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Poniéndose en pie pesadamente, una vez realizada la Ceremonia del Alba, el Patriarca Vanya se alisó las rojas vestiduras y, dirigiéndose hacia la ventana, se quedó contemplando la salida del sol, con los labios apretados y el entrecejo fruncido. El sol, como si se hubiera dado cuenta del severo examen al que se le sometía, asomó tímidamente sobre los picos de las lejanas montañas Vannheim. Pareció incluso dudar durante unos pocos segundos, balanceándose sobre las agudas crestas de los nevados picos, aparentemente dispuesto a ocultarse de nuevo al momento a la más mínima indicación por parte del Patriarca.

El Patriarca, no obstante, se apartó de la ventana, tomando y colocándose pensativamente alrededor del cuello la cadena de oro y plata que simbolizaba el cargo que ostentaba y al mismo tiempo hacía juego con el reborde en oro y plata de sus ropas. Como si hubiera estado aguardando aquel momento, el sol se precipitó hacia el firmamento, inundando de luz la habitación del Patriarca. Frunciendo aún más el entrecejo, el Patriarca Vanya se dirigió de nuevo majestuosamente hacia la ventana y corrió las pesadas cortinas de terciopelo.

Un suave y tímido golpe en la puerta interrumpió a Vanya cuando se disponía a sentarse a su mesa para empezar con sus tareas diarias.

—Entrad con la bendición de Almin —dijo con voz suave y placentera, aunque dejó escapar un suspiro inmediatamente después, con expresión malhumorada, al posar la mirada sobre el montón de misivas, recién entregadas por los Ariels, que descansaban sobre la reluciente madera.

No obstante, la expresión ceñuda se había esfumado cuando el visitante hizo su aparición en el umbral. Un rebelde rayo de sol, que había conseguido filtrarse por un resquicio de las cortinas, hizo centellear un pedazo del reborde plateado que adornaba la blanca túnica de aquel hombre. El Cardinal se deslizó al interior de la habitación, sin que sus zapatos hicieran el menor ruido al andar sobre la gruesa alfombra; luego, tras haber saludado con una reverencia desde la puerta abierta, la cerró cuidadosamente tras él y se acercó temeroso.

—Divinidad —empezó, pasándose la lengua por los labios nerviosamente—, un incidente de lo más lamentable…

—Que el sol os alumbre, Cardinal —saludó el Patriarca desde su asiento de detrás del enorme escritorio.

El Cardinal se ruborizó.

—Os pido disculpas, Divinidad —murmuró, inclinándose de nuevo—. Que el sol os alumbre. Que la bendición de Almin os acompañe en este día.

—Y también a vos, Cardinal —deseó el Patriarca plácidamente, mientras estudiaba las misivas que los mensajeros le habían entregado en mano la noche anterior.

—Divinidad, un incidente de lo más lamentable…

—No debemos permitir nunca que las cosas mundanas nos afecten de tal manera que nos olvidemos de invocar la bendición de Almin —observó Vanya, con aspecto ensimismado, aparentemente absorto en la lectura de una de las cartas, que estaba envuelta por el aura dorada del Emperador. En realidad, no estaba leyendo la carta en absoluto. Otro «lamentable incidente». ¡Maldición! Acababa de vérselas con uno: un pobre estúpido, un Catalista Residente, que se había enredado con la hija de un noble de rango menor hasta tal punto, que ambos habían cometido el horrendo pecado de mantener relaciones carnales. La Orden había decretado su ejecución mediante la Transformación; una decisión muy sabia. Pero, de todas maneras, no había sido nada agradable y había trastornado la vida en El Manantial durante una semana—. Lo recordaréis, ¿verdad, Cardinal?

—Sí, desde luego, Divinidad —titubeó el Cardinal, mientras el rubor le ascendía desde el rostro a la calva cabeza. Vaciló.

—¿Bien? —El Patriarca levantó los ojos—. ¿Un muy lamentable incidente?

—Sí, Divinidad. —El Cardinal aprovechó de inmediato la oportunidad—. Uno de los Diáconos jóvenes fue descubierto anoche en la Gran Biblioteca después de haber sonado la Hora del Reposo…

Vanya frunció el entrecejo, malhumorado, y agitó su mano rechoncha con un movimiento impaciente.

