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El Maestro Bibliotecario no estaba de guardia cuando ocurrió el incidente. Era pasada la medianoche y hacía mucho rato que había sonado ya la Hora del Reposo. La única persona de guardia era un anciano Diácono al que se conocía como el Submaestro.

En realidad, el término Submaestro era totalmente inapropiado, puesto que no era maestro de nada, ni especializado ni sin especializar. De hecho, no era más que un vigilante, cuya principal responsabilidad en la Biblioteca Interior era la de disuadir a las ratas de frecuentarla, ya que, totalmente indiferentes a la búsqueda de la sabiduría, últimamente habían tomado por costumbre digerir los libros en lugar de los conocimientos que contenían impresos en su interior.

El Submaestro era uno de los pocos habitantes de El Manantial al que se le permitía permanecer levantado después de la Hora del Reposo, aunque aquello le importaba muy poco, puesto que, de todas maneras, tenía por costumbre dar cabezadas a cualquier hora del día. Su calva cabeza de amarillenta piel estaba, de hecho, empezando a inclinarse peligrosamente sobre las páginas del volumen que, según él, leía atentamente, cuando oyó un ruido como de algo que se arrastrase al otro extremo de la Biblioteca.

El ruido le hizo dar un respingo, al tiempo que el corazón le daba un vuelco. Tosiendo nerviosamente, miró con ojos miopes hacia las sombras que cubrían la inmensa Biblioteca con la esperanza (o más bien el temor) de descubrir qué era lo que había provocado el ruido. En ese momento recordó las ratas, y se le ocurrió que una rata que produjera un sonido audible a tanta distancia, debía de ser un ejemplar extraordinariamente grande. También se le ocurrió que tendría que cruzar una sección muy oscura de la Biblioteca para poder darle su merecido a aquella bellaca. Tomando en cuenta aquellas dos posibilidades, decidió finalmente, tras un momento de profunda consideración, que no había oído ningún ruido, que tan sólo se lo había imaginado.

Sumamente reconfortado, volvió a su lectura, empezando por el mismo párrafo que había estado intentando leer desde hacía una semana y que infaliblemente le sumía en un profundo sopor, al poco rato.

Esta vez no fue ninguna excepción. Su nariz tocaba ya la página cuando volvió a oírse aquel ruido de algo que se arrastraba.

Este Diácono había visto muchas maravillas durante su juventud, habiendo sido testigo de una escaramuza entre los reinos de Merilon y Zith–el. Había visto llover fuego del cielo, brotar lanzas de los árboles; a los Señores de la Guerra transformar hombres en centauros, gatos en leones, lagartos en dragones, ratas en babeantes monstruos. De modo que, como para aquel entonces la rata había alcanzado en su mente un tamaño que estaba en relación con sus recuerdos, el Diácono se levantó, tembloroso, de su silla y se precipitó hacia la puerta.

Sacando la cabeza fuera de la Biblioteca, pero sin atreverse a salir completamente (¡no fuera a decirse que abandonaba su puesto!), el Diácono abrió la boca para pedir ayuda a los Duuk–tsarith. Sin embargo, la visión de aquella figura alta vestida de negro y encapuchada allí de pie inmóvil, con las manos cruzadas al frente, le hizo vacilar, llenándole de un temor casi idéntico al que le había provocado el misterioso ruido. Quizá no era nada. Quizá fuera simplemente una rata pequeña

¡Se oyó de nuevo! ¡Y esta vez acompañado del sonido de una puerta que se cerraba!

—¡Ejecutor! —siseó el Diácono, haciendo un ademán con una mano paralizada por el terror—. ¡Ejecutor!

La cabeza encapuchada giró en su dirección. El Diácono pudo ver dos ojos brillantes y luego, en un suspiro y sin que pudiera observársele movimiento alguno, la enlutada figura se materializó ante él en silencio.

Aunque el Señor de la Guerra no habló, el Diácono oyó una pregunta en su mente, con toda claridad.

—No…, no estoy se… seguro —respondió tartamudeando el Diácono—. He oído un ruido.

El Duuk–tsarith inclinó la cabeza, aunque la única prueba de ello que tuvo el Diácono fue que el extremo de su puntiaguda y negra capucha se estremeció ligeramente.

—Pa… parecía muy grande, no el ruido, claro. Quiero decir, como si lo hubiera hecho algo bastante grande y… me pareció oír cerrarse una puerta.

