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Blachloch estaba sentado ante un escritorio en el interior de su morada de ladrillos, que era la mejor y más grande del poblado, profundamente absorto en su trabajo. El sol de la mañana, que penetraba por una ventana, brillaba con fuerza sobre el libro de contabilidad abierto por el que se deslizaba la mano del Señor de la Guerra. Un suave airecillo, perfumado con el aroma que desprenden los últimos días de estío, acompañaba al sol, arrastrando con él el susurro de las hojas de los árboles, el murmullo de las voces, el griterío de los niños que jugaban o las discordantes y sonoras carcajadas de sus secuaces, que ganduleaban en el exterior de la cabaña. Y, constantemente, sobresaliendo por encima y por debajo de los sonidos cotidianos y dominando los cambios de estación, resonaba el ruido de la forja, martilleando rítmicamente como el tañido de una campana.

Blachloch era consciente de todo aquello sin serlo. El más mínimo cambio en cualquiera de aquellos sonidos, una alteración en la dirección del viento, una pelea entre los niños, un hombre que bajara la voz hubiera hecho que las orejas de Blachloch se aguzaran como las de un gato. El cese del ruido de la forja lo hubiera obligado a levantar la cabeza y, con una orden dada en voz baja, enviar a uno de sus hombres a averiguar el motivo. Para eso se prepara a los Duuk–tsarith, para que estén al corriente de todo lo que sucede a su alrededor, controlándolo todo, y para que, al mismo tiempo, consigan mantenerse por encima y aparte de todo. De esta manera, Blachloch estaba al tanto de todo lo que ocurría en la cofradía, de esta manera lo tenía todo bajo su mando, a pesar de que apenas abandonaba su alojamiento, y cuando lo hacía era para guiar a sus hombres en sus silenciosas y mortales incursiones o, como acababa de suceder recientemente, para viajar a las tierras del norte.

Blachloch acababa de regresar de Sharakan. Y era debido al éxito que habían obtenido sus negociaciones allí que estaba anotando cifras en el libro de cuentas. Trabajaba con rapidez y precisión, equivocándose raras veces y escribiendo los números de manera pulcra y ordenada. Todo lo que lo rodeaba estaba colocado de manera pulcra y ordenada, empezando por el mobiliario y terminando por sus rubios cabellos, pasando por sus pensamientos y su recortado y rubio bigote. Todo pulcro, ordenado, frío, calculado y preciso.

Un golpe que sonó en la puerta no interrumpió a Blachloch. Puesto que hacía rato que se había dado cuenta de que se aproximaba uno de sus hombres, el antiguo Ejecutor no dejó su tarea. Ni tampoco pronunció una sola palabra. Los Duuk–tsarith hablan muy raras veces, ya que conocen muy bien el poder intimidatorio del silencio.

—Simkin ha vuelto —le informaron a través de la puerta.

Por lo visto, aquello era algo inesperado, pues la delgada y blanca mano que anotaba las cifras se detuvo por un instante, quedando suspendida sobre la página mientras el cerebro que la guiaba se ocupaba rápidamente de aquel asunto.

—Traedle.

Si aquella palabra fue pronunciada o simplemente transmitida mentalmente al centinela, era una cuestión que nadie se molestaba en considerar cuando un Duuk–tsarith se dirigía a ellos, ya que éstos estaban preparados para leer la mente y controlarla, entre otras muchas habilidades adecuadas a las necesidades de aquellos que hacían cumplir la ley en Thimhallan. O que, como en el caso de Blachloch, utilizaban aquello que se les había enseñado para violarla.

El Señor de la Guerra no interrumpió sus cálculos, sino que continuó sumando las largas columnas de números. Había llegado ya al final de una de las columnas, cuando volvió a sonar un golpe en la puerta. No contestó de inmediato; muy al contrario, terminó su trabajo tranquilamente y sin prisas; luego, limpiando con un trapo blanco e inmaculado la punta de la pluma de ganso con la que había estado escribiendo, la dejó junto al libro de cuentas, girándola de manera que la pluma mirara hacia afuera a su derecha. Hizo, entonces, un movimiento con la mano y la puerta se abrió silenciosamente.

