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Encantada ciudad de ensueño…, Merilon. Bautizada por él gran mago que guió a su pueblo hasta aquel mundo lejano, quien la contempló con ojos que habían visto el transcurrir de siglos, y escogió aquel lugar para su tumba, donde ahora yace bajo el Hechizo Final en el claro que tanto amó.

Merilon. Su Catedral y sus palacios de cristal centellean como lágrimas congeladas sobre la faz del firmamento azul.

Merilon. Dos ciudades: una construida sobre plataformas de mármol forzadas, mediante la magia, a flotar en el aire como pesadas nubes que hayan sido domesticadas y moldeadas por la mano del hombre. Conocida por el nombre de Ciudad Superior, proyecta sobre la Ciudad Inferior una perpetua luz crepuscular de tonos rosados.

Merilon. Rodeada por una esfera mágica, decorativas nevadas caen bajo un tórrido sol veraniego, y fragantes brisas perfuman el gélido y quebradizo viento invernal.

Merilon. ¿Puede el visitante que se traslada hacia las alturas en dorados carruajes, tirados por corceles cubiertos de pelaje y plumas creados mediante prodigiosos encantamientos, contemplar esta ciudad sin que su corazón se inflame hasta hacer que su rostro rebose orgullo y felicidad?

Desde luego, Saryon no podía; sentado en un carruaje creado a semejanza de media cáscara de nuez, hecho de oro y plata, y tirado por una extravagante ardilla alada, observaba las maravillas que le rodeaban sin apenas poderlas ver a causa de las lágrimas. Sin embargo, aquello no era nada de lo que tuviera que avergonzarse, puesto que la mayoría de los catalistas del séquito del Patriarca Vanya sentían una emoción similar, con la única excepción del cínico Dulchase. Éste, habiendo nacido y pasado su infancia en Merilon, ya lo había visto todo con anterioridad y ahora permanecía sentado en el carruaje mirando a su alrededor con una expresión de aburrimiento que era la envidia de sus compañeros.

Para Saryon, las lágrimas que derramaba constituían un alivio y una bendición. Los últimos días pasados en El Manantial no habían sido fáciles para él; el Patriarca Vanya había conseguido mantener en secreto la infracción del joven, y había convencido a Saryon de que era de vital importancia para la Iglesia que él tampoco hablara del tema. Pero Saryon disimulaba muy mal, y su sentimiento de culpa le hacía percibir las palabras «Noveno Misterio» como si resplandecieran sobre su cabeza en letras de fuego para que todo el mundo pudiera verlas. Tan desgraciado se sentía, a pesar de las amables palabras de Vanya, que más tarde o más temprano le hubiera confesado su pecado a la primera persona que le mencionara la palabra «Biblioteca». Lo único que lo salvó y lo mantuvo demasiado ocupado para pensar en su crimen, fue el frenesí de actividad en el que se vio precipitado mientras se preparaba para aquel viaje.

Y eso era, precisamente, lo que Vanya había previsto.

El mismo Patriarca, que precedía a su comitiva en el carruaje de la Catedral, formado por hojas de oro bruñido y tirado por dos aves de brillante plumaje rojo, estaba reflexionando sobre ello y preguntándose cómo se las estaría arreglando su joven pecador, mientras su mirada vagaba por la ciudad. A Vanya tampoco le impresionaban las bellezas de Merilon. Las había visto muchas, muchas veces.

La mirada aburrida del Patriarca pasó con rapidez sobre las paredes de cristal de las tres Casas Gremiales, que podían verse, colocada cada una de ellas sobre una plataforma de mármol de su mismo color, conocidas con el sobrenombre de Las Tres Hermanas. Le echó una ojeada a la Posada del Dragón, llamada así porque sus paredes de cristal estaban decoradas con una serie de quinientos maravillosos tapices, uno para cada habitación, que, cuando se los desenrollaba simultáneamente por la tarde, formaban el dibujo de un dragón cuyos colores llameaban en el cielo como un arco iris. Y bostezó cuando pasó junto a las mansiones de la nobleza, cuyas paredes acristaladas relucían con cortinas hechas de rosas, sedas o arremolinadas brumas. Sin embargo, al levantar la mirada hacia el cielo, hacia el Palacio Real que refulgía sobre la ciudad como una estrella, el Patriarca Vanya suspiró. No fue un suspiro de admiración y asombro, como los que dejaba escapar su séquito tras él. Fue un suspiro de preocupación e inquietud, o quizá de exasperación.

El único edificio de los niveles superiores de Merilon que captó totalmente la atención del Patriarca fue el edificio hacia el que se dirigían los carruajes: la Catedral de Merilon. Sus agujas y contrafuertes de cristal, que se había tardado treinta años en moldear, refulgían como una llama a la luz del sol, cuyo habitual color amarillento había sido cambiado aquel día por los practicantes del Misterio de las Sombras, los ilusionistas, por un brillante y refulgente rojo dorado, para disfrute del pueblo. Pero lo que atrajo la atención de Vanya no fue la resplandeciente belleza de la Catedral —cuya visión llenó a su comitiva de respeto—, sino un defecto que descubrió en el edificio.

Una de las gárgolas vivientes había cambiado ligeramente de postura y miraba ahora en la dirección equivocada. El Patriarca se lo mencionó al Cardinal, que estaba sentado a su lado, quien se mostró escandalizado. El secretario, sentado frente al Patriarca, tomó nota mentalmente y al descender se lo mencionó al Cardinal Regional, que era quien dirigía los asuntos eclesiásticos en Merilon y sus alrededores, y que se encontraba en aquellos momentos en la escalinata de cristal, resplandeciente en sus ropajes color verde ribeteados en oro y plata, aguardando para recibir a su Patriarca. El Cardinal Regional levantó la mirada y palideció; inmediatamente fueron enviados dos novicios para ocuparse de la gárgola que había cometido tal ofensa.

