Habían pasado diecisiete años desde que Saryon cometiera el horrible crimen de leer libros prohibidos. Hacía diecisiete años que lo habían llevado a Merilon y también hacía diecisiete años de la muerte del Príncipe. Los habitantes de Merilon y su pequeño imperio de ciudades–estado vecinas acababan de celebrar la fiesta conmemorativa de tan triste suceso, cuando a Saryon se le convocó de nuevo a los aposentos del Patriarca Vanya en El Manantial.
Aquella llamada, al coincidir con el triste aniversario, trajo a Saryon unos recuerdos tan desdichados y espantosos que no pudo evitar obedecer con una cierta turbación. De hecho, había regresado a El Manantial desde su residencia habitual en la Abadía de Merilon expresamente para evitar aquella celebración que le recordaba no sólo sus esperanzas y sus sueños frustrados, y el amargo dolor de la Emperatriz, sino también la tristeza de otros a quienes había visto, cuyos hijos habían nacido Muertos.
Saryon siempre regresaba a El Manantial, si le era posible, durante aquella época del año. Allí, Saryon encontraba consuelo, ya que a ningún habitante de El Manantial se le permitía jamás hacer la menor alusión a la muerte del Príncipe, y mucho menos conmemorarla. El Patriarca Vanya lo había prohibido, algo que a todos les pareció extraño.
—El Viejo Vanya realmente odia esta celebración —le comentó el Diácono Dulchase a Saryon mientras ambos deambulaban por los silenciosos y tranquilos pasillos de la montañosa fortaleza.
—No puedo decir que le culpe —repuso Saryon, sacudiendo la cabeza con un suspiro.
Dulchase soltó un resoplido. Diácono todavía a sus cincuenta años y sabiendo que moriría sin duda alguna siendo Diácono, Dulchase no tenía escrúpulos en decir lo que pensaba, incluso estando en El Manantial, donde, se decía, las paredes tenían oídos, ojos y boca. La razón de que no se lo hubiera enviado a los campos de labranza hacía ya mucho tiempo, debía atribuirse por completo a la intervención del ya anciano Duque de Justar, en cuya familia se había criado.
—¡Bah! Es mejor permitirle ese capricho a la Emperatriz. No es pedir demasiado. Almin lo sabe. ¿Te enteraste de que Vanya intentó disuadir al Emperador de declararla fiesta oficial?
—¡No!
Saryon pareció escandalizado.
Dulchase asintió, satisfecho de saber tantas cosas; de hecho, estaba enterado de todos los comadreos de la corte.
—Vanya le dijo al Emperador que era pecaminoso recordar a alguien que había nacido sin Vida, alguien que evidentemente estaba maldito.
—¿Y el Emperador se negó?
—Este año volvieron a llenar Merilon de colgaduras color Azul Llanto, ¿no es así? —preguntó Dulchase, frotándose las manos—. Sí, el Emperador tuvo agallas suficientes como para enfrentarse con Su Divinidad, a pesar de que ello supuso que Su Divinidad abandonara el Palacio con aire ofendido y ahora se niegue a acercarse siquiera a la corte.
—No puedo creerlo —musitó Saryon.
—¡Oh!, eso no durará. Es sólo para impresionar. Al final será Vanya quien gane, de eso no hay duda. Espera y verás. En la primera cuestión que surja, el Emperador estará encantado de ceder ante él. Harán las paces y Vanya simplemente esperará hasta el próximo año para volver a empezar de nuevo.
—No me refería a eso —dijo Saryon, mirando a su alrededor incómodo y llamando la atención de Dulchase hacia un enlutado Duuk–tsarith, que permanecía de pie en el pasillo, en silencio, el rostro oculto en las profundidades de su capucha, las manos cruzadas al frente como era preceptivo. Dulchase volvió a resoplar con desdén, pero Saryon se percató de que el Diácono cruzaba el pasillo para andar por el otro lado—. Quiero decir, que no puedo creer que el Emperador se negara.
—Desde luego, todo fue a causa de la Emperatriz —explicó Dulchase inclinando la cabeza con malicia y bajando ligeramente la voz, tras echarle una ojeada al Ejecutor—. Ella ordenó que se hiciese y, por lo tanto, desde luego, se hizo. ¡Tiemblo sólo con pensar qué ocurriría si se le metiese en la cabeza pedir la luna! Pero tú debes saberlo. Has estado en la corte.
—No, no he estado tantas veces —rechazó Saryon.
—¡Vive en Merilon y no va a la corte! —Dulchase le lanzó a Saryon una mirada divertida.
