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El niño estaba Muerto.

En cuanto a eso, todo el mundo estaba de acuerdo.

Todos los brujos, los magos y los supermagos que flotaban en un reluciente círculo sobre el suelo de mármol, cuya tonalidad había sido cambiada precipitadamente la noche anterior, para pasarla del blanco radiante al tono de azul apropiado para el luto, estaban de acuerdo. Todos los Señores de la Guerra, que vestidos con sus negros ropajes mantenían su actitud de fría reserva y estricta atención al deber, mientras flotaban hacia los lugares que se les había asignado, parecían, por la postura aún más rígida que habían adoptado, estar totalmente de acuerdo. Todos los taumaturgos —los catalistas—, que permanecían humildemente de pie sobre el suelo azul, también estaban, tal como lo indicaban los sombríos colores de sus túnicas, de acuerdo.

Una lluvia suave, cuyas lágrimas se deslizaban por las bóvedas acristaladas que coronaban las paredes de cristal de la magnífica Catedral de Merilon, se derramaba mostrando su conformidad. El mismo aire que circulaba por el interior de la Catedral, matizado por las débiles emanaciones de la luna que los brujos habían hecho aparecer para que iluminase aquella solemne ocasión, coincidía en ello. Incluso los árboles blancos y dorados del parque de la Catedral, cuyas airosas ramas relucían bajo la pálida y nebulosa luz, estaban de acuerdo; o le parecía a Saryon que lo estaban. Le parecía como si pudiese oír las hojas susurrar con un murmullo quedo y lúgubre: El Príncipe está Muerto…, el Príncipe está Muerto…

El Emperador estaba de acuerdo. (Para obtener aquella conformidad, pensó Saryon, mordaz, el Patriarca Vanya se habría pasado sin duda la mayor parte de la noche anterior de rodillas, exhortando a Almin para que le concediera la facilidad de palabra de la serpiente). Suspendido en el aire de la Catedral, el Emperador flotaba junto a la vistosa cuna de madera de palisandro situada en el centro de una plataforma de mármol, con la mirada fija en el bebé y los brazos cruzados sobre el pecho para indicar rechazo. Su rostro se mostraba severo e inmutable. El único signo exterior de su dolor era el cambio gradual en el color de sus vestiduras, que iba pasando de Sol Áureo a un tono Azul Llanto: el mismo color que el suelo de mármol. El Emperador conservaba la serena majestad que de él se esperaba, incluso en aquella hora, en que su última oportunidad de conseguir un heredero para el trono se había esfumado con aquella minúscula criatura; ya que el Patriarca Vanya había conjurado la Visión y había pronosticado que la Emperatriz, cuya salud era frágil y precaria, no tendría más descendencia.

El Patriarca permanecía de pie sobre la plataforma de mármol cerca de la cuna de palisandro. No flotaba sobre ella, como lo hacía el Emperador. De pie también él, Saryon no pudo evitar preguntarse si Vanya sentiría la misma envidia que roía al catalista; envidia de los magos, quienes, incluso en aquella solemne ocasión, parecían quererse pavonear de su poder ante los débiles taumaturgos, cerniéndose sobre ellos desde el aire.

Son únicamente los magos de Thimhallan quienes poseen el Don de la Vida, en tal abundancia que son capaces de viajar por el mundo en las alas del viento. La Fuerza Vital del catalista, por el contrario, es tan reducida que se ve obligado a conservar cada chispa de ella. Puesto que está destinado a andar sobre la tierra toda su vida, el símbolo de la Orden de los catalistas es el zapato.

El zapato: un símbolo de nuestra piadosa abnegación, un símbolo de nuestra humildad, reflexionó Saryon amargamente, apartando su mirada, con un esfuerzo, de los magos y obligando a su mente a concentrarse de nuevo en la ceremonia. Vio, entonces, cómo el Patriarca Vanya inclinaba la mitrada cabeza para orar a Almin y vio, también, al Emperador observando atentamente al Patriarca, esperando sus indicaciones, aguardando instrucciones. A una sutil señal de Vanya, el Emperador inclinó también la cabeza, al igual que toda la corte.

