____ 08 ____

Joram sabía que era diferente del resto de los habitantes del poblado. Era algo que parecía como si lo hubiese sabido siempre, de la misma manera que sabía su nombre o el de su madre o la reconocía por el simple contacto. Pero la razón de aquella diferencia desconcertaba a aquel niño de seis años.

—¿Por qué no me dejas que juegue con los otros niños? —preguntaba Joram cada anochecer cuando se le permitía salir de la vivienda para hacer ejercicio a solas bajo la estricta vigilancia de Anja.

—Porque tú eres diferente —le respondía Anja secamente.

—¿Por qué tengo que aprender a leer? —preguntaba también Joram—. Los otros niños no tienen que hacerlo.

—Porque eres diferente de los otros niños —le contestaba ella.

Diferente, diferente, diferente. Aquella palabra cobró mucha importancia en la mente de Joram, al igual que las palabras que Anja le obligaba a copiar laboriosamente en su pizarra. Era a causa de La Diferencia por lo que se lo mantenía encerrado en el interior de la choza donde vivían, cada vez que Anja iba a los campos. Era a causa de La Diferencia por lo que él y Anja se mantenían apartados de los otros Magos Campesinos, sin participar jamás en sus pequeñas celebraciones o en las breves charlas que sostenían al anochecer, aun cuando se iban a dormir muy temprano.

—¿Por qué soy diferente? —preguntó Joram un día, de mal humor, observando cómo los otros niños jugaban en la sucia calle—. Yo no quiero ser diferente.

—Que Almin te perdone por decir esas tonterías —le espetó Anja, lanzando una mirada de desprecio a los niños que jugaban en el exterior—. Tú estás tan por encima de ésos como la luna lo está de este despreciable suelo que pisamos.

Joram levantó los ojos hacia el firmamento nocturno, donde la pálida luna flotaba en la oscuridad, apartada del mundo y de las débiles estrellas crepusculares que la rodeaban.

—Pero la luna es fría y solitaria, Anja —observó Joram.

—Mucho mejor para ella, hijo. ¡Así no hay nada que pueda herirla! —respondió Anja. Arrodillándose junto a su hijo, lo tomó en sus brazos abrazándolo furiosamente—. ¡Si estás tan solo como la luna no hay nada que pueda herirte!

Bueno, aquélla era una razón, ciertamente, pero no era una razón muy convincente, pensó Joram. Tenía mucho tiempo para pensar, ya que se pasaba solo todo el día, así que mantuvo ojos y oídos muy atentos, espiando a su madre, buscando La Diferencia. Una vez, pensó que podría haberla encontrado.

—¿Qué quieres , catalista? —exigió Anja groseramente, abriendo la puerta de golpe al oír llamar una mañana antes de que empezara la jornada de trabajo.

El Padre Tolban intentó mantener una sonrisa en los labios, pero era una sonrisa forzada, formando los labios una fina línea.

—Que el sol te alumbre, Anja. Que la bendición de Almin te acompañe en este día.

—Si así es, no será gracias a ti —replicó Anja—. Te lo vuelvo a preguntar, catalista: ¿qué quieres? Sé rápido. Tengo que ir a los campos.

—He venido a discutir —empezó el catalista ceremoniosamente. Pero, empezando a perder el coraje bajo la gélida mirada de Anja, se le fue de la cabeza su bien preparado discurso y tartamudeó a toda velocidad—: ¿Cuántos años tiene tu…, tiene Joram?

Todavía adormecido en las primeras luces del alba, el muchacho yacía acurrucado entre mantas remendadas en un catre que había en un rincón.

—Tiene seis —respondió Anja, desafiante, como si retara al Padre Tolban a enfrentarse con ella.

El catalista asintió e intentó recuperar su compostura.

—Exactamente —dijo en un intento de ser agradable—. Ésa es la edad a la que debería iniciar su educación. Me reúno con los niños durante la Hora Máxima, ya sabes. Déjame… Quiero decir…

Su voz se apagó, al secarse la sonrisa y las palabras lentamente frente a la fría sonrisa sardónica de Anja.

—¡Yo me ocuparé de su educación, no tú, catalista! Después de todo, es de sangre noble —añadió, airada, al parecerle que el Padre Tolban iba a protestar—. ¡Será educado como corresponde a alguien de noble origen, no como tus torpes campesinos!

