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El mago estaba de pie en el portal de su casa solariega. Era una vivienda sencilla; ni opulenta ni ostentosa, puesto que aquel mago, aunque de noble cuna, era, sin embargo, de rango humilde. Y aunque se hubiera podido permitir un deslumbrante palacio de cristal, aquello hubiera sido considerado impropio en alguien de su posición social. No obstante, se sentía contento con su vida, y en aquellos momentos contemplaba sus tierras a las primeras luces del día, con un aire de tranquila satisfacción.

Se volvió al oír un ruido a su espalda que venía del vestíbulo.

—Date prisa, Saryon —dijo, enviándole una sonrisa a su pequeño hijo, que estaba tumbado en el suelo luchando por ponerse los zapatos—. Date prisa, si quieres ver cómo los Ariels entregan sus discos.

Con un definitivo y desesperado tirón, el chiquillo consiguió introducir el talón del pie en el zapato; luego, incorporándose de un salto, corrió hacia su padre. Levantando al niño en brazos, el mago pronunció las palabras que obligaban al aire a cumplir sus órdenes, y, montándose sobre el viento, éste lo levantó del suelo, haciéndolo flotar sobre el campo, mientras sus sedosas ropas se agitaban a su alrededor como las alas de una brillante mariposa.

El niño, agarrándose con una mano al cuello de su padre, abrió la otra para saludar el amanecer.

—¡Enséñame a hacer esto, Padre! —gritó Saryon, deleitándose con la sensación que producía el aire primaveral al azotarle el rostro—. Dime las palabras que hacen que el viento te obedezca.

El padre de Saryon sonrió y, sacudiendo la cabeza negativamente, le pellizcó solemnemente uno de los pies que los zapatos de cuero aprisionaban.

—Ninguna palabra tuya convocará jamás al viento, hijo mío —le dijo, apartando los rubios cabellos que caían sobre el decepcionado rostro del niño—. Tú no tienes ese don.

—A lo mejor no ahora —contestó Saryon tozudamente mientras flotaban sin rumbo fijo por encima de las largas hileras de campos recién arados, olfateando la fuerte y densa fragancia que despide la tierra húmeda—. Pero cuando sea mayor, como Janji…

Pero su padre volvió a negar con la cabeza.

—No, hijo, ni siquiera cuando seas mayor.

—¡Pero eso no es justo! —sollozó Saryon—. Janji no es más que un criado, como su padre, y sin embargo él puede ordenar al aire que le lleve a cuestas. Por qué…

Se detuvo, al sorprender la mirada de su padre.

—Es debido a estas cosas, ¿no es verdad? —dijo de repente—. Janji no lleva zapatos. Ni tampoco los llevas tú. Sólo yo y mi Madre. ¡Bueno! ¡Me desharé de ellos!

Sacudiendo los pies con fuerza, hizo que uno de los zapatos saliera despedido y fuera a caer en un campo arado, donde permaneció hasta que una Maga Campesina, que tropezó con él por casualidad mientras trabajaba, lo recogió y se lo llevó con ella a casa como curiosidad. Saryon intentó sacudirse el otro zapato, pero la mano de su padre se cerró sobre el pie del pequeño.

—Hijo mío, no tienes la suficiente… Vida…

—Sí que la tengo, Padre —insistió Saryon, interrumpiéndolo—. ¡Mira! ¡Mira esto!

Con un movimiento de su diminuta mano, obligó a su propia túnica, que le llegaba hasta las rodillas, a cambiar su color verde por un anaranjado intenso; estuvo a punto de añadirle manchas azules para conseguir una vestimenta que le gustaba bastante, pero que su madre jamás le permitía lucir dentro de casa. A su padre, sin embargo, no le importaba, y por lo tanto generalmente lo dejaba que la exhibiera cuando estaban solos, recorriendo la finca. Pero, en esta ocasión, el niño vio cómo la expresión de su padre, normalmente bondadosa, se tornaba severa, así que, con un suspiro, se calló y reprimió aquel impulso.