—Que uno de los Submaestros determine el castigo que merece, Cardinal. Yo no puedo perder el tiempo ocupándome de todas las infracciones…

—Os pido disculpas de nuevo, Divinidad —interrumpió el Cardinal, dando un paso hacia adelante llevado por su ardor—, pero ésta no es una infracción corriente.

Vanya clavó la mirada en el rostro del otro y se dio cuenta, por primera vez, de la aterradora seriedad y solemne intensidad que se reflejaba en él. Con semblante grave, el Patriarca depositó la misiva del Emperador sobre el escritorio y le dedicó a su ministro toda su atención.

—Adelante.

—Divinidad, al joven se lo encontró en la Biblioteca Interior —el Cardinal se interrumpió, no porque intentara darle más dramatismo a la situación intencionadamente, sino porque precisaba reunir fuerzas para enfrentarse a la reacción que esperaba de su superior—, en la Cámara del Noveno Misterio.

El Patriarca Vanya contempló al Cardinal en silencio, con el disgusto oscureciéndole el semblante.

—¿Quién? —gruñó.

—El Diácono Saryon.

La severa mirada se acentuó.

—Saryon…, Saryon —murmuró, tamborileando abstraído con los dedos de su gordinflona mano sobre la mesa, mientras los movía arriba y abajo, como tenía por costumbre.

Al Cardinal, que ya se lo había visto hacer en otras ocasiones, le recordó vividamente a una araña que se moviera con lentitud y de manera inexorable por la negra madera. Con un movimiento involuntario, retrocedió un paso mientras refrescaba la memoria de su superior.

—Saryon. El matemático prodigioso, Divinidad.

—¡Ah, sí! —Las erizadas cejas se relajaron ligeramente, la indignación se redujo algo—. Saryon. —Se quedó pensativo un momento, luego volvió a fruncir el entrecejo—. ¿Cuánto tiempo permaneció dentro?

—No mucho, Divinidad —se apresuró a asegurarle el Cardinal—. Los Duuk–tsarith fueron alertados casi inmediatamente por el Submaestro, que oyó un ruido en el otro extremo de la Biblioteca. Por consiguiente, pudieron detener al joven a los pocos minutos de haber entrado.

El alivio se reflejó en el rostro del Patriarca, que estuvo casi a punto de sonreír. No obstante, al darse cuenta de que aquella expresión de alivio no había pasado inadvertida al Cardinal, y que éste le observaba con una creciente mirada de escandalizada desaprobación, Vanya adoptó inmediatamente un aire sombrío y severo.

—Esto no debe quedar sin castigo.

—No, desde luego que no, Divinidad.

—Este Saryon debe servir de ejemplo, no sea que los demás cedan a la tentación.

—Eso es exactamente lo que yo estaba pensando, Divinidad.

—Sin embargo —dijo Vanya pensativo, suspirando pesadamente y poniéndose en pie—, no puedo por menos que pensar que esto es en parte culpa nuestra, Cardinal.

Los ojos del Cardinal se abrieron desmesuradamente.

—Yo os aseguro, Divinidad —protestó con frialdad—, que ni yo, ni ninguno de nuestros Maestros ha siquiera…

—¡Oh, no quiero decir eso! —lo cortó Vanya, agitando la mano—. Recuerdo haber oído algunos comentarios sobre que ese joven estaba descuidando su salud y sus oraciones en favor de sus libros. Obviamente, hemos permitido que Saryon se dejara absorber de tal manera por sus estudios que ha llegado a perder el contacto con este mundo. Incluso ha estado a punto de perder su alma —añadió el Patriarca solemnemente, sacudiendo la cabeza—. ¡Ah!, Cardinal, se nos podría haber hecho responsables de la pérdida de esa alma, pero, gracias a la misericordia de Almin, se nos da una oportunidad de salvar a ese joven.

—Alabado sea Almin —murmuró entre dientes el Cardinal, al recibir del Patriarca una mirada llena de reproche, aunque era evidente que no consideraba que aquello constituyese una de las grandes bendiciones de su vida.

Dándole la espalda a su enfurruñado pastor, el Patriarca se dirigió a la ventana y, apartando la cortina a un lado con una mano, miró al exterior como si meditase sobre lo hermoso del día; pero el día estaba muy lejos de su pensamiento, como lo evidenció el hecho de que, al ver que el Cardinal no decía nada más, Vanya, sujetando aún la cortina con la mano, lo miró con el rabillo del ojo, y añadió:

—El alma de ese joven es de suprema importancia; ¿no estáis de acuerdo, Cardinal?