—Lo he traído. Está aquí conmigo…

El hombre penetró en el interior, vio cómo las cejas de Blachloch se enarcaban ligeramente y se volvió con rapidez. No había nadie con él.

—¡Maldición! —musitó el centinela—. Estaba justo detrás de mí…

Precipitándose al exterior en busca de su detenido, el guardián estuvo a punto de chocar con un joven que entraba en aquel momento, y cuya entrada en la fría y descolorida morada de Blachloch podría haberse comparado con una explosión floral.

—Voto a tal, patán —exclamó el joven, apartándose apresuradamente del guardián y envolviéndose en su capa para protegerse—, decidme, ¿vuestros pies vienen o van? ¡Ja! Me ha salido un verso. Haré otro. ¡Patán, haragán! Eso es precioso, ¿verdad? Ve a bañarte o a masacrar niños pequeños o lo que sea que hagas mejor. Ahora que lo pienso, el bañarse no entra en esa categoría. Ofendes a mis fosas nasales, rufián.

Extrayendo del aire un pedazo de seda de color naranja, el recién llegado se lo colocó sobre la nariz, echando una mirada a toda la habitación como aquel que ha llegado a una fiesta poco interesante y no sabe si quedarse o marcharse. El centinela dejó bien claro, no obstante, que se quedaba al colocar su mano sobre la manga de color morado del muchacho y empezar a empujarlo hacia el interior. Sin embargo, retiró la mano casi al instante, aullando de dolor.

—¡Ah!, cómo lo lamento. Ha sido totalmente culpa mía —dijo el joven, acercando la vista a la mano del hombre con fingido espanto—. Lo siento. A este color lo llamo Uva Rosada. Se me ocurrió esta misma mañana y no he tenido tiempo de acabarlo del todo. Creo que he dejado demasiado Rosa en la Uva. —Alargando el brazo, arrancó algo de la mano del guardia—. Lo que pensé. Una espina. Chupa ahí. Eso es, buen chico. No creo que sea venenosa.

El joven pasó flotando junto al enojado centinela, rodeado de un embriagador olor a perfumes exóticos que lo envolvía como una sofocante nube, deteniéndose frente al inexpresivo Blachloch.

—¿Os gusta este conjunto? —le preguntó, girando a un lado y a otro, sin dejarse impresionar en lo más mínimo por la silenciosa y enlutada figura que permanecía sentada inmóvil, absorbiendo todo lo que lo rodeaba en su oscuro vacío interior—. Hace furor en la corte. Se los llama «calzones». Tremendamente incómodos. Me rozan las piernas, pero todo el mundo los lleva, incluso las mujeres. Pues bien, la Emperatriz me dijo… ¿Qué ha sido eso? ¿Habéis murmurado algo, ¡oh!, Silencioso Señor? Os agradezco la invitación aunque hubierais podido expresarla con algo más de elocuencia. Creo que me sentaré.

Dejándose caer elegantemente sobre una silla colocada frente al escritorio de Blachloch, el joven se recostó en ella, poniéndose cómodo y colocándose de manera que pudiera exhibir sus ropas sacándoles el mayor partido posible. Era difícil poder adivinar su edad, podía tener entre dieciocho y veinticinco años. Era alto y bien formado, y el cabello le caía en largos rizos color castaño sobre los delgados hombros. Una barbita corta y suave del mismo color ocultaba una barbilla de aspecto débil. Un flexible bigote le adornaba el labio superior, aparentemente con la única finalidad de facilitarle algo con lo que jugar cuando se sentía aburrido, que era lo más normal, e iba vestido con un auténtico ramillete de estridentes colores. Las medias de seda eran verdes, los calzones amarillos, el chaleco morado, el blusón de encaje verde —haciendo juego con las medias— y la capa color malva le colgaba de los hombros al suelo, arrastrando tras él majestuosamente.

