El capataz revoloteaba sobre el suelo en el límite del campo, manteniendo la vista sobre la docena aproximada de magos que flotaban de un lado para otro entre los cultivos como pardas mariposas. Los magos se movían arriba y abajo entre las hileras de judías verdes, con sus sencillas túnicas marrones destacándose contra el brillante verde de las plantas. Cada vez que descendían, secaban las malas hierbas con un toque de sus manos, o daban nueva carga de Vida a una planta falta de vitalidad, o bien retiraban con suavidad algún insecto parasitario obligándolo a seguir su camino.
Asintiendo con satisfacción, el capataz transfirió su mirada al siguiente campo, donde otros magos se movían con dificultad sobre la tierra recién removida. En aquel campo se había recogido una cosecha la semana anterior, y aquellos magos estaban recogiendo los últimos restos de grano. Una vez que hubieran terminado, se dejaría descansar aquel campo antes de que volvieran los magos y, utilizando su fuerza mágica, partieran el suelo en cuidadas hileras con un simple gesto de la mano, preparándolo para la siembra.
Todo iba bien; el capataz hubiera quedado muy sorprendido si no hubiera sido así. Walren era una pequeña colonia de Magos Campesinos, como la mayoría. Formando parte de las posesiones del Duque de Nordshire, era un poblado relativamente reciente, ya que había sido fundado haría tan sólo unos cien años, cuando una terrible tormenta (provocada por una guerra entre dos grupos de Sif–Hanar) ocasionó un incendio que limpió el terreno muy eficazmente y dejó suficiente madera muerta para hacer casas. El Duque sacó provecho inmediato de la situación, ordenando a un centenar aproximado de sus labradores que se trasladaran al poblado situado al borde del País del Destierro, que terminaran de limpiar y luego sembraran la tierra. Vivían lejos de las murallas de la ciudad, lejos de otros poblados, y la mayoría de los magos que trabajaban aquellos campos habían nacido allí y sin duda también morirían allí. En Walren no había quejas ni rumores de rebelión, como había sucedido en otros pueblos de los que había oído hablar el capataz.
Un movimiento llamó la atención de éste. Inmediatamente dejó de gandulear y adoptó una actitud seria y severa al ver al Catalista Campesino que se acercaba hacia él, andando penosamente por el sembrado de judías.
En las colonias de Magos Campesinos, el catalista trabajaba tan duro o más que los magos mismos. A los Magos Campesinos únicamente se les permitía recibir la cantidad de Energía Vital mágica suficiente para que pudieran efectuar su trabajo. La razón para ello era que los magos tenían la facultad de almacenar esta Fuerza Vital en su interior, para utilizarla cuando les fuera necesaria. Debido a ciertas señales de descontento y agitación que aparecían de cuando en cuando entre los Magos Campesinos, se consideró que lo más aconsejable era dejarlos tan débiles como fuera posible. Así pues, el Catalista Campesino se veía obligado a moverse entre los magos y a restituirles su energía mágica casi cada hora. Lo cual era una de las razones por las que se trataba de un trabajo rechazado entre los catalistas y se asignaba generalmente a los de posición social más baja o a aquellos que habían cometido alguna infracción de las reglas de la Orden.
Mientras el catalista cruzaba el campo andando, con los zapatos —el símbolo de su profesión— cubiertos de barro, una maga se hundió en el suelo y no volvió a aparecer. Viendo la mano de la mujer levantarse en el aire, el capataz llamó la atención del catalista moviendo bruscamente el pulgar en dirección a la agotada maga.
—Concédenos un descanso —gimió el catalista, desplomándose pesadamente en el suelo.
Arrancándose los zapatos cubiertos de lodo, empezó a frotarse los pies, no sin antes lanzar una amarga y envidiosa mirada a los desnudos pies del capataz. Aunque morenos por el sol, seguían conservando su tersura, con los dedos rectos y separados, que era el símbolo de los que recorrían el mundo en las alas de la magia.
