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Saryon nació catalista. No pudo escoger. Provenía de una pequeña provincia situada más allá de las murallas de la ciudad de Merilon. Su padre era un mago que pertenecía a la nobleza de tercera categoría; su madre, prima de la Emperatriz, era una catalista de cierta importancia. Había dejado la Iglesia tan sólo después de habérsele comunicado que se había celebrado la ceremonia de la Visión y se había profetizado que su matrimonio con aquel noble daría descendencia. Sus poderes catalísticos serían transmitidos a un heredero.

La madre de Saryon obedeció sin dudar, a pesar de que se casaba con alguien de una clase inferior. Su padre se casó también sin hacer preguntas; un noble de su posición puede o no obedecer una orden del Emperador, pero nadie, cualquiera que fuera su categoría social, se rehusaba a hacer algo que hubieran solicitado los catalistas.

La madre de Saryon desempeñó sus deberes matrimoniales de la misma manera que desempeñaba todos sus deberes religiosos. Cuando llegó el momento adecuado, ella y su esposo viajaron hasta las Arboledas de la Curación, donde los Mannanish, doctores de segundo orden, tomaron la semilla de él y la pasaron a su esposa. A su debido tiempo, nació el niño tal y como había augurado la Visión.

Como era habitual, el pequeño Saryon empezó su aprendizaje a la edad de seis años; lo que ya no era tan normal fue el hecho de que se le permitiera realizar este aprendizaje bajo la tutela de su madre, debido a la importante posición de ésta dentro de la Iglesia. El niño fue llevado ante su madre al cumplir los seis años y, a partir de aquel momento, durante los catorce años siguientes, pasó con ella cada uno de sus días en estudio y oración. Cuando Saryon cumplió los veinte años, abandonó para siempre la casa de su madre, viajando a través de los Corredores hasta el lugar más santo y más sagrado de Thimhallan: El Manantial.

La historia de El Manantial es la historia de Thimhallan. Hace muchos, muchísimos siglos, en una época cuyo recuerdo quedó destruido y sus restos diseminados en el caos provocado por las Guerras de Hierro, un pueblo perseguido huyó a este mundo, exiliándose voluntariamente del suyo. El viaje, realizado mediante la magia, fue terrible. La gran cantidad de energía que se precisó para realizar tal hazaña agotó hasta el último vestigio de vida en muchos de ellos, que sacrificaron gustosamente sus vidas para que los de su especie pudieran sobrevivir y prosperar en una tierra que ellos mismos jamás podrían ver.

Llegaron allí porque la magia de aquel mundo era poderosa, tan poderosa que los atrajo hacia él, como si un imán los hubiera guiado a lugar seguro a través del tiempo y el espacio. Y permanecieron en aquel lugar porque era un mundo vacío y solitario.

No obstante, tenía sus inconvenientes. En aquella tierra nueva y salvaje se desencadenaban terribles tormentas: las montañas escupían fuego, las aguas corrían con violencia y la vegetación era espesa e indomable. Pero, en el mismo momento en que sus pies tocaron el suelo, sintieron cómo la magia latía y se agitaba bajo ellos, como los latidos de un corazón. La sentían, la percibían; y buscaron su origen, soportando innumerables dificultades e indecibles sufrimientos durante la marcha.

Finalmente encontraron el lugar de donde surgía aquella magia: una montaña cuyo fuego se había extinguido, dejando la magia tras de sí, reluciente como un diamante bajo el brillante y desconocido sol.

A aquella montaña la llamaron El Manantial y fue allí, en el Pozo de la Vida, donde los catalistas establecieron su hogar y el núcleo de su mundo. En un principio sólo tenían unas pocas catacumbas, talladas y moldeadas apresuradamente por aquellos que deseaban a toda costa escapar de los peligros del mundo exterior. A través de los siglos, aquellos escasos y toscos túneles habían ido aumentando hasta convertirse en un laberinto de pasillos y salas, de aposentos y habitaciones, de cocinas, patios y jardines colgantes. En una universidad edificada en la ladera de la montaña, se enseñaba a los jóvenes Albanara las artes que les serían necesarias para gobernar sus tierras y sus vasallos. Los jóvenes Theldara acudían para aumentar sus habilidades curativas, los jóvenes Sif–Hanar para estudiar diferentes formas de controlar los vientos y las nubes, y todos ellos recibían la ayuda de jóvenes novicios escogidos de entre los catalistas. Los Gremios Artesanales también tenían allí sus centros de enseñanza, de modo que, para poder atender a las necesidades de los alumnos y de sus profesores, se levantó una pequeña ciudad a los pies de la montaña.

