En menos tiempo de lo que se tarda en contarlo, Saryon inició su viaje. Cuando estuvo preparado para abandonar El Manantial, descubrió que ya no se sentía asustado, ni tampoco enojado o resentido. Se había resignado, y había aceptado su destino. Después de todo, había escapado al castigo durante diecisiete años… Abandonó El Manantial al amparo de la noche, efectuando el viaje a gran velocidad gracias a los Ejecutores, los enlutados Duuk–tsarith.
Únicamente una persona se dio cuenta de que Saryon se había ido: el Diácono Dulchase. Cuando las indagaciones efectuadas entre Maestros y Hermanos dieron como resultado tan sólo encogimientos de hombros y miradas de perplejidad, Dulchase, seguro del favor de su Duque, se enfrentó finalmente con el mismo Patriarca Vanya.
—A propósito, Divinidad —dijo Dulchase en tono familiar, plantándose frente al Patriarca, que paseaba por uno de los jardines colgantes—, últimamente he notado la ausencia del Hermano Saryon. Él y yo íbamos a discutir una hipótesis matemática sobre la posibilidad de conseguirle la luna a la Emperatriz. La última vez que lo vi, me comentó que había sido llamado a vuestros aposentos. Me preguntaba…
—¿El Padre Saryon? —lo interrumpió el Patriarca fríamente, lanzando una ojeada a su alrededor a varios catalistas, miembros de su servicio, que estaban por allí cerca—. El Padre Saryon… —el Patriarca reflexionó—. Sí, ahora recuerdo. Creo que él y yo discutimos una teoría matemática suya, algo sobre el modelado de la piedra. Me pareció cansado. Trabaja demasiado. ¿No os parece, Diácono? —Hizo hincapié en el rango—. Le recomendé unas… vacaciones.
—Estoy seguro de que tomó vuestra recomendación al pie de la letra, Divinidad —replicó el obstinado Diácono, ceñudo.
—Así lo espero, Hermano —dijo el Patriarca, alejándose.
Con un suspiro, Dulchase regresó a su celda para celebrar la Ceremonia Nocturna, mientras mentalmente veía a su pobre amigo avanzando penosamente entre judías y pepinos.
Dulchase no andaba muy equivocado en sus figuraciones. El Patriarca había decretado que Saryon debería crearse una «reputación» como catalista renegado de modo que, cuando desapareciera en el País del Destierro, se creyera en su historia. También le aconsejó a Saryon que averiguara todo lo que pudiera sobre Joram, para obtener información sobre el joven que pudiera serle de utilidad más adelante. ¿Qué mejor modo había pues de alcanzar ambos objetivos que vivir entre los Magos Campesinos del poblado de Walren?
Saryon aceptó el plan con calma y tranquilidad, como un condenado que acepta su destino. Después de reflexionar sobre ello seriamente, había llegado a la conclusión de que aquel asunto de Joram era una farsa. No parecía haber ninguna otra explicación razonable. Simplemente no podía comprender por qué el Patriarca se tomaba tantas molestias para localizar a un joven Muerto, incluso si éste era un asesino.
Sencillamente, Saryon ya no era de utilidad a la Orden y aquélla era la forma en que Vanya lo eliminaba rápida y silenciosamente. No era la primera vez que ocurría; habían desaparecido catalistas con anterioridad. El Patriarca se había molestado incluso en conseguir un testigo en la persona de aquel desdichado Padre Tolban, quien contaría que Saryon había dado su vida por una causa heroica. De esta forma el espíritu de la madre de Saryon descansaría tranquilo y no molestaría a Vanya por las noches como hacían algunos espíritus ahora que ya no existían los nigromantes para aplacarlos.
Saryon y el Padre Tolban llegaron a la aldea de Walren a los pocos momentos de haber abandonado El Manantial, viajando a través de los Corredores, cuyas salas mágicas hacían que un viaje de cientos de kilómetros ocupara simplemente el espacio de tiempo que se emplea en colocar un pie delante del otro.
A pesar de que acababa de anochecer cuando llegaron, los Magos Campesinos estaban ya en la cama y dormidos, según Tolban, quien evidentemente se sentía nervioso e incómodo en presencia de Saryon. Murmurando unas palabras en el sentido de que estaba seguro de que Saryon desearía también descansar, Tolban condujo al sacerdote a una vivienda vacía cerca de la suya.