Una vez corregida la infracción, el Patriarca y su séquito penetraron en la Catedral, acompañados por los vítores de la gente que se alineaba en los puentes que unían las plataformas de mármol de Merilon con un entramado de hilos de oro y plata. El Patriarca se detuvo para enviar una bendición a la muchedumbre, que guardó silencio respetuosamente. Luego Vanya y su comitiva desaparecieron en el interior de la Catedral y el gentío se dispersó para volver a sus diversiones.

La ciudad de Merilon, tanto la Superior como la Inferior, estaba repleta de gente. En Merilon no se había conocido tal excitación desde el día de la coronación. Nobles de remotas regiones que tenían familiares en la ciudad les honraban con su presencia, mientras que aquellos nobles que no tenían la misma suerte se alojaban en la Posada. El Dragón de Seda estaba totalmente lleno, desde la punta del morro hasta el extremo de la cola. Los Pron–alban y los Quin–alban, artesanos y hacedores de hechizos, habían estado trabajando horas extras para añadir habitaciones de invitados a las ricas moradas de las mejores familias de Merilon. De esta forma las Casas Gremiales se veían inmersas en una actividad desacostumbrada, y muchos de sus miembros habían tenido que viajar desde lugares lejanos para ayudar con el trabajo extra.

La vida diaria de Merilon prácticamente se había detenido, mientras todo el mundo se preparaba para la más grandiosa celebración de que se tuviera noticia en la historia de la ciudad. El aire rebosaba con los sones de las músicas que se ensayaban en patios y jardines, con el murmullo de las poesías que los actores ensayaban en los teatros, con los gritos de los vendedores que voceaban sus mercancías y con las misteriosas capas de humo que ocultaban el trabajo de los artistas hasta que pudiera ser desvelado llegado el gran momento.

Pero sin importar lo ocupados que estuvieran, los ojos de cada habitante de Merilon miraban constantemente hacia las alturas, contemplando el Palacio Real, que relucía serenamente bajo el ardiente sol. El Palacio se convertiría en un arco iris perfecto de sedas de colores cuando tuviera lugar el gran acontecimiento, cuando naciera el Heredero de la Corona.

Cuando se produjera el alumbramiento, se declararía fiesta nacional y la ciudad de Merilon bailaría, cantaría, reluciría, se divertiría tumultuosamente, comería y bebería hasta caer en un estado de dicha suprema.

En el interior de la Catedral reinaba la tranquilidad, el frescor y la penumbra mientras el sol se hundía por detrás de las montañas y la noche cubría Merilon con sus alas aterciopeladas. Durante un instante, la única luz visible fue la de un lucero de la tarde que brillaba sobre la punta de una de las agujas, pero se desvaneció casi al instante cuando el resto de la ciudad estalló en una llamarada de luz y de color. Tan sólo la Catedral permaneció serenamente oscura; y, lo que era bastante extraño, pensó Saryon, mirando hacia arriba a través del transparente techo de cristal, tampoco se veía luz en el Palacio Real.

Aunque quizá no fuera tan extraño que el castillo permaneciera a oscuras. Saryon recordó que su madre había mencionado que se esperaba que la Emperatriz tuviera un parto difícil, ya que su salud era delicada y frágil en el mejor de los casos. Indudablemente, pues, las actividades cotidianas de la alegre y fastuosa vida palaciega se habían visto restringidas.

La mirada de Saryon regresó a la ciudad, que era más bella de lo que nunca hubiera imaginado, y, momentáneamente, se arrepintió de no haber ido con Dulchase y los otros para visitarla. Sin embargo, después de pensárselo bien, se sintió satisfecho de estar donde estaba, rodeado por una agradable oscuridad y escuchando la dulce música de los novicios que ensayaban un Te Deum de acción de gracias. Mientras se encaminaba al pabellón de invitados de la Abadía, decidió que saldría a la noche siguiente.

Sin embargo, ni Saryon ni ninguno de los otros residentes de la Catedral salieron a la noche siguiente. Acababan de cenar cuando el Patriarca Vanya fue requerido a Palacio con urgencia, junto con varios Sharak–Li, los catalistas que trabajaban con los Hacedores. El Patriarca salió inmediatamente con una expresión fría y severa en su rostro redondo.

Nadie durmió en la Catedral aquella noche. Todos, desde el más joven de los novicios hasta el Cardinal del Reino, permanecieron despiertos para ofrecer sus plegarias a Almin. Sobre sus cabezas, el Palacio Real aparecía con todas sus luces encendidas, contrastando su resplandor con la fría luz de las estrellas. Al amanecer aún no había noticias. Cuando la luz de las estrellas empezó a desvanecerse para dar paso al sol naciente, a los catalistas se les permitió abandonar los rezos para atender a sus obligaciones, aunque el Cardinal les exhortó a seguir rezando constantemente a Almin con el corazón.

Saryon, quien no tenía obligaciones que cumplir puesto que era un visitante, pasó la mayor parte de su tiempo vagando por los inmensos salones de la Catedral, contemplando las maravillas de la ciudad que le rodeaba a través de los muros de cristal, con incansable curiosidad. Observó a la gente que pasaba flotando, con las finas túnicas arremolinándose alrededor de sus cuerpos mientras iban a sus asuntos diarios. Observó los carruajes y sus maravillosos corceles; sonriendo incluso ante las payasadas de los estudiantes de la Universidad que, sabiendo de la inminencia de unas vacaciones, se sentían animadísimos.

«¿Podría yo vivir aquí? —se preguntó—. ¿Podría abandonar mi tranquila vida de estudio y penetrar en este mundo de diversiones y esplendor? Hace un mes hubiera dicho que no. Me sentía satisfecho. Pero no ahora. No podría volver a entrar en la Biblioteca Interior, no sin ver aquella cámara sellada con las runas encima de la puerta. No, esto es mucho mejor —decidió—. El Patriarca tenía razón; he permitido que mis estudios me absorbieran demasiado. He olvidado que existe el mundo. Ahora debo volver a ser parte de él y dejar que él forme parte de mí. Asistiré a las fiestas. Me daré a conocer. Haré todo lo posible para que me inviten a permanecer como catalista en una casa de la nobleza».