Mientras el muchacho permanecía allí sentado, retorciéndose las puntas del bigote, el centinela se adelantó para colocarse detrás de la silla, pero, en cuanto se acercó, el joven se puso el pedazo de seda anaranjada sobre la nariz con prontitud y fingió marearse.

—¡Oh!, no puedo soportar esto. Empiezo a sentir náuseas…

Con una mirada, Blachloch le ordenó a su hombre que retrocediera. El guardián obedeció con un gruñido, ocupando su lugar al otro extremo de la limpia y ordenada habitación. El joven sonrió, bajando el pañuelo de seda.

—Cámbiate de ropa —ordenó Blachloch.

—No os comportéis como un patán… —empezó a decir el muchacho con voz ofendida.

Blachloch no se movió ni pronunció una sola palabra.

—Encontráis mi vestimenta totalmente ridícula. Me consideráis totalmente ridículo —dijo el joven alegremente—, pero os soy útil de todas formas, ¿verdad, mi Benevolente Señor?

Los colores de sus ropas se intensificaron con lentitud, oscureciéndose, alterándose totalmente en forma y esencia, hasta que quedó vestido de negro de la cabeza a los pies, con ropas que eran una copia exacta de las de Blachloch, con algunas pequeñas excepciones. Las mangas eran demasiado largas y la capucha demasiado grande; las primeras se tragaban totalmente sus manos, la segunda le caía sobre los ojos para ir a reposar sobre su nariz. Inclinando la cabeza hacia atrás para poder ver, el joven sonrió.

—Ahora debería decir: ¡Detente, bellaco! —Agitó en el aire el pañuelo de seda—. ¿No es eso lo que vosotros los Ejecutores decís siempre? Me gusta bastante esto…

—¿Dónde has estado, Simkin? —preguntó Blachloch.

—Oh, por todas partes, acá y acullá, por aquí y por allí —repuso él con voz aburrida.

Alargando la mano por encima de la mesa, arrastrando la larga y negra manga sobre ella, Simkin tomó la pluma de ganso que estaba junto al libro de contabilidad de Blachloch. Recostándose de nuevo, se pasó la pluma por la nariz haciéndose cosquillas, aspiró, resopló y finalmente estornudó prodigiosamente, haciendo que la capucha cayera hacia adelante, cubriéndole por completo el rostro.

El hombre de Blachloch que estaba al fondo de la habitación emitió una especie de gruñido, apretando las manos como si aprisionaran al joven y estuvieran divirtiéndose con ello. Blachloch siguió sin moverse ni hablar en voz alta, pero Simkin, que se estaba echando hacia atrás la capucha, se removió incómodo repentinamente y volvió a colocar la pluma sobre la mesa con mucho cuidado.

—Fui al poblado —respondió bajando la voz.

—Deberías haberme dicho que ibas a ir.

—No lo pensé. —Simkin se encogió de hombros. Su nariz se contrajo—. Atch…

Iba a empezar a estornudar otra vez cuando captó la mirada de Blachloch, y se apresuró a apretarse la nariz con suma delicadeza.

El Señor de la Guerra aguardó un momento antes de hablar.

Con una sonrisa de alivio, Simkin retiró los dedos de su nariz.

—Un día de éstos irás demasiado lejos… —empezó a decir Blachloch.

—¡Chiss!

El estornudo de Simkin descendió como una fina lluvia sobre el libro de contabilidad del otro.

Sin decir una palabra, Blachloch alargó su blanca mano, cerró el libro y se quedó mirando con frialdad al joven que tenía enfrente.

—Lo siento muchísimo —se disculpó Simkin, mansamente, y, tomando el pañuelo de seda color naranja, empezó a secar la superficie de la mesa—. Permitidme, dejadme secar esto.