—El antiguo capataz vivía aquí —dijo el Padre Tolban con voz melancólica, abriendo la puerta que daba acceso al interior de un árbol quemado que había sido convertido en una vivienda como las demás de la aldea. Era ligeramente mayor que el resto, y parecía estar a punto de desplomarse.
Saryon le echó una ojeada al interior con amarga resignación. Su infelicidad era tal que parecía como si nada pudiera aumentarla ya.
—¿El capataz que fue asesinado? —preguntó con calma.
Tolban asintió con la cabeza.
—Espero que no os importe —musitó, frotándose las manos ya que soplaba un helado vientecillo primaveral—. Además es… es lo único que está vacío en estos momentos.
«Qué importa», pensó Saryon, hastiado.
—No, está bien.
—Os veré a la hora del desayuno, entonces. ¿Tendríais inconveniente en acompañarme en las comidas? —preguntó el Padre Tolban, indeciso—. Hay una mujer, demasiado vieja para trabajar en los campos, que se gana la vida haciendo tales faenas.
Saryon estaba a punto de responder que no tenía hambre y no esperaba tenerla, cuando repentinamente se dio cuenta de la expresión ansiosa y cansada de Tolban. Algo pasó por la mente de Saryon entonces y, recordando la bolsa que alguien le había entregado antes de que abandonara El Manantial, se la entregó al Catalista Campesino.
—Desde luego, Hermano —repuso Saryon—. Estaría encantado de compartir vuestra mesa, pero debéis dejarme pagar mi parte.
—Diácono…, esto… esto es demasiado —tartamudeó Tolban, que no había apartado los ojos de la pesada bolsa desde que llegaran. Un fragante aroma de tocino y queso llenaba el ambiente.
Saryon sonrió sardónicamente.
—Podemos perfectamente comérnoslo ahora. No creo que lo necesite en el lugar a donde voy, ¿no le parece, Hermano?
Ruborizándose, el Padre Tolban murmuró una respuesta incoherente y retrocedió apresuradamente hasta la puerta, dejando a Saryon contemplando la casa. En alguna ocasión, debía de haber sido un lugar relativamente agradable en el que vivir, pensó Saryon con tristeza. Las paredes eran de madera pulimentada, y las ramas que formaban el techo daban muestras de haber sido reformadas y reparadas por manos hábiles, pero su último propietario llevaba muerto un año, y se había permitido que la vivienda se convirtiera en una ruina. Aparentemente, nadie había entrado en ella desde el asesinato de aquel hombre; había vestigios de su antiguo propietario desperdigados por todas partes en forma de ropas y unos pocos artículos personales. Recogiéndolos, Saryon lo arrojó todo al hogar; luego miró a su alrededor.
Había una cama, formada de una rama del árbol, en un extremo de la pequeña habitación, y una tosca mesa y varias sillas amontonadas cerca del hogar, mientras que algunas ramas hacían de estanterías en las paredes que habían sido el tronco del árbol, y aquello era todo. Pensando en su cómoda celda en El Manantial, con su colchón de plumas, el acogedor fuego y las gruesas paredes de piedra, Saryon le dirigió a la cama donde había dormido el hombre asesinado una mirada estremecida. Luego, envolviéndose en sus ropas, se tumbó en el suelo, dando paso a la desesperación.
A la mañana siguiente, después de compartir el exiguo desayuno de Tolban, Saryon tuvo ocasión de conocer a la charlatana Marm Hudspeth, la cual lo consideró un prodigio enviado por el mismo Almin. Luego el catalista fue conducido al exterior para que conociera al resto de su gente e iniciara sus labores.
Según el papel que se le había encomendado, a Saryon lo habían enviado a los campos a causa de una infracción menor cometida contra la Orden, y aparentemente debía mostrarse descontento y rebelde. Pero, tal y como ya se ha dicho, no era un buen embustero.
—No sé si sabré representar mi papel —le confió al Padre Tolban mientras avanzaban por entre el barro hacia el lugar donde los magos los aguardaban pacientemente en fila, en espera de que se les concediera el matutino Don de la Vida.
—¿Cuál…? ¿El de mostrarse enojado con la Iglesia? ¿El de estar enfadado por haber sido enviado aquí? ¡Oh!, lo hará bien —murmuró tristemente el Padre Tolban, mientras el viento primaveral hacía que sus ropas le azotaran el escuálido y agotado cuerpo—. Porque lo sentirá.
