Joram tenía siete años cuando empezó la parte oscura y secreta de su educación.
Un atardecer, después de cenar, Anja estiró las manos e hizo correr los dedos a través del espeso y enredado pelo de Joram. Éste se puso en tensión; aquello era siempre el preludio de sus historias, un momento que él esperaba y temía a la vez, confuso, durante cada una de las horas de su solitario día. Pero ella no empezó a peinarle el cabello como de costumbre. Desconcertado, el muchacho levantó los ojos hacia ella.
Anja lo miraba con fijeza, acariciándole el cabello distraídamente. Estudió su rostro, moviendo la mano para acariciarle la mejilla. Durante todo aquel tiempo, él se dio cuenta de que algo daba vueltas en su cabeza, jugueteaba con una idea igual que un Pron–alban juguetea con una gema para ver si tiene algún defecto. Finalmente apretó los labios resueltamente.
Agarrando a Joram por el brazo, tiró de él para hacerlo sentar junto a ella en el suelo.
—¿Qué pasa, Anja? —preguntó él, inquieto—. ¿Qué vamos a hacer? ¿No me vas a hablar de mi padre?
—Más tarde —dijo Anja con firmeza—. Ahora, vamos a jugar a un juego.
Joram miró a su madre con desconfiado asombro. Anja no había jugado jamás a nada, y tenía el presentimiento de que no iba a empezar ahora. Anja intentó sonreírle al niño tranquilizadoramente, pero las extrañas e insensatas muecas de Anja no hicieron más que aumentar el nerviosismo de Joram. No obstante, la observó con una especie de ávida impaciencia. Cualquier cosa que ella hacía parecía herirle, pero como aquel que no puede evitar pasarse la lengua por encima de la muela cariada, Joram parecía no poder evitar hurgar en su dolorido corazón, sintiendo una cierta satisfacción macabra al cerciorarse de que el dolor seguía allí.
Anja metió la mano en una bolsa pequeña que colgaba de una tira de piel que llevaba alrededor de la cintura y sacó una piedra pequeña y lisa. Lanzándola al aire, utilizó su magia para hacer que el aire se la tragase. Al desaparecer la piedra, Anja miró a Joram con una expresión de triunfo que el muchacho encontró bastante desconcertante. No había nada de maravilloso en que la piedra desapareciese; tales hazañas eran cosa común, incluso en el humilde mundo de los Magos Campesinos. Ahora, si ella le mostrara tan sólo alguna de las maravillas que le había descrito que se creaban en Merilon…
—Muy bien, cariñito —dijo Anja, extendiendo el brazo en él aire y haciendo aparecer la piedra—, puesto que pareces tan poco impresionado, inténtalo tú.
Joram frunció el entrecejo, sus oscuras y pobladas cejas formando una severa línea a través de su rostro infantil. Ahí estaba. Ahí estaba la herida. Hurgó en aquel dolor sordo.
—Sabes que no puedo —dijo, malhumorado.
—Toma la piedra, mi amor —repuso Anja alegremente, tendiéndosela.
Pero Joram no vio una risa alegre en los ojos de su madre, únicamente determinación, resolución y un extraño y misterioso destello. Estirando el brazo, Joram cogió la piedra.
—Haz que el aire se la trague —ordenó Anja.
Con el ceño aún fruncido, el muchacho lanzó la piedra al aire con un suspiro de exasperación. Ésta golpeó con estrépito a sus pies.
En medio del silencio que siguió, Joram pudo oír cómo la piedra daba vueltas y más vueltas sobre el suelo de madera. Cuando por fin se detuvo, Joram miró a su madre de reojo.
—¿Por qué no puedo hacer que se desvanezca? —preguntó en voz baja—. ¿Por qué soy diferente? Incluso un catalista puede hacer una cosa tan simple…
—¡Bah! Y también será una cosa muy simple para ti, algún día. —Anja acarició los negros y crespos rizos que se enroscaban alrededor del rostro de Joram—. No te atormentes. Los miembros de la nobleza a veces son algo lentos en desarrollar la magia.