—Saryon —le dijo el mago—, tienes cinco años. Dentro de un año iniciarás tus estudios como catalista. Es el momento de que me escuches e intentes comprender lo que voy a decirte. Tú tienes el Don de la Vida. ¡Loado sea Almin! Algunos nacen sin él. Por lo tanto, debes estar agradecido por este don y utilizarlo juiciosamente; y no debes desear nunca más que aquello con lo que se te ha bendecido, porque ése es un sendero de oscura y amarga desesperación, hijo; escoger ese sendero conduce a la locura o a algo aún peor.

—Pero si tengo el don, ¿por qué no puedo hacer con él lo que quiera? —preguntó Saryon, temblándole el labio inferior tanto a causa de la desacostumbrada seriedad de su padre, como por el hecho de que, muy dentro de él, el niño sabía ya la respuesta pero se negaba a aceptarla.

—Hijo mío —replicó su padre con un suspiro—, yo soy un Albanara, y conozco muy bien el arte de guiar a aquellos que están a mi cuidado, de gobernar y mantener mi casa, de hacer que mi tierra brinde sus frutos y mis animales sus presentes como es su misión. Ése es mi don, que me fue concedido por Almin y que yo utilizo para obtener sus favores.

Descendiendo del cielo, el mago fue a posarse en un claro de un bosquecillo situado en el límite de los campos labrados, estremeciéndose ligeramente cuando sus pies desnudos entraron en contacto con la hierba húmeda por el rocío.

—¿Por qué nos detenemos? —preguntó el niño—. Aún no hemos llegado allí.

—Porque quiero andar —respondió el mago—. Esta mañana, siento una especie de agarrotamiento en los músculos; debo desentumecerlos.

Puso a su hijo en el suelo y empezó a andar, arrastrando la túnica por la hierba.

Saryon empezó a caminar con dificultad siguiendo a su padre, con la cabeza inclinada, un pie calzado y el otro no, lo que lo obligaba a andar con paso torpe y vacilante. Volviendo la vista, el mago vio cómo su hijo se rezagaba y, con un movimiento de la mano, hizo que desapareciese el zapato que aún le quedaba.

Bajando los ojos hacia sus pies descalzos con momentáneo asombro, Saryon se echó a reír, disfrutando de aquella sensación cosquilleante que le producía la hierba fresca.

—¡Hagamos una carrera, Padre! —le gritó y se lanzó hacia adelante.

Consciente de su dignidad, el mago vaciló, pero luego se encogió de hombros y sonrió. Después de todo, aquel mago era muy joven, pues aún no había cumplido los treinta años; así que, recogiendo su larga túnica en una mano, echó a correr tras su hijo. Corrieron a través del claro, el niño chillando de excitación mientras su padre fingía estar siempre a punto de atraparlo, aunque no llegaba a hacerlo. Poco acostumbrado a realizar un ejercicio tan agotador, el mago se quedó pronto sin aliento y se vio obligado a dar por terminada la carrera.

Algo jadeante, se acercó a una roca de bordes afilados, que sobresalía del suelo, y, tocándola suavemente con la mano, hizo que se volviera lisa y brillante. Luego, dejándose caer con alivio sobre la roca recién moldeada, le indicó a su hijo que se acercara. Una vez recuperado el aliento, volvió al tema de su conversación anterior.

—¿Ves lo que he hecho, Saryon? —le preguntó el mago, golpeando la roca ligeramente con la palma de la mano—. ¿Ves cómo he moldeado la roca que, antes, no nos era útil y en cambio ahora es un banco sobre el que nos podemos sentar?

Saryon asintió, sus ojos fijos en el rostro de su padre.

—Este tipo de cosas las puedo hacer con el poder de mi magia; pero ¿no sería maravilloso, me pregunto a veces, poder levantar esta roca, arrancándola de la tierra y darle la forma de…, de… —vaciló, luego con un movimiento de la mano continuó— una casa, donde pudiéramos vivir… tú y yo…?