Un soplo de aire húmedo y caliente se escapó de la negra capucha.

—¡Claro que no! —El Diácono pareció escandalizarse—. Es la Hora del Reposo. A nadie se le permite estar aquí. Yo tengo dis… dispensa —añadió, aturullándose a causa del nerviosismo.

La cabeza encapuchada se volvió para examinar los sombríos pasillos que formaban las estanterías de cristal y su valioso contenido.

—A… ahí —dijo el Diácono con voz trémula, indicando hacia el extremo opuesto de la Biblioteca—. No vi nada. Simplemente oí un ruido, una especie de crujido, y luego… luego la puerta…

Se detuvo, al llegarle otro apagado suspiro.

—¿Qué hay ahí al fondo? Un momento. Dejad que piense. —La totalidad de su calva cabeza se arrugó mientras atravesaba penosamente la Biblioteca Interior con su imaginación. Por fin, su vacilante paseo mental le condujo a hacer un descubrimiento sorprendente, puesto que sus ojos se abrieron de par en par y se quedó mirando fijamente al Duuk–tsarith con espanto—. ¡El Noveno Misterio!

La negra capucha del Ejecutor dio un bandazo.

—¡La Cámara del Noveno Misterio! —El Diácono se retorció las manos—. ¡Los libros prohibidos! Pero si la puerta está siempre sellada. Cómo… Qué…

Pero le estaba hablando al vacío. El Señor de la Guerra había desaparecido.

Debido al estado de agitación en que se encontraba, el Diácono tardó un poco en asimilar lo que realmente había ocurrido. Pensando, en un principio, que el Duuk–tsarith podría haber huido aterrorizado, el Diácono estuvo a punto de seguirlo cuando le asaltó un pensamiento mucho más lógico. Estaba muy claro. El Ejecutor había ido a investigar.

Imágenes de la gigantesca rata surgieron amenazadoras ante los ojos del Diácono. «Quizá debería permanecer aquí vigilando la entrada», pensó. Pero entonces, la imagen del Maestro Bibliotecario reemplazó a la del enorme roedor, y, con un suspiro, el Diácono se recogió los faldones de la ondulante túnica blanca para que no arrastrasen por el polvo, y atravesó a toda prisa la Biblioteca, en dirección a la habitación prohibida.

Sintiéndose perdido, por un momento, en aquel laberinto de estanterías de cristal, el sonido de unas voces a su derecha, un poco más adelante, le indicó el camino a seguir y echó a correr, llegando ante la puerta de la cámara prohibida justo en el mismo momento en que otro silencioso y enlutado Duuk–tsarith se materializaba surgiendo de la nada. Como el primer Ejecutor había retirado el sello de la puerta, el segundo entró inmediatamente. El Diácono hizo un movimiento para seguirlos, pero la inesperada aparición del segundo Ejecutor le había alterado los nervios de tal manera que se vio obligado a apoyarse en la puerta durante unos segundos, apretando una mano sobre su palpitante corazón.

Al poco, recobrándose y no queriendo perderse el espectáculo de dos Duuk–tsarith batallando contra una rata gigante, el Diácono se asomó cautelosamente al interior de la cámara. A pesar de que las vetustas sombras habían sido rechazadas a sus rincones por la luz de una vela, parecían estar esperando la menor oportunidad para saltar fuera de ellos y volver a tomar posesión, una vez más, de su mohoso hogar; y mientras miraba al interior de la habitación, la rata gigante se esfumó de la enrarecida imaginación del Diácono, siendo reemplazada por un horror más real y profundo. En aquel momento se dio cuenta de que tenía que enfrentarse con algo mucho más siniestro y terrible.

Alguien había penetrado en la habitación prohibida. Alguien estaba estudiando sus oscuros y arcanos secretos. Alguien se había dejado seducir por el espantoso poder del Noveno Misterio.

Parpadeante, intentando acostumbrar sus ojos al brillante haz de luz que despedía la vela, el Diácono no pudo reconocer, al principio, a la figura acobardada que sujetaban los dos oscuros Señores de la Guerra. Únicamente pudo ver una túnica blanca bordeada de gris como la suya. Un Diácono de El Manantial, por lo tanto. Pero ¿quién…?

Un rostro demacrado y de aspecto desdichado levantó la vista hacia él.

—¡Hermano Saryon!