Dicho esto, se precipitó al exterior, apartándolo al pasar, y selló la puerta de la cabaña. La puerta, hecha de ramas de árbol, había sido diseñada originalmente, como todas las del poblado, representando unas manos que daban la bienvenida; pero las ramas descuidadas y mal acabadas de la puerta de Anja hacían que se parecieran más a unas garras codiciosas y esqueléticas. Echándole al catalista una última mirada de sospecha, Anja rodeó la choza con la aureola mágica de protección que la dejaba tan exhausta de energía cada mañana, que se veía obligada a andar hasta los campos de trabajo en lugar de flotar, como lo hacían los otros magos.

En el interior, Joram levantó la cabeza por entre las mantas cautelosamente. El catalista aún no se había ido. Lo podía oír arrastrando los pies por el exterior. Luego oyó otros pasos que se acercaban.

—¿Lo oísteis? —preguntó el Padre Tolban amargamente.

—Lo mejor es que la dejes en paz —aconsejó el capataz—. Y al crío también.

—Pero debería recibir una educación…

—¡Bah! —resopló el capataz—. ¿Así que el mocoso no sabe el catecismo? Mientras esté listo para ir a los campos cuando cumpla los ocho años, a mí no me importa si puede o no recitar los Nueve Misterios.

—Si vos pudierais hablar con ella…

—¿Con ella? Antes le hablaría a un centauro. Si quieres al crío, arráncaselo de las garras.

—Quizá tengáis razón —musitó precipitadamente el Padre Tolban—. No creo que importe mucho después de todo…

Ambos se alejaron.

«De modo que eso forma parte de La Diferencia —pensó Joram—. Soy de sangre noble, sea lo que fuere lo que eso signifique».

Pero había algo más; tenía que haberlo, puesto que, a medida que Joram crecía, se empezó a dar cuenta de que aquella Diferencia lo mantenía aparte de todos: incluso de su madre. Podía verlo algunas veces en la forma en que ella lo miraba cuando él llevaba a cabo alguna tarea vulgar, como levantar un objeto con la mano o atravesar andando la habitación. Veía un temor en sus ojos, un temor que hacía que él también sintiera miedo, aunque no sabía la razón, y cuando empezaba a hacer preguntas, ella miraba en otra dirección y parecía estar muy atareada de repente.

Había una diferencia entre Joram y los otros niños que era evidente: Joram andaba. Aunque siempre tenía tareas asignadas y estudios que debían llevarse a cabo durante el largo día de aislamiento que pasaba en la cabaña, a menudo se pasaba gran parte de ese día en la ventana, mirando con envidia cómo jugaban los otros niños del pueblo. Cada mediodía, y bajo la vigilante mirada del Padre Tolban, flotaban y daban volteretas en el aire, jugando con cualquier objeto que creara su imaginación y que sus limitadas capacidades de magos en desarrollo les permitieran crear. Lo que Joram deseaba más fervientemente era poder flotar, no verse obligado a andar por el suelo como los Magos Campesinos de categoría más baja, o como la más estúpida de las criaturas, según su madre: un catalista.

«¿Cómo sé que no puedo? —se le ocurrió a aquel pequeño de seis años preguntarse a sí mismo un día—. Nunca lo he probado realmente».

Apartándose de la ventana, el muchacho echó una mirada a lo que le rodeaba en el interior de la cabaña. Ésta estaba formada a partir de un árbol muerto al que se había modelado mediante la magia y se lo había dejado hueco. Las ramas del árbol habían sido hábilmente entrelazadas y trenzadas para formar un tosco tejado. Muy por encima de Joram se extendía una única rama del árbol original que iba de un extremo a otro del techo. Con gran laboriosidad, Joram arrastró la ordinaria mesa de trabajo, formada de un tocón, colocándola debajo de la viga; luego puso una silla sobre la mesa y, subiéndose a ella, miró hacia arriba. No era lo bastante alto. Sintiéndose frustrado, echó una mirada a su entorno y descubrió un cubo de patatas en un rincón. Descendiendo trabajosamente, volcó las patatas, levantó la enorme y hueca calabaza que constituía el cubo, y, después de muchos esfuerzos, consiguió colocarla sobre la silla.