Y Saryon descubrió que así era. No llevaba ni un día en Walren cuando una parte de su profundo desconsuelo y autocompasión ya había desaparecido para dar paso a la cólera que le inspiraba la forma en que se obligaba a vivir a aquella gente.
Había considerado su alojamiento demasiado pequeño y reducido hasta que descubrió que familias enteras vivían en chozas de un tamaño semejante. En cuanto a la comida, era sencilla e insípida, además de escasa después del duro invierno, pues, al contrario de los afortunados habitantes de las ciudades donde el clima está bajo control, los Magos Campesinos están sujetos a los caprichos de las diferentes estaciones del año. En Merilon, rodeaba por su cúpula mágica, únicamente llueve cuando la Emperatriz decide que resulta pesado tanto sol, y la nieve cae tan sólo para brillar tenue y decorativa a la luz de la luna, sobre los palacios de cristal. Por el contrario, en la frontera tenían lugar terribles tormentas, como jamás las había presenciado Saryon.
—Los nobles de allí —el Padre Tolban lanzó una mirada en dirección a la lejana Merilon— temen a estos campesinos. Y con razón. —El Catalista Campesino se estremeció—. Vi sus rostros el día que ese condenado chico mató al capataz. ¡Pensé que iban a matarme a mí también!
Saryon también se estremeció, pero de frío. El viento había estado soplando sin parar desde las montañas y, hasta que cambiara, la primavera parecía más bien invierno. Abriendo un conducto hacia Marm Hudspeth, el Padre Tolban le dio Vida suficiente para que envolviera a los dos catalistas en una confortable esfera de calor que hizo que Saryon se sintiera como si estuviera sentado en una burbuja ardiente. Sin embargo no sirvió de mucho; al parecer el frío desafiaba a la magia. Había vivido en aquella choza más tiempo que los mortales, y deslizándose desde el suelo y las paredes, se filtró a través de los pies de Saryon y se le introdujo en los huesos. Se preguntó si volvería a entrar en calor de nuevo y algunas veces incluso pensó, con bastante amargura, que el Patriarca Vanya podía al menos haberle dicho que pretendía torturarlo antes de ejecutarlo.
—Pero si el Emperador teme una rebelión, ¿por qué no mejora las condiciones de vida? —preguntó Saryon, irritado, intentando cubrirse los pies con el faldón de su blanca túnica—. Dándole a esa gente una casa, comida suficiente…
—¡Comida suficiente! —Tolban parecía escandalizado—. Hermano Saryon, para empezar, esta gente tiene grandes poderes mágicos. He oído decir que son más poderosos que los Albanara, los magos que pertenecen a la nobleza. ¿Cómo podríamos controlarlos si aún se volvieran más poderosos? Ahora mismo, se ven obligados a depender de nosotros para que les proveamos de Vida, y deben utilizar toda su energía para sobrevivir. Si alguna vez consiguieran almacenarla… —Sacudió la cabeza; entonces, mirando a su alrededor temeroso, se acercó a Saryon—. Y existe otro motivo —le susurró—. ¡Sus hijos no nacen Muertos!
Pasó un mes, luego dos. Los días y las noches se hicieron más cálidos, y Saryon aprendió a hacer el trabajo de un Catalista Campesino. Levantándose con el sol, sin tener jamás la sensación de haber dormido lo suficiente, mascullaba cansadamente las palabras rituales para la Ceremonia del Alba, compartía el frugal desayuno del Padre Tolban y luego se encaminaba hacia los campos donde le esperaban los magos. Allí, el catalista puso en práctica los ejercicios matemáticos que había aprendido desde la infancia. Aprendió a distribuir Vida en cantidades exactas y precisas, puesto que no se podía conceder demasiada cantidad a un Mago Campesino. Recorrió junto a ellos los sembrados, sin prestarles demasiada atención al principio. Parecía como si nada pudiera alterar su enorme infortunio. Incluso la visión del pequeño plantón irguiéndose en la tierra era como un rayo de sol que consigue asomar por una abertura en el cielo tormentoso, reconfortándolo durante escasos momentos, para volver a desaparecer de nuevo en la oscuridad.
El catalista no había olvidado, de todos modos, el auténtico motivo de su estancia allí. En gran parte por aburrimiento y también para no pensar en sus propias penas, Saryon se pasaba las tardes hablando con la gente, y de esta forma no le costó nada conseguir que le hablaran de Joram. De hecho, apenas si hablaban de otra cosa, ya que la muerte de Anja y el asesinato del capataz habían constituido el punto culminante de sus vidas. Contaban la historia con fruición, una y otra vez, durante la breve hora que les quedaba para dedicar a las relaciones sociales, después de sus pobres cenas.