Pero Joram no estaba satisfecho. Ella no lo había mirado mientras le hablaba, su mirada estaba fija en su pelo. Enojado, echó la cabeza hacia atrás, apartándola de sus manos.
—¿Cuándo? —preguntó, tozudo.
El muchacho vio cómo su madre apretaba los labios y se preparó para enfrentarse a su ira, pero entonces la mano de Anja cayó flojamente sobre su regazo. Su mirada se enturbió.
—Algún día, pronto —replicó, sonriendo vagamente—. No, no me molestes con preguntas. Dame la mano.
Joram dudó, mirando a su madre, como dispuesto a discutir. Luego, viendo que no serviría de nada, extendió la mano. Anja la tomó, estudiándola con atención.
—Los dedos son largos y delicados —dijo, hablando con ella misma—. Su movimiento rápido, flexible. Sí, perfecto. Muy bien.
Haciendo que la piedra se elevara en el aire desde el suelo, Anja la depositó en la palma del niño.
—Joram —dijo dulcemente—, te voy a enseñar a hacer desaparecer la piedra. Lo que te voy a enseñar es magia, pero es una magia secreta. No debes enseñársela nunca a nadie más, ni permitir que nadie te vea utilizarla o nos enviarían a ambos al Más Allá. ¿Lo comprendes, corazón mío?
—Sí —replicó Joram.
Los ojos abiertos de par en par y con una mirada de incredulidad, su temor y su desconfianza habían sido reemplazados por una repentina avidez de conocimientos.
—La primera vez que arrojé la piedra al aire, en realidad no hice que el aire se la tragase. Sólo pareció que lo hacía, lo mismo que únicamente pareció que volvía a sacarla de él. No es verdad. Observa. Mira, la he tirado al aire. Se ha desvanecido. ¿Verdad? ¿No fue eso lo que viste? ¡Ah!, pero mira. ¡La piedra sigue aún aquí! ¡En mi mano!
—No lo entiendo —dijo Joram, desconfiando una vez más.
—Engañé a tus ojos. Observa. Parece como si yo tirara la piedra al aire y tus ojos siguen el movimiento que yo hago con la mano. Pero mientras tus ojos miran eso, mis manos hacen esto. Y ahí va la piedra. Esto es lo que debes hacer de ahora en adelante, Joram, aprender a engañar a los ojos de la gente. No, cariño. No pongas mala cara. No es difícil. La gente ve lo que quiere ver. Ahora inténtalo tú…
De esta forma, Joram inició sus lecciones de prestidigitación.
Practicaba, día tras día, sintiéndose seguro tras la aureola mágica de protección que rodeaba la casucha. Joram disfrutaba con las lecciones; tenía algo que hacer y descubrió que era también algo para lo que servía. Como era un niño, nunca se preguntó cómo había aprendido Anja aquel arte secreto o, si lo hizo, lo consideró como otra de las cosas extrañas que había en ella, como, por ejemplo, su destrozado vestido. Tan sólo una cosa le inquietaba. Una vez más, la cuestión de La Diferencia afloró a su mente.
—¿Por qué debo hacer esto, Anja? —preguntó Joram como sin darle importancia, seis meses más tarde.
Estaba ejercitándose en hacer pasar un guijarro redondo y liso por entre los nudillos, haciéndolo saltar rápidamente por el dorso de la mano.
—Vas a necesitar esa habilidad cuando vayas a los campos a ganarte el sustento el año próximo —repuso Anja distraídamente.
Joram levantó la cabeza con brusquedad, con la rapidez del gato que salta sobre el ratón. Captando la rápida mirada que le echaron aquellos ojos oscuros, Anja añadió apresuradamente:
—Si para entonces no has desarrollado la magia tú mismo, claro.
Ceñudo, Joram abrió la boca, pero Anja desvió la mirada. Contemplando su andrajoso y sucio vestido, alisó el tejido con las encallecidas y bronceadas manos.