Por el rabillo del ojo, Saryon echó una nueva ojeada a los magos que flotaban alrededor y por encima de él, mientras murmuraba la oración distraídamente. Pero esta vez su actitud era pensativa. Sí, un símbolo humilde el zapato…

El Patriarca Vanya levantó la cabeza con rapidez y otro tanto hizo el Emperador. Saryon observó que la sensación de alivio que experimentaba Vanya en aquellos momentos se marcaba acusadamente en su rostro. Que el Emperador hubiera estado de acuerdo con él en que el Príncipe estaba Muerto lo hacía todo más fácil. La mirada de Saryon se desvió hacia la Emperatriz. Allí habría problemas; el Patriarca lo sabía, todos los catalistas lo sabían, toda la corte lo sabía. En una reunión de catalistas, convocada apresuradamente la noche anterior, se les había advertido a todos sobre cómo debían reaccionar. Saryon se percató de que todo el cuerpo de Vanya se ponía en tensión. En apariencia, estaba repasando todas las formalidades con el Emperador, según el ritual prescrito por la ley.

—… Este cuerpo sin Vida será llevado a El Manantial, donde tendrá lugar la Vigilia…

Pero, en realidad, Vanya observaba atentamente a la Emperatriz, y Saryon vio cómo el Patriarca fruncía el entrecejo de manera casi imperceptible. El color de la túnica de la Emperatriz, que hubiera debido ser el más vivido, el más hermoso tono Azul Llanto de todos los allí presentes, aparecía ligeramente apagado: una especie de Gris Ceniza pálido. Pero Vanya se abstuvo de recordarle discretamente, como hubiera hecho en cualquier otra ocasión, que lo cambiara. Daba gracias —todos los allí presentes daban gracias— de que la mujer pareciera haber recuperado el control de sí misma. Siendo una maga poderosa, una de los Albanara, su primera reacción, provocada por el dolor y el sentimiento de haber sido ultrajada que había producido en ella la noticia de que su hijo estaba Muerto, había sido tal que todos los catalistas le retiraron sus conductos por temor a que utilizara la Fuerza Vital que ellos le facilitaban para sembrar la destrucción en el Palacio.

Pero el Emperador había hablado con su amada esposa, y ahora incluso también ella parecía estar de acuerdo. Su hijo estaba Muerto.

De hecho, el único de entre los presentes que no estaba de acuerdo en que el niño estaba Muerto parecía ser el mismo niño, quien no paraba de berrear frenéticamente; pero sus lloros se perdían en el inmenso y abovedado cielo de cristal que había sobre él.

El Patriarca Vanya, su mirada ahora fija en la Emperatriz, pasó al capítulo siguiente de la ceremonia con bastante más precipitación de lo que era estrictamente correcto. Saryon sabía por qué. El Patriarca temía que la Emperatriz cogiera al niño, cuyo cuerpo había sido lavado y purificado. Ahora, únicamente al Patriarca Vanya le era permitido tocarlo.

Pero a la Emperatriz, exhausta por el difícil parto y por su reciente arrebato, no le quedaba, aparentemente, energía para desafiar las órdenes de Vanya. Carecía incluso de fuerzas para flotar sobre la cuna, por lo que permanecía sentada junto a ella, vertiendo lágrimas de cristal que se hacían añicos sobre el mármol azul. Aquellas brillantes lágrimas mostraban su conformidad.

Un músculo se contrajo en el rostro de Vanya, cuando aquellas lágrimas empezaron a caer sobre el suelo con melodioso sonido. A Saryon incluso le pareció ver que Vanya esbozaba una sonrisa de alivio, pero el Patriarca se sobrepuso a tiempo y recompuso cuidadosamente su semblante para que mostrara una expresión de dolor más apropiada.

Cuando el Patriarca acabó sin contratiempos el ritual, el Emperador asintió, una vez, con gran solemnidad, repitiendo las antiguas frases prescritas, cuyo significado nadie recordaba, con tan sólo una ligerísima sombra de temblor en la voz.

—El Príncipe está Muerto. Dies irae, dies illa. Solvet saeclum in favilla. Toeste David cum Sibylla.

Vanya, que se relajaba cada vez más a medida que la ceremonia se acercaba a su final, se volvió entonces hacia la corte para asegurarse de que cada cual estaba en el lugar que le correspondía y de que cada uno había cambiado el color de sus ropas por el tono azul que designaba su posición social.