En la cumbre misma de la montaña se alzaba una enorme Catedral, cuyo techo abovedado lo formaba la misma cima del pico montañoso, siendo el panorama que se contemplaba desde los ventanales de tal magnificencia que muchos lloraban embargados por la emoción y la belleza de aquel espectáculo.

Sin embargo, pocos eran los habitantes de Thimhallan que podían contemplar el panorama desde la cumbre. En una época, El Manantial había estado abierto a todo el mundo, desde el Emperador al mago residente; pero después de las Guerras de Hierro, las normas habían cambiado. Ahora, únicamente los catalistas, junto con aquellos pocos privilegiados que trabajaban para ellos, podían penetrar en el interior de sus muros sagrados, y sólo a los funcionarios eclesiásticos de mayor rango se les permitía la entrada en la cámara sagrada del Pozo. Existía una ciudad en el interior de la montaña además de la que existía en su exterior, en la que los catalistas encontraban todo aquello que necesitaban para vivir y continuar su trabajo en el interior de El Manantial. Muchos novicios cruzaban sus puertas siendo hombres y mujeres jóvenes y, si alguna vez salían, era bajo la apariencia, cualquiera que ésta fuese, que toman los muertos para hacer su viaje al Más Allá.

Saryon era uno de aquellos novicios, y hubiera podido permanecer allí viviendo pacíficamente toda su vida, al igual que lo habían hecho innumerables personas antes que él.

Pero Saryon era diferente. En realidad, llegó a pensar que sobre él pesaba una maldición…

El Theldara, uno de aquellos pocos forasteros que habían sido elegidos para vivir en El Manantial, estaba trabajando al aire libre en su jardín de herbolario, cuando un anciano y venerable cuervo avanzó a saltitos por el sendero que discurría entre las bien cuidadas hileras de plantas jóvenes y, con un graznido, anunció a su amo que el paciente había llegado. Dándole las gracias amablemente al pájaro —que, por haber perdido gran parte de las plumas de su cresta a causa de su avanzada edad, se asemejaba bastante a un catalista—, el Druida abandonó su soleado jardín, para volver a la tranquilidad de los frescos y oscuros confines de su enfermería.

—Que el sol te alumbre, Hermano —saludó el Theldara, penetrando en la Sala de Espera sin hacer ruido, su túnica marrón barriendo el suelo de piedra con un suave roce.

—Qu… que el sol os alumbre, Hacedor —tartamudeó el joven, sobresaltado. Había estado mirando por una ventana melancólicamente y no había oído entrar al Druida.

—Si quieres venir por aquí —continuó el Theldara, mientras su aguda y penetrante mirada no dejaba escapar ni un detalle del aspecto físico del joven catalista, desde la anormal palidez de su cutis, pasando por las uñas mordidas hasta llegar a su actitud nerviosa y preocupada—, iremos a mis aposentos privados, que son más cómodos, para tener nuestra pequeña charla.

El joven asintió y le contestó con educación, pero el Druida se dio perfecta cuenta de que si hubiera invitado al catalista a tirarse por un acantilado hubiera recibido la misma vaga respuesta. Atravesaron la enfermería con sus largas hileras de camas, cuya madera había sido modelada amorosamente, dándole la forma de manos ligeramente ahuecadas que sostenían colchones de hojas perfumadas y hierbas medicinales cuya olorosa combinación estimulaba el sueño y el descanso. Aquí y allí, reposaban algunos pacientes, escuchando la música que se les había recetado y concentrando la energía de sus cuerpos en el proceso curativo. El Theldara le dedicó unas palabras a cada uno de ellos al pasar, pero no se detuvo, conduciendo a su paciente fuera de aquella zona hacia otro aposento, más reservado y privado. Llegados a una soleada habitación cuyas paredes eran de cristal, una habitación repleta de semilleros, el Druida tomó asiento sobre un almohadón de blandas agujas de pino e invitó a su paciente a hacer lo mismo.