—También existe otra razón. Cuando vayamos a Merilon, hijo mío, podrás impresionar a los miembros de la Casa Real con tu talento.
—¿Vamos a ir a Merilon? —gritó Joram, olvidándose de sus lecciones, olvidándose de La Diferencia. Poniéndose en pie de un salto, dejó caer el guijarro y estrechó las manos de su madre—. ¿Cuándo, Anja, cuándo?
—Pronto —respondió Anja con calma, tirándole de los rizos—. Pronto. Debo encontrar mis joyas. —Echó una mirada vaga por aquel cuchitril—. He perdido mi joyero. No puedo aparecer en la corte sin…
Pero el niño no estaba interesado ni en las joyas, ni en las cada vez más frecuentes incoherentes divagaciones de Anja. Agarrándose a los destrozados restos de la falda de su madre, le rogó:
—Por favor, Anja, dime cuándo. ¿Cuándo veré las maravillas de Merilon? ¿Cuándo veré el Dragón de Seda y Las Tres Hermanas y las Agujas de Cristal Irisado y el Jardín del Cisne y el…?
—¡Ah! Mi corazón, mi vida —le dijo Anja cariñosamente, alargando la mano para acariciarle los negros rizos que le caían por el rostro—. Pronto iremos a Merilon. Pronto verás ese hermoso prodigio que es Merilon, y ellos te verán a ti, mi mariposa. Verán a un auténtico Albanara, un mago de noble ascendencia. Para eso te estoy educando, para eso es para lo que estoy trabajando. Pronto te llevaré de vuelta a Merilon, y entonces reclamaremos lo que es legítimamente nuestro.
—Pero ¿cuándo? —persistió Joram, tozudo.
—Pronto, mi amor, pronto —fue todo lo que Anja le contestó. Y, con aquello, tuvo Joram que contentarse.
A los ocho años, Joram ocupó su lugar en los campos junto con los otros hijos de los Magos Campesinos. Las tareas que realizaban los niños no eran difíciles, aunque los días se les hacían largos y agotadores, ya que trabajaban el mismo número de horas que los adultos. Se les asignaban trabajos tan triviales como limpiar los campos de piedras o recoger cuidadosamente gusanos u otros insectos, que cumplían con su humilde destino al trabajar en armonía con el hombre en el cultivo de los alimentos que nutrían su cuerpo.
El catalista no transfería Vida a los niños; eso hubiera sido un derroche innecesario de energía. De modo que los chicos andaban por los campos, en lugar de flotar sobre ellos. Sin embargo, muchos poseían suficiente Energía Vital natural en su interior como para permitirles lanzar las piedras al aire o hacer que gusanos que carecían de alas volaran por encima de las plantas. A menudo animaban su trabajo —cuando el capataz y el catalista no los estaban observando— celebrando improvisados concursos de magia. En aquellas raras ocasiones en que conseguían engatusar o incitar a Joram para que les demostrara sus habilidades, éste igualaba con facilidad sus proezas mediante la utilización de sus técnicas de prestidigitación, en las que se había convertido en un experto. Y de esta forma, conseguía pasar inadvertido.
De hecho, la mayoría de las veces los otros niños no invitaban a Joram a participar en sus juegos. A muy pocos les gustaba. Tenía un carácter hosco y reservado, desconfiando inmediatamente de los ofrecimientos de amistad.
—No dejes que nadie se te acerque, hijo —le aconsejó Anja—. No te comprenderán, y temen aquello que no comprenden. Y es por ese motivo por lo que destruyen todo aquello que temen.
Uno a uno, a medida que iban siendo rechazados con frialdad por aquel extraño niño de oscuros cabellos, los otros chicos fueron dejando a Joram totalmente solo. Pero hubo uno de ellos que persistió en sus intentos de ser amable. Era Mosiah, el hijo de un Mago Campesino de mayor categoría. Inteligente y sociable, el muchacho estaba extraordinariamente dotado para la magia, hasta tal punto que se había oído al catalista, el Padre Tolban, mencionar la posibilidad de enviarlo a uno de los Gremios cuando fuera mayor, para que se ganara la vida.