Satisfecho por aquel cambio de situación, lo único que inquietaba a Saryon era su total desconocimiento de los deberes de un Catalista Residente en Merilon, y decidió discutir aquella cuestión con el Diácono Dulchase a la primera oportunidad.

No obstante, aquella oportunidad tardó en llegar. Durante la Hora Máxima, los dos Cardinales fueron llamados a Palacio y partieron con expresión preocupada, mientras a los demás catalistas se los reunía de nuevo para orar. Para entonces, el rumor ya estaba en la calle, y pronto todos los habitantes de Merilon estuvieron enterados de que la Emperatriz estaba de parto, y de que las cosas no iban demasiado bien. La música cesó. El júbilo dio paso a la tristeza, y la gente se congregó bajo los brillantes arcos de oro o plata, hablando en voz muy baja y dirigiendo con cara seria la mirada hacia el Palacio. Ni siquiera el Dragón de Seda mostró aquel día sus brillantes colores, sino que, por el contrario, permaneció agazapado en las sombras, al tiempo que los magos encargados de controlar el clima, los Sif–Hanar, ocultaban el violento resplandor del sol bajo un manto de nubes color gris perla, que sosegaba la vista y predisponía a la oración y a la meditación.

Cayó la noche. Las luces del Palacio brillaban con siniestra intensidad, mientras los catalistas, llamados de nuevo a la oración después de la cena, se reunían en la enorme Catedral. Arrodillado sobre el suelo de mármol, Saryon luchaba por mantener la cabeza erguida, vencido por el sueño; finalmente, levantando los ojos para observar a través del techo de cristal, procuró concentrarse en aquellas luces para mantenerse despierto.

Entonces, poco antes del amanecer, las campanas del Palacio Real empezaron a repicar triunfantes. La esfera mágica que rodeaba la ciudad estalló en deslumbrantes banderas de fuego y seda, y la gente de Merilon empezó a danzar en las calles cuando llegó la noticia desde Palacio de que la Emperatriz había dado a luz un niño y de que ambos se encontraban bien. Saryon se levantó del duro suelo, agradecido, y se unió a los demás catalistas que en el patio de la Catedral contemplaban el espectáculo aunque sin unirse al regocijo general. Todavía no.

Aunque las Pruebas de la Vida no eran más que una formalidad, los catalistas no celebrarían el nacimiento del niño hasta que se hubiera demostrado que estaba Vivo.

Sin embargo, no eran las Pruebas las que ocupaban la mente de Saryon mientras él y el Diácono Dulchase descendían las escaleras de mármol que conducían a uno de los niveles subterráneos de la Catedral, diez días después del nacimiento del niño.

—De modo que, ¿cuáles son exactamente las obligaciones de un Padre en una casa de la nobleza? —preguntó Saryon.

Dulchase empezó a contestarle pero, justo en aquel momento, llegaron a un pasillo desconocido que se bifurcaba en tres direcciones. Los dos Diáconos se detuvieron, mirando a su alrededor con incertidumbre. Finalmente, Dulchase llamó a una novicia que pasaba.

—Perdóname, Hermana —le dijo—, pero estamos buscando la habitación donde se le efectuarán las Pruebas al Heredero de la Corona. ¿Podrías indicarnos qué dirección tomar?

—Será un honor para mí acompañaros, Diáconos de El Manantial —murmuró la novicia, una encantadora joven, quien, al posar los ojos en la alta figura de Saryon, le sonrió tímidamente mientras les mostraba el camino, mirando de reojo de cuando en cuando en dirección al joven Diácono.

Consciente de ello, y consciente también de la sonrisa divertida de Dulchase, Saryon se ruborizó y repitió su anterior pregunta.

—Catalista Residente —reflexionó Dulchase—. Así que eso es lo que el viejo Vanya tiene pensado para ti. No pensaba que pudiera interesarte ese tipo de vida —añadió mirando de soslayo al joven Diácono—. Creía que únicamente te importaban las matemáticas.

El rubor de Saryon se intensificó, y musitó unas palabras confusas sobre que el Patriarca había decidido que necesitaba ampliar horizontes, sacar partido a su potencial, y aquel tipo de cosas.

Dulchase enarcó una ceja mientras descendían por una nueva escalera, pero, aunque evidentemente sospechaba que había algo más de lo que era visible a simple vista, se abstuvo de hacerle más preguntas al joven, con gran alivio para Saryon.

—Te aviso, Hermano —le dijo con voz solemne—. Los deberes de un catalista en una casa noble son extremadamente agotadores. Veamos, cómo te lo podría explicar sin alarmarte. Los sirvientes te despertarán más o menos a media mañana con el desayuno, que te servirán en bandeja de oro…

—¿Y qué pasa con la Ceremonia del Alba? —lo interrumpió Saryon, mirando a Dulchase indeciso, sospechando que se le hacía objeto de una broma.

Los labios de Dulchase se curvaron en una sonrisa burlona, una expresión habitual en aquel Diácono de más edad, quien, a causa de su afilada lengua y comportamiento irreverente, probablemente permanecería como Diácono todo lo que le quedase de vida. Había formado parte del séquito de Vanya únicamente porque conocía a todo el mundo y estaba enterado de todo lo que ocurría en Merilon.