Ahora podía llegar a la viga, rozándola apenas. Con la calabaza tambaleándose bajo sus pies, Joram tocó la viga con la punta de los dedos y, con un brinco que hizo que la calabaza cayera rodando de la silla, se agarró a la rama, subiéndose sobre ella por un impulso de sus brazos. Mirando hacia abajo, se dio cuenta de que el suelo quedaba muy por debajo de él.

«Pero eso no importa —se dijo con convencimiento—. Voy a flotar como los otros».

Aspirando con fuerza, Joram estaba a punto de saltar al aire cuando, súbitamente, el precinto mágico se rompió, la puerta se abrió de golpe, y su madre penetró en la habitación.

La mirada sobresaltada de Anja pasó de la mesa a la silla, de ella a la calabaza que había en el suelo y, finalmente, se detuvo en Joram, encaramado en la viga del techo, mirándola con sus negros ojos, su pálido rostro convertido en una máscara fría e inexpresiva. Al instante, Anja dio un salto, y volando hasta el techo, agarró rápidamente al niño en sus brazos.

—¿Qué es lo que crees que estás haciendo, cariñito mío? —le preguntó Anja febrilmente, apretando a Joram con fuerza contra ella mientras se deslizaban hasta el suelo.

—Quiero flotar, como ellos —replicó Joram, señalando al exterior y retorciéndose para escapar de los apretados brazos de su madre.

Dejando a su hijo en el suelo, Anja miró por encima del hombro hacia los hijos de los campesinos y frunció los labios.

—¡No nos deshonres nunca más ni a ti ni a mí con tales ideas! —dijo, intentando parecer severa.

Pero la voz se le quebró, cuando sus ojos se posaron en el tosco artefacto que Joram había ensamblado para lograr su objetivo. Con un escalofrío, se cubrió la boca con una mano; luego, con una expresión de repugnancia, asió la silla apresuradamente, y la arrojó a un rincón. Se volvió para mirar a Joram, con el rostro mortalmente pálido y agolpándosele las palabras de reconvención en los labios.

Pero no pudo pronunciarlas. En los ojos de Joram alcanzó a leer la pregunta, lista para ser formulada.

Y ella no estaba preparada para contestarla.

Sin decir una palabra, Anja dio media vuelta y salió de la choza.

Joram intentó, desde luego, saltar del techo, atreviéndose a ello durante la época de la cosecha, cuando estaba seguro de que su madre estaría demasiado ocupada para volver a comer, tal y como acostumbraba hacer ahora más a menudo. Columpiándose sobre el borde mismo de la viga, el niño saltó, deseando con todas las fuerzas de su pequeño ser quedar suspendido en el fresco aire otoñal como los grifos, y luego planear hasta llegar al suelo, con la ligereza de una hoja llevada por el viento…

Aterrizó en el suelo, pero no como una hoja llevada por el viento, sino como una roca arrojada por la ladera de una montaña. La caída lastimó al niño gravemente; levantándose, sintió al inspirar un dolor agudo en el costado.

—¿Qué te sucede, mi cielo? —le preguntó Anja alegremente aquella tarde—. Estás muy quieto.

—He saltado del techo —contestó Joram, mirándola fijamente—. Estaba intentando flotar como los otros.

Anja lo miró enojada, y de nuevo abrió la boca para reprender al muchacho; pero, una vez más, vio aquella pregunta en los ojos del chico.

—¿Y qué sucedió? —preguntó con voz ronca, mientras sus manos jugueteaban con los deshilachados restos de su vestido verde.

—Me caí —le respondió Joram a su madre, la cual mantenía los ojos apartados de él—. Me he hecho daño, justo aquí.

Apretó la mano contra el costado.

—Espero que habrás aprendido la lección —comentó Anja sin inmutarse, encogiéndose de hombros—. Tú no eres como los demás. Eres diferente. Y cada vez que intentes ser como los otros, te lastimarás tú mismo o te lastimarán ellos.

«Ella tiene razón. No soy como los otros». Ahora Joram lo sabía. Pero ¿por qué? ¿Cuál era la razón?

Aquel invierno, el invierno en que cumplió los seis años, Joram creyó de nuevo que podría haber encontrado la respuesta.