Simpático, extravertido y popular, el mismo Mosiah no podía explicar por qué se sentía atraído por Joram, excepto quizá que lo atraía de la misma manera que el hierro atrae al imán. Cualquiera que fuese la razón, Mosiah se negaba a ser rechazado.
Aprovechaba cualquier oportunidad para trabajar cerca de Joram en los campos. A menudo se sentaba junto a él durante la pausa para el almuerzo, hablando sin parar de esto y aquello, sin esperar ni solicitar una respuesta del silencioso e introvertido chico que tenía al lado. Esta amistad podría haber parecido unilateral y desagradecida. Ciertamente Joram no hacía nada para alentarla y, en sus infrecuentes respuestas, era, la mayoría de las veces, lacónico. Pero Mosiah sentía intuitivamente que su presencia era bienvenida, y por lo tanto siguió adelante, desconchando la pétrea fachada que Joram se había construido, una fachada tan alta y sólida como la que recubría a su padre.
Los años pasaron por el pueblo de Walren y sus habitantes sin incidentes, sucediéndose las estaciones sin pausa, con alguna que otra ayuda ocasional por parte de los Sif–Hanar en el caso de que la naturaleza no actuase según sus designios.
Así como las estaciones se fusionaban entre ellas, también las vidas de los Magos Campesinos transcurrían según las estaciones. En primavera, sembraban. En verano, cultivaban. En otoño, cosechaban. Y en invierno luchaban por sobrevivir hasta la primavera, momento en el que el ciclo se iniciaría de nuevo. Pero aunque llevaban una vida de trabajo duro, penalidades y pobreza, los Magos Campesinos de Walren se consideraban afortunados; todos sabían que aún podía ser peor. El capataz era un hombre justo e íntegro, que se ocupaba de que cada uno recibiera su parte de la cosecha y no exigía quedarse con una porción de lo que le correspondía a cada uno de ellos. Allí no se había visto ni oído a los bandidos, que se decía atacaban los poblados del norte, y los inviernos, la peor época del año, aunque eran largos y fríos no eran tan malos como en las tierras del norte.
Incluso a Walren, que estaba lejos de la civilización, llegaron noticias de sublevaciones y rebeliones. De hecho, se realizaron discretas indagaciones entre la población para determinar si deseaban declararse independientes, pero el padre de Mosiah, un hombre que estaba contento con su suerte, sabía por pasadas experiencias que la libertad era algo agradable, pero tenía un precio. Así que se dio prisa en dejar bien claro, ante cualquier forastero, que él y su gente querían simplemente que les dejaran en paz.
El capataz de Walren se consideraba también un hombre afortunado. Ni una sola vez dejó de recoger una abundante cosecha, nunca tuvo que preocuparse por sublevaciones o disturbios como los que se rumoreaba ocurrían en otras partes. Estaba enterado de los discretos contactos que los alborotadores y agitadores del exterior habían llevado a cabo, pero tenía un excelente acuerdo de trabajo con su gente y confiaba en el padre de Mosiah; por lo tanto, pudo, con ecuanimidad, hacer la vista gorda.
El catalista, el Padre Tolban, no se consideraba a sí mismo tan afortunado. Todos los momentos libres de su triste existencia, y tenía bastante pocos, los dedicaba a trabajar duramente en sus estudios, acariciando la idea de volver a ser aceptado en el rebaño. Su crimen —el crimen que le había convertido en Catalista Campesino— no había sido más que una ofensa menor, cometida en el entusiasmo de la juventud. Un tratado, sólo eso, que versaba sobre Los beneficios de los Ciclos Climáticos Naturales, comparados con la intervención de la magia, con respecto a la obtención de cosechas. Había sido un magnífico trabajo, y se lo honró colocándolo en la Biblioteca Interior de El Manantial. Al menos eso es lo que le dijeron cuando le asignaron aquel puesto y lo enviaron fuera. No podía asegurar que su trabajo estuviera realmente en la Biblioteca Interior, ya que nunca se le había permitido volver a El Manantial para cerciorarse.
