—¿Qué ha sido eso?
Jacobias, sacado de su profundo sueño, se sentó en la cama y echó una mirada alrededor de la oscura cabaña, buscando lo que lo había despertado.
Volvió a oírlo; eran unos tímidos golpecitos en la puerta.
—Alguien está llamando a la puerta —susurró su esposa, sentándose en la cama junto a él. Su mano le aferró el brazo—. ¡A lo mejor es Mosiah!
—¡Bah! —gruñó el Mago Campesino apartando a un lado las mantas y deslizándose sin esfuerzo por el suelo gracias a la magia.
Una orden dada con voz suave rompió el sello que cerraba la puerta y el mago se asomó cautelosamente.
—¡Padre Saryon! —exclamó, sorprendido.
—Sí…, siento haberos despertado —balbuceó el catalista—. ¿Podría molestaros un poco más y… y autoinvitarme a pasar? ¡Realmente es urgente, imprescindible que hable con vosotros! —añadió desesperadamente, mirando suplicante al padre de Mosiah.
—Claro, claro, Padre —dijo Jacobias, retrocediendo y abriendo la puerta.
El catalista penetró en el interior, haciendo que su alta y delgada figura, cubierta por la verde túnica, se perfilara durante unos instantes a la luz de la luna llena que empezaba a elevarse en el firmamento. La luz de la luna se reflejó un momento en el rostro de Jacobias cuando éste intercambió una mirada con su asustada esposa, que seguía sentada en la cama, apretando las mantas contra su pecho. Luego cerró la puerta, extinguiendo la luz de la luna y sumiendo la habitación en la oscuridad. Una palabra del mago, no obstante, hizo que una cálida luz empezara a brillar entre las ramas del árbol que formaban el techo.
—¡Por favor, apagad eso! —suplicó Saryon, echándose hacia atrás y mirando por la ventana, temeroso.
Totalmente perplejo, Jacobias hizo lo que se le pedía, y apagó la luz dejando la habitación a oscuras una vez más. Un roce de ropas proveniente de la cama le indicó que su esposa se estaba levantando.
—¿Puedo ofreceros… algo, Padre? —le preguntó, vacilante—. ¿U… una taza de té?
¿Qué se le dice a un catalista que entra en tu casa a medianoche, especialmente a uno que tiene la misma expresión que si lo persiguieran demonios?
—No…, no, gracias —repuso Saryon—. Yo… —empezó a decir, pero carraspeó y se quedó en silencio.
Durante un buen rato, los tres permanecieron allí en la oscuridad escuchando sus propias respiraciones. Luego se oyó un crujido y un gruñido procedente de Jacobias, en respuesta a un codazo de su esposa en las costillas.
—¿Hay algo, entonces, que podamos hacer por vos, Padre?
—Sí —respondió Saryon. Suspirando profundamente, dejó ir su discurso—. Quiero decir, espero que sí. Estoy…, uh…, desesperado, como veis, y… uh… se me dijo… quiero decir oí… que vosotros teníais… que podríais… —Al llegar a este punto se quedó callado, al habérsele ido de la cabeza completamente las frases que con tanto cuidado había preparado. Esperando que volverían de nuevo, se aferró a una palabra que recordaba—. Desesperado, como veis, y… —Pero era inútil, y Saryon se dio por vencido—. Necesito vuestra ayuda —dijo finalmente con sencillez—. Me voy al País del Destierro.
Si el Emperador se hubiera materializado en su cabaña y dicho que se iba al País del Destierro, Jacobias, probablemente, no se habría sorprendido mucho más. La luz de la luna se deslizaba ya a través de la ventana y brillaba sobre el maduro y medio calvo catalista que permanecía encorvado en el centro de la habitación, sujetando un saco conteniendo lo que Jacobias consideró que eran todas sus posesiones materiales. Un ruidito procedente de su mujer, que sonaba sospechosamente igual a una risita nerviosa ahogada, provocó una tosecilla de reproche del esposo, quien dijo con aspereza:
—Creo que tomaremos ese té, mujer. Será mejor que os sentéis, Padre.
