las sienes y el corazón en un puño, aquel catalista que una vez había vivido en la seguridad y el aislamiento fijó la vista en lo que lo rodeaba como si todo aquello fuera una especie de horrible pesadilla. Algo se agitó en su cerebro, recuerdos de los cuentos de la infancia que le relataba la Maga Servidora cuando lo metía en la cama. Historias de criaturas encantadas traídas del Mundo de las Tinieblas de los antiguos: dragones, unicornios, serpientes marinas. Era en lugares como aquél donde vivían. Y si entonces le habían aterrorizado, cuando yacía en la seguridad de una cómoda cama, ¡cómo no lo iban a aterrorizar ahora, que quizá lo estaban espiando en aquel mismo instante!

Saryon nunca se había considerado una persona imaginativa, encerrado como estaba en su fría, lógica y cómoda celda matemática, pero ahora se daba cuenta de que su imaginación debía de haber estado escondida bajo la cama, porque en aquellos momentos había hecho acto de presencia, dispuesta a asombrarlo y asustarlo.

«Esto es ridículo —se dijo a sí mismo con firmeza, intentando permanecer tranquilo, a pesar de que estaba seguro de haber visto la reluciente y escamosa cola de un espantoso monstruo que se deslizaba por las lóbregas aguas del pantano. Temblando a causa del miedo, la humedad y el frío, mantuvo la mirada fija en Simkin, que andaba rápidamente delante de él, muy seguro, en apariencia, de cada paso que daba—. Míralo. Es mi guía. Sabe adónde va. No tengo más que seguirlo…»

El catalista aflojó el paso, mirando a su alrededor con más atención, ahora con todos sus sentidos completamente alerta. ¡Pues claro! ¿Cómo no se había dado cuenta al principio?

—¡Simkin! —siseó Saryon.

—¿Qué sucede, ¡oh! Calvo y Tembloroso Amigo?

El joven se dio la vuelta con cuidado, enojado por tener que detenerse.

—¡Simkin, este bosque está encantado! —Saryon hizo un ademán—. ¡Estoy seguro! Puedo percibir la magia. ¡Es totalmente diferente a la que estoy acostumbrado!

Y lo era. Aquella magia era tan penetrante, que Saryon se sentía casi sofocado por ella.

Simkin pareció sentirse incómodo.

—Su… supongo que tienes razón —murmuró, lanzando una ojeada a la neblina que se elevaba del agua arremolinándose alrededor de los retorcidos árboles—. Creo que oí decir una vez que este bosque estaba… eh… encantado, tal como dices.

—¿Quién lo puso? ¿La Cofradía?

—N… no —confesó Simkin—. Generalmente no se dedican a este tipo de cosas. Además no hemos tenido a ningún catalista por aquí, excepto tú, ya sabes, de modo que hubiera resultado bastante difícil…

—Entonces, ¿quién?

Saryon se detuvo, mirando a Simkin con desconfianza.

—Mira, amigo, te sugiero que sigas andando.

—¿Quién? —repitió Saryon, airado.

Sonriendo y con un encogimiento de hombros, Simkin indicó los pies del catalista.

Bajando los ojos, Saryon vio asustado que se estaba hundiendo lentamente en el lodo.

—¡Dame la mano! —le gritó Simkin, tirando de él.

Le costó un considerable esfuerzo conseguir liberar los pies de Saryon del barro y, cuando lo logró, el suelo lo dejó ir con un sonoro ¡plop! como enfurecido al tener que dejar escapar a su presa.

Completamente atemorizado, el catalista no pudo hacer más que seguir a Simkin, dando tumbos detrás de él, a pesar de que la sofocante presencia de aquel fuerte hechizo lo agobiaba tanto que apenas si podía respirar. Parecía como si le estuviera chupando la Vida de manera espontánea, absorbiendo sus energías.

—Debo descansar —jadeó Saryon, cruzando las oscuras aguas tambaleante, agobiado por el peso de sus ropas mojadas.