—Joram era un tipo extraño —le dijo el padre del fugitivo Mosiah—. Lo vi crecer desde que era un bebé hasta que se convirtió en un hombre. Viví con él en esta aldea durante dieciséis años, y todas las palabras que me dirigió durante ese tiempo podría contarlas con los dedos de esta mano.
—¿Cómo pudo permanecer todo ese tiempo entre vosotros sin que se dieran cuenta de que estaba Muerto? —les preguntó Saryon.
Todos se encogieron de hombros sin saber qué responder.
—Si estaba Muerto —dijo una mujer, dirigiendo una mirada desdeñosa al Padre Tolban—. Joram hacía su trabajo igual que todos nosotros. Y aunque no tenía suficiente Vida para andar por el aire, tampoco la tienes tú, catalista.
Esto lo dijo con una sonrisa de desprecio y los otros se echaron a reír.
—Fue un niño guapo —comentó una de ellas.
—Y un joven atractivo —añadió otra.
Ante aquella afirmación, Saryon vio a una joven que asentía en silencio con tanto entusiasmo que se sonrojó terriblemente al darse cuenta de que él la observaba.
—O lo hubiera sido —añadió la mujer de más edad—, si hubiera sonreído alguna vez. Pero nunca lo hizo, ni tampoco reía.
—Ni lloraba —dijo el padre de Mosiah—. Ni siquiera cuando era pequeño. Un día lo vi caerse y hacerse daño. Joram parecía estar siempre cayéndose o tropezando con las cosas. De cualquier modo, se abrió la cabeza. La sangre le corría por la cara. Se quedó como atontado un buen rato. Un adulto se hubiera echado a llorar sin sentirse avergonzado por ello. A él también estaban a punto de saltarle las lágrimas. Por Almin, que el chico no tendría más que ocho o nueve años. Pero apretó los dientes y las obligó a retroceder. «Maldita sea, niño —le dije, corriendo hacia él para ayudarlo—, pega un grito o dos. Yo lo haría si me hubiera dado un golpe como ése». Pero simplemente me lanzó una mirada tal con aquellos ojos castaños suyos, que fue un milagro que no me dejara convertido en piedra allí mismo.
—Fue su madre quien lo hizo ser así —dijo la anciana con desprecio—. Era una lunática, ésa. Llevando aquel disfraz hasta que se le cayó a trozos. Llenándole la cabeza con historias de Merilon y de cómo él era superior al resto de nosotros.
—Tenía una cabellera muy bonita —dijo la joven, tímidamente—. Y… me parece que lo vi sonreír… una vez. Estábamos trabajando juntos en el bosque y me encontré una rosa salvaje. Como parecía sentirse tan desgraciado la mayor parte del tiempo, yo… yo se la di a él. —La joven bajó la vista hasta sus manos, ruborizándose—. Me dio pena.
—¿Qué hizo él? —resopló la mujer—. ¿Morderte la mano?
Los demás dejaron escapar unos un resoplido burlón y otros una risita disimulada, haciendo que la muchacha se ruborizara aún más y callara.
—¿Qué hizo? —le preguntó Saryon amablemente.
Levantando los ojos hacia él, la muchacha le dirigió una sonrisa.
—No la cogió. Se comportó casi como si le asustase, pero me sonrió… Creo que sonrió. Fue más con los ojos que con los labios…
—Niña tonta —regañó la mujer, que era su madre—. Vete a casa y termina tu quehacer.
—De todas formas es verdad —dijo otro de ellos—. Nunca vi un pelo tan espeso y negro en la cabeza de ningún ser viviente. Pero si queréis saberlo, era una maldición, no algo bello.
—Era una maldición —murmuró Marm Hudspeth, mirando con ojos miopes, que brillaban ansiosos, la abandonada y ruinosa casucha que había sido el hogar de Joram—. La madre estaba maldita y pasó la maldición a su hijo. Siempre estaba encima de él, royéndole el alma. Le clavaba las uñas y le chupaba la sangre.
El padre de Mosiah se mofó, burlón, haciendo que Marm lo mirara con fiereza.
