El momento de la siembra de primavera llegó, y todo el mundo trabajaba en conjunción durante la siembra. Cada uno de ellos, desde el más joven al de más edad, se afanaba en los campos desde antes de la salida del sol hasta muy entrada la tarde, sembrando las simientes, o colocando los planteles criados cuidadosamente durante el invierno, en la tibia y recién arada tierra. Era un trabajo que debía realizarse con rapidez, pues muy pronto llegarían los Sif–Hanar para sembrar las nubes, de la misma manera que los Magos Campesinos sembraban la tierra, enviando las suaves lluvias que harían que los campos recuperaran su lozanía y su verdor.
De todas las estaciones del año, la que Joram odiaba más era la que correspondía a la siembra de primavera. A pesar de que ahora, a los dieciséis años, había alcanzado tal habilidad en el arte de la prestidigitación que era casi imposible descubrir sus trucos, las simientes eran tan diminutas que incluso a pesar de su destreza, resultaba torpe y lento en la siembra. Por la noche, las manos y los hombros le dolían terriblemente a causa del duro trabajo y la tensión para mantener viva la ilusión de que poseía magia.
Aquel año iba a resultar especialmente difícil, ya que tenían un nuevo capataz, porque había fallecido el anterior durante el invierno. El nuevo capataz había sido traído del norte de Thimhallan, donde hacía años que se fermentaba la rebelión entre los Magos Campesinos y las clases bajas. Por lo tanto, era una persona que estaba siempre alerta a las señales de sublevación; de hecho estaba siempre a la espera de verlas aparecer. Y las encontró inmediatamente en Joram. Desde un principio, decidió que apagaría aquel fuego colérico que podía ver en los ojos del joven.
Una mañana, los magos llegaron a los campos muy temprano, prácticamente antes de la salida del sol. Agrupándose, permanecieron ante el capataz, aguardando con paciencia a que les asignara sus tareas.
Joram no se quedó de pie pacientemente, no obstante. Empezó a moverse nerviosamente apoyándose primero en un pie y luego en el otro, doblando las bien proporcionadas manos para librarlas del entumecimiento matutino, sabiendo que el capataz lo observaba. Éste lo había elegido para someterlo a una vigilancia especial, aunque Joram no tenía idea del motivo de ello. Más de una vez, al levantar la mirada de su trabajo había descubierto, no sin cierta inquietud, los agudos ojos del capataz clavados en él.
—Claro que te vigila, orgullo mío —le decía Anja afectuosamente cuando Joram le mencionaba sus recelos—. Está celoso, como lo están todos los que te ven. Sabe reconocer a un miembro de la nobleza. Es posible que tenga miedo de tu cólera cuando recibas lo que te pertenece.
Pero Joram hacía tiempo que había dejado de hacer caso a aquellos discursos de su madre.
—Cualquiera que sea el motivo —le espetó, impaciente—, me está vigilando. Y no son celos, ten en cuenta lo que te digo.
Aunque quitaba importancia a los temores de su hijo, Anja estaba más asustada de lo que quería admitir; también ella había notado que el capataz parecía sentir un extraordinario y aparentemente hostil interés por su hijo y empezó a revolotear alrededor de Joram, trabajando junto a él en los campos siempre que podía, intentando encubrir su lentitud. Sin embargo, en su excesivo entusiasmo por protegerlo, la mayoría de las veces Anja atraía la atención del capataz en lugar de apartarla. A causa de todo ello, Joram se sentía cada vez más nervioso y preocupado, y la cólera que latía siempre en su interior empezó a arder con más fuerza, ahora que tenía un blanco.
—Tú —llamó el capataz, haciéndole una señal a Joram—. Hacia allí. Empieza a sembrar.
Malhumorado, Joram se alejó junto con los otros jóvenes, chicos y chicas, colgándose el saco de semillas al hombro. Aunque no se le había dicho que lo hiciera, Anja siguió a Joram rápidamente, temerosa de que el capataz la enviara a otro punto del campo.
—Catalista —se oyó la voz del capataz—, vamos atrasados. Quiero que le otorgues Vida a toda esta gente. Hoy flotarán en lugar de andar. Imagino que de esta forma podrán cubrir un tercio más de terreno.
Aquélla era una petición desacostumbrada, que hizo que el Padre Tolban mirara al capataz interrogativamente. No iban retrasados, y no había necesidad de aquello, pero, aunque al Padre Tolban no le gustaba aquel hombre, no le puso trabas. El catalista había quedado aprisionado en aquella vida de tediosa y dura labor. Incluso había abandonado finalmente sus estudios. Día tras día, ocupaba su puesto en los campos junto a los otros magos, día tras día recorría penosamente las largas hileras de terreno arado. El viento invernal lo helaba, y el sol del verano lo deshelaba. Todo él se había vuelto tan moreno, reseco y marchito como un tallo de maíz del año anterior.