—¿El Alba? ¡Tonterías! El alba llega a Merilon en el momento en que uno abre los ojos. Alborotas toda la casa si te levantas con el sol. Ahora que lo pienso, al sol tampoco se le permite salir al amanecer; los Sif–Hanar se ocupan de ello. Bien, ¿por dónde iba? ¡Ah!, sí, la primera ocupación del día es facilitar a la servidumbre Vida suficiente para toda la jornada. Luego, después de descansar un poco para recuperarse de tan agotadora tarea, en la que has empleado cinco minutos enteros, puede que el Señor o la Señora de la casa te soliciten el mismo servicio, en el caso de que tengan que realizar alguna actividad importante, como dar de comer a los pavos reales o cambiar el color de los ojos de milady para que hagan juego con el de su vestido. Después, si tienen niños, tienes que enseñarles el catecismo a los pequeños sinvergüenzas y darles Vida para que retocen por la casa, haciendo las delicias de sus padres al destrozar el mobiliario. Cuando hayas acabado con todo eso ya puedes descansar hasta entrada la tarde, que es cuando deberás acompañar a milord y a milady al Palacio Real, permaneciendo junto a ellos para ayudar a milord en la creación de sus ilusiones habituales que hacen bostezar al Emperador, o conceder Vida a milady para que pueda ganar al Destino del Cisne o al tarot.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Saryon, con inquietud.

Mirándolo a la cara, Dulchase se echó a reír y recibió una mirada de reproche de la severa novicia.

—Mi querido Saryon, ¡qué ingenuo eres! Es posible que el Viejo Vanya tenga razón. Realmente necesitas salir al mundo. Claro que exagero, pero sólo un poquito. De todos modos, es una vida ideal, especialmente en lo que se refiere a ti.

—¿Lo es?

—Desde luego. Tienes toda la magia al alcance de la mano; puedes pasarte las tardes en la Biblioteca de la Universidad de Merilon, que, incidentalmente, posee una de las mejores colecciones del mundo sobre la magia perdida, guardando incluso algunos volúmenes que no se encuentran en El Manantial. Cruzas el puente de plata y ya estás allí. ¿Que quieres llevar a cabo algunos estudios en los Gremios o darles a conocer tu última ecuación para reducir el tiempo necesario en conjurar un diván que se está desvaneciendo? Simplemente te montas en el coche de milord y haces que te lleven a Las Tres Hermanas. A lo mejor te apetece ver por ti mismo cómo van las cosechas del Señor; pues el Corredor te traslada a toda velocidad a los campos de labranza, donde puedes observar cómo brotan las pequeñas semillas, o lo que sea que esos pobres desgraciados de los Catalistas Campesinos hagan. Tendrás la vida solucionada. Incluso podrías casarte.

Aquello había estado destinado de manera tan evidente a la joven novicia, que la muchacha sacudió la cabeza con desaprobación, aunque sin poder evitar lanzarle otra mirada al joven Saryon.

—Creo que podría gustarme —dijo Saryon, tras unos momentos de reflexión—, desde un punto de vista académico, desde luego —añadió precipitadamente.

—Claro está —replicó Dulchase, con cierta guasa—. Y, digo yo, querida —dirigiéndose a la novicia—, no nos estarás llevando por un camino equivocado, ¿verdad? ¿O acaso nos estás conduciendo a un lugar apartado de la Catedral para robarnos?

—¡Diácono! —murmuró la novicia, ruborizándose hasta la raíz de sus rizados cabellos—. Es… es al final del pasillo, la primera puerta a la derecha.

Volviéndose, y posando por última vez sus líquidos ojos sobre Saryon, la muchacha sé alejó, casi corriendo, por el pasillo.

—¿Era necesario? —murmuró Saryon, irritado, siguiendo a la novicia con la mirada.

—¡Oh!, anímate, muchacho —repuso Dulchase resueltamente, frotándose las manos—. Anímate. Esta noche verás la clase de vida que ofrece Merilon. ¡Al fin! ¡Podremos escapar de esta vieja y mohosa tumba! Le haremos las Pruebas a ese pequeño idiota, informaremos al mundo de que tiene un Príncipe Vivo, y nos habrá llegado la hora de mezclarnos con la belleza y la riqueza. Ya sabes lo que tienes que hacer, ¿no?

—¿En las Pruebas? —preguntó Saryon, pensando por un momento en que Dulchase podía estarse refiriendo a la belleza y a la riqueza—. Espero que sí —respondió suspirando—, me he leído el ritual hasta poderlo decir del revés. Tú ya has hecho esto antes, ¿no es así?

—Cientos de veces, muchacho, cientos. Tú eres el encargado de sostener al niño, ¿verdad? Lo más importante es que te acuerdes de sostenerlo con su pequeño… mmmm… ya sabes… en dirección a ti, apartado del Patriarca. De ese modo, si el pequeño bastardo se orina, lo hará sobre ti y no sobre Su Divinidad.

Afortunadamente para el escandalizado Saryon, habían llegado ya junto a la puerta; Dulchase se vio obligado a acallar su cínica lengua y Saryon se ahorró tener que responder a su último consejo, que le había parecido un tanto irreverente, incluso proviniendo de Dulchase.

Entrando inmediatamente detrás de los otros miembros del personal de Vanya, ambos realizaron las oblaciones de limpieza y purificación, para ser conducidos después, por un Diácono de la Catedral, hasta la cámara donde eran llevados todos los niños que nacían en Merilon para pasar las Pruebas. Normalmente, sólo había dos catalistas presentes. No obstante, aquella vez se había reunido un grupo ilustre. Tantos, de hecho, que apenas quedaba espacio suficiente para que los dos Diáconos pudieran introducirse en el interior de la pequeña cámara. Además del Patriarca Vanya, vestido con sus mejores ropas, había dos Cardinales —el Cardinal del Reino y el Cardinal Regional— y seis miembros del personal de Vanya: cuatro Sacerdotes que actuarían como testigos, y Saryon y Dulchase, los dos Diáconos que harían el trabajo. Estaba también presente el Catalista de la Casa Real, un lord, que sostenía al bebé en sus brazos, y el mismo bebé, el cual —habiendo sido amamantado hacía poco— dormía profundamente.