—No tienes mucho de que burlarte, Jacobias —exclamó con voz aguda—. ¡Tu propio chico se ha ido a buscarlo! ¿Muerto? Sí, Joram está Muerto y estoy convencida de que Anja le quitó la Vida. ¡Se la sacó del cuerpo para utilizarla en el suyo! Todos habíais visto las cicatrices blancas que tenía en el pecho…
Saryon estuvo a punto de preguntar «¿Qué cicatrices?», pero la conversación terminó bruscamente cuando Jacobias, con una demostración de poderes mágicos que Saryon encontró bastante alarmante teniendo en cuenta que el mago había trabajado todo el día, se desvaneció enojado en el aire. Moviendo la cabeza negativamente, los demás magos se dirigieron, con pasos cansados, hacia sus chozas para intentar dormir lo más posible antes de que el alba los encontrase de nuevo en los campos.
Regresando a su propio alojamiento, Saryon pensó en lo que había oído, empezando a formar en su mente una imagen de aquel joven. Producto de una unión maldita e impía, y criado por una madre demente, era probable que el muchacho estuviera también medio loco, y si a todo eso se añadía el hecho de que estaba Muerto (el Padre Tolban no había expresado la menor duda sobre aquel punto), era un milagro que no hubiera asesinado o cometido algún otro acto de brutalidad.
¿Y aquél era el joven que se suponía que Saryon debía localizar en el País del Destierro?
La amargura del Sacerdote se incrementó. Cualquier cosa —incluso la Transformación en Piedra— parecía mejor que aquella tortura.
La vida de Saryon en aquel momento resultaba realmente desdichada. Acostumbrado como estaba a pasar los días estudiando, envuelto en la reconfortante y silenciosa soledad de las bibliotecas o de su acogedora y segura celda, encontraba que la vida del Catalista Campesino no era más que dolor de huesos, pies hinchados y escocidos y una paralizante monotonía que entumecía por completo la mente. Un día sí y el otro también, él y el Padre Tolban iban a los campos, otorgando Vida a los magos, andando tras ellos a través de las hileras de espigas de trigo o de maíz o de remolacha o de lo que fuera que creciera allí. Saryon nunca lo supo, ya que todo le parecía igual.
Por la noche, se tumbaba en su duro camastro, doliéndole cada articulación y cada músculo del cuerpo, pero a pesar de estar terriblemente agotado, le era imposible dormir. El viento aullaba alrededor de su miserable cabaña, silbando a través de las grietas y resquicios que ni toda la magia de los magos podría jamás mantener tapadas. Por encima del salvaje sonido del viento, podía oír otros ruidos —ruidos hechos por seres vivos— y eran aquéllos los que lo asustaban más que ninguna otra cosa. Eran los sonidos que producían las bestias que vivían en el País del Destierro, quienes, según le dijeron, se sentían a veces lo suficientemente audaces o hambrientas como para aventurarse cerca del poblado con la esperanza de robar algo de comida. Aquellos aullidos y gruñidos hicieron que Saryon se diera cuenta de que por mala que fuera la vida en el poblado, aquello no era nada comparado con el tipo de vida que le esperaba: la vida en el País del Destierro. Se le hacía un nudo en el estómago cada vez que pensaba en ello, y a menudo se ponía a temblar sin poder evitarlo. Su único y amargo consuelo era saber que probablemente no sobreviviría el tiempo suficiente como para sufrir.
Pasaron cuatro meses de esta guisa, el tiempo que se le había asignado a Saryon para que se creara una reputación como catalista renegado. No sabía si había conseguido engañar a alguien o no. Supuestamente hosco, rebelde y exaltado, Saryon en general daba la impresión de ser, por el contrario, una persona enfermiza y desgraciada; pero los magos estaban tan inmersos en la monotonía de sus propias vidas, que no le prestaban demasiada atención.
A medida que el día fijado para su partida a finales del verano se acercaba, Saryon se encontró con que aún no había recibido instrucciones de El Manantial, y empezó a pensar que a lo mejor el Patriarca Vanya se habría olvidado de él. «Quizá el enviarme aquí sea suficiente castigo —se le ocurrió—. Seguramente un muchacho Muerto no es tan importante».
Así que Saryon decidió que sencillamente se quedaría donde estaba hasta que le dijeran algo. Él Padre Tolban evidentemente seguía considerándose inferior a Saryon y haría lo que el Sacerdote le pidiera.
Pero no iba a poder ser.