Saryon sacudió la cabeza, mirando por la ventana.
—De… debo irme, mientras haya luna llena…
—La luna seguirá brillando un buen rato, todavía —dijo Jacobias con voz satisfecha, dejándose caer en una silla mientras su esposa preparaba el té en un pequeño fuego que había hecho arder en el hogar—. Ahora, Padre Saryon —el mago contempló al catalista con la misma severidad con que hubiera podido contemplar a un hijo de diez años—, ¿qué es ese disparate de querer iros al País del Destierro?
—Debo hacerlo. Estoy desesperado —repitió Saryon, sentándose, mientras seguía sujetando el saco de sus pertenencias contra el pecho. Y realmente tenía un aspecto desesperado, sentado allí ante aquella tosca y pequeña mesa, frente al Mago Campesino—. Por favor, no intentes detenerme y no me hagas preguntas. Simplemente concédeme la ayuda que necesito y déjame marchar. Estaré bien. Después de todo, nuestras vidas están en las manos de Almin…
—Padre —lo interrumpió Jacobias—, sé que en vuestra Orden, ser enviado aquí, a los Campos, es un castigo. Ahora bien, yo no sé qué pecado cometisteis ni tampoco quiero saberlo. —Levantó una mano, pensando que Saryon podría decir algo—. Pero, sea lo que fuere, no creo que sea tan importante como para que sacrifiquéis inútilmente vuestra vida. Quedaos aquí con nosotros, haced vuestro trabajo.
Saryon sencillamente negó con la cabeza.
Mirándolo fijamente un instante, Jacobias frunció el entrecejo. Removiéndose en su silla, pareció sentirse incómodo.
—Yo…; no es normal en mí hablar de las cosas que voy a mencionar ahora, Padre. Vuestro dios y yo hemos estado en bastante buenas relaciones siempre, sin que ninguno de los dos exigiera demasiado del otro. Nunca me sentí ligado a Él, ni Él a mí, e imaginé que así era como Él lo quería. Al menos, así es como parecía entenderlo el Padre Tolban; pero vos sois diferente, Padre. Algunas de las cosas que habéis dicho han hecho que empezara a hacerme preguntas. Cuando vos decís que estamos en las manos de Almin, casi puedo creer que vos os referís a mí también, no tan sólo a vos mismo y al Patriarca.
Totalmente estupefacto, Saryon miró a aquel hombre con los ojos abiertos de par en par. Ciertamente no había esperado aquello y se sentía avergonzado, porque de repente se le ocurrió que cuando había dicho: «Estamos en las manos de Almin», él mismo no se lo creía realmente. De lo contrario, ¿por qué lo tendría que asustar tanto el aventurarse en la región salvaje? «Está bien que me vaya —pensó con amargura—; ahora, aparentemente, soy también un hipócrita».
Al ver que Saryon guardaba silencio, evidentemente absorto en sus reflexiones, Jacobias asumió erróneamente que el catalista estaba reconsiderando su decisión.
—Quedaos con nosotros, Padre —le exhortó suavemente el Mago Campesino—. No es una buena vida, pero tampoco es mala. Las hay mucho peores, creedme —Jacobias bajó la voz—. Salid ahí fuera —indicó la ventana con un movimiento de la cabeza— y lo veréis.
El padre Saryon inclinó la cabeza, dejando caer los hombros en un gesto apesadumbrado con el rostro tenso y pálido por el miedo.
—Ya veo —dijo Jacobias tras una pausa—. De modo que así están las cosas, ¿verdad? Esto que yo estoy diciendo no es nuevo para vos, ¿no, Padre? Vuestro propio corazón os lo ha estado diciendo también. Alguien o algo os está obligando a ir.
—Sí —respondió Saryon con calma—. No me preguntes nada más. Miento muy mal.
Dejaron de hablar cuando la esposa de Jacobias envió el té flotando hacia la mesa, donde él mismo se vertió en tazas hechas de cuernos pulimentados. Sentándose junto a su esposo, le tomó una mano entre las suyas y la sujetó con fuerza.