—Recemos a Almin —dijo el Patriarca Vanya, inclinando la cabeza.

Saryon inclinó la cabeza para orar, pero las palabras surgían de sus labios mecánicamente. Mentalmente repasaba, una vez más, la ceremonia de las Pruebas de la Vida.

Las Pruebas, que tenían siglos de antigüedad, y de las que se decía que fueron traídas del Mundo de las Tinieblas, eran bastante sencillas. Cuando el niño tiene diez días y se lo juzga lo bastante fuerte como para soportarlas, sus padres lo llevan a la Catedral —o al lugar de culto que tengan más cerca— y lo entregan a los catalistas. El bebé es conducido a una pequeña cámara aislada de influencias externas, y se llevan a cabo las Pruebas.

En primer lugar, al niño se lo despoja de todas sus ropas, luego se lo coloca de espaldas sobre agua previamente calentada hasta igualar su temperatura corporal. El Diácono que sujeta al niño, lo suelta entonces; un niño Vivo permanece flotando de espaldas, sin hundirse, sin darse la vuelta sobre sí mismo, y sin patalear —se queda flotando pacífica y tranquilamente—, ya que la Vida mágica que hay en su interior reacciona de inmediato para proteger su diminuto cuerpo.

Acabada esta primera prueba, un Diácono acerca un reluciente cetro de brillantes y cambiantes colores, y lo sostiene sobre el niño, que sigue flotando en el agua. Aunque los ojos del bebé aún no pueden discernir las cosas, éste se da cuenta de la presencia del cetro y alarga las manos hacia él. Cuando el Diácono lo deja caer, el objeto es arrastrado suavemente en dirección al niño, puesto que la Energía Vital mágica que hay en él reacciona, nuevamente, a los estímulos exteriores, atrayendo el cetro.

Finalmente, el Diácono saca al niño del agua; sosteniéndolo en sus brazos, el catalista lo acuna hasta que el bebé se siente seguro y a gusto. Entonces, el otro Diácono acerca una antorcha encendida, aproximándola cada vez más a la piel del niño hasta que —sin que medie ninguna acción del catalista— la antorcha queda detenida, al actuar de forma instintiva la Energía Vital del niño creando una barrera mágica de protección a su alrededor.

Éstas son las Pruebas: rápidas y fáciles de realizar. Era, tal y como Dulchase le había asegurado a Saryon, un mero formulismo.

—No sé por qué se siguen realizando —había refunfuñado Dulchase justamente la noche anterior—, salvo que es una manera cómoda de que algunos Catalistas Campesinos pobres obtengan unos cuantos pollos y una fanega de maíz de los campesinos. Además de darle a la nobleza una excusa para dar una nueva fiesta. Aparte de eso, no tienen ningún sentido.

Y no lo habían tenido, hasta aquel momento.

—Diácono Dulchase, Diácono Saryon, empezad las Pruebas —dijo solemnemente el Patriarca.

Avanzando, Saryon tomó el bebé de los brazos del Lord Catalista de la Casa Real. El niño estaba totalmente envuelto en un suntuoso manto hecho de lana de cordero, y Saryon, que no estaba acostumbrado a manipular algo tan pequeño y delicado, se aturulló al intentar despojar a la criatura de su envoltura sin despertarla. Por fin, sintiendo todos los ojos clavados en él impacientes, Saryon consiguió desnudar al niño y devolvió el manto al Lord Catalista.

Dándose la vuelta para colocar al bebé en el agua, Saryon bajó la mirada hacia la criatura que dormía plácidamente en sus brazos e inmediatamente se olvidó de los ojos que le observaban. El joven catalista no había sostenido nunca antes a un bebé, y se sintió cautivado por aquél. Incluso Saryon pudo darse cuenta de que aquel niño era de una belleza extraordinaria; fuerte y saludable, con una mata de pelo negro y rizado, la piel del niño era como el alabastro, con un tinte azulado alrededor de los cerrados ojos. Las diminutas manos estaban crispadas, y Saryon, tocando una de ellas con suavidad, quedó maravillado al darse cuenta de la perfección de sus diminutas uñas, tanto las de las manos como las de los pies. Qué maravilloso, pensó, que Almin hubiera dedicado parte de su tiempo a ocuparse de detalles tan mundanos, en el momento de crear a aquella personita.

Una tosecilla impaciente de Dulchase le recordó a Saryon sus deberes. El mayor de los dos Diáconos había retirado el sello de la pila que contenía el agua templada, y un agradable y fragante aroma llenó el aire. Uno de los novicios había esparcido pétalos de rosa sobre su superficie.

Murmurando la oración ritual que había pasado la mitad de la noche memorizando, Saryon colocó a la criatura suavemente en el agua. Los ojos del niño se abrieron al sentir el contacto del líquido sobre su piel, pero no lloró.

—Éste es un chico valiente —musitó Saryon, sonriendo al bebé, que miraba a su alrededor con la típica expresión ausente y ligeramente desconcertada del recién nacido.

—Soltad al niño —ordenó el Patriarca ceremoniosamente.

Con gran suavidad, Saryon retiró las manos del cuerpo del bebé.

El Príncipe se hundió como una piedra.

Ligeramente sobresaltado, Dulchase se adelantó, pero Saryon llegó antes que él. Introduciendo las manos en el agua, agarró al niño y lo sacó fuera. Sujetando torpemente a la chorreante criatura, que tosía y balbuceaba, intentando llorar como protesta ante tan brusco tratamiento, Saryon miró a su alrededor indeciso.

—Quizás ha sido culpa mía, Divinidad —dijo apresuradamente, justo cuando el bebé, una vez que hubo conseguido tomar aire, lo dejó escapar con un agudo chillido—, lo dejé ir demasiado pronto…

—Tonterías, Diácono —dijo Vanya, tajante—. Seguid.