Su mirada pasó del Cardinal a los dos Sacerdotes presentes y de ellos a los tres Diáconos, sobre los que se detuvo su mirada. El Patriarca frunció el entrecejo.

Saryon se estremeció. ¡Los severos ojos del Patriarca estaban clavados en él! ¿Qué era lo que había hecho? No tenía ni idea de qué era lo que estaba mal. Miró a su alrededor con desesperación, esperando obtener alguna indicación de los que estaban cerca de él.

—¡Demasiado de ese maldito verde! —murmuró entre dientes el Diácono Dulchase.

Saryon bajó la mirada apresuradamente hacia su túnica. ¡Dulchase tenía razón! ¡Las ropas de Saryon eran de color Agua Turbulenta, mientras que las de los demás eran de color Cielo Lacrimoso!

Sintiendo que su rostro se ruborizaba de tal manera que era un milagro que no vertiera gotas de sangre sobre el suelo, de la misma manera que la Emperatriz vertía lágrimas, el joven Diácono procuró cambiar el color de su túnica para que hiciera juego con las de sus hermanos, que permanecían de pie en el Círculo de Ilustres de la Corte. Puesto que para cambiar el color de la vestimenta se precisa únicamente un mínimo de Fuerza Vital, es un acto mágico que incluso los catalistas más débiles pueden realizar. Saryon dio gracias por ello; hubiera sido muy embarazoso si se hubiera visto obligado a pedirle a uno de los magos que le ayudara. De todas maneras, estaba tan nervioso que apenas si pudo llevar a cabo aquel sencillo conjuro; su túnica pasó de Agua Turbulenta a Estanque Dormido, permaneció así durante unos angustiosos momentos y luego, finalmente —en un supremo esfuerzo—, el joven Diácono consiguió el color Cielo Lacrimoso.

La vista de Vanya permaneció fija en él hasta que hubo acertado el color. Para entonces, los ojos de todos los presentes estaban clavados en el pobre hombre, incluso los del Emperador. «Probablemente fue una suerte que yo no hubiera nacido mago —pensó Saryon, agonizante—; me hubiera desvanecido en el acto». Tal y como estaban las cosas, no podía hacer más que permanecer allí, sintiéndose morir bajo la airada mirada del Patriarca, hasta que, aún con el ceño fruncido, Vanya completó su inspección, recorriendo con la vista el semicírculo hasta llegar a los nobles de la corte.

Satisfecho, Vanya se volvió de cara al Emperador y se embarcó en la parte final de la ceremonia que se oficiaba por el Príncipe Muerto. Saryon, absorto en su propia vergüenza, no prestó atención a lo que se estaba diciendo. Sabía que se le reprendería. ¿Qué diría en su defensa? ¿Que el llanto del niño le angustiaba?

Eso, al menos, era bastante cierto. El niño, que sólo tenía diez días, yacía en su cuna, llorando con fuerza —era un niño fuerte, bien formado— para reclamar el amor, las atenciones y los alimentos que una vez recibiera pero que ahora ya no se le volverían a dar. Saryon podía ofrecer aquello como su excusa, pero sabía por propia experiencia que el rostro del Patriarca Vanya no mostraría más que una expresión de infinita paciencia.

—No podemos oír el llanto de los Muertos, únicamente su eco —le oyó decir Saryon, tal como había dicho la noche anterior.

Quizás era verdad; pero Saryon era muy consciente de que aquel eco atormentaría su sueño durante muchísimo tiempo.

Podía decirle esto al Patriarca, lo cual era verdad, pero sólo parte de la verdad, o podía decirle el resto: «Me sentía angustiado porque la muerte de este niño ha arruinado mi vida».

Podría o no decir mucho en favor del Patriarca, pensó Saryon con pesimismo, pero tenía el presentimiento de que Vanya estaría más dispuesto a simpatizar con la segunda explicación del motivo de su error en el asunto de la túnica, que con la primera.

Al recibir un ligero codazo en las costillas —era el codo de Dulchase—, Saryon inclinó rápidamente la cabeza de nuevo, obligando a las palabras rituales a salir de entre sus apretados dientes. Luché desesperadamente por serenarse, pero era difícil. El llanto del niño le partía el corazón. Sentía unos deseos locos de precipitarse fuera de la sala y deseaba sinceramente que la ceremonia terminara de una vez.