Joram era un niño hermoso. Incluso el endurecido capataz no podía evitar detenerse en su diaria rutina para volverse y contemplarlo, en aquellas ocasiones en que al niño se le permitía salir de la cabaña. Debido a que se lo mantenía constantemente encerrado en casa durante el día, la piel de Joram era suave y blanca, y tan translúcida como el mármol. Sus ojos eran grandes y expresivos, rodeados por unas espesas pestañas negras tan largas que le rozaban las mejillas. Las cejas eran negras y estaban muy cerca de los ojos, lo que le daba un meditabundo y severo aire adulto, que concordaba de manera singular con su rostro infantil.

Pero la característica más sobresaliente de Joram era su pelo. Espeso y exuberante, negro como el brillante plumaje del cuervo, surgía de un agudo montículo en el centro de la frente para caerle sobre los hombros en una masa dé rizos enmarañados.

Desgraciadamente, aquel hermoso pelo le amargaba la infancia a Joram. Anja se negaba a cortarlo, y era ya tan espeso y largo que sólo después de horas de peinarlo y darle tirones podía Anja deshacer todos los nudos y enredos. Intentó trenzarlo, pero el pelo era tan rebelde que se soltaba de la trenza a los pocos minutos, rizándose alrededor del rostro del niño y rebotando sobre sus hombros como si poseyera vida propia.

Anja se sentía extremadamente orgullosa de la belleza de su hijo. Su gran placer consistía en mantener el pelo del muchacho limpio y bien cuidado: de hecho su único placer, ya que se mantenía arrogantemente apartada de sus vecinos. Así que el peinado de los cabellos de Joram se transformó en un ritual que se celebraba cada noche, un ritual muy deprimente para Joram. Cada atardecer, después de su exigua cena y de su breve período de ejercicio físico al aire libre, el muchacho se sentaba sobre un taburete ante la tosca mesa de madera mientras Anja, utilizando su magia y sus dedos, le peinaba la revuelta y brillante cabellera.

Una noche, Joram se rebeló.

Sentado en casa, solo todo el día como de costumbre, había observado desde la ventana cómo jugaban juntos los otros niños, flotando y revolcándose en el aire, persiguiendo una resplandeciente bola de cristal que su cabecilla, un mozalbete de ojos brillantes llamado Mosiah, había hecho aparecer. La llegada de varios padres, que regresaban de los campos, detuvo el violento juego, y los niños se arremolinaron alrededor de sus padres, cogiéndose a ellos y abrazándolos de una forma que hizo que Joram se sintiera triste y vacío en su interior. Aunque Anja lo cubría de atenciones y lo abrazaba constantemente, lo hacía con una especie de feroz intensidad que resultaba más alarmante que afectuosa. A Joram le parecía a veces como si ella quisiera aplastarlo contra su cuerpo para convertirlos a los dos en uno solo.

—Mosiah —llamó el padre del muchacho, agarrando a su hijo, quien, tras un rápido saludo, regresaba a sus juegos—. Pareces un joven león —le dijo el padre, alborotando el pelo de su hijo, que cayó en largos mechones rubios sobre los ojos del niño. Sujetando el pelo del chico entre los dedos, el padre lo cortó suavemente con un rápido y diestro movimiento de la mano.

Aquella noche, cuando Anja llamó a Joram para que se sentara en el taburete y empezó a deshacer lo que quedaba del trenzado de su pelo, Joram se apartó con brusquedad de su madre y se volvió para mirarla solemnemente con los oscuros ojos muy abiertos.

—Si yo tuviera un padre como los otros chicos —dijo con calma—, él me cortaría el pelo. Si tuviera un padre, yo no sería diferente. ¡Él no te dejaría que me hicieras diferente!

Sin decir una palabra, Anja le dio una bofetada en pleno rostro.

El golpe lo arrojó al suelo y dejó sobre su mejilla una señal que tardó días en desaparecer. Lo que vino después dejó una marca en el corazón de Joram, que nunca llegó a borrarse del todo.

Dolorido, enojado y asustado por la expresión que había en el rostro de su madre —Anja se había quedado blanca como un muerto y sus ojos brillaban enfebrecidos—, Joram empezó a llorar.