—Naturalmente, Divinidad —dijo el Cardinal, parpadeando al darle la luz en los ojos, y viéndola centellear en el ojo del Patriarca.

El Patriarca volvió a su contemplación de la hermosa mañana.

—Me parece a mí, por lo tanto, que nos corresponde algo de culpa por la caída de ese joven, a causa de nuestra negligencia al permitirle que vagara solo, sin guía o supervisión. —Al no recibir respuesta, Vanya exhaló un suspiro y se golpeó en el pecho duramente con la mano—. Yo me incluyo también entre aquellos a quienes hay que culpar, Cardinal.

—Su Divinidad es demasiado bondadoso…

—Por lo tanto, ¿no sería lógico que su castigo cayera sobre nosotros? ¿Que sirviéramos nosotros de ejemplo, no ese joven, puesto que hemos sido nosotros quienes le hemos fallado a él?

—Supongo…

Dejando caer la cortina bruscamente, sumergiendo de nuevo la habitación en una fresca penumbra, Vanya se apartó de la ventana volviéndose de cara a su pastor, que de nuevo parpadeaba, esforzándose por ajustar su visión a la semioscuridad al igual que se esforzaba por ajustar su mente al pensamiento del Patriarca.

—Humillarnos públicamente a causa de este incidente le haría a la Iglesia, no obstante, un mal servicio; ¿no lo creéis así, Cardinal?

—¡Desde luego, Divinidad! —La agitación del Cardinal iba en aumento, lo mismo que su confusión—. Algo así es inimaginable…

Con semblante pensativo y meditabundo, el Patriarca se puso las manos a la espalda.

—¿No es contrario a todos nuestros preceptos, sin embargo, que pague otro por nuestros pecados?

El Cardinal, perdido totalmente el hilo, únicamente pudo murmurar una evasiva.

—Por lo tanto —continuó el Patriarca con voz suave—, considero que sería lo mejor para la misma Iglesia y para el alma de ese joven que este incidente fuera… olvidado.

El Patriarca mantuvo la vista fija en el pastor. El Cardinal parecía indeciso, pero finalmente su expresión se endureció obstinadamente. El entrecejo de Vanya se frunció de nuevo. Los dedos de sus manos se enroscaron unos con otros irritados, mientras permanecían, escondidos, a su espalda. El Cardinal era, generalmente, un hombre apacible y sin pretensiones cuya mejor cualidad, por lo que se refería a Vanya, era su lentitud de pensamiento; pero esta misma lentitud tenía sus inconvenientes en algunas ocasiones. La propia vida del Cardinal estaba repartida en porciones iguales de blanco y negro; por consiguiente, nunca podía ver más allá de aquellas escuetas rayas para discernir los sutiles tonos grisáceos. Si su ministro pudiera hacer su voluntad, reflexionó Vanya amargamente, ¡al joven Saryon se lo sentenciaría con toda probabilidad a la Transformación!

Con voz tranquila, Vanya murmuró en voz baja, haciendo hincapié en las cuatro últimas palabras:

—Lamentaría causarle a la madre de Saryon la más mínima pena, especialmente en un momento en que está tan preocupada, como lo estamos todos, por la salud de su prima, la Emperatriz…

El rostro del Cardinal experimentó una leve crispación. Podía ser lento de pensamiento, pero no era ningún estúpido; y ésta era otra de sus valiosas cualidades.

—Comprendo —dijo, inclinándose.

—Estaba seguro de que lo haríais —repuso el Patriarca Vanya con sequedad—. Ahora —se dirigió de nuevo a su escritorio y siguió con energía—, ¿quién está enterado de la infracción cometida por ese desgraciado joven?

El Cardinal se puso a pensar.

—El Submaestro que lo encontró y el Director…; tuvimos que informarle, naturalmente.

—Lo supongo —murmuró Vanya, mientras su mano reptaba una vez más por el escritorio—. Los Ejecutores. ¿Alguien más?

—No, Divinidad. —El Cardinal negó con la cabeza—. Afortunadamente era la Hora del Reposo…

—Sí. —Vanya se frotó la frente—. Muy bien. Los Duuk–tsarith no serán un problema. Puedo confiar en su discreción. Enviadme a los otros dos, junto con ese desdichado joven.

—¿Qué haréis con él?

—No lo sé —dijo Vanya suavemente, tomando la carta del Emperador y mirándola sin verla—. No lo sé.