—¿Es a causa de nuestro hijo? —preguntó con voz asustada.
Levantando la cabeza, Saryon los miró a los dos, con el rostro pálido y cansado a la luz de la luna.
—No —contestó en voz baja. Entonces, al ver que la mujer iba a decir algo, sacudió la cabeza, añadiendo—: Hacemos lo que tenemos que hacer.
—Pero, Padre —argumentó Jacobias—, hacemos, o deberíamos hacer, ¡aquello para lo que estamos preparados! Perdonadme que os hable con franqueza, Padre Saryon, pero os he visto en los campos, ¡y si alguna vez habéis estado al aire libre, debe de haber sido en la rosaleda de alguna dama de la Casa Real! ¡No podéis dar diez pasos sin tropezar con alguna roca! Los primeros días de vuestra estancia aquí, el sol os dio tan fuerte que tuvimos que tenderos en el riachuelo para que volvierais en vos. Os habíais achicharrado bien. Y os asustáis incluso de vuestra propia sombra. Jamás en mi vida había visto correr a alguien tan deprisa como vos el día que aquella langosta echó a volar ante vuestras narices.
Saryon asintió con un suspiro, pero no respondió.
—Vos ya no sois joven, Padre —dijo la esposa de Jacobias con voz amable, ablandándose su corazón ante el semblante aterrado y desesperado del catalista. Alargando una mano, la colocó sobre la de Saryon que descansaba, temblorosa, encima de la mesa—. Seguramente debe de haber otro camino. ¿Por qué no os tomáis el té y os volvéis a la cama? Hablaremos con el Padre Tolban…
—No hay ningún otro camino, te lo aseguro —contestó Saryon en voz baja, con una serena dignidad que era aparente incluso en la tensa expresión de terror de su rostro—. Os agradezco vuestra amabilidad y… y vuestras atenciones. Es algo que… que no esperaba. —Poniéndose en pie, dejando su té sin tocar, los miró directamente—. Ahora, debo pediros que me facilitéis la ayuda que necesito. Sé que tenéis contactos ahí fuera. No os pido que me digáis sus nombres. Sencillamente decidme adónde debo ir y qué debo hacer para encontrarlos.
Jacobias lanzó una mirada a su esposa, indeciso. Ésta, que tampoco había tocado su té, tenía la vista clavada en las brasas del fuego. Le estrechó la mano, y sin volver la mirada hacia él, asintió con la cabeza. Aclarándose la garganta, Jacobias se pasó una mano por el pelo, se acarició la barbilla y finalmente dijo:
—Muy bien, Padre. ¡Haré lo que pueda por vos, aunque antes preferiría enviar a un hombre al Más Allá que ahí! ¡Ya lo creo!
—Lo comprendo —repuso Saryon, muy conmovido por el evidente sufrimiento de aquel hombre—. Y realmente te doy las gracias por tu ayuda.
—Vois sois un hombre amable y bondadoso —dijo la esposa de Jacobias repentinamente, con la vista fija aún en el fuego—. Os he visto mirarnos con una expresión en vuestros ojos que decía que no somos animales sino personas como vos. Si… si ve a mi hijo…
No pudo continuar y empezó a llorar en silencio.
—Es mejor que empecéis a moveros, Padre —dijo Jacobias con voz ronca—. La luna está ya sobre los árboles y tenéis que recorrer un largo trecho. Si no habéis llegado al río antes de que se ponga —añadió con severidad—, sentaos y esperad hasta el amanecer. No vayáis dando tropezones en la oscuridad. Podríais caeros por un barranco.
—Sí —consiguió decir Saryon, suspirando otra vez y alisándose los pliegues de la túnica.
—Ahora, venid por aquí —Jacobias condujo al catalista hasta la puerta, que se abrió al acercarse ellos—; observad a donde señalo y escuchad mis palabras con atención, puesto que pueden significar la vida en lugar de la muerte, Padre.
—Comprendo —respondió Saryon, aferrándose a su valor con la misma fuerza con que sus manos agarraban el saco.