—¡No, ahora no! —lo instó Simkin. Volviéndose, cogió a Saryon por el brazo, tirando de él—. Hay terreno firme un poco más adelante…

Fuertemente sujeto por el joven, Saryon siguió andando pesadamente, observando mientras lo hacía que Simkin no tenía ninguna dificultad para andar, sino que se movía con ligereza por encima de la superficie, sin que sus botas dejaran apenas la más mínima huella.

«Después de todo es un mago —se dijo Saryon con amargura, dando traspiés tras él—. Probablemente un brujo…»

—Ya estamos aquí —anunció Simkin alegremente, deteniéndose—. Ahora puedes descansar un rato, si es imprescindible.

—Lo es —repuso Saryon, agradecido de sentir de nuevo una superficie sólida bajo los pies. Mientras seguía a Simkin hasta un pequeño montículo que sobresalía de entre el lodo, Saryon se secó el helado sudor del rostro con la manga y, tiritando, lanzó una ojeada a los alrededores—. ¿Cuánto falta…? —empezó a decir, cuando, súbitamente, sintiendo que la voz se le quebraba en la garganta, emitió un sonido entrecortado—. ¡Huye! —gritó.

—¿Qué?

Simkin giró en redondo, agazapándose, preparado para enfrentarse a cualquier enemigo.

—¡Sal… de aquí! —consiguió decir Saryon, intentando mover los pies, mientras notaba que el hechizo lo empujaba lenta e inexorablemente hacia abajo.

—¿Salir de dónde? —La voz de Simkin parecía venir de muy lejos. La niebla se elevaba, arremolinándose alrededor de ellos.

—¡El círculo…, hongos! —le gritó Saryon, cayendo de bruces mientras el suelo temblaba y se estremecía bajo sus pies—. Simkin…, mira…

En un último y desesperado intento, el catalista intentó escapar del círculo mágico lanzando el cuerpo fuera de él, pero mientras procuraba avanzar hacia adelante, el suelo cedió y Saryon cayó. Sus dedos escarbaron durante un instante entre los hongos mientras intentaba sujetarse frenéticamente, pero el hechizo era irresistible, y le atraía hacia abajo, cada vez más abajo…

Lo último que oyó fue la voz de Simkin, que sonaba fantasmagórica a través de la neblina que giraba vertiginosamente a su alrededor.

—Creo, amigo, que tienes razón. Me siento terriblemente apenado…

—¿Simkin? —musitó Saryon, dirigiéndose a las impenetrables tinieblas.

—Estoy aquí, muchacho —le contestaron alegremente.

—¿Sabes dónde estamos?

—Me temo que sí. Intenta permanecer calmado, ¿quieres? Todo está bajo control.

Calmado. Saryon cerró los ojos respirando profundamente, intentando que su corazón, que parecía a punto de saltarle del pecho, latiera con más lentitud. Tenía la boca reseca y le costaba respirar. Sin embargo, se encontraba sobre tierra firme, lo cual era un consuelo, aunque cuando extendió las manos y tanteó en la oscuridad no pudo encontrar nada a su alrededor. Tampoco pudo percibir nada cerca de él, nada vivo. Ya que, por extraño que parezca, todo su cuerpo latía y vibraba lleno de magia: el origen del hechizo…, como Simkin debía de haber sabido.

Cuando consideró que podía hablar con una voz que sonase relativamente normal, con tan sólo un amago de temblor, empezó a decir:

—Exijo saber…

En ese momento, ante los ojos de Saryon tuvo lugar una auténtica explosión de luz y sonido. Llamearon las antorchas y las estrellas parecieron salir despedidas desde el firmamento para revolotear junto a él. Diminutos fuegos verdes pasaron zumbando ante sus ojos y bailaron sobre su cabeza. Brillantes estallidos de una fosforescencia blanca lo cegaron, mientras los sones de una trompeta lo ensordecían. Retrocediendo, se cubrió los ojos con las manos oyendo unas risas cristalinas que resonaban a su alrededor mezcladas con otras más profundas, que retumbaban con fuerza.