Pero, cuando una hora más tarde, entró en el despacho el Sacerdote que desempeñaba el cargo de secretario del Patriarca para anunciarle que el Diácono Saryon estaba allí esperando para verle, tal y como se le había pedido, Vanya ya había decidido lo que iba a hacer.

Teniendo sólo un vago recuerdo del aspecto de Saryon, el Patriarca había estado intentando que acudiera a su memoria la fisonomía del joven desde que el Cardinal lo dejara. Aquello no podía considerarse como un descrédito a los poderes de observación del Patriarca, ya que éstos eran muy agudos; y, en cambio, sí decía mucho en su favor el que consiguiera finalmente extraer el rostro serio y demacrado del joven genio de las matemáticas, de entre los otros rostros de los cientos de hombres y mujeres que entraban y salían de El Manantial.

Una vez que hubo fijado aquel rostro firmemente en su cerebro, Vanya continuó trabajando durante la media hora siguiente al anuncio de la llegada del joven. «Dejemos que el pobrecillo sufra un poco», se dijo Vanya con tranquilidad, sabiendo perfectamente que la más exquisita forma de tortura es aquella que uno se inflige a sí mismo. Echándole una ojeada al reloj de cristal que descansaba sobre su escritorio, observó, por la posición del diminuto y mágico sol que giraba por encima del reloj de sol que encerraba aquella prisión de cristal, que había transcurrido ya el tiempo necesario. Levantando una mano, hizo vibrar un pequeño carillón de plata, que dejó escapar una suave nota. Luego, poniéndose en pie sin prisa, el Patriarca se colocó la mitra sobre la cabeza y se alisó las ropas. Una vez listo, avanzó hacia el centro de la suntuosa habitación, y se quedó allí de pie, aguardando con gran majestuosidad.

La puerta se abrió, y el secretario apareció en ella durante un instante, pero su presencia quedó inmediatamente oscurecida al pasar junto a él las figuras enlutadas y encapuchadas de los silenciosos Duuk–tsarith, que rodeaban la figura vacilante de un joven al que sujetaban, envolviéndolo al igual que la noche envuelve la Tierra.

—Podéis dejarnos —les dijo el Patriarca a los Ejecutores, quienes se desvanecieron haciendo una reverencia. La puerta se cerró silenciosamente, dejando solos al Patriarca y a su joven transgresor.

Manteniendo cuidadosamente una expresión fría y severa, Vanya miró al joven con curiosidad, diciéndose a sí mismo con satisfacción que su evocación de las facciones de Saryon había sido exacta, aunque tuvo que estudiarlo con detenimiento durante algunos segundos para asegurarse de ello, de tal forma había cambiado el rostro que se presentaba a sus ojos. Demacrado ya lo había estado, debido a las largas horas de estudio, pero ahora aparecía cadavérico y atacado de una palidez propia de un difunto. Los ojos brillaban febriles, y se hundían en los elevados pómulos; el largo y delgado cuerpo temblaba, al igual que las enormes manos. El sufrimiento, el remordimiento y el temor eran visibles en cada línea de aquel tembloroso cuerpo, en los enrojecidos ojos y en las huellas dejadas por las lágrimas, que le recorrían el rostro.

Vanya se permitió sonreír para sus adentros.

—Diácono Saryon —empezó con voz profunda y sonora.

Pero antes de que pudiera decir nada más, el desdichado joven atravesó la habitación de un salto y, cayendo de rodillas ante el sobresaltado Patriarca, agarró el borde de su túnica y se lo llevó a los labios. Luego, gimoteando algo incoherente, Saryon rompió a llorar.

Ligeramente desconcertado, el Patriarca frunció el entrecejo al ver cómo una gran mancha se extendía por el reborde de su costosa túnica de seda, y la arrancó de las manos del muchacho. Saryon no se movió, sino que continuó inmóvil de rodillas, doblado sobre sí mismo con las manos cubriéndole el rostro, sollozando lleno de aflicción.