—Veis esa estrella allá a lo lejos, la que está en el extremo del grupo de estrellas a la que llaman la Mano de Dios. ¿La veis?
—Sí.
—Ésa es la Estrella del Norte. Y no la llaman la Mano de Dios por nada, ya que os indicará el camino, si la dejáis hacerlo. Mantened esa estrella en vuestro ojo izquierdo, como dice el dicho. ¿Sabéis lo que significa?
El catalista negó con la cabeza y Jacobias reprimió un suspiro.
—Significa que… No importa. Simplemente haced esto. Aseguraos siempre de andar directamente hacia la estrella y tan sólo un poquitín a la derecha de ella. No dejéis nunca que la estrella se ponga a vuestro lado derecho. ¿Comprendéis? Si no, iréis a parar al territorio de los centauros; y si ellos os cogen, todo lo que podéis hacer es rogar a Almin para que os maten de la manera más rápida posible.
Saryon levantó los ojos hacia el firmamento nocturno, mirando a la estrella, y de repente lo invadió el desaliento. Se dio cuenta de que jamás antes había contemplado el cielo, al menos no allí, en aquel lugar donde las estrellas parecían estar tan próximas y ser tan abundantes. Abrumado ante la inmensidad del universo comparado con su propia insignificancia, a Saryon le pareció terriblemente irónico que otra partícula insignificante, fría, distante e indiferente de aquel firmamento fuera a guiarlo a él. Pensó en El Manantial, donde se estudiaba a las estrellas y cómo afectaban a una persona en el momento de su nacimiento. Vio los gráficos extendidos sobre la mesa, recordando los cálculos que había efectuado con respecto a ellos y descubrió que ni una sola vez había contemplado realmente las estrellas tal y como las estaba contemplando ahora. Ahora que su vida dependía realmente de ellas.
—Comprendo —musitó, aunque en realidad no comprendía, no comprendía en absoluto.
Jacobias lo miró, dudoso.
—Quizá debería acompañarlo —le murmuró a su esposa.
Saryon volvió la mirada rápidamente.
—No —dijo—. No habrá problema. Ya me he quedado demasiado tiempo. Alguien puede habernos visto. Muchísimas gracias. Tanto por vuestra ayuda como… como por vuestra amabilidad. Adiós. Adiós. Que la bendición de Almin os acompañe a los dos.
—Quizá no me esté bien a mí deciros esto, Padre —comentó Jacobias torpemente—, ya que yo no soy un catalista y todo eso, pero que la bendición de Almin os acompañe. —Ruborizándose, bajó la mirada al suelo—. Ya está. No creo que se ofenda, ¿lo creéis vos?
Saryon empezó a sonreír, pero el temblor de sus labios le hizo pensar que lo más probable era que se echase a llorar en lugar de sonreír, lo cual sería desastroso. Tendiendo la mano, estrechó con fuerza la de Jacobias, quien parecía estar en medio de un dilema, ya que seguía mirando a Saryon como si estuviera intentando decidir si decirle algo más. Su esposa, que flotaba junto a él, tomó repentinamente la mano de Saryon entre las suyas y la apretó contra sus ásperos labios.
—Esto es para vos —susurró quedamente—, y para mi chico, si lo veis.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, y se volvió precipitándose al interior de su mísera morada.
Con los ojos nublados, Saryon hizo intención de alejarse, pero la mano de Jacobias sobre su hombro lo detuvo.
—Escuchad —dijo el Mago Campesino—. Cre… creo que debéis saberlo. Puede haceros las cosas más fáciles. Ha… ha habido gente que ha estado… haciendo preguntas, por así decirlo, sobre vos. Necesitan un catalista, imagino, de modo que es probable que se interesen por vos más de lo normal, si entendéis lo que quiere decir.
—Gracias —contestó Saryon, algo asustado. El Patriarca Vanya había dado a entender lo mismo. ¿Cómo lo habría sabido?—. ¿Dónde encontraré a esas…?
—Ellos os encontrarán —replicó Jacobias roncamente—. Simplemente acordaos de lo de la estrella, o de lo contrario la primera cosa que os encontrará será la muerte.