No era inusual que una criatura fallase una de las Pruebas, en particular si era excepcionalmente fuerte en uno de los Misterios. Un Señor de la Guerra con gran dominio del Misterio del Fuego, por ejemplo, podía fácilmente fallar la Prueba del Agua.

Recordando haberlo leído, Saryon se relajó y sostuvo al niño mientras el Diácono Dulchase acercaba el cetro y lo sostenía sobre la cabeza de la criatura. Al ver aquel brillante juguete, el Príncipe dejó de llorar y alargó sus diminutas manos con deleite. A una indicación del Patriarca Vanya, el Diácono Dulchase dejó caer el cetro.

El juguete le dio al Príncipe en la nariz y rebotó hasta el suelo en medio de un espantoso silencio, que fue roto inmediatamente por el aullido de dolor e indignación del bebé. En la blanca piel del niño apareció una mancha de sangre.

Saryon miró a Dulchase temerosamente, esperando ver alguna señal que lo tranquilizase; pero los labios de Dulchase, que normalmente mostraban una sonrisa burlona, estaban ahora apretados con fuerza, el brillo cínico de sus ojos había desaparecido y evitaba cuidadosamente encontrarse con la mirada de Saryon. El joven Diácono miró con frenesí a su alrededor, para encontrarse únicamente con que sus compañeros se miraban unos a otros confusos y alarmados.

El Patriarca Vanya le susurró algo al Lord Catalista, quien, con rostro pálido y tenso, asintió con energía.

—Repetid la primera Prueba —ordenó Vanya.

Con manos temblorosas, Saryon suspendió al niño, que no cesaba de chillar, sobre el agua y lo soltó. Tan pronto como quedó demostrado que el bebé se hundía, Saryon —a una apresurada señal del Patriarca— lo asió, sacándolo fuera del agua.

—¡Que Almin se apiade de nosotros! —suspiró el Lord Catalista con voz temblorosa.

—Me parece que es demasiado tarde para eso —replicó Vanya, fríamente—. Trae al niño aquí, Saryon —añadió, poniendo de manifiesto su nerviosismo al olvidar incluir el apelativo formal de «Diácono» al dar la orden.

Intentando torpemente consolar al bebé, Saryon se apresuró a obedecer y se colocó frente al Patriarca.

—Dame la antorcha —le ordenó Vanya al Diácono Dulchase, quien, habiéndola tomado muy en contra de su voluntad, se sintió muy feliz de entregársela a su superior.

Empuñando la llameante antorcha, la dirigió directamente al rostro del bebé. El niño gritó de dolor, y Saryon, sin poder contenerse, agarró el brazo del Patriarca empujándolo hacia atrás con un grito airado.

Nadie dijo ni una palabra. Todos los ocupantes de la habitación podían oler a cabellos chamuscados. Todos podían ver la roja huella de la quemadura en la sien del bebé.

Temblando, y apretando al lastimado niño contra su pecho, Saryon apartó la mirada de aquellos rostros lívidos y de aquellos ojos desorbitados, llenos de horror. Mientras intentaba consolar al niño, que en aquellos momentos chillaba presa de un arrebato histérico, el primer pensamiento incoherente de Saryon fue que había cometido otro pecado. Había osado tocar el cuerpo de su superior sin permiso, y, lo que era peor, incluso había llegado a empujarlo, encolerizado. El joven se encogió esperando una fuerte reprimenda, pero ésta no llegó. Mirando al Patriarca por encima del hombro, Saryon comprendió el porqué.

El Patriarca, probablemente, ni se había dado cuenta de que Saryon lo había tocado. Miraba fijamente al bebé, el semblante apenado y ceniciento, los ojos abiertos de par en par. El Lord Catalista se retorcía las manos y temblaba visiblemente, mientras los Cardinales permanecían a su lado, mirándose el uno al otro sin saber qué hacer.

Entretanto, el Príncipe seguía gritando con tanta violencia, a causa del dolor que le producía la quemadura, que parecía a punto de ahogarse. No sabiendo qué hacer y dándose cuenta de que el llanto del niño estaba destrozando los nervios a todos los presentes, Saryon intentó desesperadamente hacerlo callar. Por fin lo consiguió, aunque ello se debió más a que el niño quedó exhausto de tanto llorar, que no a que Saryon poseyese algún tipo de habilidad en el cuidado de niños. El silencio se enseñoreó de la habitación como una neblina malsana, siendo roto únicamente de vez en cuando por los hipos del bebé.

Entonces el Patriarca Vanya habló.

—Nunca sucedió algo parecido —susurró—, jamás en toda nuestra historia, ni siquiera si nos remontamos a antes de las Guerras de Hierro.

El temor era evidente en su voz, algo que Saryon podía entender puesto que se correspondía con el suyo. Pero en la voz de Vanya había otra nota que hizo que Saryon sintiera un escalofrío —una nota que no había oído nunca antes en la voz del Patriarca—, una nota de temor.

Suspirando al tiempo que se quitaba la pesada mitra, Vanya se pasó una mano temblorosa por la cabeza tonsurada. Al quitarse la mitra, pareció desaparecer toda la aureola de misterio y majestad que le rodeaba y Saryon vio, mientras palmeaba la espalda del pequeño, a un barrigudo hombre de mediana edad que parecía estar tremendamente fatigado y asustado. Aquello atemorizó a Saryon más que cualquier otra cosa y, a juzgar por las expresiones de los demás, él no había sido el único en recibir aquella impresión.

—Lo que estoy a punto de encomendaros, lo debéis hacer sin preguntar —dijo Vanya con voz velada, sus ojos fijos en la mitra que sostenía en las manos. Distraídamente, le acarició el reborde dorado con dedos temblorosos—. Os podría dar la razón para hacerlo… No. —Vanya levantó los ojos, su mirada era fría y severa—. No, me comprometí a guardar silencio. No puedo romper mi juramento. Vosotros me obedeceréis. No haréis preguntas. Que quede claro que yo asumo toda la responsabilidad de lo que os pediré que hagáis.