Mientras se frotaba los ojos, parpadeante, intentando ver algo en aquella deslumbrante y humeante atmósfera que era a la vez luminosa y sombría, Saryon oyó una voz queda y profunda que surgía de entre las risas como un río de frías aguas que recorriera una enorme caverna con eco.

—Simkin, mi dulce y lindo muchachito, has regresado. ¿Y me has traído lo que yo quería?

—Bueno, ejem, en realidad… no exactamente. Quiero decir… a lo mejor. Su Majestad es tan difícil de complacer…

—Yo no soy difícil de complacer. Me hubiera contentado contigo.

—¡Ah!, vamos, vamos, Majestad. Ya hemos discutido eso, ya lo sabéis —le contestó Simkin con la voz entrecortada, o así le pareció a Saryon, que seguía luchando por ver a través de aquel resplandor—. Ya sabéis que me… me sentiría muy honrado, pero si abandonara la Cofradía, Blachloch vendría a buscarme y me encontraría, y también os encontraría a vos. Blachloch es un poderoso Señor de la Guerra…

Saryon escuchó un gutural gruñido de impaciencia.

—Sí —añadió Simkin apresuradamente—, ya sé que podríais ocuparos de él y de sus hombres, pero sería tan desagradable… Conocen el hierro, ¿sabéis…?

Ante aquellas palabras, la oscuridad se llenó de terribles siseos y lloriqueos, mientras las luces parpadeaban y llameaban encolerizadas obligando a Saryon a protegerse los ojos con una mano.

—Algún día —dijo aquella voz queda y profunda— nos ocuparemos de este asunto. Pero ahora hay necesidades más urgentes.

Saryon oyó un crujido, como si alguien se hubiera movido, y al instante todo quedó en silencio. Las deslumbrantes luces se extinguieron con un pestañeo, cesaron aquellos horribles ruidos y el catalista se encontró, de nuevo, solo en la oscuridad. Aunque aquella oscuridad estaba viva, podía oírla respirar a su alrededor. Eran respiraciones ligeras y rápidas; respiraciones profundas, atronadoras incluso; y por encima de todas ellas, una respiración suave, susurrante, ronca.

No sabía qué hacer. No se atrevía a hablar ni a llamar a Simkin. Las respiraciones siguieron rodeándolo —parecía como si cada vez estuvieran más cerca— y la tensión creció en su interior hasta que se dio cuenta de que en cualquier momento se abalanzaría hacia la oscuridad echando a correr sin rumbo, para acabar, probablemente, hecho pedazos contra alguna roca…

La luz llameó de nuevo, sólo que esta vez era una agradable luz amarillenta que ni le cegaba ni le dañaba los ojos. Descubrió que le era posible ver en ella una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado, y, al mirar en derredor, vio a Simkin.

El catalista parpadeó, asombrado. Era el mismo joven que lo había encontrado en el bosque, con el mismo pelo color castaño que se le rizaba sobre los hombros y con el mismo bigote castaño adornándole el labio superior, pero sus ropas de color marrón habían desaparecido, al igual que las botas de piel. Simkin no llevaba ahora por vestido más que brillantes hojas de color verde que se enroscaban por su cuerpo como la hiedra. Estaba frente a Saryon y mirando al catalista con una mirada de súplica en su expresivo rostro, mirada que se alteró al instante cuando apareció una figura que había estado oculta en la oscuridad detrás de Simkin.

La figura penetró en el círculo de resplandeciente luz. Saryon se olvidó del joven, del Patriarca, se olvidó incluso de las trampas hechizadas. A punto estuvo casi de olvidarse de respirar y no fue hasta sentirse aturdido y mareado cuando se acordó de expulsar el aire con un profundo y trémulo suspiro.

—Padre Saryon, permitidme que os presente a Su Majestad, la Reina de las Hadas, Elspeth.

Era la voz de Simkin, pero a Saryon le era imposible volver la vista hacia él. No tenía ojos más que para una cosa.

La mujer se acercó más.

Saryon sintió que la garganta se le secaba y se extendía por su pecho una aguda sensación de dolor.