—Lo recordaré. Gracias y adiós.
Pero, aparentemente, Jacobias aún no había descargado su conciencia, puesto que retuvo a Saryon un último instante.
—No los apruebo —murmuró frunciendo el entrecejo—. No por nada que haya visto, en realidad, sino por lo que he oído. Espero que los rumores no resulten ciertos. Si lo son, ruego por que mi hijo no se haya visto envuelto. No me gustó que se fuera ahí, pero no tenía elección. No cuando nos enteramos de que enviaban al Duuk–tsarith a hablar con él…
—¿El Duuk–tsarith? —repitió Saryon, desconcertado—. Pero yo creía que había huido con ese joven que mató al capataz, con ese Joram…
—¿Joram? —Jacobias negó con la cabeza—. No sé quién os contó eso. Ese extraño joven no ha sido visto por aquí desde hace más de un año. Mosiah esperaba encontrarlo, eso es seguro; algo que a mí no me ilusionaba demasiado. Un Muerto andante… —Sacudió la cabeza de nuevo—. Pero no es de eso de lo que yo quería hablaros. —Sujetando el brazo de Saryon, Jacobias lo miró con la mayor seriedad—. No quise mencionar nada de esto con su madre cerca, pero si el chico está en mala compañía y va por el mal camino…, si sigue el sendero de la oscuridad, hablad con él, ¿querréis, Padre? ¿Le recordaréis que lo queremos y pensamos en él?
—Lo haré, Jacobias, lo haré —dijo Saryon con dulzura, acariciando la encallecida mano de aquel hombre.
—Gracias, Padre. —Jacobias se aclaró la garganta, y pasándose una mano por los ojos y la nariz, esperó un momento para calmarse antes de volver a la cabaña—. Adiós, Padre —se despidió.
Volviéndose, entró en el interior y cerró la puerta tras él. Mirando a través de la ventana, poco dispuesto a marcharse por un instante, Saryon vio al Mago Campesino y a su esposa de pie bajo la luz de la luna que penetraba por la ventana. Vio a Jacobias abrazar a su esposa y apretarla contra él, y oyó también sus ahogados sollozos.
Con un suspiro, Saryon agarró su saco y empezó a andar cruzando los campos, los ojos fijos en las estrellas y, a veces, en la vasta oscuridad hacia la que las estrellas lo estaban conduciendo. Sus pies tropezaban en aquel terreno desigual que para él no era más que zonas iluminadas por la luna mezcladas con otras sumidas en total oscuridad. Al llegar a las afueras de la aldea, contempló los campos de trigo que la brisa agitaba suavemente como si fueran un lago iluminado por la luna. Girándose, Saryon miró de nuevo por última vez a la aldea, a su último contacto, quizá, con la humanidad.
Las casas hechas de árboles descansaban impasibles sobre el suelo, proyectando fantásticas e intrincadas sombras a la luz de la luna con sus entrelazadas ramas. No se veían luces en el interior de las cabañas; una débil luz que había empezado a brillar en la ventana de Jacobias se extinguió mientras Saryon miraba. Demasiado cansados para soñar, los Magos Campesinos dormían.
Por un instante, el catalista pensó en regresar corriendo, pero mientras contemplaba el tranquilo poblado, Saryon se dio cuenta de que no podía. Podía haberlo hecho una hora antes, cuando el miedo que había en su interior había sido muy real, pero no ahora. Ahora podía dar media vuelta y alejarse de ellos, dar media vuelta y alejarse de todo lo que había sido su vida anterior. Se adentraría en la noche, guiado por aquella diminuta e indiferente estrella que brillaba allí arriba, y aquello no se debería a que hubiera descubierto un valor que no creía poseer. No. Era por un motivo tan oscuro como las sombras que proyectaban los árboles iluminados por la luna, cuyas hojas susurraban a su alrededor. No podía regresar, no hasta que tuviera la respuesta.
El Patriarca Vanya le había mentido sobre Mosiah. ¿Por qué?