—Mírame —dijo Saryon. Ruborizándose le mostró sus enormes y torpes manos—. Yo no encajo en los ambientes de lujo y belleza. ¿Ya viste lo que pasó durante la ceremonia, hace diecisiete años, cuando le di a mi túnica un color equivocado? ¡Y no creo que haya conseguido nunca que fuera el correcto desde entonces! Si el color debía ser Albaricoque Flambeado, el mío era Melocotón Pasado. ¡Oh!, puedes reírte, pero es verdad. Finalmente, decidí dejar de cambiar los colores de mi túnica. Era mucho más fácil llevar la sencilla túnica blanca sin adornos que corresponde a mi rango y profesión.
—¡Apostaría que tenías éxito! —dijo Dulchase mordaz.
—¡Oh, desde luego! —le respondió Saryon con una triste sonrisa y encogiéndose de hombros—. Ya sabes cómo me llamaban a mis espaldas: Padre Cálculo, debido a que únicamente podía hablar sobre matemáticas. —Dulchase emitió un gemido—. Lo sé. Se aburrían como ostras. Algunos llegaron a hacerse invisibles para huir. Una noche, el Conde simplemente se deshizo ante mis ojos. El pobre no quería ofenderme. Se sintió terriblemente avergonzado y se disculpó con mucha elegancia, pero se va haciendo viejo…
—Si tan sólo hicieses un esfuerzo…
—Lo intenté, de verdad. Me uní a los comadreos y a las diversiones —suspiró Saryon—. Pero resultó demasiado difícil. Me estoy haciendo viejo, supongo. Me voy a dormir dos horas antes de que la mayoría de los habitantes de Merilon piensen siquiera en sentarse a cenar. —Echó una ojeada a su alrededor, a las paredes de piedra que brillaban suavemente con un resplandor mágico—. Me gusta vivir en Merilon. Sus bellezas me siguen pareciendo tan nuevas y tan impresionantes como me lo parecieron el día que las vi por vez primera, hace diecisiete años. Pero mi corazón está aquí, Dulchase, quiero continuar con mis estudios. Necesito tener acceso a cierto material que hay aquí; estoy trabajando en una nueva fórmula y no estoy muy seguro de algunos de los teoremas mágicos que requiere. Verás, es así.
Dulchase se aclaró la garganta.
—Ah, sí, lo siento —sonrió Saryon—. Aquí está el Padre Cálculo de nuevo. Me entusiasmo demasiado, lo sé. De cualquier modo, estaba pensando en hacer una solicitud para volver aquí, cuando recibí esta llamada del Patriarca… —El rostro de Saryon se ensombreció.
—Anímate. No te asustes —le dijo Dulchase en tono despreocupado—. Es posible que desee ofrecerte su pésame por la muerte de tu madre. Después, probablemente, te invitará él mismo a que vuelvas. Después de todo, tú no eres como yo, tú has sido un buen chico, siempre te has comido la sopa y todas esas cosas. Y no debes preocuparte por ningún miembro de la corte; incluso siendo tan aburrido como tú eres, sin duda, no podrías ser nunca más aburrido que el Emperador. —Dulchase dirigió una rápida mirada al rostro que Saryon mantenía desviado—. Te has estado comiendo la sopa, ¿verdad?
—Sí, claro —respondió Saryon apresuradamente, con un esbozo de sonrisa que fue un terrible fracaso—. Tienes razón. Es probable que no sea más que eso.
Lanzándole una mirada a Dulchase, descubrió que el Diácono tenía los ojos clavados en él con curiosidad. El terrible peso de su culpa le asaltó de nuevo y, sintiéndose totalmente incapaz de permanecer cerca del astuto y perspicaz Dulchase por más tiempo, Saryon se despidió de manera bastante confusa y se alejó presuroso, mientras Dulchase lo seguía con la mirada, luciendo una sonrisa retorcida.
«Me gustaría saber qué secreto vergonzoso me ocultas, amigo mío. Yo no soy el único que se ha preguntado por qué te enviaron a Merilon hace diecisiete años. Bien, sea lo que fuere, te deseo suerte. Diecisiete años podrían muy bien ser diecisiete minutos por lo que se refiere a Su Divinidad. Lo que sea que hayas hecho, él no lo habrá olvidado, ni tampoco perdonado».
Dirigiéndose de regreso a sus propias obligaciones, Dulchase sacudió la cabeza con un suspiro.
Al abandonar a Dulchase, Saryon buscó refugio en la Biblioteca, donde podía contar con estar solo. Sin embargo, no se dedicó a estudiar. Sepultándose bajo un montón de pergaminos, para quedar fuera de la vista de cualquiera que acertase a pasar por allí, el Sacerdote hundió la cabeza tonsurada en las manos, sintiéndose tan desdichado como cuando había sido llamado a los aposentos de Vanya diecisiete años atrás.