Una sombra oscureció el rostro del mago cuando volvió la cabeza en dirección a la casa que acababan de abandonar, la casa donde su esposa ya estaría levantada y ocupándose de cumplir con el ritual de la plegaria matutina.

—¿Por qué no lo haces, Padre? —preguntó el hijo ansiosamente.

El mago volvió su atención hacia lo que le rodeaba, y sonrió de nuevo, aunque en su sonrisa había una amargura que Saryon vio pero no comprendió.

—¿Qué es lo que estaba diciendo? —murmuró el mago, frunciendo el entrecejo—. ¡Ah!, sí. —Su expresión se aclaró—. No puedo transformar una roca en una casa, hijo. Sólo los Pron–alban, los magos artesanos, han recibido ese don de Almin. Tampoco puedo cambiar el plomo en oro, como lo pueden hacer los Mon–alban. Debo utilizar aquellos poderes que Almin me ha concedido…

—Entonces, no me gusta nada Almin —replicó el pequeño, malhumorado, hurgando en la hierba con uno de los dedos de su pie—, ¡si todo lo que me ha concedido a mí han sido esos viejos zapatos!

Saryon miró hacia su padre por el rabillo del ojo después de haber hablado, para ver el efecto que causaba un comentario tan atrevido y blasfemo. Su madre se hubiera puesto a temblar lívida de enojo; pero el mago, por el contrario, se puso una mano sobre los labios como si quisiera evitar que se le escapase una sonrisa. Rodeando a su hijo con el brazo, lo acercó a él.

—Almin te ha dado el don más importante de todos —le dijo—. El don de transferir Vida. Tienes el poder, y es sólo tuyo, de absorber la Vida, la magia, que existe en la tierra, en el aire y en todo lo que nos rodea, haciendo que penetre en tu cuerpo, concentrarla y dármela a mí o a alguien como yo para que podamos usar su poder para acrecentar el nuestro. Ése es el don que Almin da al catalista. Y por lo tanto, ése es el don que te ha concedido a ti.

—Yo no creo que sea un don muy bueno —replicó Saryon con un puchero, retorciéndose entre los brazos de su padre.

Levantándolo del suelo, el mago lo colocó sobre sus rodillas. Era mejor explicarle las cosas al niño ahora y permitirle que expulsara toda su amargura mientras estaban los dos solos, que dejar que trastornara a su piadosa madre.

—Es un don lo bastante bueno como para haber sobrevivido a través de los tiempos —respondió severamente el mago—, y nos ha ayudado a nosotros a sobrevivir durante todos estos siglos, incluso en los tiempos del viejo Mundo Arcano donde vivieron los antiguos, de acuerdo a lo que nos han contado.

—Lo sé —repuso el pequeño. Recostando la cabeza sobre el pecho de su padre, recitó la lección con facilidad, hablando, sin darse cuenta, con la misma voz precisa, fría y concisa de su madre—. En aquella época se nos denominaba duendes y los antiguos nos utilizaban como depo…, depos… se–positarios —se embarulló con aquella difícil palabra pero finalmente consiguió pronunciarla, sonrojándose orgulloso al haberlo conseguido— de su energía. Esto lo hacían para evitar que el fuego de la magia destruyera sus cuerpos y para que sus enemigos no pudieran descubrirlos. Para protegernos a nosotros, ellos nos daban la forma de pequeños animales, y de esta manera colaborábamos para mantener la magia en el mundo.

—Exactamente —dijo el mago, acariciando la cabeza del niño con aprobación—. Recitas muy bien tu catecismo, pero ¿estás seguro de haberlo comprendido?

—Sí —dijo Saryon con un suspiro—. Creo que lo entiendo.

Pero frunció el entrecejo al decirlo.

Colocando un dedo bajo la barbilla del pequeño, el mago levantó la solemne carita hacia la suya.

—¿Lo comprendes y le estarás agradecido a Almin, y trabajarás para complacerle… y para complacerme a mí? —preguntó el mago dulcemente. Vaciló y luego continuó—: Porque tú me harás feliz, si intentas ser feliz en tu trabajo, a pesar de que…, a pesar de que puede que yo no esté cerca para hacerte saber que te observo y me preocupo por ti.