El catalista así lo hizo, desplomándose pesadamente sobre su almohadón. Era un joven alto, de espaldas encorvadas, y manos y pies que parecían desproporcionadamente grandes en relación con su cuerpo. Iba vestido descuidadamente, con una túnica que le quedaba demasiado corta, y bajo los apagados ojos se apreciaban sombras oscuras producidas por el cansancio. El Druida se dio cuenta de cada una de estas cosas, sin que exteriormente pareciera tomarse un interés excepcional por su enfermo, charlando todo el rato sobre el tiempo, mientras preguntaba al catalista si le aceptaría un relajante té.

Tras recibir una respuesta afirmativa apenas audible, el Theldara hizo un ademán y una esfera de hirviente líquido flotó obedientemente hacia él desde el fuego, llenó dos tazas y volvió a ocupar su lugar. El Druida sorbió cautamente su té; luego, con aire distraído, hizo que la taza descendiera flotando hasta reposar sobre la mesa. Aquélla era una mezcla de hierbas concebida para relajar las inhibiciones y estimular la conversación. Observó con atención cómo el joven se bebía el té de un trago, con avidez, sin preocuparse, al parecer, de si la bebida estaba muy caliente y, probablemente, sin saborearla siquiera. Dejando su taza sobre la mesa, el joven miró al exterior por uno de los grandes ventanales de cristal.

—Estoy contento de que hayamos tenido esta oportunidad de vernos, Hermano Saryon —dijo el Druida, haciéndole una señal a la esfera para que volviera a llenar la taza del joven—. Normalmente sólo os veo a vosotros los jóvenes cuando estáis enfermos. Tú te encuentras bien, ¿no es así, Hermano?

—Estoy perfectamente, Hacedor —contestó, sin apartar la vista de la ventana—. Vine aquí tan sólo a petición de mi Maestro.

—Sí, pareces estar bastante bien físicamente —dijo el Theldara con suavidad—, pero nuestros cuerpos no son más que caparazones de nuestras mentes. Si la mente sufre, el cuerpo sale perjudicado.

—Estoy bien —repitió Saryon con un ligero tono de impaciencia en la voz—. Es sólo algo de insomnio…

—Pero se me ha dicho que has estado faltando a los Rezos Vespertinos, que no das tu paseo diario y que algunas veces tampoco apareces a la hora de las comidas. —El Druida permaneció en silencio un momento, observando con ojos expertos cómo el té empezaba a hacer su efecto. La espalda encorvada se relajó, los párpados se entrecerraron y las inquietas manos fueron a posarse lentamente sobre el regazo del catalista—. ¿Cuántos años tienes, Hermano? ¿Veintisiete, veintiocho?

—Veinticinco.

El Druida enarcó una ceja. Saryon asintió con la cabeza.

—Se me admitió en El Manantial a los veinte —dijo como aclaración, ya que a la mayoría de los jóvenes, tanto hombres como mujeres, no se los admitía hasta los veintiuno.

—¿Y cuál fue la razón para ello? —preguntó el Theldara.

—Soy un genio para las matemáticas —contestó Saryon en el mismo tono indiferente que hubiera podido utilizar para decir «soy alto» o «soy un hombre».

—¿De veras?

El Druida se acarició la gris y luenga barba. Aquello explicaría fácilmente que se le hubiera admitido en El Manantial tan pronto; la transferencia de Vida desde los elementos de la naturaleza a los magos que la han de utilizar, es una ciencia delicada, que se basa casi por completo en principios matemáticos. Debido a que la fuerza mágica que se extrae del mundo circundante se concentra en el interior del catalista, quien dirigirá entonces aquella concentración de Vida hacia el sujeto escogido, los cálculos matemáticos para decidir la cantidad de energía a transferir deben ser muy precisos, ya que la transferencia de magia deja al catalista extremadamente débil. Sólo en casos de suma emergencia o en época de guerra, le es dado a un catalista inundar de Vida a un mago.

—Sí —dijo Saryon, que se sentía más relajado bajo la influencia del té, dejando que su largo y desgarbado cuerpo se hundiese en el almohadón—. Aprendí todos los cálculos básicos de pequeño. A los doce años, podía darle la cifra exacta de energía que se precisaría para levantar un edificio de sus cimientos y lanzarlo por el aire y, al mismo tiempo, efectuar los cálculos necesarios para hacer aparecer un suntuoso traje para la Emperatriz.

—Eso es extraordinario —murmuró el Druida, mirando a Saryon atentamente por entre sus párpados entreabiertos.

El catalista se encogió de hombros.

—Es lo que mi madre pensaba. A mí no me parecía nada especial; era como un juego, la única fuente de diversión que tuve de niño —añadió, empezando a pellizcar el tejido que cubría el almohadón.