—¡Para! —Anja tiró de él poniéndolo en pie, hundiéndole dolorosamente los delgados dedos en el brazo—. ¡Para! —le susurró furiosa—. ¿Por qué lloras?

—¡Porque me haces daño! —murmuró Joram de manera acusadora. Apoyando una mano sobre la mejilla que le seguía escociendo, la miró con fijeza, desafiándola hoscamente.

—¡Te hago daño! —exclamó Anja con desprecio—. Una pequeña bofetada y el niño llora. Ven aquí —lo arrastró a través de la puerta de la cabaña y lo sacó hasta el humilde poblado, cuyos habitantes se preparaban para descansar después de un día de arduo trabajo—, ven aquí, Joram, ¡yo te enseñaré qué significa hacer daño!

Andando tan deprisa que, literalmente, arrastraba al niño, que iba dando traspiés por las embarradas calles —Anja siempre andaba cuando estaba con Joram, una extraña circunstancia que los otros magos habían observado y que les llenaba de asombro—, Anja llegó hasta la vivienda del catalista, situada al otro extremo del pueblo. Usando la magia que había podido guardar después de todo el día de trabajo, hizo que la puerta se, abriera de golpe, de par en par, y ella y el niño la atravesaron acto seguido propulsados por la vehemencia de su furor.

—¡Anja! ¿Qué sucede? —exclamó el Padre Tolban, levantándose asustado de un salto del lugar donde reposaba frente a un alegre fuego.

Marm Hudspeth estaba inclinada sobre las llamas, preparándole la cena, ya que aquella tarea requería más Vida de la que posee un catalista. Unas salchichas permanecían suspendidas sobre el fuego, chisporroteando como la misma anciana, que preparaba gachas en una esfera mágica que borboteaba en el hogar.

—¡Sal fuera! —le ordenó Anja a la anciana, sin apartar los ojos del asombrado catalista.

—Se… será mejor que te vayas, Marm —dijo suavemente el Padre Tolban.

Y le hubiera gustado añadir: «¡Y trae al capataz inmediatamente!», pero se mordió la lengua al ver los brillantes ojos de Anja y su moteado rostro. Parloteando y refunfuñando, Marm envió las salchichas desde el fuego a la mesa, y luego —mirando torvamente a Anja y al muchacho— salió rápidamente por la puerta, haciendo con la mano una señal para preservarse del mal.

Anja cerró la puerta de golpe, con una sonrisa burlona en los labios, y se quedó mirando al catalista. Éste no la había vuelto a visitar desde que le impidiera educar a Joram, y ella jamás le dirigía la palabra en los campos, si podía evitarlo. De modo que el catalista se quedó azorado al verla en su casa, y aún más asombrado al ver al niño con ella.

—¿Qué sucede, Anja? —repitió—. ¿Estáis tú o el niño enfermos?

—Abre un Corredor para nosotros, catalista —exigió Anja con el aire de superioridad que utilizaba cuando se dirigía a personas de rango inferior, un aire que contrastaba en gran manera con su vestido raído y remendado, y su rostro manchado de mugre—. El chico y yo debemos realizar un viaje.

—¿Ahora? Pero…, pero —tartamudeó el Padre Tolban, totalmente confundido. ¡Era inaudito! No podía permitirse. ¡Aquella mujer se había vuelto loca! Y aquello hizo que el catalista se diera cuenta de otra cosa: estaba solo e indefenso ante una gran maga, una Albanara si creía en su historia, cuya Energía Vital él mismo podía percibir emanando de ella al igual que su furia colérica.

Probablemente, ella había ahorrado algo de la energía que se les otorgaba para la tarea diaria, y aunque no podía quedarle mucha, podría ser más que suficiente para transformarlo en algo o destruir su pequeña casa. ¿Qué debía hacer? Ganar tiempo. Quizá la Vieja Marm sería lo bastante inteligente como para ir a buscar al capataz. El catalista, intentando conservar la calma, dejó que su mirada pasara de la madre al niño, que permanecía junto a su madre en silencio, medio escondido entre los pliegues del precioso y andrajoso vestido de Anja.