Había visto innumerables veces al Patriarca Vanya durante los últimos años, puesto que el Patriarca siempre pernoctaba en la Abadía cuando visitaba Merilon; pero Saryon no había hablado con él desde aquel día fatídico.
Aquello no se debía a que el Patriarca lo evitase o lo tratase con frialdad. Muy al contrario, Saryon había recibido una carta muy amable con motivo del fallecimiento de su madre, en la que el Patriarca le hacía llegar su más sentido pésame y le aseguraba que el cuerpo de su madre reposaría en la misma tumba que el de su padre, en uno de los lugares más sagrados de El Manantial. Incluso se acercó a él durante las ceremonias fúnebres, pero Saryon, con el pretexto de estar profundamente afligido, se alejó.
No se sentía cómodo en presencia del Patriarca. Quizás ello se debía a que nunca había perdonado realmente a Su Divinidad por haber condenado a muerte al pequeño Príncipe, o quizá se debiera a que siempre que miraba a Vanya, Saryon veía únicamente su propia culpa. Tenía veinticinco años cuando cometió su crimen. ¡Ahora Saryon tenía cuarenta y dos, y le parecía como si hubiera vivido mucho más durante aquellos últimos diecisiete años que durante los veinticinco primeros! Lo que le había contado a Dulchase sobre su vida en la corte era sólo cierto en parte. No encajaba, eso era verdad, y la gente realmente lo consideraba un auténtico y verdadero pelmazo, pero aquél no era el verdadero motivo de que se mantuviera apartado de la corte.
La belleza y las diversiones de la vida cortesana no eran, había descubierto, más que una ilusión. Un ejemplo de ello era que Saryon había presenciado cómo la Emperatriz sucumbía, día a día, a una enfermedad que la iba debilitando sin que los Hacedores de la Salud supieran cómo tratarla. La Emperatriz se moría, todo el mundo lo sabía, y nadie hablaba de ello. Especialmente el Emperador, que no dejaba de comentar ninguna noche el mejorado aspecto que ofrecía su encantadora esposa y lo beneficioso que era el aire primaveral que habían traído los Sif–Hanar (hacía un año que era primavera en Merilon) para su recobrada salud. Toda la corte asentía y daba su aprobación, y las artes mágicas de sus damas de compañía ponían color en las pálidas mejillas de la Emperatriz y cambiaban el tono de sus ojos.
—Tiene un aspecto radiante, Majestad. Cada vez está más bella, Majestad. Nunca la habíamos visto tan animada, ¿no es así, Alteza?
Sin embargo, no podían añadir carne a su rostro hundido, ni apagar el brillo febril de su mirada, y lo que se rumoreaba en la corte era:
—¿Qué hará él cuando ella muera? El título desciende de la mujer. Su hermano está aquí de visita, es el heredero al trono. ¿Te lo han presentado? Permíteme. Podría resultar beneficioso.
Y de entre todo aquello, de entre toda aquella belleza y fantasía, lo único real parecía ser el Patriarca Vanya, moviéndose, trabajando, levantando un dedo para llamar a alguien junto a él, haciendo un gesto con la mano para arreglar algo allí, guiando, controlando, dueño siempre de sí mismo.
No obstante, Saryon lo había visto temblar una vez, hacía diecisiete años, y se preguntó, no por primera vez, qué era lo que Vanya les ocultaba. Oyó de nuevo las palabras del Patriarca: «Os podría dar la razón para hacerlo. —Luego el suspiro que había cortado sus palabras, seguido de una expresión fría y resuelta—. No. Vosotros me obedeceréis. No haréis preguntas».
Un novicio se materializó ante él, golpeándolo suavemente en el hombro. Saryon dio un respingo. ¿Cuánto tiempo habría permanecido allí el muchacho, sin que él lo viera?
—¿Sí, Hermano? ¿Qué sucede?
—Perdonad que os interrumpa, Padre, pero se me ha enviado para que os conduzca a los aposentos del Patriarca, cuando os parezca oportuno.
—Sí. Ahora mismo sería… perfecto.
Saryon se puso en pie con presteza. Se decía que ni el Emperador hacía esperar al Patriarca Vanya.
—Padre Saryon, pasad, pasad.
Incorporándose, Vanya hizo un gesto afectuoso con la mano. Su voz era cálida, aunque a Saryon le pareció que sonaba un poco forzada, como si le costara un esfuerzo mantener aquel tono amistoso.