—¿Estudiaste con tu madre? ¿No fuiste a las escuelas?

—No. Ella es sacerdotisa. Iba para Cardinal, pero entonces se casó con mi padre.

—¿Un arreglo político?

Saryon sacudió la cabeza negativamente con una sonrisa forzada.

—No. Debido a mí.

—¡Ah! Claro. Ya entiendo.

El Druida tomó otro pequeño sorbo de té. En Thimhallan los matrimonios siempre se han concertado de antemano y están, en general, bajo el control de los catalistas. Esto es así a causa del Don de la Visión. La Visión, el único vestigio que queda del antaño floreciente arte de la adivinación, permite al catalista predecir si una unión tendrá descendencia y será por lo tanto un matrimonio acertado. Si no se prevé que vaya a haber descendencia, se prohíbe la celebración del matrimonio.

Puesto que los catalistas sólo pueden engendrar catalistas, sus matrimonios están gobernados de manera aún más estricta que los de los magos, y los concierta la misma Iglesia. Como existen tan pocos catalistas, se considera un privilegio el tener uno en la familia; además, los gastos de educación y formación de un catalista corren a cargo de la Iglesia. Un catalista tiene su puesto asegurado en la sociedad, lo que le facilita a él y a su familia un nivel de vida más que regular.

—Tu madre ocupa una posición de categoría dentro de la Orden. Tu padre debe de ser un noble muy poderoso.

—No. —Saryon negó con la cabeza—. Mi madre se casó con alguien de rango inferior, algo que nunca dejó que mi padre olvidara. Ella es prima de la Emperatriz de Merilon y él únicamente era Duque.

—¿Tu padre? Hablas de él en pasado…

—Murió —respondió Saryon sin demostrar emoción—. Murió hará unos diez años, cuando yo tenía quince. A causa de una enfermedad que lo fue debilitando. Mi madre hizo todo lo que pudo; llamó a los Hacedores de Salud, pero no se esforzó demasiado en salvarle la vida y él tampoco hizo excesivos esfuerzos por vivir.

—¿Te afectó mucho?

—No demasiado —murmuró Saryon, hurgando con el dedo en el agujero que había hecho en el almohadón. Encogiéndose de hombros siguió—: No lo había visto desde hacía mucho tiempo. Cuando cumplí los seis años, empecé a estudiar con mi madre y… mi padre empezó a estar más y más tiempo fuera de casa. Le gustaba la vida cortesana de Merilon. Además —frunciendo el entrecejo, Saryon concentró su atención en agrandar el agujero del almohadón, moviendo los dedos afanosamente—, yo… tenía otras cosas… en las que pensar.

—A los quince años eso suele pasar —dijo el Theldara despacio—. Cuéntame sobre estos pensamientos. Deben de ser pensamientos sombríos, ya que son como una nube que cubre la radiancia de tu propio ser.

—No… No puedo —farfulló Saryon, mientras en su rostro se alternaba el rubor con la palidez.

—Muy bien —repuso el Druida, conciliador—. Lo…

—¡Yo no quería ser catalista! —explotó Saryon bruscamente—. Yo quería tener la magia. Es…, es la primera idea concreta que recuerdo haber tenido, incluso desde niño.

—No es nada de lo que haya que avergonzarse —observó el Theldara—. Muchos miembros de tu Orden experimentan los mismos celos de los magos.

—¿De veras? —Saryon levantó los ojos, esperanzado; luego su expresión se oscureció. Empezó a arrancar agujas de pino del cojín, doblándolas entre los dedos—. Bueno, eso no es lo peor.

Se quedó callado, ceñudo.

—¿Qué tipo de mago te gustaría ser? —preguntó el Druida, sabiendo adónde conduciría todo aquello, pero prefiriendo que las cosas se desarrollaran de forma natural. Le hizo una señal a la esfera para que volviera a llenar la taza del catalista—. Albanara

—¡Oh, no! —Saryon sonrió con amargura—. Nada tan ambicioso. —Levantó los ojos de nuevo para mirar por el ventanal—. Creo que me gustaría ser Pron–alban, uno de los que moldean la madera. Me encanta el tacto de la madera, su uniformidad, su olor, los nudos y los recovecos entre sus fibras. —Suspiró—. Mi madre decía que es porque percibo la Vida que hay en el interior de la madera y la venero.