Unas cuantas noches antes de su supuesta partida, mientras estaba sentado solo en su cabaña, Saryon recibió un buen susto al ver cómo se abría repentinamente un Corredor ante él. Supo inmediatamente, incluso antes de que la figura se materializara, quién le había venido a visitar, y se le cayó el alma a los pies.
—Diácono Saryon —dijo la figura al salir del Corredor.
—Patriarca Vanya —exclamó Saryon, arrodillándose.
Saryon vio cómo el Patriarca inspeccionaba rápidamente su mísero alojamiento, pero, aparte de enarcar una ceja, no le prestó demasiada atención, ya que la tenía centrada en su Sacerdote.
—Pronto iniciaréis vuestro viaje.
—Sí, Divinidad —repuso Saryon.
Seguía aún de rodillas, no tanto por humildad como porque simplemente no creía tener energías suficientes para levantarse.
—No creo que pueda saber de vos durante algún tiempo —continuó Vanya, permaneciendo cerca de la entrada del Corredor, un negro agujero surgido de la nada—. Vuestra situación entre esos…, hum…, Hechiceros será delicada y os será difícil establecer contacto…
«Especialmente si estoy muerto», pensó Saryon con amargura, aunque no lo dijo.
—De todas formas —Vanya seguía hablando—, tenemos sistemas para comunicarnos con aquellos que están muy lejos. No voy a ampliar detalles ahora, pero no os sorprendáis si recibís noticias mías en el caso de que lo considere necesario. Entretanto, intentad enviar un mensaje a través de Tolban cuando creáis que vais a poder entregarnos a ese Joram.
Saryon levantó la mirada hacia el Patriarca, asombrado. ¡De nuevo aquel muchacho! Todo el sufrimiento y el enojo que Saryon había estado reprimiendo durante los últimos meses encontró una salida. Lentamente, crujiéndole los huesos, el Sacerdote se levantó con dificultad y se enfrentó a Vanya con aire retador.
—Divinidad —dijo Saryon con respeto, pero en un tono cortante nacido del miedo y la desesperación—, me estáis enviando a la muerte. Por lo menos dejadme morir con algo de dignidad. Sabéis perfectamente que no podré sobrevivir ni un día en el País del Destierro. Seguir manteniendo la pretensión de que voy a cazar a ese… ese Joram… está muy bien delante de un subordinado pero podríamos prescindir de ello estando entre nosotros…
El rostro de Vanya se congestionó y sus cejas se contrajeron. Apretando los labios, aspiró profundamente por la nariz.
—¿Me tomáis por un estúpido, Padre Saryon? —rugió.
—¡Divinidad! —exclamó Saryon con voz entrecortada, palideciendo. Nunca había visto tan enojado al Patriarca. Era más aterrador, en aquel momento, que todos los terrores desconocidos que pudieran existir en el País del Destierro—. Yo jamás…
—Creía haberme explicado bien. La importancia de llevar a ese joven ante la justicia no quedará nunca suficientemente recalcada. —Los gordezuelos dedos de Vanya hendieron el aire—. ¡Vos, Hermano Saryon, parecéis tener una muy buena opinión de vos mismo! ¿Creéis honradamente que yo malgastaría tanto tiempo y esfuerzo, simplemente para privar a la Orden de un Sacerdote necio? Yo no emprendo nada con la perspectiva de fracasar. Poseo información sobre esos practicantes de las Artes Arcanas, Saryon, y sé que necesitan una cosa, y esa cosa es la que les estoy enviando: un catalista. No, vos estaréis muy seguro, puedo garantizároslo, Padre Saryon. Ellos se encargarán de eso.
Saryon no pudo articular palabra. Tan sólo podía mirar al Patriarca con los ojos abiertos de par en par y totalmente confundido. Un pensamiento consiguió aflorar, no obstante, por entre las turbulentas aguas en que navegaba su mente. Una vez más se preguntó: ¿qué era lo que hacía que aquel joven Muerto fuera de tan suma importancia?
Al ver que el Sacerdote se había quedado sin habla, el Patriarca Vanya cerró la boca de golpe y, dándose la vuelta, se preparó para marcharse. Entonces pareció dudar, y se volvió de nuevo hacia el catalista.