Al ir a arrodillarse para besarle el borde de la túnica en señal de respeto, a Saryon le vino a la memoria, intensa y dolorosamente, la última vez que había efectuado aquel gesto, diecisiete años antes, y, posiblemente, el Patriarca lo recordó también.
—No, no, Saryon —le dijo afablemente, tomando al sacerdote de la mano—; podemos prescindir del ceremonial. Reservadlo para el público, que es a quien va dirigido. Ésta es una reunión privada, e íntima.
Saryon le dirigió una rápida mirada al Patriarca, entendiendo más cosas por el tono en que se pronunciaron aquellas palabras que por lo que decían las palabras en sí mismas.
—Me… me siento honrado, Divinidad —empezó a decir Saryon, algo confuso—, de haber sido llamado a vuestra presencia…
—Hay alguien aquí, Diácono, que me gustaría que conocierais —continuó el Patriarca Vanya sin alterarse, ignorando las palabras de Saryon.
Volviéndose, asustado, Saryon vio que había otra persona en la habitación.
—Éste es el Padre Tolban, un Catalista Campesino del poblado de Walren —dijo Vanya—. Padre Tolban, éste es el Diácono Saryon.
—Padre Tolban. —Saryon inclinó la cabeza como era la costumbre—. Que las bendiciones de Almin estén con vos.
No era de extrañar que Saryon no hubiera advertido la presencia de aquel hombre en el momento de entrar. Tostado por el sol, reseco y consumido, el Catalista Campesino se confundía con el artesonado de madera tan perfectamente como si formara parte de él.
—Diácono Saryon —musitó, balanceándose nerviosamente, mientras su mirada pasaba con rapidez de Saryon al Patriarca para volver a Saryon, y movía las manos nerviosamente, tirando de las largas mangas de su sencilla, raída y enlodada túnica verde.
—Por favor, tomemos asiento —dijo Vanya amablemente, indicando unas sillas con un gesto.
Saryon advirtió que el Catalista Campesino vacilaba un momento, para asegurarse de que realmente se le había incluido en la invitación, supuso. Ello hizo que la situación fuese un poco violenta, ya que, por cortesía, Saryon no podía sentarse si no lo hacía también el Catalista Campesino. De modo que, cuando ya iba a sentarse, se percató de que Tolban seguía aún de pie, lo cual lo obligó a detenerse para volverse a poner en pie, justo cuando Tolban decidía finalmente que le era permitido sentarse. No obstante, al ver que Saryon estaba de pie, el catalista volvió a ponerse en pie de un salto, sonrojándose totalmente azorado. Esta vez, el Patriarca Vanya decidió intervenir, repitiendo con voz afable pero firme su invitación para que se sentasen.
Saryon se dejó caer en una silla, aliviado. Se había visto ya dando saltos de un lado a otro casi toda la tarde.
Después de preguntarles si alguno de ellos deseaba un refresco —cosa que ninguno deseaba— y unos instantes de cortés charla sobre las dificultades de la siembra primaveral y cuáles eran las expectativas para la cosecha de aquel año, a todo lo cual recibió una respuesta apenas audible y bastante confusa del catalista, que mostraba un manifiesto nerviosismo, el Patriarca fue directo al grano.
—El Padre Tolban tiene una extraordinaria historia que contar, Diácono Saryon —dijo, manteniendo el mismo tono amable, como si fueran tres amigos manteniendo una conversación frívola.
Saryon se relajó en cierta medida, pero su perplejidad fue en aumento. ¿Por qué se lo había llamado a los aposentos privados de Vanya, un lugar que no había pisado desde hacía diecisiete años, para oír cómo un Catalista Campesino contaba una historia? Dirigió una mirada penetrante a Vanya, encontrándose con que el Patriarca lo estaba mirando con una expresión de fría malicia en los ojos.
Rápidamente, Saryon desvió su atención hacia el Catalista Campesino, que respiraba profundamente como si fuera a zambullirse en aguas gélidas, dispuesto ahora a prestar una gran atención a las palabras de aquel reseco hombrecillo. Aunque el rostro del Patriarca aparecía tan afable y plácido como de costumbre, Saryon había visto crisparse su mandíbula, de la misma manera que se había crispado durante la ceremonia por el Príncipe Muerto.
El Padre Tolban empezó su relato, y Saryon se dio cuenta de que no necesitaba obligarse a escucharlo. Le hubiera sido imposible dejar de hacerlo. Era la primera vez que escuchaba la historia de Joram.