—Tal y como debe ser —observó el Druida.

—¡Ah, pero no es así! —dijo Saryon, dirigiendo su mirada hacia el Theldara, la sonrisa convertida en una mueca—. ¡Yo quería cambiar la madera, Hacedor! ¡Cambiarla utilizando mis manos! ¡Quería unir un pedazo de madera con otro para que de ambos surgiera un objeto nuevo!

Recostándose hacia atrás, se quedó observando al Druida con aire satisfecho, esperando ver una reacción mezcla de escándalo y horror.

En un mundo donde la unión física de cualquier cosa —animada o inanimada— está considerada como el más imperdonable de los pecados, aquella confesión de Saryon era algo espantoso, rayano en las Artes Arcanas. Únicamente los Hechiceros, aquellos que practican el Noveno Misterio, pensarían en hacer algo semejante. El Pron–alban, por ejemplo, no construye una silla, la moldea. Toma la madera —un sólido tronco de árbol lleno de vida— y utiliza su magia para darle forma a la madera amorosamente hasta reproducir aquella imagen que ve en su mente; de esta forma la silla es simplemente otra fase de la Vida de la madera. Si los magos cortaran o mutilaran la madera, la doblaran con sus manos y unieran por la fuerza aquellos pedazos mutilados y deformes para darles la apariencia de una silla, la madera misma gritaría de dolor y, desde luego, no tardaría en morir. Y sin embargo, Saryon había confesado que quería realizar aquel acto atroz. El joven suponía que el Druida palidecería horrorizado, que quizá lo echaría incluso de su casa.

Sin embargo, el Theldara simplemente lo miró con placidez, como si Saryon hubiera afirmado que le encantaba comer manzanas.

—Todos sentimos una muy natural curiosidad por tales cosas —dijo con calma—. ¿Qué otras cosas soñabas con hacer en aquella época? ¿Unir madera? ¿Eso es todo?

Saryon tragó saliva. Bajando la vista hacia el almohadón, perforó el tejido con un dedo.

—No. —Sudoroso, se cubrió el rostro con las manos—. ¡Que Almin me ayude! —sollozó entrecortadamente.

—Mi querido amigo, Almin intenta ayudarte, pero primero debes ayudarte tú mismo —le dijo el Druida con seriedad—. Soñaste con tener relaciones físicas con mujeres, ¿no es cierto?

Saryon levantó la cabeza, su rostro era febril.

—¿Cómo…, cómo lo supisteis? Habéis leído en mi pensamiento…

—No, no. —El Theldara levantó las manos con una sonrisa—. Yo no sé vaciar las mentes como hacen los Ejecutores. Este tipo de sueños es bastante natural, Hermano. Un resto de la época oscura de nuestra existencia; sirven para recordarnos nuestra naturaleza animal y que seguimos estando ligados al mundo. ¿Nadie habló nunca contigo sobre ello?

La expresión en el rostro de Saryon era tan cómica, al mezclar alivio con sobresalto e ingenuidad, que al Druida le costó un verdadero esfuerzo mantener la seriedad, incluso mientras, interiormente, maldecía aquel entorno frío, estéril y sin amor que debía de haber fomentado aquella sensación de culpa en el joven. El Theldara se dispuso a aclarar aquel asunto en muy pocas palabras.

—Se especula con que en el oscuro y sombrío país de nuestro pasado, nosotros los magos nos veíamos obligados a unirnos carnalmente para producir descendencia, tal como hacen los animales. Ello no nos permitía controlar la reproducción de nuestra especie, y hacía que nuestra sangre se mezclara con la de los Muertos. Incluso en los años posteriores a nuestra llegada a este mundo, o por lo menos así se cree, seguimos apareándonos de esa forma; pero entonces descubrimos que teníamos la facultad de tomar la semilla del hombre y transferirla —utilizando la Energía Vital— a la mujer. De esta forma podemos controlar el crecimiento de la población a la vez que elevamos a la gente por encima de los deseos animales de la carne. Pero no es tan fácil como parece, ya que la carne es débil. Supongo que esos sueños quedaron atrás —continuó el Theldara—, o quizás aún te preocupa…