—¡Serénate, Diácono! —dijo Vanya bruscamente, añadiendo luego con más amabilidad—: Vamos, muchacho. Has cometido un error, pero no es el fin del mundo. Eres joven. La juventud es la época de la exploración. —Agachándose, sujetó el brazo de Saryon—. Es un momento de nuestra vida en el que nuestros pasos nos llevan por caminos inexplorados —siguió, tirando casi de él para levantarlo del suelo—, donde, algunas veces, tropezamos con las tinieblas. —Conduciendo sus vacilantes pasos, el Patriarca llevó a Saryon hasta una silla, mientras le hablaba con dulzura—. Todo lo que tenemos que hacer en estos casos es dirigirnos a Almin para que nos ayude a encontrar el buen camino. Aquí, eso es. Ahora, siéntate. Imagino que ni anoche ni esta mañana habrás comido ni bebido nada, ¿verdad? Ya lo pensaba. Prueba este jerez. Es realmente delicioso, proviene de los viñedos del Duque Algor.

El Patriarca le sirvió una copa de jerez a Saryon, que el joven se negó a aceptar echándose hacia atrás como si le ofrecieran veneno, aterrado de que el Patriarca le sirviera a él.

Observando el desconcierto del joven con secreta complacencia, Vanya incrementó sus atenciones hacia él, colocando la copa de jerez en su reacia mano; luego, quitándose la mitra, el Patriarca se sentó frente a él en una mullida, confortable y a la vez elegante silla. Sirviéndose una copa de jerez, la dejó suspendida en el aire cerca de su boca y se alisó las ropas, poniéndose cómodo.

Totalmente estupefacto, Saryon no podía hacer otra cosa que mirar con los ojos abiertos de par en par a aquel gran hombre, que en aquellos momentos tenía más el aspecto de un pariente cercano algo sobrado de peso, que no el de una de las autoridades más poderosas del país.

—Alabado sea Almin —brindó el Patriarca, haciendo que la copa le rozara los labios, y tomando un pequeño sorbo de aquel excelente jerez.

—Alabado sea Almin —musitó Saryon reflexivamente, intentando beber y derramándose en su nerviosismo la mayor parte del jerez sobre las ropas.

—Bien, Hermano Saryon —dijo el Patriarca Vanya, adoptando el aire de un padre que está a punto de castigar a su hijo más querido—, dejemos de lado las formalidades. Quiero saber de tu propia boca lo que ocurrió exactamente.

El joven parpadeó; la copa, que había conseguido finalmente hacer flotar en el aire, se tambaleó al perder la concentración sobre ella, y tuvo que agarrarla precipitadamente, depositándola sobre una mesita cercana con mano temblorosa.

—Divinidad —murmuró el infortunado Saryon, aturdido—, mi crimen… es algo perverso… imperdonable…

—Hijo mío —dijo Vanya en un tono de tal infinita paciencia y dulzura, que los ojos de Saryon volvieron a llenarse de lágrimas—, Almin, en su infinita sabiduría, conoce tu crimen, y en su misericordia, te perdona. Comparado con nuestro Padre, yo no soy más que un pobre mortal, pero, también yo desearía conocer el crimen para poder unirme a su perdón. Explícame qué fue lo que te llevó a dar ese desgraciado paso.

El pobre Saryon estaba tan desmoralizado, que durante un buen rato no le fue posible hablar. Vanya aguardó, sorbiendo su jerez, mostrando exteriormente una expresión de paternal benevolencia, mientras que interiormente ocultaba una sonrisa de satisfacción. Finalmente, el joven Diácono empezó a hablar. Sus palabras surgieron vacilantes y desmayadas al principio, mientras sus ojos se clavaban en el suelo; luego, al encontrar compasión y comprensión cada vez que levantaba los ojos para ver el efecto que causaban lo que él creía que eran las confesiones de un alma tan embrutecida y corrompida que debía estar ya perdida para siempre, empezó a calmarse. Sus pecados brotaron como un torrente.

—¡No sé qué fue lo que me obligó a hacerlo, Divinidad! —exclamó con impotencia—. Yo me sentía tan feliz, tan satisfecho aquí…

—Creo que lo sabes. Ahora debes confesártelo a ti mismo —repuso Vanya sosegadamente.

Saryon vaciló.

—Sí, quizá lo sé. Perdonadme, Divinidad, pero últimamente me he sentido…

Titubeó, como si no estuviese dispuesto a confesarlo.

—¿Aburrido? —sugirió Vanya.

El joven se sonrojó, sacudiendo la cabeza.