El catalista experimentó diferentes emociones durante la narración, emociones que iban desde el sobresalto hasta un sentimiento de ultraje y repulsión, las emociones normales que se experimentan al oír algo tan horrible y siniestro. Pero Saryon experimentó, también, un temor que le atenazaba el estómago y helaba los huesos, un temor que se extendió desde sus entrañas a todo su cuerpo. Con un estremecimiento, se arropó aún más en sus confortables vestimentas.
«¿De qué tengo miedo? —se preguntó a sí mismo—. Aquí estoy, en los refinados aposentos del Patriarca, escuchando el vacilante y torpe relato de este viejo y marchito catalista. ¿Qué es lo que puede estar mal?»
Pero no sería hasta más tarde que Saryon recordaría la expresión en los ojos de Vanya mientras escuchaba la historia; sólo entonces comprendería por qué temblaba de espanto. Pero en aquel momento decidió que se debía únicamente a aquella mezcla de emoción y miedo que se experimenta al escuchar los relatos infantiles, relatos de criaturas muertas que acechan por las noches.
—Y cuando llegaron los Duuk–tsarith —concluyó el Padre Tolban tristemente—, hacía horas que el muchacho se había ido. Siguieron su pista hasta el País del Destierro, hasta que quedó bien patente que había desaparecido en aquel territorio salvaje. Pudimos ver que su rastro desaparecía al cruzar las fronteras de la civilización. También se encontraron huellas de centauros y, de hecho, no había mucho más que pudieran hacer, simplemente lo dieron por muerto, ya que todos sabemos que muy pocos de los que se aventuran en esas tierras consiguen regresar. Así es como yo lo comuniqué.
Vanya frunció el entrecejo y el catalista se ruborizó, bajando la cabeza.
—Cre… creo que emití un juicio algo prematuro, puesto que ahora, un año después…
—Eso será suficiente, Padre Tolban —observó el Patriarca Vanya, utilizando todavía un tono afable.
Pero no engañó al Catalista Campesino, que se quedó mirando al suelo con pesimismo mientras apretaba los puños. Saryon sabía lo que aquel desdichado debía de estar pensando: después de aquel desastre continuaría siendo un Catalista Campesino durante el resto de sus días. Sin embargo, aquello no era en modo alguno asunto de Saryon, como tampoco era el motivo por el que se le había pedido que escuchara aquella siniestra historia de locura y asesinato. Volvió a mirar, perplejo, al Patriarca, esperando encontrar una respuesta, pero Vanya no miraba a Saryon, ni tampoco miraba al pobre Catalista Campesino. El Patriarca miraba al vacío, con los labios apretados y el ceño arrugado, luchando mentalmente, sin lugar a dudas, con algún enemigo invisible. Por fin su lucha terminó, o, al menos, eso pareció, ya que se volvió hacia Saryon, con rostro nuevamente afable.
—Un suceso realmente espantoso, Diácono.
—Sí, Divinidad —repuso Saryon, sintiendo todavía aquel escalofrío que le recorría el cuerpo.
Uniendo las puntas de sus gordinflones dedos, Vanya tamborileó con ellos delicadamente.
—Se han dado varios casos, durante los últimos años, en que nos ha sido posible localizar a niños que nacieron Muertos y a los que, sin embargo, debido a la desafortunada actuación de sus padres, se les había permitido permanecer en el mundo. Cuando se los descubrió, se los liberó misericordiosamente de su terrible suplicio.
Saryon se removió incómodo en su asiento. Le habían llegado rumores de ello, y aunque sabía el tipo de existencia torturada que aquellos desgraciados debían de llevar, no podía evitar preguntarse si tan drásticas medidas eran realmente necesarias. Aparentemente estas dudas se reflejaron en su rostro, puesto que Vanya frunció el entrecejo y, volviendo la mirada hacia el inocente Catalista Campesino, procedió a amonestarlo.
—Ya sabéis, desde luego, que no podemos permitir que los Muertos vaguen por el país —dijo Vanya severamente al Padre Tolban.
—Sssí, Divinidad —tartamudeó el catalista, acobardado ante aquel ataque inmerecido e inesperado.
—La Vida, la magia, proviene de todo lo que nos rodea, del suelo que pisamos, el aire que respiramos, los seres vivos que crecen y se reproducen para servirnos…; sí, incluso las piedras y las rocas, restos destrozados de lo que una vez fueron inmensas montañas, nos facilitan Vida. Es esa energía que invocamos y canalizamos a través de nuestro cuerpo la que le da a los magos la capacidad para moldear y alterar los elementos que están en estado puro para que se conviertan en objetos a la vez útiles y hermosos.
Vanya miró con ferocidad al Catalista Campesino, para comprobar si le estaba prestando atención. El catalista, sin saber qué hacer y totalmente abatido, tragó saliva y asintió.