Incluso en medio de sus terrores y su confusión mental, el Padre Tolban pudo hacer un alto para mirarlo atentamente. Nunca había visto al niño de cerca, ya que Anja los había mantenido siempre separados, y, aunque había oído rumores sobre la hermosura de la criatura, el catalista no estaba en absoluto preparado para algo parecido. Una cabellera de color negroazulado enmarcaba un rostro pálido de grandes ojos oscuros; pero lo que era singular, además de la extraordinaria belleza de la criatura, era que aquellos enormes y relucientes ojos no mostraban temor. Lo que había era una sombra de dolor. El catalista pudo ver las señales dejadas por la mano de Anja en la mejilla del niño. Se apreciaban rastros de lágrimas, pero no había temor, tan sólo una mirada tranquila de triunfo, como si todo aquello hubiera sido cuidadosamente planeado y arreglado.

—Ahora mismo, catalista —siseó Anja, golpeando con el pie desnudo en el suelo—. ¡No estoy acostumbrada a que tipos como tú me hagan esperar!

—Pa… pago —tartamudeó el Padre Tolban. Apartando los ojos con gran esfuerzo del extraño niño, volvió a mirar a la madre, que lo contemplaba con la mirada extraviada, sintiendo cómo le invadía un gran alivio al poder encontrar un refugio seguro en las reglas de su Orden—. De… debe haber un pago, ya sabes —continuó con más severidad, ganando confianza en sí mismo a medida que las reglas le facilitaban la fuerza de siglos de existencia—. Una parte de tu Vida, Señora Anja, y también una parte de la del chico, si viajas con él…

El catalista había esperado que aquello detendría a la mujer. Después de todo, ¿a qué Mago Campesino le quedaba magia suficiente al final del día, como para poder transferir la porción necesaria que exigían los catalistas para la utilización de sus Corredores?

En realidad detuvo a Anja, pero sólo por un momento, y además no exactamente en la forma en que Tolban había proyectado.

Ante la mención del niño, ella bajó los ojos hacia él con cierta perplejidad, como si se hubiera olvidado de su existencia. Luego, con mirada hosca, los volvió hacia el catalista, que había cruzado los brazos sobre el pecho y se preparaba para dar por terminado el asunto.

—¡Os pagaré, parásitos, lo que necesitáis para vivir! —masculló—. Pero no tomarás nada del muchacho. Te pagaré su parte con Vida mía también. Vamos. ¡Tengo suficiente! ¡Toma mi mano!

Anja tendió la mano al catalista, cuya seguridad en sí mismo se le escapaba como la savia se escapa de un árbol herido. La miró con ojos vacantes y, por un instante, dejó de ver el andrajoso vestido o la piel bronceada por el sol de una Maga Campesina, y en su lugar vio a una mujer alta y bella, vestida regiamente, que había nacido para mandar y hacer que otros la obedeciesen. Sin saber realmente lo que hacía, el catalista tomó la mano de la mujer y sintió cómo la Vida se precipitaba en su interior con tal fuerza que casi lo tiró al suelo.

—¿Dó… dónde quieres ir? —preguntó débilmente.

—A las Tierras de la Frontera.

—¿Las Tierras de la Frontera?

Se quedó boquiabierto por la sorpresa.

Las cejas de Anja se juntaron de manera alarmante. El Padre Tolban tragó saliva, luego frunció el ceño intentando recuperar parte de su dignidad.

—Debo dejar el Corredor abierto para garantizar vuestro retorno —dijo agriamente.

—Deja el Corredor abierto, entonces —le espetó Anja con un resoplido—. Me importa poco. Estaremos fuera sólo un momento. ¡Ahora empieza, ya!

—Muy bien —musitó el catalista.

Utilizando la Vida de Anja, el catalista abrió la ventana para ella en el tiempo y el espacio, uno de los muchos Corredores que habían sido creados originalmente por los Adivinos, los Magos del Tiempo. Hacía muchísimo tiempo que los Adivinos habían desaparecido, y con ellos había muerto también la ciencia para construir los Corredores. Pero los catalistas, que los habían controlado durante siglos, sabían todavía cómo utilizarlos y conservarlos, tomando la Vida necesaria para mantenerlos en activo de aquellos que los utilizaban.