Dra–ach —dijo el Señor de la Guerra, dejando a Simkin paralizado con un gesto de la mano—. Continúa.

Incapaz de moverse, Simkin efectuó un sonido lastimero con su paralizada boca.

—Puedes hablar —le dijo Blachloch—. Hazlo.

Simkin hizo lo que le ordenaban, siendo los labios lo único que se movía en su rígido rostro. Las palabras surgían lentamente a medida que conseguía formarlas, lo cual le daba el aspecto de un hombre al que le está dando un ataque.

—¿Dónde… estaba… yo? El… poblado. Es… es… verdad. Catalista… allí.

Deteniéndose, le lanzó a Blachloch una mirada suplicante.

El Señor de la Guerra se ablandó.

Ach–dra —dijo, retirando el encantamiento.

Arrellanándose en la silla, Simkin se dio un masaje en la mandíbula y se palpó el rostro con las manos como si quisiera asegurarse de que seguía allí. Mirando a Blachloch por el rabillo del ojo como un chiquillo al que han castigado, continuó hablando hoscamente.

—Y no va a estar allí mucho tiempo, por lo que he oído.

El rostro de Blachloch seguía siendo inexpresivo, dando la impresión de que era únicamente el sol al reflejarse en sus fríos ojos lo que los hacía brillar.

—¿Es un renegado, tal y como se nos informó?

—Bueno, en cuanto a eso… —Simkin, al percibir que el ambiente parecía caldearse un poco, se atrevió a levantar el pañuelo de seda y secarse ligeramente la nariz—. Yo no creo que renegado describa exactamente al catalista. Digno de compasión es mucho más apropiado. Pero sí que es verdad que piensa viajar al interior del País del Destierro. El Patriarca Vanya le ordenó que fuera, lo cual me hace creer —Simkin se apoyó sobre la mesa, bajando la voz con aire conspirador— que lo hace bajo coacción, si entendéis a lo que me refiero.

—El Patriarca Vanya.

Blachloch le envió una rápida mirada a su hombre, quien hizo una mueca, asintió y empezó a avanzar.

—Sí, estaba ahí —replicó Simkin, con una sonrisa encantadora y recostándose en su silla, totalmente a sus anchas una vez más—, junto con el Emperador y la Emperatriz. Un grupito bastante divertido, os lo aseguro. —Se atusó un extremo del bigote con los dedos—. Por fin, pude sentirme realmente en compañía de mis iguales. «Simkin —me dijo la Emperatriz—, me encanta el color de esas calzas que llevas. Por favor, dime el nombre de esa tonalidad, para que pueda copiarla…» «Majestad —le repliqué—, la he llamado La Noche del Pavo Real». Y ella replicó…

—Simkin, eres un embustero —dijo Blachloch con voz impasible mientras el centinela se adelantaba con una mueca burlona en los labios.

—No, de verdad, palabra de honor —protestó Simkin, herido—, es verdad que la llamo La Noche del Pavo Real. Aunque puedo aseguraros que jamás se me ocurriría enseñarle a copiarlo…

Blachloch levantó la pluma y volvió a su trabajo mientras el guardián se acercaba a ellos.

En medio de un centelleo de colores, Simkin volvió a lucir sus exóticas ropas y, poniéndose en pie con elegancia, miró a su alrededor.

—No me toques, patán —dijo, olfateando el aire y sonándose las narices. Luego, guardando el pañuelo de seda en la manga de su chaqueta, hizo que sus ojos descendieran hacia el Señor de la Guerra—. A propósito, Ser Cruel y Despiadado, ¿os gustaría que ofreciera mis servicios a ese catalista para guiarle a través de esta región salvaje? De lo contrario, es muy probable que algo increíblemente repugnante le ponga las manos encima. Sería desperdiciar a un buen catalista, ¿no os parece?