—Imaginad —continuó el Patriarca— que esta Energía Vital es un vino generoso con mucho cuerpo, cuyo olor, sabor y aroma —extendió las manos— es perfecto en todos los aspectos. ¿Diluiríais ese maravilloso vino con agua? —preguntó Vanya con brusquedad.
—¡No, oh no, Divinidad! —exclamó el Padre Tolban.
—¡Y sin embargo permitiríais que aquellos que están Muertos se moviesen entre nosotros y, lo que es peor, quizá dejaríais incluso que su semilla cayera en terreno fértil y se reprodujera! ¿Os gustaría que enredaderas de hierbas nocivas asfixiaran las vides?
El mismo catalista se encogió como una uva pasa bajo aquella andanada. El curtido rostro se contrajo, y sus arrugadas facciones se crisparon mientras declaraba enérgicamente que no tenía la menor intención de alimentar malas hierbas. Vanya le dejó parlotear, trasladando su mirada a Saryon, quien inclinó la cabeza. La reprimenda iba dirigida a él, desde luego, pero como no era correcto que un Patriarca regañase a un catalista de El Manantial en presencia de un subordinado, el Patriarca había escogido aquel método para regañarlo. Unos confusos recuerdos de bebés que hipaban y padres que lloraban penetraron en la mente de Saryon, pero los contuvo con firmeza. Había comprendido. El Patriarca estaba en lo cierto, como siempre. No sería el Diácono Saryon quien diluyera el vino.
Pero, se preguntó, mientras estaba allí sentado contemplando fijamente sus manos, que permanecían dobladas con cuidado sobre su regazo, ¿adónde conducía todo aquello?
Con un brusco ademán, Vanya acalló al Catalista Campesino, como quien arranca una planta de raíz y la deja luego en el suelo para que se seque. El Patriarca se dirigió entonces a Saryon.
—Diácono Saryon, os estaréis preguntando, sin duda, qué tiene que ver esta historia con vos, y ahora tendréis una respuesta: os voy a enviar a buscar a ese Joram.
Incapaz de articular palabra, Saryon se quedó mirándolo, horrorizado. Ahora era él quien tartamudeaba y balbuceaba, para alivio del Padre Tolban, quien parecía estar muy agradecido de que la atención se alejara finalmente de su persona.
—Pero… Divinidad, yo… Vos dijisteis que estaba Muerto.
—Nnno —titubeó el Padre Tolban, acobardado—. Yo… Me equivoqué…
—Entonces, ¿es que no está Muerto? —preguntó Saryon.
—No —repuso Vanya—. Y vos debéis encontrarlo y traerlo de vuelta.
Con los ojos fijos en el Patriarca, Saryon rebuscó en su cabeza qué era lo que podía argüir. «Que no soy un Duuk–tsarith. Que no tengo ni idea de cómo se arresta a un criminal peligroso. Que ya no soy joven, que soy un catalista, una palabra que es sinónimo de persona débil e indefensa».
—¿Por qué yo, Divinidad? —consiguió preguntar débilmente.
El Patriarca Vanya sonrió, sintiéndose indulgente ante el desconcierto de su sacerdote. Poniéndose en pie, se paseó hasta la ventana, agitando las manos a su espalda, con un movimiento que iba dirigido a sus dos subordinados, indicándoles que permanecieran sentados, ya que ambos habían hecho intención de levantarse cuando él se puso en pie.
Saryon se volvió a dejar caer sobre los blandos almohadones de la silla, pero al mismo tiempo, intentó cambiar de posición de tal manera que pudiera ver el rostro de Vanya mientras éste hablaba. Le resultó imposible. Dirigiéndose hacia la ventana, el Patriarca se quedó allí dándole la espalda a Saryon, contemplando el patio que había abajo.
—Veréis, Diácono Saryon —empezó; su voz seguía siendo agradable y tranquila—, ese joven, ese Joram, nos plantea un problema bastante especial. No encontró la muerte física en el País del Destierro tal y como se nos había informado. —Al llegar a este punto, Vanya se volvió a medias, examinando cuidadosamente un trozo de la tela de la cortina y frunciendo el entrecejo, irritado. El rostro del Catalista Campesino se volvió mortalmente pálido, pero Vanya murmuró al fin—: Tiene un defecto —continuó imperturbable—. El Padre Tolban ha recibido cierta información que nos lleva a creer que ese muchacho, ese Joram, se ha unido a un grupo que se denomina a sí mismo Cofradía de la Rueda.