Cuando el catalista empezó a salmodiar el ritual, Joram se quedó helado. Por mucha Vida que se le otorgara, él permanecería atado al suelo. Muy dentro de él, la vieja herida volvió a dolerle: La Diferencia. Estuvo a punto de dejar de andar, pero Anja, detrás de él, lo empujó hacia adelante, clavándole las afiladas uñas en el brazo.
—¡Sigue andando! —le susurró—. No se dará cuenta.
—Se dará cuenta —replicó Joram, apartando el brazo, enojado.
Anja se agarró a él sin inmutarse.
—Entonces le diremos lo que siempre le dijiste al otro —siseó—. No estás bien, y necesitas conservar tu Energía Vital.
Uno a uno, los Magos Campesinos, a los que el catalista había inundado de Vida, empezaron a utilizar su magia para elevarse grácilmente en el aire. Al igual que pequeños pájaros pardos, empezaron a volar rozando apenas la superficie del suelo, arrojando las semillas sobre el recién arado campo con rapidez.
Joram y Anja siguieron andando por el suelo.
—¡Eh! ¡Parad! Vosotros dos, esperad un momento. Daos la vuelta.
Joram se detuvo, pero se mantuvo de espaldas al capataz. Anja se detuvo también y se volvió a medias, mirando a través de su enmarañada masa de sucios cabellos, con la barbilla levantada en señal de desafío.
—¿Nos hablabas a nosotros? —preguntó con frialdad.
Ignorándolos por un momento, el capataz se dirigió majestuosamente hacia donde estaba el Padre Tolban.
—Catalista —le dijo, indicando la espalda de Joram—, abre un conducto hacia ese muchacho.
—Ya lo he hecho, capataz —repuso el Padre Tolban, en tono herido—. Soy perfectamente capaz de cumplir con mis deberes…
—¿Lo has hecho? —lo interrumpió el capataz, mirando a Joram con ferocidad—. ¡Y ahora él se queda ahí, absorbiendo Energía Vital, almacenándola para su propio uso! ¡Negándose a obedecerme!
—No creo que eso sea verdad —contestó el catalista, mirando fijamente a Joram como si lo viera por primera vez—. Es muy curioso. No percibo la sensación de que este joven esté absorbiendo Vida de mí en absoluto…
Pero el capataz se alejó con un gruñido del catalista, que seguía aún con su exposición, y atravesó el terreno recién arado en dirección a Joram.
Joram lo oyó acercarse, pero no se volvió para mirarlo. Con la vista fija al frente, sin ver, apretó los puños. ¿Por qué aquel hombre no lo dejaba en paz?
Mosiah, que contemplaba la escena nervioso, sintió cómo la verdad se le deslizaba bajo la piel como si fuera una astilla. Rápidamente le hizo una seña a Joram para que se volviera y le hablara al capataz. ¡Joram podía ocultarlo! Lo había hecho todos aquellos años. Había innumerables cosas que podía ofrecer como excusa.
Pero, si Joram llegó a ver a su amigo, lo ignoró por completo. No sabía cómo hablarle a aquel hombre y mucho menos cómo razonar con él. Sólo podía permanecer allí en silencio, perfectamente consciente de que todos los otros magos se habían detenido y tenían la vista fija en él. La sangre se le subió a la cabeza; la ira y la vergüenza le golpeaban las sienes. ¿Por qué no podían todos ellos dejarlo en paz?
Colocándose detrás de Joram, el capataz estiró un brazo para agarrarlo por un hombro, intentando imponer su voluntad por la fuerza sobre el hosco muchacho; pero antes de que pudiera tocarlo, Anja se colocó entre el capataz y su hijo.
—No se encuentra bien —dijo rápidamente—. Debe conservar su Energía Vital…
—¡No está bien! —resopló el capataz, pasando la mirada por el musculoso cuerpo de Joram—. Se encuentra lo bastante bien como para ser un condenado rebelde.
Empujando a Anja a un lado, el capataz puso la mano sobre el hombro de Joram. Al sentir su contacto, Joram se volvió para mirarlo, mientras de manera involuntaria se echaba algunos pasos atrás, apartándose de él.
Flotando en el aire cerca de allí, Mosiah empezó a moverse hacia adelante con la idea de intervenir, pero su padre lo detuvo con una mirada.