—¡Descansad! —rugió el capataz.
Y los magos cayeron sobre el suelo como polillas muertas, para ir a yacer bajo la sombra de las plantas, o bien se dejaron arrastrar, boca arriba, por las corrientes de aire, cerrando los ojos ante el refulgente sol.
—Vaya, ¿qué es lo que tenemos aquí? —murmuró el capataz.
Su atención se apartó del campo para ir a posarse sobre una figura que había aparecido en la carretera que llevaba, a través de los bosques, a las llanas tierras de labranza. El catalista, dándose cuenta, consternado, de que tenía una ampolla, levantó la cabeza fatigadamente para seguir la mirada del capataz.
La figura que se acercaba era la de una mujer. A juzgar por sus ropas, evidentemente era una maga. Sin embargo, caminaba; lo cual significaba que había gastado casi toda su Energía Vital mágica. Llevaba un peso a la espalda; un bulto de alguna clase, ropa probablemente, estimó el capataz, examinando a la mujer con atención. Aquélla era otra señal de que su Energía Vital estaba muy baja, puesto que los magos raras veces cargan cosas.
El capataz hubiera podido suponer que aquella mujer era una Maga Campesina, si no hubiera sido porque sus ropas eran de un extraño y vivo color verde, en lugar del marrón pardusco de los que cultivan la tierra.
—Una dama de la nobleza —murmuró el catalista, calzándose los zapatos de nuevo, precipitadamente.
—Sí —refunfuñó el capataz, ceñudo.
Aquello era algo fuera de lo común y el capataz odiaba cualquier cosa que se apartara de lo habitual. Casi siempre significaba problemas.
La mujer estaba ya cerca de ellos, tan cerca que oyó sus voces. Levantando la cabeza, miró directamente hacia ellos y de pronto se detuvo. El capataz vio cómo el rostro curtido por el sol adoptaba una mueca de arrogante orgullo; luego —con lo que debía de haberle representado un enorme esfuerzo— la mujer se elevó lentamente del suelo y flotó en dirección a ellos con actitud distinguida. El capataz le echó una mirada al catalista, quien enarcó las cejas mientras la mujer se deslizaba, de forma algo vacilante, sobre los campos hasta detenerse frente a ellos. Una vez allí, con aire negligente, como si lo hiciera por voluntad propia, no porque careciera de energía para seguir flotando, la mujer descendió suavemente hasta el suelo y se quedó allí de pie mirándolos orgullosamente.
—Milady —dijo el capataz, con una inclinación de cabeza a modo de reverencia, pero sin quitarse el sombrero, como era correcto.
Ahora que la tenía más cerca, pudo ver que su vestido, aunque suntuoso y hecho con tela de excelente calidad, estaba estropeado y hecho jirones. El dobladillo mostraba señales de haber sido arrastrado por el lodo y la suciedad de la carretera, y tenía la falda rota. Sus pies desnudos estaban heridos y ensangrentados.
—¿Su Señoría se ha perdido o necesita ayuda…? —balbuceó el catalista, algo perplejo ante el aspecto andrajoso de la mujer y la feroz y desafiante expresión de su rostro lleno de suciedad.
—No me pasa ninguna de las dos cosas —contestó la mujer en voz baja y tirante. Su mirada pasaba rápidamente del uno al otro; con aire altanero añadió—: Necesito trabajo.
El catalista abrió la boca para negarse, pero en aquel momento el capataz tosió e hizo un ligero movimiento con la mano, indicando el fardo que la mujer llevaba a la espalda. Mirando hacia donde le indicaban, el catalista se vio obligado a callar. El fardo se había movido; un par de ojos castaño oscuro lo miraron fijamente por encima del hombro de la mujer.
Un bebé.
El catalista y el capataz intercambiaron una mirada.
—¿De dónde venís, señora? —preguntó el capataz, sintiendo que era él quien debía hacerse cargo.