Mientras las estaciones se convertían en años, el capataz obtenía sus cosechas y el catalista seguía persiguiendo un sueño que se desvanecía, la vida de Joram cambió muy poco excepto, quizá, que se volvió más sombría.
Quince años después de su llegada al poblado, Anja aún llevaba el mismo vestido, cuyo tejido estaba tan gastado y deshilachado que únicamente se mantenía de una pieza gracias a los encantamientos que ella tejía a su alrededor. Los relatos nocturnos continuaron, realzados con historias sobre las maravillas de Merilon, pero, a medida que pasaban los años, las historias de Anja se volvieron más confusas e incoherentes. A menudo creía estar en el mismo Merilon y, a juzgar por sus delirantes descripciones, la ciudad tanto podría ser un jardín de las delicias como un pozo de los horrores, según la orientación que tomase su locura.
En cuanto a regresar a Merilon, Joram se había dado cuenta, al hacerse mayor, que el sueño de Anja estaba tan raído y hecho jirones como el vestido que llevaba. Hubiera considerado todas sus historias como invenciones, si no hubiera sido porque parecía haber fragmentos de su historia que tenían una cierta solidez, que se aferraban a Anja como los restos de aquella ropa que una vez había sido de una gran elegancia.
La existencia de Joram era triste y dura, una lucha diaria para sobrevivir. Contempló el descenso, cada vez más rápido, de su madre hacia la locura con ojos que podrían haber sido los de su padre, ojos pétreos que miraban continuamente a lo lejos a algún sombrío reino de las tinieblas. Aceptó su demencia en silencio, tal y como aceptaba todos los demás sufrimientos.
Pero había un dolor que no podía obligarse a sí mismo a aceptar: no había conseguido desarrollar el don de la magia. Día a día se volvía más hábil en el arte de la prestidigitación. Sus trucos engañaban incluso los vigilantes ojos del capataz. Pero la magia que tanto deseaba y que cada mañana esperaba sentir palpitar en su alma nunca llegó.
Cuando cumplió los quince años, dejó de preguntarle a Anja cuándo adquiriría la magia.
En su fuero interno, ya conocía la respuesta.
Las tareas que realizaban los niños se hacían más complejas al crecer éstos y hacerse más fuertes. A los chicos mayores y a los jóvenes se les encomendaban tareas duras que requerían un esfuerzo físico, tareas que los dejaban agotados y mantenían sus mentes ocupadas. Estos chicos y jóvenes eran, según se rumoreaba, los que fomentaban revueltas entre los Magos Campesinos, y aunque el capataz no tenía motivos de queja de su gente, decidió que valía más hacer caso del dicho que dice: «Cuando veas las barbas de tu vecino pelar…». Por lo tanto, cuando se decidió ampliar la tierra cultivable de la colonia, asignó la labor de limpiar el terreno a los jóvenes. El trabajo era arduo; tenían que arrancar o quemar todo el monte bajo, levantar enormes piedras, matar las malas hierbas y había también un centenar de otros trabajos que los dejaban exhaustos. Luego aparecían los Magos Campesinos de mayor categoría y privilegios y, con la ayuda de los Fihanish, los Druidas, utilizaban su magia para convencer a los gigantescos árboles de que soltasen sus raíces del suelo y se plantaran en otro lugar. Después de eso, los jóvenes tenían que arrastrar aquellos árboles que estaban muertos hasta el pueblo, adonde, varias veces al año, los Pron–alban enviaban a los alados Ariels para transportar la madera a la ciudad.
Todos aquellos trabajos físicos debían realizarse manualmente. El catalista no otorgaba Vida a los jóvenes para ayudarlos en ninguna de aquellas tareas. Incluso Mosiah, que tenía aquel don natural para la magia, estaba generalmente demasiado cansado para recurrir a ella. Aquello se hacía a propósito, para quebrantar el ánimo de los muchachos y convertirlos en auténticos y grises Magos Campesinos, como sus padres.