—Sí, Padre —dijo el niño, percibiendo un profundo pesar en la voz de su padre, que deseaba aliviar—. Seré feliz, lo prometo. Pero ¿por qué no estarás aquí? ¿Adónde vas?

—No voy a ningún sitio, al menos no de momento —le dijo su padre, sonriendo de nuevo mientras le despeinaba los rubios cabellos—. De hecho, serás tú quien me dejará a mí. Pero eso tardará aún un poco en llegar, así que no te preocupes. Mira… —Cambiando de tema bruscamente, señaló con el dedo a cuatro hombres alados que volaban sobre las copas de los árboles llevando dos enormes discos dorados entre ellos. El mago se incorporó, colocando al pequeño sobre la roca—. Ahora, quédate aquí, Saryon. Debo lanzar el hechizo sobre la simiente…

—¡Ya sé lo que vas a hacer! —exclamó Saryon, poniéndose en pie sobre la roca para poder ver mejor. Los hombres alados se acercaban surcando el aire, con sus discos dorados brillando como si fueran soles jóvenes trayendo un nuevo amanecer a la tierra—. ¡Déjame ayudar! —suplicó el niño ansiosamente, alargando la mano hacia su padre—. Déjame que te transfiera la magia tal como lo hace Madre.

De nuevo la sombra oscureció el rostro del mago, pero se desvaneció casi al instante cuando posó la mirada sobre su pequeño catalista.

—Muy bien —repuso, aunque sabía que el niño era demasiado pequeño para poder realizar la complicada tarea de localizar la magia y abrir un conducto hacia él.

Necesitaría muchos más años de estudio para conseguir dominar aquel arte; años durante los cuales el padre ya no podría disfrutar de la compañía de su hijo. Viendo aquella carita que lo miraba ansiosa, el mago reprimió un suspiro y, alargando la mano, tomó la de su hijo en la suya y con gran solemnidad fingió aceptar el Don de la Vida.

Cualquier persona que nazca en Thimhallan, nace para ocupar un rango y una posición social concretos, algo que no tiene nada de extraño en una sociedad feudal. Un duque generalmente nace ya siendo duque, por ejemplo, lo mismo que un campesino generalmente nace ya campesino.

Thimhallan poseía sus familias nobles, que lo habían gobernado durante generaciones, y tenía sus campesinos. Lo que hacía de Thimhallan algo único, era que para algunos de sus habitantes, el lugar y la posición social que debían ocupar venían determinados no por la sociedad, sino por el hecho de dominar de manera innata uno de los Misterios de la Vida.

Existen Nueve Misterios. Ocho de ellos versan sobre la Vida o la Magia, pues, en el mundo de Thimhallan, Vida es Magia. Todo lo que existe en el país, existe bien por voluntad de Almin, quien lo creó antes incluso de que llegaran los antiguos, o bien porque a partir de entonces ha sido «moldeado, formado, convocado o conjurado», siendo éstas las cuatro Leyes de la Naturaleza. Estas Leyes están controladas a través de, al menos, uno de los ocho Misterios: Tiempo, Espíritu, Aire, Fuego, Tierra, Agua, Sombras y Vida. De estos Misterios, actualmente sólo subsisten en el país los cinco últimos. Los otros dos —los Misterios del Tiempo y del Espíritu— se perdieron durante las Guerras de Hierro, y con ellos se perdieron para siempre los conocimientos que poseían los antiguos: la habilidad de predecir el futuro, el talento para construir los Corredores y la capacidad para comunicarse con aquellos que habían abandonado esta vida para ir al Más Allá.

En cuanto al último Misterio, el Noveno, aún se practica, pero sólo por aquellos que se mueven en la oscuridad. Considerado por muchos como la causa de las destructivas Guerras de Hierro, el Misterio fue desterrado del país, sus Hechiceros enviados al Más Allá y sus herramientas y maquinarias mortíferas fueron destruidas. El Noveno Misterio es el misterio prohibido; conocido por el nombre de Muerte, se le llama también Tecnología.