Calló un momento y luego, con la respiración temblorosa, empezó a orar en silencio.

Sujetando al sollozante niño en sus brazos, Saryon miró a los otros para ver si ellos comprendían. Él no entendía nada. No había oído nunca que un niño fallara las Pruebas. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué cosa terrible les iba a pedir el Patriarca que hicieran? Su mirada regresó a Vanya. Todos los ocupantes de la habitación tenían la vista clavada en el Patriarca, esperando que utilizara su magia para salvarlos. Era como si cada uno de ellos hubiera abierto un conducto en su dirección, pero no para darle Vida, sino para tomarla de él.

Es posible que esta misma dependencia le diera fuerzas, puesto que, enderezándose, el Patriarca levantó la cabeza. Sus labios formaron una fina línea, sus ojos miraron sin ver mientras fruncía el entrecejo, pensativo aún. Luego, habiendo aparentemente tomado una decisión, su frente se despejó y su rostro recuperó su fría compostura habitual. Volvió a colocarse la mitra y el Patriarca del Reino apareció de nuevo ante su gente.

—Lleva el niño directamente a la habitación de los niños —ordenó, volviéndose hacia Saryon—. No se lo lleves a su madre. Yo mismo hablaré con la Emperatriz y se lo explicaré. Será más fácil para ella a la larga si la separación la efectuamos de manera rápida y total.

El Lord Catalista dejó escapar un sonido confuso al oír aquello, una especie de gemido entrecortado, pero el Patriarca Vanya, con el rostro gordinflón totalmente inexpresivo como si el silencio helado de la habitación se le hubiera filtrado en la sangre, lo ignoró. Hablando con una voz que no denotaba la más mínima emoción, continuó:

—A partir de este momento, al niño no se le dará ni comida ni agua. Tampoco se le acunará. Está Muerto.

El Patriarca continuó diciendo algo más, pero Saryon no lo escuchó. El bebé seguía hipando apoyado en su hombro y sus mejores ropas de ceremonia estaban empapadas de las lágrimas del niño. El Príncipe, que había conseguido capturar una de sus diminutas manos, se la chupaba ruidosamente mirando a Saryon fijamente con los ojos muy abiertos. El Diácono podía sentir cómo el diminuto cuerpo se estremecía cada vez que un débil sollozo lo sacudía.

Saryon contempló al niño. Sus pensamientos eran confusos, se sentía compungido. Había oído en algún sitio que todos los bebés nacen con los ojos azules, pero los de aquella criatura eran de un azul turbio y oscuro. ¿Se parecía a su madre, de la que se decía que era extraordinariamente hermosa? Saryon recordó haber oído que la Emperatriz tenía los ojos castaños; y tenía una larga cabellera negroazulada, tan exuberante que no precisaba de la magia para hacerla brillar como el ala de un cuervo. Pensando en ello y examinando la rizada cabeza de pelo negro, Saryon vio que en la sien del pequeño empezaban a aparecer ampollas. Instintivamente movió una mano para tocarla, mientras sus labios formaban las frases de la oración curativa que intensificaría la Energía curativa que había en el propio cuerpo del bebé, y entonces se detuvo, recordando: aquel niño no poseía Energía curativa en su interior. Allí no había Vida.

El joven Diácono sostenía un cadáver en sus brazos.

El Príncipe emitió un profundo y entrecortado suspiro. Pareció como si fuera a llorar, pero en vez de ello continuó chupándose el puño y aquello pareció satisfacerle. Apretándose contra Saryon, lo miró con aquellos enormes ojos de negras pestañas.

«A partir de este momento —pensó Saryon, encogiéndosele de pena el corazón—, yo seré la última persona que lo tendrá en brazos, que le palmeará la espalda, que le pasará los dedos por la diminuta cabeza de sedosos cabellos». Las lágrimas se agolparon en sus ojos, y miró a su alrededor con impotencia, implorando en silencio que algún otro lo librara de aquella carga. Pero nadie lo hizo. Nadie lo miró siquiera, a excepción del Patriarca Vanya, quien arrugó el entrecejo, al ver que no se obedecían sus órdenes.

Saryon abrió la boca para hablar, para cuestionar aquella cruel decisión, pero la voz se le quebró en la garganta. Vanya había dicho que debían obedecer sin saber la razón; el Patriarca asumiría toda la responsabilidad. ¿Lo conmoverían las súplicas de un Diácono? ¿De un Diácono que había caído en desgracia? No era probable. Saryon no podía hacer más que inclinarse y salir de la habitación, mientras seguía palmeando torpemente la espalda del Príncipe de una forma que parecía tranquilizarle. Sin embargo, una vez en el pasillo, el joven Diácono descubrió que no tenía ni idea de qué dirección tomar en aquella inmensa Catedral. Todo lo que sabía era que, de alguna manera, debía llegar al Palacio Real. Al final del vestíbulo, Saryon vislumbró la oscura sombra de un Ejecutor, y vaciló. El Señor de la Guerra podía indicarle cómo llegar a Palacio. De hecho, podía enviarlo allí utilizando su poder.

Contemplando a la enlutada figura, Saryon sintió un escalofrío y, dando media vuelta, echó a andar deprisa en dirección opuesta. «Yo mismo encontraré el camino hasta el Palacio Real —pensó con repentina y frustrada cólera—. Al menos, si voy andando, le podré ofrecer a la pobre criatura todo el consuelo que pueda antes de… antes de…»

Lo último que Saryon oyó, mientras se alejaba por el pasillo, fue la voz del Patriarca Vanya.