—Hermano Saryon —le dijo el Patriarca en un tono de voz particularmente dulce—, he estado reflexionando durante mucho tiempo sobre si debía o no contaros esto. Lo que os explique ahora no debe salir de esta habitación; algunas de las cosas que estoy a punto de revelaros sólo las conocemos el Emperador y yo. La situación política en Thimhallan no es buena. A pesar de que nos hemos esforzado mucho, lleva años deteriorándose. Sabemos de fuentes fidedignas que el reino de Sharakan ha sido influido por ciertos miembros de esa Cofradía de la Rueda. Aún no han abrazado las Artes Arcanas que casi nos destruyeron hace siglos, pero su Emperador ha cometido la imprudencia de invitar incluso a esa gente a su reino. El Cardinal del Reino, que intentó disuadirlo de ello, fue destituido de su puesto en la corte.
Saryon lo miró paralizado.
—Pero ¿por qué…?
—La guerra. Para utilizarlos a ellos y a sus armas infernales en contra de Merilon —respondió Vanya con un profundo suspiro—. Por eso, ya veis que es esencial que cojamos a ese muchacho vivo y, mediante su juicio, pongamos al descubierto lo que son esos demonios, asesinos y Hechiceros malvados capaces de pervertir objetos muertos dándoles Vida. Haciendo esto, podremos demostrarle al pueblo de Sharakan que su Emperador se ha aliado con los poderes de la oscuridad, y podremos entonces lograr su caída.
—¡Su caída!
Saryon se agarró al respaldo de una silla, sintiéndose débil y mareado.
—Su caída —repitió el Patriarca con severidad—. Sólo entonces, Padre Saryon, podremos prevenir una guerra catastrófica. —Miró torvamente al catalista—. Espero que os daréis cuenta ahora de la extrema urgencia e importancia de vuestra misión. No nos atrevemos a atacar el campamento de los Hechiceros. Sharakan vendría inmediatamente en su ayuda. Una persona debe infiltrarse allí y volver a traer al muchacho… Yo os escogí a vos, uno de los Hermanos más inteligentes de la Orden…
—Intentaré no fallaros, Divinidad —murmuró Saryon confusamente—. Tan sólo desearía haberlo sabido, para estar mejor preparado…
Vanya alargó la mano posándola sobre el hombro de Saryon, con una expresión de sincera preocupación.
—Sé que no me fallaréis, Diácono Saryon. Confío plenamente en vos. Tan sólo me apena que malinterpretarais la naturaleza de vuestra misión. No me atrevía a explicárosla en más detalle. El Manantial tiene oídos, ya sabéis. —Levantó la mano para bendecirlo según el ritual—. Que los elementos, tierra, aire, fuego y agua, os otorguen Vida. Que Almin esté con vos.
Y entrando en el Corredor, el Patriarca se desvaneció.
Cuando se hubo marchado, a Saryon se le acabaron las fuerzas y cayó de rodillas, abrumado por lo que acababa de oír. La idea de su propia muerte le había resultado espantosa. ¿Cómo no sería aún más espantoso ahora saber que el destino de dos reinos descansaba, quizá, sobre sus hombros?
Con la mente totalmente trastornada, apoyó la cabeza sobre el dorso de sus manos crispadas e intentó comprender qué era lo que estaba sucediendo. Pero era superior a él. Qué claras, simples y puras eran las ecuaciones de su oficio. De qué forma tan hábil y lógica encajaba todo en el mundo de las matemáticas. ¡Qué horrible era penetrar en el reino del caos!
Sin embargo, no tenía elección, y, al hacerlo, estaría sirviendo a su país, a su Emperador y a su Iglesia. ¡Era muchísimo mejor que considerarse a sí mismo un criminal! Aquel pensamiento le dio valor y fue capaz de incorporarse.
—Necesito algo que hacer —murmuró para sí—. Algo que mantenga mi mente alejada de esto o volverá a invadirme el pánico.
En un esfuerzo para sosegarse, Saryon empezó a realizar las pequeñas tareas domésticas de su vivienda que, en su desesperación, había ido dejando de lado descuidadamente.
Tomando la tetera del lugar donde descansaba encima de la mesa, la lavó y secó, colocándola sobre la estantería. Barrió el suelo e incluso tuvo la entereza, finalmente, de empezar a empaquetar sus escasas posesiones para preparar el viaje. Cuando se dio cuenta de que estaba tan cansado que el sueño se adueñaría de él con facilidad, se tumbó sobre el duro camastro. Cerrando los ojos, empezaba ya a hundirse en la oscuridad cuando le asaltó un pensamiento.
Él no tenía ninguna tetera.