—Yo no soy un rebelde —dijo Joram, respirando pesadamente. Daba la sensación de que se estaba ahogando—. Dejadme seguir con mi trabajo. Y dejad que lo haga en la forma en que mejor lo hago…
—¡Lo harás como se te diga, bribón! —gruñó el capataz, e iba a dar un nuevo paso adelante cuando el Padre Tolban, que había estado contemplando a Joram con el rostro lívido y los ojos muy abiertos, exhaló de repente un agudo chillido. Avanzando a trompicones, tropezando con su sencilla túnica verde, agarró el brazo del capataz.
—¡Está Muerto! —jadeó el catalista—. ¡Por los Nueve Misterios, capataz, este muchacho está Muerto!
—¿Qué? —Sobresaltado, el capataz se volvió hacia el catalista, que lo zarandeaba frenéticamente.
—¡Muerto! —balbuceó el Padre Tolban—. Me preguntaba… ¡Pero nunca intenté darle Vida a él! Su madre siempre… ¡Está Muerto! ¡No existe Vida en él! No puedo obtener ninguna respuesta…
¡Muerto! Joram clavó los ojos en el catalista. Por fin se habían pronunciado aquellas palabras. Finalmente, aquella verdad que él conocía en su interior había penetrado en su cerebro y en su alma. Recordó fragmentos de la historia de Anja. La Visión. No habría descendencia viva. Recordó las palabras de Mosiah. Niños Muertos sacados subrepticiamente de las ciudades. Niños Muertos sacados clandestinamente de Merilon.
Asustado y aterrorizado, Joram miró a Anja… y vio la verdad.
—No —dijo, dejando caer el saco de simientes al suelo sin que nadie pareciera advertirlo y retrocediendo otro paso—. No —repitió moviendo la cabeza negativamente.
Anja le tendió los brazos. Su rostro aparecía mortalmente pálido debajo de la mugre, los ojos muy abiertos y atemorizados.
—¡Joram! ¡Mi amor! ¡Mi niño! Por favor, escucha…
—Joram —intervino Mosiah.
Se acercó haciendo caso omiso de la mirada de desaprobación de su padre, aunque no tenía ni idea de lo que podía hacer, sintiendo únicamente que podía ofrecer consuelo.
Pero Joram no vio ni oyó a su amigo. Mirando a su madre, horrorizado, el muchacho se echó hacia atrás apartándose de ella mientras sacudía la cabeza violentamente. La negra cabellera se soltó de sus ataduras y los oscuros rizos le cayeron sobre el rostro, parodiando las lágrimas que su madre le había enseñado a reprimir.
—¡Muerto! —repitió el capataz, aparentemente dándose cuenta en aquel momento de lo que significaba. Sus ojos brillaron—. Existe una recompensa por los Muertos vivientes. Dame Vida, catalista —ordenó—. ¡Luego abre un Corredor! Lo mantendré prisionero hasta que lleguen los Ejecutores…
Sucedió en menos tiempo del que se tarda en guiñar un ojo o exhalar un suspiro.
Con la imagen del rostro pálido de Joram ante sus ojos, Anja se apartó de él para enfrentarse al capataz. Su hijo, su hermoso hijo, sabía la verdad ahora, y la odiaría para siempre, podía ver el odio en sus ojos; la atravesaba como la fría espada de un enemigo. Y resonando en medio de aquel terrible dolor, atormentándola como las notas de una música aguda y discordante, estaba la palabra «Ejecutor».
Mucho tiempo atrás, los Ejecutores, los Duuk–tsarith, habían venido para llevarse a su amante, y había sido un Duuk–tsarith quien lo había convertido en piedra. Ahora iban a llevarse a su hijo. Igual que cuando vinieron aquella otra vez…
—¡No…! ¡No te lleves a mi bebé! —gritó Anja frenéticamente—. No debes hacerlo. Pronto estará caliente. Yo le daré calor. ¿Que nació Muerto? ¡No! ¡Te equivocas! Mira, lo sostendré así, contra mi cuerpo. Pronto entrará en calor. Respira, mi niño. Respira, pequeñín. ¡Estáis mintiendo, bastardos! ¡Mi bebé respirará! Mi bebé vivirá. La Visión fue una mentira…
—¡Hazla callar y llama a un Ejecutor! —chilló el capataz, alejándose.
El Padre Tolban notó cómo fluía el conducto. Su energía estaba siendo absorbida con tal fuerza, que cayó de rodillas. Con sus últimas energías, consiguió detener aquella fuerza vivificadora, pero era demasiado tarde. Levantando los ojos, contempló con impotencia cómo las uñas de Anja se curvaban convirtiéndose en poderosas y afiladas garras, y los dientes le crecían transformándose en colmillos. El harapiento vestido se convirtió en el sedoso pelaje de un cuerpo de poderosa musculatura. Moviéndose veloz y silenciosa ahora que había adoptado aquel aspecto felino, Anja saltó sobre el capataz.