Aquel persistente interrogante y la oscura sombra que ésta conllevaba acompañaron a Saryon a la región salvaje, demostrando ser unos valiosos compañeros puesto que mantuvieron la mente del catalista ocupada y obligaron a su otro acompañante —el miedo— a andar rezagado tras ellos. Con un ojo fijo en la estrella, una hazaña que al catalista se le hacía cada vez más difícil de conseguir a medida que se hundía más y más en los espesos bosques, Saryon consideró aquella cuestión, intentando encontrar excusas, explicaciones, consiguiendo únicamente verse obligado a admitir que no había excusas y que no encontraba ninguna explicación.
El Patriarca había mentido, aquello estaba muy claro, y, lo que era más, había sido una conspiración de mentiras.
Deteniéndose un momento para descansar, Saryon se dejó caer sobre una piedra para darse un masaje en los doloridos y agarrotados músculos de las piernas. Los extraños e inquietantes sonidos del bosque reverberaban y cuchicheaban a su alrededor, pero Saryon fue capaz de ignorarlos volviendo mentalmente a los aposentos del Patriarca Vanya en El Manantial para rememorar aquel día en que fue llamado allí para escuchar la historia del Padre Tolban. Oyó las palabras de Vanya con toda claridad, ahogando misericordiosamente el largo gruñido de algún animal de presa que acechaba a su víctima durante la noche.
«Parece ser que ese Joram tenía un amigo —Saryon podía oír la voz de Vanya con toda claridad—, un joven llamado Mosiah. Uno de los Magos Campesinos se despertó una noche al oír ruidos, y miró por la ventana. Vio a Mosiah y a un muchacho, que está seguro era Joram, absortos en una conversación, y aunque no pudo oír todo lo que decían, jura que sorprendió las palabras “Cofradía” y “Rueda”. Dijo que Mosiah retrocedió al oír esto, pero su amigo debió de ser muy persuasivo porque a la mañana siguiente, Mosiah se había ido».
Sí, Mosiah se había ido, pero no a causa de Joram. Había huido porque se rumoreaba que los Duuk–tsarith estaban interesados en él.
Un agudo chillido a la espalda de Saryon, apagado repentinamente por un furioso gruñido, hizo que el catalista se levantara de un salto de la roca y echara a correr por el bosque antes de que fuera realmente consciente de lo que había sucedido. Cuando recobró la serenidad, se detuvo respirando profundamente varias veces intentando calmar los rápidos latidos de su corazón. Obligándose a sí mismo a ir más despacio, volvió a orientarse por aquella estrella que ahora apenas podía distinguir a través de las ramas que había por encima de su cabeza, y descubrió, con gran consternación por su parte, que la luna empezaba a desaparecer del firmamento.
El catalista recordó la recomendación de Jacobias de que no vagara en la oscuridad casi al mismo tiempo que le venía a la memoria, con toda claridad, la furtiva mirada que el Padre Tolban le había dirigido al Patriarca cuando Vanya estaba relatando aquel cuento sobre Joram y Mosiah. Saryon también recordó el rubor culpable de Tolban cuando vio que el catalista lo miraba. Una conspiración de embustes.
Pero ¿por qué? ¿Qué ocultaban?
De repente a Saryon se le ocurrió la respuesta. Avanzando a toda prisa con la vaga idea de abrirse camino hasta el río antes de que se pusiera la luna, Saryon resolvió el problema de manera parecida a como resolvía sus ecuaciones matemáticas. Vanya sabía que Joram estaba en aquella cofradía, y había mentido para ocultar su auténtica fuente de información. De hecho, Saryon se dio cuenta de que Vanya sabía muchas cosas sobre la cofradía: que necesitaban un catalista, que tenían tratos con el rey de Sharakan. Por lo tanto, era lógico que el Patriarca tuviera un espía instalado en la cofradía. Hasta aquí encajaba, pero Saryon arrugó el entrecejo: a su ecuación le faltaba la solución final.
Si Vanya tenía un espía en la cofradía, ¿por qué necesitaba a Saryon?