Penetrando en el interior de la ventana, que parecía un hueco negro dentro del cómodo alojamiento del Padre Tolban, Anja y el niño se desvanecieron. Contemplando el abierto Corredor con aprensión, el catalista se encontró jugando, por un instante, con la posibilidad de cerrarlo y dejarlos abandonados en el otro lado. Volvió en sí, sobresaltado, escandalizado ante lo que había estado pensando.

Las Tierras de la Frontera, pensó, sacudiendo la cabeza. Qué extraño. ¿Por qué ir allí, a aquella región desolada y muerta?

No hay guardianes en las Tierras de la Frontera. No son necesarios. El pasar desde el mundo al interior de aquellas neblinas que flotan a la deriva es penetrar en el Más Allá. Y penetrar en el Más Allá significa morir.

En cuanto a proteger el reino de aquello que está en el Más Allá, sería absurdo hacerlo, puesto que no hay nada en el Más Allá, nada a excepción del reino de la Muerte. Y no ha regresado nunca nadie de ese reino.

La primera línea del catecismo dice así: «Huimos del mundo donde reinaba la Muerte, llevándonos con nosotros la magia y aquellas criaturas mágicas que habíamos creado. Escogimos este mundo porque está vacío. Aquí la magia vivirá, puesto que no existe nada ni nadie que nos pueda amenazar de nuevo. Aquí, en este mundo, existe la Vida.

«No hay guardianes, pero están los Vigilantes».

Al penetrar vacilante en el Corredor, su mano agarrando con fuerza la de su madre, Joram experimentó la sensación, que duró tan sólo un instante, de que lo estrujaban con fuerza. Hermosas y centelleantes estrellas aparecieron ante su vista, pero antes de que su mente pudiera verdaderamente registrar lo que estaba ocurriendo, aquella sensación desapareció, la centelleante luz se apagó y él miró a su alrededor esperando ver la pequeña habitación del catalista. Pero no estaba en la habitación del catalista; estaba de pie en una extensa y yerma playa blanca.

El muchacho no había visto nunca antes nada parecido y le agradó la sensación que le producía sentir bajo los pies la arena calentada por el sol. Inclinándose, intentó recoger un puñado, pero Anja tiró de él brutalmente hacia adelante, moviéndose por la playa a grandes zancadas, mientras lo arrastraba tras ella.

En un principio, a Joram le gustó andar por la arena, pero eso terminó muy pronto, no obstante, cuando empezó a hundirse en ella, resultándole cada vez más difícil andar. Empezó a hundirse en las móviles dunas, y cuando intentaba avanzar, éstas resbalaban bajo sus pies haciéndole andar a trompicones.

—¿Dónde estamos? —preguntó, sin aliento.

—Estamos en el extremo del mundo —replicó Anja, deteniéndose para secarse el sudor del rostro y orientarse.

Contento de poder descansar, Joram miró a su alrededor.

Anja tenía razón. A su espalda estaba el mundo: la blanca arena cediendo terreno a unos pobres pastos que a su vez daban paso a exuberantes y verdes campos. Altos bosques de un verde aún más oscuro transportaban la vida del mundo a la alturas, a las purpúreas montañas, cuyos picos nevados la elevaban hasta el cielo azul y despejado, y a los ojos de Joram, el cielo parecía saltar desde las montañas para elevarse sobre él, enorme y sereno. Se volvió para seguir la curva del cielo y miró hacia adelante, al lugar donde el cielo se hundía finalmente en el nebuloso vacío que había más allá de la arena blanca.

Y entonces descubrió a los Vigilantes. Sobresaltado, se cogió con fuerza a la mano de Anja y los señaló con el dedo.

—Sí —fue todo lo que ella dijo.

Pero el dolor y la ira que se reflejaban en su respuesta hicieron que el niño tiritase bajo la menguante luz solar, a pesar de que el calor del mediodía aún emanaba de la arena que tenían bajo los pies.

Anja tiró de Joram hacia adelante, agarrándolo con fuerza de la mano mientras su harapiento vestido, arrastrando por la arena, dejaba un rastro serpenteante a través de las dunas.

Con sus nueve metros de altura, las estatuas de piedra de los Vigilantes se alinean a lo largo de las Tierras de la Frontera, con la mirada clavada eternamente en las brumas del Más Allá. Colocadas a intervalos de unos veinte metros, estas estatuas de piedra se extienden por el borde de la blanca arena hasta donde puede abarcar la vista.