—No. Sí. Quizá. Los deberes son tan simples… —Movió la mano con impaciencia—. He aprendido todas las técnicas necesarias para hacerle de catalista a cualquier clase de mago. Sí —añadió como respuesta a la mirada escéptica de Vanya—. No me estoy vanagloriando. Y no es sólo eso, sino que he desarrollado nuevas fórmulas matemáticas para reemplazar los tradicionales y torpes cálculos que hemos estado utilizando durante siglos. Supongo que eso hubiera debido satisfacerme, pero no ha sido así. Me hizo desear más. —Absorto en lo que decía, Saryon empezó a hablar más y más deprisa, para, finalmente, levantarse y empezar a pasear por la habitación, gesticulando con las manos—. ¡Empecé trabajando en fórmulas que prepararían el terreno para nuevas maravillas, actos mágicos nunca antes soñados por el hombre! Ahondé más y más en las bibliotecas que existen en El Manantial. Finalmente, en un remoto rincón de la Biblioteca, descubrí la Cámara del Noveno Misterio.

»¿Podéis imaginar lo que sentí? No. —Saryon miró de reojo al Patriarca, azorado—. ¿Cómo podríais vos, vos que sois la bondad personificada? Me quedé mirando los caracteres rúnicos que había grabados sobre la entrada y me invadió un sentimiento muy parecido al Hechizo que sentimos cada mañana cuando percibimos la magia. Sólo que ese sentimiento no era uno que iluminase y llenase de satisfacción; era como si la oscuridad que invadía mi alma se intensificase hasta llegar a absorberme en su interior. Me sentía desfallecer y, literalmente, temblaba de deseo.

—¿Qué hiciste? —preguntó Vanya, fascinado a pesar suyo—. ¿Entraste entonces?

—No. Estaba demasiado asustado. Permanecí de pie frente a la cámara, con los ojos clavados en ella durante no sé siquiera cuánto tiempo —suspiró Saryon fatigadamente—. Debí de permanecer así durante horas, porque repentinamente noté que tenía las piernas doloridas y me sentí mareado. Entonces me derrumbé sobre una silla aterrorizado, y miré a mi alrededor. ¿Y si me habían visto? ¡No había duda de que aquellos pensamientos prohibidos que habían pasado por mi cabeza debían reflejarse claramente en mi rostro! Pero no había nadie, estaba solo.

Saryon volvió a derrumbarse sobre su silla, uniendo la acción a las palabras de manera inconsciente.

—Sentado ahí, en la Sala de Estudio, cerca de la habitación prohibida, supe lo que era ser tentado por el Mal. —Hundió la cabeza entre las manos—. ¡Divinidad, yo sabía, tan seguro como que estaba sentado en aquella silla de madera, que podía atravesar aquellas puertas prohibidas! Claro que están custodiadas y protegidas por hechizos y runas —se encogió de hombros con impaciencia—, pero están selladas con unos hechizos tan elementales que cualquiera que tenga algo de Vida puede fácilmente deshacerlos. Es como si estuvieran custodiadas de esa manera por puro trámite, al darse por sobreentendido que nadie en su sano juicio querría jamás estar cerca de los textos prohibidos, y mucho menos leerlos.

Entonces, el muchacho se quedó silencioso. Bajando la voz, habló como si lo hiciese consigo mismo:

—Quizá no estoy en mi sano juicio. Últimamente parece como si todo lo que mirase estuviese distorsionado y nebuloso, como si mirara a través de una cortina hecha de gasa. —Levantando los ojos hacia Vanya, sacudió la cabeza y continuó, con la voz teñida de amargura—: En aquel instante me di cuenta de algo más, Divinidad. No había descubierto aquellos libros por casualidad. —Apretó el puño con fuerza—. No, yo los había estado buscando, buscándolos deliberadamente sin querer confesármelo a mí mismo. Mientras estaba sentado allí, me vinieron a la mente pasajes enteros de libros que había leído, pasajes que hacían referencia a libros que nunca había podido encontrar y que di por sentado que habían sido destruidos después de las Guerras de Hierro. Pero, cuando encontré aquella habitación, lo vi todo diferente. Estaban allí dentro. Tenían que estar. De hecho lo había sabido siempre.

»¿Qué hice? —Se echó a reír histéricamente, con una risa que se quebró en un sollozo—. ¡Salí huyendo de la Biblioteca como si me persiguieran fantasmas! Corrí sin parar hasta llegar a mi celda y me arrojé sobre la cama temblando de miedo.

—Hijo mío, debieras haber hablado con alguien —le reprendió suavemente Vanya—. ¿Tan poca fe tienes en nosotros?

Saryon sacudió la cabeza, enjugándose las lágrimas con gesto impaciente.