El catalista gritó algo incoherente a modo de advertencia. Girándose con rapidez, el capataz vislumbró a la enfurecida maga, y levantando el brazo para protegerse, activó con un movimiento reflejo un escudo mágico de defensa.
Se oyó un crujido y un terrible grito agonizante, y Anja cayó al suelo, yaciendo como un montón de restos calcinados sobre el suelo recién labrado. El hechizo desapareció, y recuperando de nuevo la forma humana, levantó los ojos hacia Joram intentando decir algo; luego, sacudiendo la cabeza, se quedó quieta, inmóvil, la mirada clavada en el azulado cielo primaveral.
Debilitado y horrorizado, el Padre Tolban se arrastró hasta allí, arrodillándose junto a ella.
—Está muerta —murmuró el catalista, aturdido—. La habéis matado.
—No quería hacerlo —protestó el capataz, mirando el cuerpo sin vida de la mujer que yacía en el suelo a sus pies—. ¡Lo juro! ¡Fue un accidente! Ella… ¡Tú la viste! —El capataz se volvió para mirar a Joram—. ¡Estaba loca! Tú lo sabes, ¿verdad? ¡Saltó sobre mí! Yo…
Joram no respondió. El desconcierto había desaparecido de su mente. El temor ya no lo cegaba. Lo veía todo con una sorprendente claridad.
«Del cuerpo de mi madre ha desaparecido la Vida. El mío no la ha conocido nunca». Ahora que en su interior se había dado a conocer la verdad, podía aceptarla. El dolor se convirtió en una parte de él, sin diferenciarse de cualquier otro dolor.
Mirando a su alrededor, Joram vio la herramienta que necesitaba y, agachándose, cogió la pesada piedra. Se detuvo incluso un momento para reparar en la textura y el tacto de la piedra que tenía en la palma de la mano. Áspera y puntiaguda, sus afilados cantos se le clavaban en la piel. Era un objeto frío y sin vida, tan Muerto como él mismo, y le vino a la memoria, incongruentemente, la piedra que Anja le había dado de niño, diciéndole que hiciera «que el aire se la tragara».
Sopesando la piedra durante un instante, para cogerle el peso, Joram se irguió y la arrojó, con todas sus fuerzas, contra el capataz.
Ésta golpeó al hombre en un lado del rostro, hundiéndose en su cabeza con un sonido parecido al que produce un melón demasiado maduro cuando se lo aplasta contra el suelo.
El Padre Tolban, que seguía arrodillado junto al cuerpo de Anja, se quedó paralizado, como si se hubiera convertido en piedra, y los Magos Campesinos empezaron a descender hasta el suelo, sintiendo cómo la Energía Vital los abandonaba a medida que sus mentes asimilaban con un sobresalto lo que acababa de ocurrir.
Joram permanecía de pie en silencio, sin moverse, mirando los cuerpos que yacían en el suelo.
Anja daba lástima de ver. Delgada y demacrada, vestida con los harapos de sus tiempos felices, había muerto tal y como había vivido, pensó Joram con amargura. Había muerto negando la verdad. Dedicó luego una mirada —sólo una— al capataz, que yacía de espaldas, mientras la sangre que manaba de su terrible herida formaba un charco sobre el barro recién removido. Aquel hombre no había visto venir la agresión, ni siquiera había imaginado tal posibilidad.
Mirando sus manos, y mirando luego la piedra que estaba junto a la aplastada cabeza del hombre, lo único que Joram pudo pensar fue: «Qué fácil… Qué asombrosamente fácil ha sido matar con esta sencilla herramienta…».
Notó que alguien le tocaba el brazo, y girándose atemorizado sujetó a Mosiah, quien se echó hacia atrás asustado ante la demencia que se reflejaba en aquellos oscuros ojos marrones.
—¡Soy yo, Joram! ¡No te voy a hacer ningún daño!
Mosiah levantó las manos.
Al oír su voz, Joram aflojó ligeramente la presión, mientras un ligero atisbo de reconocimiento afloraba a sus ojos, alejando las tinieblas.
—¡Tienes que irte de aquí! —le dijo Mosiah, apremiante. Tenía el rostro pálido, y los ojos tan desorbitados que parecían totalmente blancos con tan sólo un diminuto punto de color—. ¡Date prisa! ¡Antes de que el Padre Tolban abra el Corredor y traiga a los Duuk–tsarith!