En cuanto a herramientas… Una vez, Joram, cansado de empujar un enorme pedrusco a través del terreno, tuvo de repente la idea de tomar un palo, colocarlo bajo la piedra y utilizando la fuerza de la palanca hacer que ésta se moviera. Estaba colocando el palo bajo la roca cuando Mosiah, con expresión sobresaltada, lo agarró del brazo.
—Joram, ¿qué estás haciendo?
—Bueno, ¿qué estoy haciendo? —le espetó éste con impaciencia, apartándose de él. Odiaba que la gente lo tocara—. ¡Estoy moviendo esta roca!
—¡La mueves porque le estás dando Vida a este palo! —dijo Mosiah—. Le estás dando Vida a algo que no tiene Vida propia.
Joram miró el palo, ceñudo.
—¿Y…?
—Joram —musitó Mosiah, atemorizado—, ¡eso es lo que hacen los Hechiceros! ¡Los que practican las Artes Arcanas!
Joram lanzó un bufido.
—¿Me estás diciendo que las Artes Arcanas no son más que utilizar palos para mover piedras? Por la forma en que todo el mundo las teme, pensaba que, como mínimo, debían de sacrificar bebés…
—No hables así, Joram —lo amonestó Mosiah en voz baja, mirando a su alrededor nerviosamente—. Ellos niegan la magia. Niegan la Vida. Utilizando sus siniestras Artes, la destruirían. ¡Estuvieron a punto de destruirla, durante las Guerras de Hierro!
—Eso es absurdo —masculló Joram—. ¿Por qué querrían destruirse a sí mismos?
—Si están Muertos en su interior, como algunos dicen, ellos no iban a perder nada.
—¿Qué quiere decir «Muertos en su interior»? —preguntó Joram en voz baja, sin mirar a Mosiah, pero mirando fijamente a la piedra a través de la maraña de negros cabellos que le caía sobre el rostro.
—A veces nacen niños sin Vida —contestó Mosiah, mirando a Joram, algo sorprendido—. ¿No has oído nunca hablar de ellos? Pensaba que tu madre te lo habría explicado…
Mosiah se detuvo, confuso.
—No —respondió Joram en el mismo tono de voz bajo e inexpresivo de antes, aunque su rostro palideció y su mano se cerró con fuerza alrededor del palo.
Dándose de bofetadas mentalmente por haber metido a Anja en la conversación, Mosiah continuó hablando, tal y como hacía con normalidad, a un silencioso e impasible Joram.
—Cuando nacemos nos someten a unas Pruebas, y a veces los bebés no las pasan, lo cual quiere decir que no tienen Vida dentro de ellos.
—¿Qué les… sucede a esos bebés? —preguntó Joram con voz tan apagada que Mosiah apenas lo oyó.
—Los catalistas se los llevan a El Manantial —respondió Mosiah, bastante alarmado. Joram no le había formulado jamás ninguna pregunta—. Allí llevan a cabo la Vigilia. Se dice que algunas veces los padres esconden a esos niños para que los catalistas no puedan llevárselos. Sin embargo, a mí me parece que es mucho mejor para ellos que los dejen morir con rapidez. ¿Puedes imaginar lo que sería? ¿Vivir de esa forma? ¿Sin Vida?
—No —replicó Joram con voz forzada. Tomando el palo, lo lanzó lejos; luego, los ojos fijos en la piedra con expresión sombría y meditabunda, repitió—: No, ni idea.
Observando a su amigo, mientras se preguntaba inquieto el porqué de aquel inusual interés por un tema tan desagradable, Mosiah vio cómo una sombra envolvía a Joram en una oscuridad tan intensa que el muchacho casi levantó la cabeza para comprobar si una nube había cubierto el sol. A veces descendían sobre su amigo unos extraños y oscuros ataques de melancolía. Cuando así sucedía, Joram permanecía encerrado en la cabaña, mientras Anja le decía al capataz en tono retador que se encontraba enfermo.