—¿Y dónde está el padre del bebé? —intervino, no obstante, el catalista, dando un tono severo a su pregunta, tal y como correspondía a un miembro del clero.
La mujer permaneció impávida ante ambas preguntas. Sus labios se fruncieron en una mueca de desprecio, y, cuando habló, se dirigió al capataz, no al catalista.
—Vengo de allá. —Señaló en dirección a Merilon con un movimiento de cabeza—. En cuanto al padre del niño, mi esposo —dijo esto con especial énfasis—, está muerto. Desafió al Emperador y fue enviado al Más Allá.
Ambos hombres intercambiaron miradas de nuevo. Sabían que estaba mintiendo —hacía un año que no se había enviado a nadie al Más Allá—, pero sus ojos centelleaban de una forma tan extraña y salvaje que ninguno de los dos osaba desafiarla.
—¿Y bien? —preguntó bruscamente, cambiando de posición al bebé, que estaba envuelto en el fardo que llevaba a la espalda—. ¿Me das trabajo o no?
—¿Habéis solicitado ayuda de la Iglesia, milady? —preguntó el catalista—. Estoy seguro de…
Ante su asombro, la mujer escupió en el suelo en dirección a sus pies.
—Mi bebé y yo nos moriríamos, nos moriremos de hambre antes que aceptar un mendrugo de las manos de tipos como tú. —Tras dirigirle una dura mirada al catalista, le dio la espalda y se enfrentó al capataz—. ¿Necesitas otro peón? —preguntó con su voz profunda y ronca—. Soy fuerte. Trabajaré duro.
El capataz carraspeó, incómodo. Podía ver al bebé asomando por el fardo, clavando en él sus enormes y oscuros ojos. ¿Qué debía hacer? Desde luego nada parecido había sucedido con anterioridad, ¡una mujer de la nobleza buscando trabajo de simple peón!
El capataz lanzó una rápida mirada al catalista, aunque sabía que no podía esperar ninguna ayuda por aquel lado. Técnicamente, el capataz, como Mago Mayor, era el responsable de la colonia, y aunque la Iglesia podía poner en duda sus decisiones, nunca dudaría de su autoridad para tomarlas. Pero ahora el capataz se encontraba en un aprieto. No le gustaba aquella mujer; en realidad, sintió una cierta repugnancia al mirarla a ella y a su hijo. En el mejor de los casos, habría sido probablemente una unión ilegal: había algunos catalistas sin escrúpulos que realizarían algo así si se les pagaba lo suficiente. En el peor, se trataría de un apareamiento, el resultado de la detestable unión del cuerpo de un hombre con el de una mujer. O a lo mejor el niño estaba Muerto; había oído rumores de que se estaban sacando de Merilon, clandestinamente, a niños así. Su primera inclinación fue echar a la mujer y al niño.
Pero hacerlo, él lo sabía, significaba enviarlos a una muerte cierta.
Viendo dudar al capataz, el catalista frunció el entrecejo y avanzó pesadamente hasta colocarse debajo del capataz, que seguía flotando en el aire. Indicando malhumorado al capataz que descendiera a su nivel, el catalista musitó:
—¡No puedo creer que realmente estéis considerando esa posibilidad! Evidentemente ella es…, bien…, ya sabéis… —El catalista se sonrojó, turbado, al ver al capataz sonreír con malicia, y siguió apresuradamente—: Decidle que siga su camino. O, mejor aún, llamad a los Ejecutores…
El capataz frunció el entrecejo.
—No necesito que los Duuk–tsarith me digan cómo debo manejar mi colonia. ¿Y qué te gustaría que hiciera?, ¿enviarla a ella y a su bebé al País del Destierro? Ésta es la última colonia a este lado del río. ¿Quieres intentar dormir por las noches, pensando qué les habrá pasado a ellos ahí fuera?