—Estuve a punto de hacerlo. El Theldara me hizo llamar. Pero estaba asustado. —Suspiró—. Pensé que podía arreglármelas por mí mismo. Intenté ahogar en mi trabajo aquella sed de conocimientos prohibidos. Busqué limpiar mi alma en la oración y el cumplimiento de mis deberes. Después de aquello no falté ni una sola vez a la Ceremonia Vespertina, y empecé a hacer ejercicio junto con los otros en el patio, hasta quedar tan agotado que no podía ni pensar.

»Por encima de todo, me mantuve alejado de la Biblioteca. Sin embargo, no había un solo momento, tanto si estaba despierto como dormido, en que no pensara en aquella habitación y en el tesoro que yacía en su interior.

»Debiera haberme dado cuenta entonces de que estaba perdiendo mi alma. —Sus propias palabras lo arrastraron a seguir hablando—. Pero el dolor que me causaba el deseo era demasiado fuerte, y me rendí. Anoche, cuando todos los demás se habían retirado a sus celdas porque era la Hora del Reposo, me deslicé al exterior y atravesé los pasillos sin ser visto hasta llegar a la Biblioteca. No sabía que se había apostado allí al anciano Diácono para que asustara a los roedores, pero no creo que me hubiera detenido de haberlo sabido, de tan consumido como estaba por el deseo.

»Tal y como había previsto, fue muy sencillo deshacer los hechizos. Incluso de niño hubiera podido realizarlo. Conteniendo el aliento, me detuve en el umbral, saboreando el dulce tormento de la anticipación. Luego penetré en la habitación prohibida, con el corazón latiéndome de tal manera que estuvo a punto de estallarme, y el cuerpo bañado en sudor.

»¿Habéis estado en alguna ocasión allí dentro? —Saryon miró al Patriarca, quien enarcó las cejas de forma tan alarmante que el joven se echó hacia atrás—. No, no, su… supongo que no. Los libros no están colocados cuidadosamente, ni tampoco siguen ningún orden. Simplemente están amontonados como si los hubieran lanzado allí dentro, apresuradamente, manos que estuvieran impacientes por librarse de la contaminación. Cogí uno, el primero que encontré. —Las manos de Saryon se crisparon—. El júbilo y la satisfacción que sentí al tocar aquel pequeño libro me hicieron perder el sentido de la vista y del oído, perdí incluso la noción de dónde estaba y de lo que estaba haciendo. Tan sólo recuerdo que lo sujetaba entre las manos y que pensaba en qué maravillosos misterios estaban a punto de serme revelados, y que aquel dolor abrasador brotaría finalmente al exterior y me vería libre de mi tormento.

—¿Y cómo era el libro? —preguntó el Patriarca Vanya muy dulcemente.

Saryon sonrió tristemente.

—Aburrido. Soso. A medida que volvía las páginas me sentía más y más confuso. ¡No entendí absolutamente nada, absolutamente nada! Estaba lleno de toscos dibujos de artefactos extraños y sin sentido, conteniendo referencias indirectas a cosas como «ruedas», «mecanismos» y «poleas». —Con un suspiro, Saryon inclinó la cabeza y suspiró como un niño al que acaban de desilusionar—. No mencionaba ni una palabra sobre matemáticas.

La sonrisa que Vanya había estado reprimiendo, por fin se hizo visible en sus labios, pero no importaba. Saryon no lo miraba, el joven tenía los ojos fijos en sus zapatos.

Con una voz sin vida, Saryon concluyó su relato:

—En aquel momento, llegaron los Ejecutores y… todo se oscureció. No… no recuerdo nada más hasta que… hasta que me encontré en mi celda.

Exhausto, se dejó caer de nuevo sobre los blandos cojines de la silla, cubriéndose el rostro con las manos.

—¿Qué hiciste entonces?

—Me di un baño. —Levantando la cabeza, Saryon vio la sonrisa de Vanya y, suponiendo que era debida a su afirmación, añadió a guisa de explicación—: Me sentía tan sucio y lleno de porquería…; debo de haberme bañado por lo menos unas veinte veces esta noche.

El Patriarca Vanya asintió, comprendiéndole.

—Y, sin duda, debes haber pasado toda la noche imaginando cuál podría ser tu castigo.

La cabeza de Saryon se inclinó de nuevo.

—Sí, Divinidad, desde luego —musitó.