Una vez, curioso y preocupado por su amigo, Mosiah había regresado furtivamente a la choza de Joram y había atisbado por la ventana. En el interior vio a Joram tendido boca arriba sobre el catre, inmóvil, con la mirada clavada en el techo. Mosiah golpeó en el cristal de la ventana, pero Joram ni se movió ni pareció que lo hubiera oído. Cuando Mosiah se deslizó hasta allí de nuevo por la noche para verlo, continuaba tendido en la misma posición. Su enfermedad duró uno o dos días, después de los cuales Joram volvió a su trabajo, manteniendo su acostumbrada actitud de hosca reserva.
Pero Mosiah había observado otra cosa, algo que nadie más, quizá ni siquiera Anja, había visto. Aquellos ataques de oscuro letargo eran seguidos casi siempre por otros de intensa actividad. Durante días seguidos, Joram se dedicaba a trabajar como si fuera tres personas en una, hasta llegar al borde del agotamiento, de tal modo que, literalmente, volvía a casa sonámbulo.
Ahora, a Joram lo envolvía algún pensamiento sombrío que lo obsesionaba y Mosiah, con la sensibilidad e intuición que había adquirido con los años con respecto a Joram, permaneció junto a él, sabiendo que, de alguna manera, se lo necesitaba.
Mientras permanecía allí, sin apenas atreverse a respirar en tanto que Joram luchaba con cualquiera que fuese el demonio que lo poseía en aquellos momentos, Mosiah estudió a su amigo con atención, intentando como siempre penetrar en aquella fortaleza tan fuertemente custodiada.
Como resultado de su trabajo en el campo, Joram era, a los dieciséis años, un joven fuerte y musculoso. Su belleza, que llamaba tanto la atención de niño, había sido brutalmente tallada y cincelada. Al igual que la estatua de su padre, las señales de su suplicio interior habían quedado grabadas en su rostro.
Su piel de alabastro había adquirido un tono bronceado de tanto trabajar al sol. Las negras cejas se habían espesado formando una oscura línea que le atravesaba la frente en una recta que se hundía ligeramente en el caballete de la nariz, dándole un aspecto de constante malhumor. La suave, infantil redondez de sus mejillas había dado paso a un rostro anguloso, de pómulos salientes y mandíbula enérgica. Los ojos eran grandes y se los podría haber considerado hermosos a causa de su brillante y transparente color marrón, y de las largas y espesas pestañas, pero existía tanta ira, resentimiento y desconfianza en ellos, que cualquiera que permaneciera durante demasiado tiempo bajo su penetrante mirada se sentía muy pronto incómodo y nervioso.
Sin embargo, la cabellera era la gran belleza que le había legado su infancia. Su madre no había permitido jamás que se cortara, y aquellos que, a veces, se atrevían a atisbar por la ventana de la cabaña por la noche, y veían cómo Anja le peinaba los cabellos, susurraban llenos de respeto que éstos le llegaban hasta la cintura, cayéndole en largos zarcillos negros sobre los hombros.
Aunque Joram no lo admitía, su cabellera se había convertido en su único orgullo y la llevaba peinada en una trenza mientras trabajaba —una gruesa cola que le colgaba por la espalda—, a diferencia de los otros jóvenes, que llevaban el pelo cortado a la altura de la barbilla. La imagen de Joram, sentado en una silla mientras Anja lo peinaba, hizo que corriera una historia entre los campesinos, quienes contaban que una araña con un peine tejía una negra tela de pelo alrededor del muchacho.
Aquella imagen estaba ahora en la mente de Mosiah, mientras contemplaba la negra tela de araña que Joram estaba tejiendo a su alrededor, cuando, de repente, Joram levantó la cabeza y se volvió hacia su amigo.
—Ven conmigo —le dijo.
Mosiah dio un respingo, mientras un estremecimiento le recorría las venas. El rostro de Joram mostraba una expresión tranquila, la sombra se había disipado, la tela se había roto.