Joram se acercó a ellas, boquiabierto de asombro. ¡Nunca había visto nada tan alto! Ni siquiera los árboles del bosque se elevaban sobre él como aquellas gigantescas estatuas. Acercándose a ellas por la espalda, Joram pensó en un principio que todas eran iguales. Las estatuas eran todas ellas figuras humanas vestidas con túnicas, y aunque algunas parecían ser hombres y otras mujeres, no se apreciaba ninguna otra diferencia entre ellas. Cada una permanecía en la misma posición, los brazos colgando pegados al cuerpo, los pies juntos y la cabeza hacia adelante.

Pero, a medida que se aproximaba, Joram se dio cuenta de que una estatua era diferente. En una estatua, la mano izquierda, que debería haber estado abierta como en las otras, estaba cerrada, convertida en un puño crispado.

Joram se volvió hacia Anja, ansioso por hacerle preguntas sobre aquellas asombrosas estatuas, pero cuando contempló su rostro, contuvo las palabras que pugnaban por surgir de sus labios con tal apresuramiento que se mordió la lengua. Mientras se tragaba sus preguntas, notó el sabor de la sangre en su boca.

El rostro de Anja estaba más blanco y sus ojos más ardientes que la arena sobre la que andaban. Su mirada extraviada y enfebrecida estaba clavada en una de las estatuas, la que mostraba el puño cerrado; y hacia aquella estatua avanzaba con determinación, tropezando y cayendo en la movediza arena.

En aquel momento Joram lo supo. Joram comprendió, con aquella repentina y misteriosa clarividencia que tienen los niños, aunque no hubiera sido capaz de expresarlo con palabras. Un miedo enfermizo se apoderó de él, haciéndolo sentirse débil y mareado. Aterrorizado, intentó separarse de Anja, pero ella sujetó su mano aún con más fuerza. Desesperadamente, chillando cosas que Anja —a juzgar por la expresión ensimismada de su rostro— nunca oyó, Joram hundió los talones en la arena.

—¡Por favor, Anja! ¡Llévame a casa! No, no quiero verlo…

Cayó al suelo, haciendo que Anja perdiera el equilibrio. Dando un traspié, Anja cayó a gatas y se vio obligada a soltar a Joram para incorporarse. Poniéndose en pie a toda velocidad, el niño intentó escapar, pero Anja se abalanzó hacia adelante y lo sujetó por el pelo, tirando de él hacia atrás.

—¡No! —aulló frenéticamente Joram, sollozando de dolor y de miedo.

Sujetándolo por la cintura con la fuerza que le había dado su trabajo en los campos, Anja levantó al muchacho y lo transportó por la arena, cayendo más de una vez, pero sin renunciar al propósito que se había fijado.

Anja se detuvo al llegar frente a la estatua. Su respiración era vacilante, y, por un momento, permaneció con la vista clavada en la estatua que se elevaba ante ellos.

Con la mano izquierda crispada, la mirada fija, mirando por encima de sus cabezas hacia las brumas del Más Allá, tenía —aparentemente— menos Vida que los árboles de los bosques. Sin embargo, era consciente de su presencia. Joram percibió aquella conciencia, al igual que percibió el terrible dolor que la atormentaba.

Exhausto, cesó de llorar y de luchar. Anja lo dejó caer a los pies petrificados de la estatua, donde se acurrucó, tembloroso, escondiendo la cabeza entre las manos.

—Joram —le dijo Anja—, éste es tu padre.

El muchacho cerró los ojos, apretándolos con fuerza, incapaz de moverse, hablar o hacer nada excepto permanecer tendido sobre la cálida arena a los pies de la gigantesca estatua de piedra.

Pero una gota de agua al caer sobre su cuello hizo que Joram se sobresaltara. Levantando la cabeza del lugar donde la había mantenido, apretada contra la arena, el niño miró hacia arriba lentamente. Por encima de él, pudo ver los ojos de piedra de la estatua mirando al frente en dirección al reino de la Muerte, cuya dulce paz nunca podría alcanzar. Una nueva gota de agua cayó sobre el niño. Con un sollozo angustiado, Joram hundió el rostro en sus pequeñas manos, mientras por encima de él, la estatua lloraba también.