Volvió a echarle de nuevo una mirada a la mujer. Era joven, probablemente no tendría más de veinte años. Debía de haber sido hermosa alguna vez, pero ahora su orgulloso rostro estaba marcado por la cólera y el odio, su cuerpo era demasiado delgado y el vestido colgaba sin gracia de su cuerpo enjuto.
La agria expresión del catalista le indicó que éste estaba dispuesto a arriesgarse a perder unas pocas noches de sueño a cambio de librarse de aquel miembro del sexo opuesto. Aquello ayudó al capataz a decidirse.
—Muy bien, milady —dijo el capataz a regañadientes, fingiendo ignorar la mirada de escandalizada desaprobación del catalista—, tengo trabajo para uno más. Se os dará alojamiento, a cargo de Su Señoría, un pedazo de terreno para que hagáis con él lo que os parezca y una porción de la cosecha. Estaréis en los campos al amanecer y os iréis al anochecer. Se descansa al mediodía. Marm Huspeth cuidará del bebé…
—El bebé se queda conmigo —le informó la mujer fríamente, tirando hacia adelante de las correas del fardo, acomodándolo mejor en la espalda—; lo llevaré con esto mientras trabajo, para tener las manos libres.
El capataz sacudió la cabeza.
—Espero de vos una jornada completa de trabajo…
—La tendrás —lo interrumpió la mujer, irguiéndose en toda su estatura—. ¿Empiezo ahora?
Observando su macilento y pálido rostro, el capataz se movió, incómodo.
—No —contestó de malhumor—. Instalaos vos y el niño. La cabaña de allá abajo, la que está cerca de los árboles, está libre. Por lo menos id a ver a Marm. Os preparará algo de comida.
—Yo no acepto limosnas —dijo la mujer y empezó a alejarse.
—¡Eh! ¿Cómo os llamáis? —preguntó el capataz.
Deteniéndose, la mujer volvió la cabeza, mirándolo por encima del hombro.
—Anja.
—¿Y el bebé?
—Joram.
—¿Se le han efectuado las Pruebas y ha recibido la bendición de conformidad con las leyes de la Iglesia? —preguntó con severidad el catalista, decidido a intentar recuperar algo de su dignidad perdida.
Pero el intento falló. Girando en redondo, la mujer lo miró directamente a la cara por vez primera, y la expresión de sus brillantes ojos era tan extraña, tan burlona y tan salvaje que el catalista, involuntariamente, dio un paso atrás.
—¡Oh, sí! —musitó Anja—. ¡Ha pasado por la ceremonia de las Pruebas y ha recibido la bendición de la Iglesia, puedes estar seguro!
Dicho eso, prorrumpió en unas carcajadas tan agudas y horripilantes que el catalista le lanzó al capataz una mirada de autocomplacencia. Si no hubiera sido por aquella mirada, el capataz hubiera podido volverse atrás de su decisión y echarla de allí. También él notó un dejo de locura en aquella carcajada; pero maldito si se iba a retractar delante de aquel hombrecillo calvo y corto de vista, que había sido un incordio desde que llegara un mes atrás.
—¿Qué estáis mirando todos vosotros? —les gritó a los Magos Campesinos, que habían estado observando con interés lo que sucedía, ansiosos por encontrar cualquier cosa que mitigara el aburrimiento y la monotonía diaria de sus vidas—. Se acabó el descanso. Volved al trabajo. Tolban, otórgales Vida —le dijo al catalista, quien, con el aire afectado de aquel que ha resultado estar en lo cierto, inspiró desdeñosamente y empezó a salmodiar el ritual.
Dirigiendo una sonrisa burlona de triunfo al capataz, como si compartieran un chiste que sólo ellos dos sabían, la mujer se dio la vuelta y avanzó con dificultad en dirección a la pequeña y miserable choza que se encontraba alejada del resto de cabañas de la colonia, con el hermoso vestido verde arrastrando por el barro, enganchándose en las zarzas y enredándose en los matorrales.
El capataz llegaría a conocer muy bien aquel vestido. Seis años más tarde, Anja aún llevaba sus andrajosos restos.