—Claro. —Mosiah fue lo bastante inteligente como para contestarle con naturalidad, echando a andar junto al joven, que le sobrepasaba en estatura—. ¿Adónde?
Pero Joram no le contestó. Andando con rapidez, siguió adelante con una extraña y ansiosa expresión de entusiasmo y vigor en el rostro, que contrastaba tan vividamente con su anterior actitud hostil y sombría que parecía como si el sol hubiera aparecido detrás de un negro nubarrón.
Andaron sin parar por los terrenos arbolados que los magos iban recuperando gradualmente para los cultivos, y pronto abandonaron la zona donde habían estado trabajando. Los árboles se hicieron más espesos a medida que se internaban en el bosque; el suelo estaba plagado de matorrales haciendo casi imposible el paso. Viéndose obligado a utilizar su magia más de una vez para despejar el camino, Mosiah sentía cómo su ya escasa energía empezaba a agotarse. Dotado de un gran sentido de la orientación, sabía perfectamente adónde se dirigían, y un siniestro sonido le confirmó sus temores: el sonido de unas aguas impetuosas.
Aminorando el paso, Mosiah miró a su alrededor, inquieto.
—Joram —dijo, tocando a su amigo en el hombro, observando al hacerlo que Joram, a causa de su extraña excitación, no lo rechazaba como de costumbre—. Joram, estamos cerca del río.
Joram no le replicó, simplemente siguió andando.
—Joram —repitió Mosiah, sintiendo un nudo en la garganta—. Joram, ¿qué estás haciendo? ¿Adónde vas?
Consiguió detenerlo, sujetándolo con más fuerza por el hombro, esperando que en cualquier momento lo rechazaría con frialdad. Pero Joram únicamente se volvió al sentir el contacto de su mano para mirarlo fijamente.
—Ven conmigo —dijo con ojos relucientes—. Vamos a ver el río. Vamos a llegar hasta allí para descubrir qué hay al otro lado.
Mosiah se pasó la lengua por los labios, resecos de tanto andar bajo el brillante sol de media tarde. ¡Vaya idea insensata! Justamente cuando había sido capaz, o así lo creía, de descubrir el inicio de una grieta en aquella fortaleza de piedra, por donde podría penetrar algo de luz, ahora debería ser él mismo quien la cubriese con su propia mano.
—No podemos, Joram —dijo Mosiah pausadamente, aunque en su interior se sentía enfermo de desesperación—. Ésa es la frontera. El País del Destierro está al otro lado. Nadie va ahí.
—Pero tú has hablado con gente de allí. Sé que lo has hecho —dijo Joram con aquella delirante ansia que resultaba tan inesperada.
—¿Cómo sabes eso? —murmuró Mosiah, ruborizándose—. No, no importa. Yo no hablé con ellos. Ellos me hablaron a mí. Y… no me gustó… lo que dijeron. —Agarrando a Joram del brazo, tiró de él con suavidad—. Vuelve a casa, Joram. ¿Por qué quieres ir allí?
—¡Tengo que irme! —respondió Joram con una voz que de repente se había convertido en ardiente y apasionada—. ¡Tengo que irme!
—Joram —dijo Mosiah, desesperado, intentando descubrir qué podría detenerlo, preguntándose cómo se le había metido aquella absurda idea en la cabeza—. No te puedes ir. ¡Detente y piénsalo con calma durante un minuto! Tu madre…
Ante la mención de aquella palabra, el rostro de Joram se quedó sin expresión. No se ensombreció, pero se quedó como sin vida. Su cara se tornó tan inexpresiva y fría como la piedra.
Encogiéndose de hombros, Joram hizo un movimiento brusco para librarse de la mano de Mosiah; luego, dándose la vuelta, se precipitó de nuevo entre los matorrales, sin que pareciera importarle demasiado si su amigo lo seguía o no.
Mosiah lo siguió con el corazón dolorido. La grieta había desaparecido de la fortaleza, y la fortaleza era ahora más sólida y duradera que antes. Y no tenía la menor idea del porqué.