—Indudablemente, te viste sentenciado a transformarte en uno de los Vigilantes, convertido en piedra para permanecer para siempre en la frontera del país.

—Sí, Divinidad —contestó Saryon en voz baja, apenas audible—. No es más que lo que me merezco.

—¡Ah!, Hermano Saryon, si a todos se nos castigara tan drásticamente por perseguir el conocimiento, éste sería un país de estatuas de piedra, y muy merecidamente. La búsqueda del conocimiento no es ningún mal. Tú lo buscaste en el lugar equivocado, eso es todo. Esos espantosos conocimientos fueron desterrados por un motivo: estuvieron a punto de destruir nuestro país. Pero tú no eres el único. A todos nosotros nos ha tentado el Mal en un momento u otro de nuestras vidas. Lo comprendemos. No lo condenamos. Debes confiar en nosotros. Debieras haber acudido a mí o a uno de los Maestros en busca de consejo.

—Sí, Divinidad. Lo lamento.

—En cuanto a tu castigo, éste ya ha sido infligido.

Asombrado, Saryon levantó la cabeza. Vanya sonrió suavemente.

—Hijo —le dijo, su voz llena de amabilidad—, esta noche has sufrido mucho más de lo que merecía tu leve pecado. No incrementaría ese sufrimiento por nada del mundo. No, de hecho, voy a hacerte un ofrecimiento para intentar, de alguna manera, compensarte por lo que me temo es mi parte de culpa en tu crimen.

—¡Divinidad! —El rostro de Saryon se tornó colorado, luego palideció—. ¿Vuestra parte de culpa? ¡No! Soy yo el único…

Vanya movió una mano con desaprobación.

—No, no, yo no he estado abierto a vosotros los jóvenes. Es evidente que me consideráis inaccesible. Lo mismo sucede, empiezo a darme cuenta, con los otros miembros de la jerarquía. Intentaremos remediarlo. De momento, necesitas un cambio de aires para quitarte esas polvorientas telarañas de la cabeza. Por lo tanto, Diácono Saryon —dijo el Patriarca—, me gustaría llevarte conmigo a Merilon, para que ayudases en las Pruebas que se le harán al Heredero de la Corona, cuyo nacimiento se espera en cualquier momento. ¿Qué respondes?

El joven no pudo responder, ya que se había quedado literalmente sin habla. Aquél era un honor por el que todos los miembros de la Orden habían estado compitiendo y rivalizando astutamente durante meses: desde el momento en que se anunció que la Emperatriz había quedado embarazada. Saryon, que había estado absorto en sus estudios y consumido por su sed de conocimientos prohibidos, no había prestado demasiada atención a las habladurías. De todas formas, él no pertenecía al círculo de jóvenes de ambos sexos que gozaban de gran popularidad en el seminario, y se imaginó que no le pedirían que fuese, aunque él quisiera ir.

Observando la perplejidad del joven, y dándose cuenta de que aún tardaría un poco en poder tomar una decisión, Vanya le empezó a hablar de las bellezas de la ciudad real y a comentarle las ramificaciones políticas de aquel nacimiento hasta que Saryon pudo, finalmente, musitar uno o dos comentarios inteligibles. El Patriarca comprendió lo que el joven estaba pensando. Habiendo esperado ser arrojado a la oscuridad y la ignominia, se encontraba, repentinamente, con que lo iban a llevar a la ciudad de la belleza y el placer, y lo iban a presentar en la Corte. Aquello le garantizaría un porvenir, no había duda de ello.

Hacía años que no había nacido un Heredero de la Corona. La Emperatriz había ascendido al trono a la muerte de su hermano, que no había tenido hijos. Las celebraciones que preparaba la ciudad de Merilon iban a ser de una espectacularidad increíble. A Saryon, como miembro honrado y reverenciado del personal del Patriarca Vanya, a la vez que emparentado —aunque de manera lejana— con la Emperatriz por parte de madre, le invitarían a fiestas y comidas los nobles más poderosos del país. Indudablemente, alguna noble familia le invitaría a ser su Catalista Residente; había varias plazas vacantes que necesitaban cubrirse. Tendría el porvenir asegurado.

Y, lo que era más importante, se dijo a sí mismo el Patriarca mientras acompañaba cortésmente hasta la puerta al todavía aturdido Saryon, el joven viviría en Merilon. No regresaría a El Manantial durante mucho, mucho tiempo, si es que regresaba alguna vez.