Saryon miró al Padre Tolban, esperando encontrar alguna pista, puesto que el Patriarca había pronunciado aquellas palabras con un tono tal de terror que le hizo pensar que era la única persona en todo Thimhallan que nunca había oído hablar de ese grupo. Pero el catalista no le sirvió de ayuda; permanecía tan hundido en su silla, que resultaba prácticamente invisible.
Al no recibir respuesta del sacerdote, Vanya lo miró por encima del hombro.
—¿No habéis oído hablar de ellos, Padre Saryon?
—No, Divinidad —le confesó Saryon—, pues yo llevo una vida tan retirada…, mis estudios…
—No es necesario que os disculpéis —cortó Vanya. Cruzando las manos a la espalda, se volvió para mirarlo—. De hecho, me hubiera sorprendido que hubierais oído algo sobre ellos. Al igual que un padre amoroso oculta a sus hijos la existencia de cosas terribles y perversas hasta que sean lo suficientemente fuertes y sensatos para poder enfrentarse con ellas, así ocultamos nosotros a la gente la existencia de esa siniestra sombra, cargando nosotros con el peso para que ellos puedan vivir en la alegría. ¡Oh!, la gente no está en peligro —añadió, al ver que Saryon enarcaba las cejas, alarmado—. Es tan sólo que no permitiremos que vagos temores alteren la bella y apacible vida de Merilon, como han alterado la de otros reinos. Veréis, Padre Saryon, esta cofradía está dedicada al estudio del Arte Arcano, el estudio del Noveno Misterio, la Tecnología.
Una vez más, Saryon notó cómo aquel temor irracional le atenazaba las entrañas. Una sensación de escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
—Parece ser que ese Joram tenía un amigo, un joven llamado Mosiah. Uno de los Magos Campesinos se despertó una noche al oír ruidos, y miró por la ventana. Vio a Mosiah y a un muchacho, que está seguro era Joram, absortos en una conversación, y aunque no pudo oír todo lo que decían, jura que sorprendió las palabras «Cofradía» y «Rueda». Dijo que Mosiah retrocedió al oír esto, pero su amigo debió de ser muy persuasivo porque a la mañana siguiente, Mosiah se había ido.
Saryon le echó una mirada al Padre Tolban justo a tiempo para ver cómo el catalista le lanzaba una mirada furtiva a Vanya, que lo ignoraba cuidadosamente. Tolban desplazó la mirada hacia el otro catalista y pescó a Saryon mirándolo. Con un rubor culpable, Tolban volvió a contemplar sus zapatos con fijeza.
—Desde luego, sabemos de la existencia de esa cofradía desde hace algún tiempo. —El Patriarca Vanya frunció el entrecejo—. La componen todos aquellos parias e inadaptados que creen que el mundo les debe algo. No sólo hay Muertos entre ellos, sino también ladrones y bandidos, gente que no ha podido pagar sus deudas, vagabundos, rebeldes… Y ahora, un asesino. Provienen de todo el Imperio, desde Sharakan, que está al norte, hasta Zith–el, que está en el este. Están aumentando en número, y aunque los Dkarn–Duuk podrían encargarse de ellos con facilidad, el entrar allí para llevarse a ese joven por la fuerza significaría dar pie a un conflicto armado. Significaría habladurías, molestias y preocupaciones. No podemos permitir eso, no ahora, en que la situación política en la corte se mantiene en un equilibrio tan delicado.
Le lanzó a Saryon una mirada significativa.
—Esto…, esto es terrible, Divinidad —farfulló Saryon, todavía demasiado confuso para entender más de una palabra de cada diez. Pero Vanya lo estaba mirando, esperando una respuesta, así que dijo lo primero que se le vino a la cabeza—. Sin duda… er… algo debe hacerse. No podemos vivir sabiendo que existe esa amenaza…
—Se está haciendo algo, Diácono Saryon —dijo el Patriarca con voz tranquilizadora—. Podéis estar seguro de que el asunto está controlado, lo cual es otro motivo para que la captura del chico se lleve a cabo con delicadeza; pero, al mismo tiempo, no nos atrevemos a permitir que el asesinato de un capataz quede sin castigo. El rumor se va extendiendo entre los Magos Campesinos, que son, como ya sabéis, unos individuos descontentos y rebeldes. Dejar que ese muchacho siga libre después de su horrible crimen les animaría a propagar la anarquía entre ellos. Debido a esto, el joven debe ser capturado vivo y sometido a juicio por su crimen. Capturado vivo —musitó Vanya, ceñudo—. Eso es de gran importancia.
Saryon creyó, finalmente, que empezaba a comprender.