Cuando un niño o una niña nacen en Thimhallan, deben pasar unas pruebas para descubrir aquel Misterio concreto para el que están más dotados. Así se determina el lugar que ocupará cada niño en la Vida.

Estas pruebas pueden indicar, por ejemplo, que el niño domina el Misterio del Aire. Si pertenece a las castas inferiores, se convertirá en uno de los Kan–Hanar, entre cuyos deberes se incluye la conservación de los Corredores, que son el medio más rápido para viajar por Thimhallan, y la supervisión de todo el comercio que se realiza entre y dentro de las ciudades del país. El hijo de una familia noble que domine este arte será ascendido, con toda seguridad, a la categoría de supermago y se le nombrará Sif–Hanar, quienes entre sus innumerables responsabilidades tienen la del control del tiempo climatológico. Son los Sif–Hanar quienes hacen que el aire de las ciudades sea suave y esté impregnado de deliciosas fragancias un día, y al siguiente blanquean los tejados de las casas con una decorativa nevada. En las tierras de labranza, es deber de los Sif–Hanar ocuparse de que la lluvia caiga y el sol brille cuando así sea necesario y de que ninguno de los dos haga su aparición cuando no se los necesite.

Aquellos que nacen dominando el Misterio del Fuego se convierten en los guerreros de Thimhallan. Son brujas y hechiceros a los que se denomina Señores de la Guerra, los cuales pasan a formar parte de los Dkarn–Duuk, que tienen el poder de invocar las fuerzas destructivas de la guerra. Son también los guardianes del pueblo. A este grupo pertenecen también los enlutados Duuk–tsarith, llamados los Ejecutores.

El Misterio de la Tierra es el más común de todos los Misterios y engloba a la mayoría de los habitantes de Thimhallan. Entre éstos se encuentra la casta más inferior del país: los Magos Campesinos, aquellos que cuidan de las cosechas. Por encima de éstos se encuentran los artesanos, divididos en gremios según sus diferentes habilidades: los Quin–alban, que hacen hechizos; los Pron–alban, que son brujos; los Mon–alban, que son alquimistas. Los que ocupan el puesto de mayor categoría dentro de este grupo, los grandes magos o magas, llamados también Albanara, dominan todas estas habilidades y son los responsables de gobernar al pueblo.

Un niño que nace sabiendo controlar el Misterio del Agua es un Druida. Estos magos, que poseen una gran sensibilidad hacia la naturaleza, utilizan su don para nutrir y proteger a todos los seres vivientes. Los Fihanish, o Druidas Campesinos, se ocupan principalmente de hacer crecer y prosperar la vida vegetal y animal. No obstante, los Druidas más venerados son los Hacedores de Salud; el arte de curar es tan complejo, que utiliza la propia magia del mago, combinada con la del paciente, para ayudar al cuerpo a curarse a sí mismo. Los Mannanish tratan las enfermedades y las heridas de menor importancia, además de asistir en los partos; y la categoría más alta, aquella que precisa de más poder y estudio, la integran los Theldara, que se ocupan de las enfermedades más graves. Aunque se cree que antiguamente tenían el poder de resucitar a la gente, los Theldara ahora ya no pueden devolver la vida a los muertos.

Aquellos que practican el Misterio de las Sombras son los Ilusionistas, los artistas de Thimhallan. Crean atractivas ilusiones visuales y pintan cuadros en el aire con paletas de lluvia y polvo de estrellas.

Finalmente, un niño puede nacer poseyendo el más excepcional de los Misterios, el Misterio de la Vida. El taumaturgo, o catalista, es el distribuidor de magia, aunque él no la posee en gran medida. Es el catalista quien, como indica su nombre, toma la Vida de la tierra y el aire, del fuego y el agua, y, una vez su cuerpo la ha absorbido, puede incrementarla y transferirla a aquellos magos que pueden utilizarla.

Y, desde luego, a veces un niño nace Muerto.