Sintiéndose confuso ante lo que estaba pensando, el catalista iba dando traspiés en su mente casi tan terribles como los que daba en la creciente oscuridad. Deteniéndose, Saryon recuperó el aliento, fijó su posición mediante la estrella y aguzó el oído tratando de captar el sonido del río. No lo oyó y, una vez que su sentido de la lógica lo hubo convencido de que no había andado lo suficiente para llegar a él, decidió hacer caso de las palabras de Jacobias y descansar el resto de la noche.
Saryon empezó a buscar un lugar donde pasar las horas que faltaban para el amanecer. Aún no había cruzado el río, e ingenuamente creyó que estaba relativamente seguro, aunque tampoco habría importado demasiado si hubiera pensado lo contrario. El catalista estaba tan exhausto a causa de aquel ejercicio al que estaba desacostumbrado y la tensión nerviosa a la que se veía sometido que sabía perfectamente que no podía dar ni un paso más. Calculando que podría ser mejor permanecer cerca del sendero (sin preocuparse en considerar quién o qué había abierto el sendero), Saryon se recogió la túnica alrededor de sus huesudos tobillos y se sentó, doblándose sobre sí mismo, al pie de un gigantesco roble, que ofrecía un lecho terriblemente incómodo entre dos enormes raíces que estaban al descubierto. Apoyando la barbilla sobre las rodillas, se instaló como pudo entre los matorrales y se preparó para esperar a que se hiciera de día.
Saryon no tenía intención de dormir. En realidad, no hubiera creído posible que pudiera dormirse. La luna había desaparecido y, aunque las estrellas brillaban con fuerza sobre su cabeza, la noche era oscura y aterradora a su alrededor. Se oían extraños crujidos, gruñidos y respiraciones, y los ojos de animales salvajes se clavaban en él, así que, desesperado, cerró los suyos.
«Estoy en las manos de Almin», se susurró a sí mismo febrilmente.
Pero aquellas palabras no le brindaron ningún consuelo. Por el contrario, le sonaron estúpidas y sin sentido. ¿Quién era él para Almin sino uno más de los muchos seres desgraciados de aquel mundo? Simplemente un ser diminuto, ni siquiera tan atraer la atención de Almin como una de aquellas brillantes y centelleantes estrellas, pues él, un pobre mortal, no despedía ninguna luz. ¡Incluso cualquier campesino inculto podía rogar por la bendición de Almin con más sinceridad que su propio catalista! Saryon cerró los puños con desesperación. Su Iglesia, que una vez le había parecido tan poderosa y fuerte como la misma fortaleza montañosa en la que estaba ubicada, empezaba a hacerse pedazos y a desmoronarse por todas partes.
Su Patriarca, el hombre que estaba más cerca de su dios, le había mentido. Su Patriarca lo estaba utilizando para algún siniestro y oculto propósito.
Meneando la cabeza, Saryon procuró recordar sus estudios de teología, esperando poder capturar la fe que se le escapaba, pero fue como si hubiera intentado detener la marea saliente poniendo la mano en el agua y agarrando una ola. Su fe estaba estrechamente ligada a los hombres, y los hombres le habían fallado.
«No, sé honesto —se dijo Saryon a sí mismo, estremeciéndose al abalanzarse sobre él los espantosos sonidos de la noche, arrastrando todos los temores de su subconsciente con ellos—. Tu fe estaba basada en ti mismo. ¡Eres tú quien ha fallado!»
El catalista se cubrió la cabeza con los brazos en triste desesperación. Acurrucado bajo el árbol, escuchó aquellos horribles ruidos que cada vez se acercaban más y aguardó esperando sentir cómo unos afilados colmillos se hundían en su carne u oír la risa grosera de los centauros. No obstante, lentamente, los ruidos empezaron a desvanecerse, o quizás era él quien se desvanecía. Ya no importaba. Nada importaba.
Perdido y deambulando por una oscuridad aún mayor y más aterradora que la del País del Destierro, Saryon se resignó a su destino. Agotado y desesperado, sin importarle ya si vivía o moría, se durmió.