Joram contempló a Mosiah sin comprender, luego volvió la cabeza hacia los cuerpos que yacían en el suelo.
—No sé adónde —musitó—, no puedo…
—¡El País del Destierro! —le dijo Mosiah, sacudiéndolo—. A la frontera, donde querías ir aquel día. Hay gente que vive allí. Proscritos, rebeldes, Hechiceros. Tú estabas en lo cierto, he hablado con ellos. ¡Te ayudarán, pero debes darte prisa, Joram!
—¡No! ¡No le dejéis escapar! —gritó el Padre Tolban. Señalando a Joram, el catalista abrió conductos a toda potencia en dirección a los magos, enviándoles Vida—. ¡Detenedlo!
—¿Padre? —gritó Mosiah con urgencia, volviéndose.
—Mosiah tiene razón. Huye, Joram —dijo el mago—. Vete al País del Destierro. Si sobrevives, los que viven allí velarán por ti.
—No te preocupes por tu madre, Joram —se oyó una voz de mujer—. Nosotros nos ocuparemos de la ceremonia. Es mejor que corras, muchacho, antes de que lleguen los Duuk–tsarith.
Pero Joram permanecía aún allí, contemplando los cuerpos.
—Acompáñale parte del camino, Mosiah —le dijo su padre—. Está atontado. Nos ocuparemos de que tenga tiempo suficiente para huir.
Los magos se movieron en dirección al Padre Tolban, quien se echó hacia atrás, mirándolos con fijeza.
—¡No os atreváis! —gimoteó el catalista—. ¡Os denunciaré! Una revuelta…
—Vos no nos denunciaréis —dijo el padre de Mosiah con calma, mientras seguía avanzando—. Nosotros intentamos detener al chico, ¿no es verdad?
Los otros Magos Campesinos asintieron con la cabeza.
—Vuestra vida ha sido bastante fácil aquí, Padre. No os gustaría que eso cambiara ahora, ¿verdad? Mosiah, haz que empiece a moverse…
Pero Joram ya había vuelto en sí, como si regresara de muy lejos.
—¿Por dónde? —preguntó a Mosiah con voz segura—. No recuerdo…
—¡Iré contigo!
Joram sacudió la cabeza.
—No, tú tienes una vida aquí. —Se detuvo, y añadió con amargura—: Tú tienes una vida. Vamos, ¿en qué dirección? —repitió.
—Nordeste —respondió Mosiah—. Cruza el río, y una vez que estés en el bosque, ten cuidado.
—¿Cómo podré encontrar a esa gente?
—No podrás. Ellos te encontrarán a ti, esperemos, antes de que algo peor lo haga. —Le tendió una mano—. Adiós, Joram.
Joram contempló durante un momento la mano del joven. Era la única vez que recordaba haber visto que alguien le tendiera la mano para ayudarlo o simplemente en señal de amistad. Examinando el rostro de Mosiah, vio compasión en sus ojos, una compasión y una repugnancia que no podía ocultar.
Compasión por un hombre Muerto.
Volviéndose, sin mirar atrás, Joram echó a correr por los campos labrados.
Mosiah dejó caer la mano, y durante un buen rato siguió a Joram con la mirada; luego, con un suspiro, fue a colocarse junto a su padre.
—Muy bien, catalista —dijo el mago, una vez que la figura de Joram hubo desaparecido en los bosques cercanos—. Abrid el Corredor y haced venir a los Ejecutores. Y Padre —añadió mientras el catalista se volvía, encogido, para regresar a su cabaña—, recordad cómo ha ido todo, ¿queréis? Los Duuk–tsarith estarán aquí tan sólo unos minutos. Vos os quedaréis aquí durante mucho, mucho tiempo…
Con la cabeza inclinada en señal de asentimiento, el Padre Tolban lanzó a los magos una última y temerosa mirada. Y luego se alejó a toda prisa.
Una de las mujeres se arrodilló junto a Anja y, moviendo las manos por encima de aquel cuerpo quemado, creó un ataúd de cristal alrededor del cadáver mientras los otros magos hacían elevarse el cuerpo del capataz y lo enviaban hacia el poblado.
—Si el chico está realmente Muerto, no le habéis hecho ningún favor enviándolo ahí fuera —observó una mujer, con la mirada clavada en la oscuridad del bosque—. No tendrá la menor posibilidad si se ha de enfrentar a esas cosas que vagan por el País del Destierro.
—Al menos tendrá una oportunidad de luchar por su vida —respondió Mosiah con vehemencia, pero sorprendiendo la mirada de su padre, se atragantó y se quedó silencioso.
La misma pregunta apareció en la mente de todos.
¿Qué vida?