—Entiendo, Divinidad. —Le costó un poco pronunciar aquellas palabras a través del amargo regusto que sentía en la boca—. Necesitáis a alguien que entre allí, aísle a ese joven, abra un Corredor, y conduzca a los Duuk–tsarith hasta él sin que nadie se dé cuenta. Y vos me habéis elegido a mí porque me vi envuelto una vez con las Artes…
—Se os ha escogido por los excelentes conocimientos matemáticos que poseéis, Diácono Saryon —lo interrumpió el Patriarca, eludiendo con suavidad la frase de Saryon. Una mirada dirigida al Catalista Campesino y un ligero movimiento de cabeza fueron suficientes para recordar a Saryon que no debía mencionar aquel viejo escándalo—. Estos Tecnólogos, según se nos ha dado a entender, se sienten sumamente atraídos por las matemáticas, ya que creen que son la clave para descifrar sus Artes Arcanas. Eso os facilitará una cobertura ideal y hará que os acepten en su grupo más fácilmente.
—Pero, Divinidad, soy un catalista no un… un rebelde, o un ladrón —protestó Saryon—. ¿Por qué habrían de aceptarme?
—Con anterioridad han existido catalistas renegados —observó Vanya irónicamente—. El padre de ese Joram era uno de ellos, en realidad. Recuerdo muy bien aquel incidente. Se lo consideró culpable de una concepción realizada mediante el repulsivo acto de unirse físicamente con una mujer. Se lo sentenció a la Transformación en Piedra…
Un estremecimiento involuntario recorrió a Saryon. Parecía como si todos sus viejos pecados se apiñaran sobre él. Volvieron a él también las espeluznantes pesadillas de su juventud, aumentando aún más su nerviosismo. ¡La suerte del padre de Joram podría muy bien haber sido la suya! Por un momento estuvo a punto de ponerse enfermo y tuvo que recostarse en los almohadones de su silla, sintiéndose incapaz de prestar atención a las palabras de Vanya, hasta que la sangre no dejó de martillarle en los oídos y fue cediendo aquella sensación de vértigo.
—Seguramente recordaréis el incidente, ¿no es así, Diácono Saryon? Fue hace diecisiete años… Claro, no, me olvidé. Vos estabais… absorto… en vuestros propios problemas en aquella época. Continuando con ello, cuando se le dijo que su hijo no había pasado las Pruebas, la madre, creo que su nombre era Anja, desapareció, llevándose al niño con ella. Intentamos localizarla, pero resultó imposible. Ahora, al menos, sabemos qué les sucedió a ella y a su hijo.
—Divinidad —dijo Saryon, tragándose la bilis que se le había formado en la boca—, no soy joven, y no creo estar preparado para una misión tan importante. Me siento honrado por la confianza que habéis depositado en mí, pero los Duuk–tsarith están mucho más capacitados…
—Os subestimáis, Diácono —le contestó afablemente el Patriarca Vanya, abandonando la ventana y cruzando la habitación—. Habéis estado viviendo demasiado tiempo enterrado entre vuestros libros. —Deteniéndose exactamente frente a Saryon, bajó la mirada hacia el sacerdote—. Quizá tenga otras razones para escogeros, razones que no estoy en condiciones de discutir. Se os ha escogido. Desde luego, no puedo obligaros a hacer esto, pero ¿no creéis que le debéis algo a la Iglesia, Saryon, a cambio de, digamos, pasados favores?
El Catalista Campesino no podía ver el rostro del Patriarca. Tan sólo Saryon podía verlo, y recordó aquella expresión hasta el día de su muerte. Las rechonchas mejillas mostraban un aspecto plácido y tranquilo. Vanya sonreía incluso ligeramente, enarcando una ceja, pero los ojos… Su mirada era terrible: fría, siniestra e inflexible.
Súbitamente, Saryon comprendió la genialidad de aquel hombre y pudo, por fin, darle un nombre a aquel temor irracional que sentía. El castigo de aquel crimen que había cometido tantos años atrás era evidente que no había sido ni olvidado ni perdonado.
No, había sido sencillamente aplazado.
Durante diecisiete años, Vanya había esperado pacientemente por si se presentaba la oportunidad de utilizarlo…
De utilizarlo a él…
—Bien, Diácono Saryon —dijo el Patriarca, todavía con el mismo tono afable—, ¿qué me decís?
No había nada que decir. Nada a excepción de aquellas anticuadas palabras que Saryon había aprendido hacía tanto tiempo… Al repetirlas ahora, igual que las repetía cada mañana durante la Ceremonia del Alba, casi le pareció ver la blanca y delgada mano de su madre trazándolas en el aire.
—Obedire est vivere. Vivere est obedire. Obedecer es vivir. Vivir es obedecer.