—Mañana por la mañana, el Emperador y la Emperatriz harán público que están de acuerdo en que el niño está Muerto, y yo me llevaré al bebé a El Manantial. Allí, mañana por la tarde, se iniciará la Vigilia. Espero, por el bien de todos, que termine rápidamente.

Por el bien de todos.

Al día siguiente, el Diácono Saryon se encontraba en la hermosa Catedral de Merilon, escuchando el llanto de un niño Muerto y el cuchicheo de sus planes, esperanzas, visiones y sueños que le decían adiós.

Ahora ya no habría festejos en Merilon, ni presentaciones en sociedad. La gente estaba aturdida. Las fiestas de gala habían cesado bruscamente al difundirse la noticia. Los Sif–Hanar envolvieron a la ciudad en una neblina gris; los artistas y los artesanos abandonaron la ciudad y a los estudiantes se los hizo volver de nuevo a la Universidad. Los nobles revoloteaban por entre aquella atmósfera fantasmal, yendo de casa en casa, hablando muy bajo e intentando encontrar a alguien que recordara el ritual a seguir durante el sombrío Período de la Vigilia. Muy pocos sabían cómo se realizaban tales cosas. Hacía años que no había nacido ningún Heredero de la Corona; nadie recordaba haber oído que alguno muriera.

El Patriarca Vanya, desde luego, se sabía todo el ceremonial al dedillo, y finalmente se dieron a conocer las instrucciones. Antes de que Saryon ocupara su lugar en la Catedral, vestido de Azul Llanto, la ciudad entera había sufrido una mutación, para lo cual los Pron–alban, los artesanos, y los Quin–alban, los hacedores de hechizos, habían trabajado febrilmente toda la noche.

La neblina gris permaneció sobre la ciudad y se intensificó hasta que los rayos del sol no pudieron atravesar el manto mágico que cubría el silencio sepulcral de sus calles y se elevaba por entre las rosadas plataformas de mármol. Los alegres colores que habían decorado las resplandecientes paredes de cristal de las viviendas desaparecieron, siendo reemplazados por tapices de un gris lúgubre, haciendo que pareciera como si a la niebla se le hubiera dado forma y consistencia. Incluso el gran Dragón de Seda huyó, refugiándose en su madriguera —según les contaron los padres a sus hijos— para llorar por el Príncipe Muerto.

Las calles estaban silenciosas y vacías. Aquellos cuyos servicios no eran necesarios a la afligida Familia Real, se encerraron en sus casas, añadiendo ostensiblemente sus plegarias a las de sus vecinos, para que la Vigilia terminara rápidamente. Pero, en muchos de aquellos hogares, las plegarias de las madres jóvenes brotaban de labios pálidos y temblorosos mientras se abrazaban a sus hijos, en tanto que aquellas que estaban embarazadas, colocaban las manos sobre sus hinchados vientres y eran incapaces de conseguir que sus labios musitaran plegaria alguna.

Cuando hubo finalizado la ceremonia, se llevaron al niño. La Vigilia había empezado.

Al cabo de cinco días, llegó la noticia de que todo había terminado.

Después de aquello, hubo más niños pertenecientes a la nobleza de Merilon que no consiguieron pasar las Pruebas, aunque ninguno tan drásticamente como el Príncipe. La mayoría de aquellos bebés fueron trasladados a El Manantial, donde tuvo lugar la Vigilia.

La mayoría, pero no todos.

Saryon, a petición de Vanya, permaneció en Merilon para trabajar en su Catedral. Entre sus deberes se incluía el de hacer las Pruebas a aquellos niños. En un principio, le pareció tan odioso que pensó que podía rebelarse y exigir una nueva tarea; cualquier cosa le parecía mejor, incluso convertirse en Catalista Campesino. Pero no era propio de Saryon el rebelarse abiertamente y, después de un tiempo, se resignó a su trabajo, aunque no se acostumbró.

Saryon podía entender las razones que había detrás de la destrucción de aquellas criaturas. De hecho, fueron expuestas con gran detalle por el Patriarca, cuando los fracasos en las Pruebas empezaron a ocurrir con más y más frecuencia. La gente estaba desconcertada y asustada, y empezaba a murmurar a escondidas contra los catalistas, quienes, entretanto, ahondaban en todas las fuentes de información imaginables —incluso en las antiguas— en busca de respuestas a sus confusas preguntas.

¿Por qué sucedía aquello? ¿Cómo se podía parar? ¿Y por qué, exactamente, le sucedía únicamente a la nobleza? Ya que pronto se descubrió que, tanto los ciudadanos corrientes como los campesinos que vivían en los campos o en los pueblos, engendraban criaturas saludables y Vivas. Los habitantes de Merilon exigieron respuestas, obligando al Patriarca Vanya a dar un sermón en la Catedral, destinado a calmar al pueblo.

—Esas infortunadas criaturas no son criaturas en realidad —clamó el Patriarca con gran ardor, apretando los puños con fuerza mientras sus palabras resonaban desde el abovedado techo de cristal—. ¡Son la mala hierba en el jardín de nuestra Vida! Debemos arrancarla de raíz y eliminarla, igual que los Magos Campesinos eliminan las malas hierbas en el campo, o de lo contrario pronto ahogará la magia del mundo.

Aquella espantosa predicción surtió el efecto pretendido. Después de aquello, muchos padres aceptaron la voluntad de Almin y confiaron sus Muertos en manos de los catalistas; pero algunos padres se rebelaron. Les hacían las Pruebas ellos mismos a sus hijos, en secreto, y si el bebé no las pasaba, lo ocultaban hasta que podían sacarlo a escondidas de la ciudad. Los catalistas lo sabían, pero no había nada que pudieran hacer excepto mantener aquellos casos en secreto, de modo que no alarmaran excesivamente a la población.

Y de esta forma, en un número cada vez mayor, los Muertos vagaron por el país —anotó Saryon una noche en su diario—. Y nuestros temores aumentaron.