—No —interpuso Saryon apresuradamente, algo confuso—. No, no me preocupan… Tampoco lo superé… no creo… Quiero decir… Las matemáticas —explicó finalmente—. ¡Des… descubrí que lo que anteriormente había sido… un juego, era mi… salvación! —Incorporándose en el almohadón, miró al Druida mientras su rostro se iluminaba—. ¡Cuando estoy inmerso en el mundo de mis estudios, me olvido de todo! ¿Entendéis, Hacedor? Ésa es la razón de que falte a los Rezos Vespertinos. Me olvido de comer, de las horas de paseo; ¡todo me parece una pérdida de tiempo! ¡Saber! Estudiar, aprender y crear: nuevas teorías, nuevos cálculos. ¡He reducido la fuerza mágica necesaria para crear cristal de la roca a la mitad! ¡Y esto no es nada, nada, comparado con algunas de las cosas que he estado planeando! Pero, si he descubierto incluso…

Saryon se interrumpió bruscamente.

—¿Has descubierto qué? —preguntó el Druida como sin darle importancia.

—Nada que os pueda interesar —repuso el catalista con sequedad. Fijando la vista en el almohadón, observó de pronto el agujero que había hecho en él. Ruborizándose, intentó arreglar, sin demasiado éxito, el estropicio que había causado.

—Puede que no entienda de matemáticas —dijo el Theldara—, pero me interesaría mucho oírte hablar de ello.

—No. No es nada, en realidad. —Saryon se levantó, algo vacilante—. Siento lo del almohadón…

—Se arregla fácilmente —le contestó el Druida poniéndose en pie sonriente, aunque, una vez más, estudiaba al joven catalista atentamente—. ¿Volverás de nuevo para que podamos discutir ese nuevo descubrimiento tuyo?

—Es posible. No…, no lo sé. Como he dicho, no es realmente importante. Lo que tiene importancia en mi vida son las matemáticas. ¡Son más importantes para mí que cualquier otra cosa! ¿No lo entendéis? La obtención de conocimientos… ¡Cualquier clase de conocimientos! Incluso aquellos que son… —Saryon se detuvo abruptamente—. ¿Puedo irme ahora? —preguntó—. ¿Habéis terminado conmigo?

—No he «terminado» contigo, porque, en realidad, nunca he «empezado» contigo —le reprendió el Theldara amablemente—. Se te aconsejó que vinieras aquí porque tu Maestro estaba preocupado por tu salud. Yo también lo estoy. Evidentemente estás trabajando demasiado, Hermano Saryon. Esa magnífica mente tuya depende de tu cuerpo; tal como he dicho antes, si descuidas uno, la otra también sufrirá.

—Sí —murmuró Saryon, avergonzado de su arrebato—. Lo siento, Hacedor. Quizá vos tengáis razón.

—¿Te veré en las comidas… y en el patio de ejercicio?

—Sí —respondió el catalista, reprimiendo un exasperado suspiro; y, dándose la vuelta, se encaminó a la puerta.

—Y deja de pasar todo tu tiempo en la Biblioteca —continuó el Druida, siguiéndole—. Hay otros…

—¿La Biblioteca? —Saryon giró en redondo, pálido como un muerto—. ¿Qué tiene que ver la Biblioteca?

El Theldara parpadeó, sobresaltado.

—Pues, nada, Hermano Saryon. Mencionaste el estudio. Naturalmente, yo he deducido que pasabas la mayor parte de tu tiempo en la Biblioteca…

—¡Bien, pues estáis equivocado! ¡No he estado allí desde hace un mes! —le espetó Saryon con vehemencia—. Un mes, ¿me oís?

—Sí, claro…

—Que Almin os acompañe —dijo el catalista hablando entre dientes—. No hace falta que me guiéis, conozco el camino.

Con una torpe inclinación de cabeza, atravesó apresuradamente la puerta saliendo de los aposentos del Druida, con la corta túnica golpeándole en los huesudos tobillos mientras cruzaba la enfermería rápidamente y salía por la puerta que había al otro extremo.

El Druida se quedó mirando pensativamente hacia el lugar por donde el muchacho se había ido, durante un buen rato después de que él hubiera salido, acariciando con aire ausente el plumaje del cuervo, que había entrado volando por la ventana y se había posado sobre su hombro.

—¿Qué? —le preguntó al pájaro—. ¿Dijiste algo?

El ave graznó una respuesta, limpiándose el pico con una pata, mientras, también ella, miraba con sus brillantes ojillos negros hacia la dirección que había tomado el catalista.

—Sí —contestó el Theldara—, tienes razón, amigo mío. Esa alma vuela ciertamente en las alas de la oscuridad.