Aparentemente absorto en su trabajo, Blachloch le contestó sin siquiera levantar la vista:

—Así que realmente hay un catalista.

—En unas cuantas semanas, lo tendréis ante vos.

—¿Semanas? —El guardia lanzó un resoplido—. ¿Un catalista? Dejad que los muchachos y yo vayamos a buscarlo. Lo traeremos aquí en cuestión de minutos. Nos abrirá un Corredor y…

—Y los Thon–Li, los Amos de los Corredores, cerrarán la entrada de golpe —se mofó Simkin—. Quedaríais atrapados de la manera más ingeniosa. No entiendo cómo seguís teniendo a esos imbéciles a vuestro alrededor, Blachloch, a menos que, al igual que las ratas, sean baratos de alimentar. Personalmente, prefiero las sabandijas…

El guardia arremetió contra Simkin, cuya chaqueta se erizó súbitamente de espinas.

Blachloch efectuó un movimiento con la mano; ambos hombres quedaron paralizados al momento. El Señor de la Guerra no había ni levantado los ojos sino que continuaba escribiendo en el libro.

—Un catalista —murmuró Simkin a través de los entumecidos labios—. ¡Qué… poder… nos proporcionaría! Combinando… el hierro y la magia…

Levantando la cabeza, y dejando de escribir, aunque con la pluma suspendida en el aire, el Señor de la Guerra miró a Simkin. Pronunciando una palabra retiró el encantamiento.

—¿Cómo descubriste todo eso? ¿No te vieron?

—¡Claro que no! —Levantando la puntiaguda barbilla, Simkin se quedó mirando a Blachloch como si se sintiera herido en su dignidad—. ¿No soy yo un maestro del disfraz, como muy bien sabéis? Estuve en su propia casucha, sobre su propia mesa, ¡una auténtica tetera! No sólo no sospechó de mí, sino que incluso me lavó y me secó, y me colocó con bastante gusto sobre una estantería. Yo…

Blachloch hizo callar a Simkin con una mirada.

—Ve a encontrarte con él ahí fuera, y haz lo que sea necesario para traerlo aquí. —Aquellos fríos ojos azules paralizaron al joven, igual que un conjuro mágico—. Pero tráelo aquí. Vivo. Quiero a ese catalista más de lo que nunca he deseado nada en toda mi vida. Si me lo traes serás bien recompensado. Si vuelves sin él te ahogaré en el río. ¿Me entiendes, Simkin?

Los ojos del Señor de la Guerra lo miraban impasibles. Simkin esbozó una sonrisa.

—Os comprendo, Blachloch —dijo con suavidad—. ¿No lo hago siempre?

Con una profunda reverencia, se dispuso a marcharse, dejando que la capa color malva le arrastrase por el suelo.

—Oh, Simkin —dijo Blachloch, volviendo a su trabajo.

—¿Mi señor? —preguntó Simkin, girándose.

Blachloch hizo caso omiso del sarcasmo.

—Haz que le suceda algo desagradable al catalista. Nada grave, desde luego. Tan sólo convéncele de que sería poco prudente por su parte el pensar siquiera en abandonarnos…

—¡Ah!… —observó Simkin pensativamente—. Bien, eso será un placer. Adiós, patán —dijo, dándole una palmadita en la mejilla al centinela—. Augh…

Con una mueca, se limpió la mano en la tela de color naranja y salió por la puerta majestuosamente.

—Dad la orden y… —masculló entre dientes el centinela, mirando con fiereza por la abierta puerta al joven que se paseaba por el campamento como un arco iris ambulante.

Blachloch no se dignó ni a responder. Volvía a trabajar en su libro de cuentas.

—¿Por qué soportáis a ese imbécil? —gruñó el centinela.

—Lo mismo se podría preguntar de ti —le respondió Blachloch con su inexpresiva voz—. Y podría dar la misma respuesta. Porque es un imbécil útil y porque algún día lo ahogaré.