La dorada cabellera le caía hasta el suelo, en una cascada de ondulantes rizos, formando un halo de luz alrededor de la mujer mientras avanzaba. Sus ojos, de un gris plateado, brillaban más fríos y resplandecientes que las estrellas que Saryon había contemplado durante la noche. No andaba, al menos eso le pareció, y sin embargo cada vez estaba más cerca de él, ocupando todo su campo de visión. Su cuerpo desnudo —y Saryon no había imaginado en toda su vida que pudiera existir algo tan suave, pálido y terso— estaba cubierto de flores. Y aquellas flores, que podrían haber sido usadas para ocultar con recato su desnudez, tenían precisamente un efecto totalmente contrario. Racimos de rosas y lilas sujetaban sus blancos pechos, realzándolos como si los ofrecieran al fascinado Catalista. Hileras de caléndulas le cruzaban el liso estómago y le acariciaban las bien proporcionadas piernas como diciéndole a Saryon: «¿No nos envidias? ¡Apártanos! ¡Ocupa nuestro lugar!».

Acercándose cada vez más, intoxicándolo con su fragancia, se deslizó hasta detenerse frente a él, rozando apenas el suelo con los pies. Saryon se sentía incapaz de hacer o decir nada. Tan sólo podía mirar fijamente aquellos ojos plateados, oler el perfume de las lilas y temblar ante su proximidad.

Inclinando la hermosa cabeza hacia un lado, Elspeth lo estudió con atención, con seriedad, los labios, dulcemente curvos, fruncidos en expresión severa. Levantando las manos, las colocó sobre los hombros de Saryon, y aquel movimiento de los brazos elevó los pechos del jardín de rosas y lilas en que reposaban… Saryon cerró los ojos, tragando saliva con dificultad, quedándose rígido y envarado mientras los dedos de ella le recorrían los hombros, se deslizaban por su pecho y le acariciaban el cuello.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó repentinamente aquella voz queda y ronca.

Saryon abrió los ojos.

—Alrededor de cuarenta —contestó Simkin alegremente.

La expresión de Elspeth se nubló, fue casi un puchero, las comisuras de los labios doblándose hacia abajo. Saryon volvió a tragar saliva cuando las manos de ella fueron a detenerse grácilmente sobre sus hombros.

—¿No son muchos años para un humano?

—¡Oh, no! —exclamó Simkin precipitadamente—. No es nada viejo. Muchos la consideran la edad ideal, incluso se dice que es estar en la flor de la vida.

Saryon, que finalmente se sintió capaz de apartar la mirada de la hermosa mujer que tenía ante sus ojos, tuvo la intención de preguntar a Simkin qué era lo que estaba pasando —si es que conseguía articular palabra, claro está—, pero el joven lo miró con un aspecto tan amenazador, indicando al mismo tiempo con tanto énfasis hacia la Reina, que el catalista se mantuvo en silencio.

Elspeth frunció aún más el entrecejo.

—Está delgado. No es fuerte.

—Es un erudito, un hombre sabio —le contestó Simkin con rapidez—. Se ha pasado la vida estudiando.

—¿De veras? —la voz de Elspeth sonaba interesada—. Un hombre sabio. Nos gusta eso. Hay mucho que podríamos aprender.

Tras reflexionar durante un buen rato, con la cabeza ladeada y manteniendo sus hechiceros ojos fijos en Saryon, Elspeth asintió finalmente con la cabeza, murmurando para sí:

—Muy bien.

Tomando la mano de Saryon en la suya, se elevó ligeramente, se giró luego para mirar a su pueblo y volvió a descender posándose junto a él. Su dorada cabellera flotó alrededor del catalista, envolviéndolo, y su mismo roce hizo que un estremecimiento le recorriera el cuerpo como un suave y punzante veneno. Alzando la sumisa mano del catalista, Elspeth exclamó:

—¡Habitantes del país de las hadas, inclinaos! ¡Preparaos para la celebración! ¡Rendid homenaje a aquel que hemos elegido para engendrar a nuestro hijo!