La salmodiante voz de Vanya se apagó. Levantando la cabeza, Saryon vio cómo el Patriarca miraba interrogativamente al Emperador, quien debía dar su permiso para que se iniciara la Vigilia. Ambos hombres se miraron durante lo que a Saryon le pareció una eternidad; luego, asintiendo con la cabeza, el Emperador se volvió de espaldas al niño y permaneció, con la cabeza inclinada, en la postura que establece el ceremonial de duelo. Saryon exhaló un suspiro de alivio tan sonoro que el Diácono Dulchase, escandalizado, le golpeó de nuevo en las costillas.

A Saryon no le importó; la ceremonia estaba ya casi terminada.

Con los brazos extendidos, el Patriarca Vanya dio un paso hacia adelante en dirección a la cuna. Al oír el roce de sus ropas, la Emperatriz levantó la mirada por primera vez desde que la corte se había reunido allí para la ceremonia. Mirando a su alrededor, aturdida, vio a Vanya que se acercaba a la cuna. Frenética, buscó con la mirada a su esposo, encontrándose con la espalda del Emperador.

—¡No!

Con un gemido desgarrador, echó los brazos por encima de la cuna, apretándola contra su pecho. Fue un gesto conmovedor. Incluso en su dolor, no se atrevía a tocar a su hijo, para no desafiar a los catalistas.

—¡No! ¡No! —sollozó una y otra vez.

El Patriarca Vanya lanzó una rápida mirada al Emperador y carraspeó significativamente. El Emperador, que observaba a Vanya por el rabillo del ojo, no precisó volverse. Lentamente, asintió de nuevo con la cabeza. Vanya avanzó con determinación. Entonces, con gran audacia, abrió un conducto en dirección a la Emperatriz, intentando utilizar el flujo de Vida para mitigar su irracional dolor. A Saryon aquello le pareció una insensatez. Era darle más poder a una maga ya de por sí poderosa. Pero, a lo mejor, Vanya sabía lo que estaba haciendo; después de todo, conocía a la Emperatriz desde hacía treinta años, desde que era una niña.

—Querida Evenue —dijo Vanya, dejando de lado el protocolo—. La espera puede ser larga y dolorosa. Necesitáis descansar para recuperar vuestra salud. Pensad en vuestro amante esposo, cuyo dolor iguala al vuestro, y que, sin embargo, debe sobrellevar además vuestro sufrimiento. Permitidme que me lleve al niño y realice la Vigilia en nombre de todo Thimhallan…

Alzando un rostro surcado de lágrimas, la Emperatriz miró a Vanya con sus ojos castaños que brillaban ahora tan negros como sus cabellos. Bruscamente, empezó a atraer la energía, absorbiendo Vida del catalista. El conducto por el que corría la magia, normalmente invisible a la vista, brilló resplandeciente entre ambos, formando un arco de cegadora luz blanca cuando la Emperatriz, con un movimiento de la mano, hizo que el Patriarca saliera despedido por el aire a un metro y medio de distancia. Ni un solo miembro de la corte se atrevió a moverse, contemplando con pavor aquel formidable torrente de fuerza mientras Vanya aterrizaba pesadamente sobre el mármol color Azul Llanto del suelo.

Al atraer la Energía Vital que fluía a través del conducto del Patriarca, la debilitada Emperatriz obtenía una fuerza que ella de por sí no poseía. Dando un salto, la maga se suspendió en el aire por encima de la cuna de su hijo. Resonó el chisporroteo de unas palabras mágicas y, extendiendo las manos, la maga hizo aparecer una llameante esfera, encerrándose ella y el niño entre sus ardientes paredes.

—¡Jamás! ¡Fuera! —chilló, con voz que abrasaba como el fuego—. ¡Vete, bastardo! ¡No te creo, no os creo a ninguno! ¡Fuera! ¡Mentiste! ¡Mi hijo no falló las Pruebas! ¡No está Muerto! ¡Le tienes miedo! ¡Temes que te usurpe tu precioso poder!

Un murmullo acompañado de un crujir de ropajes se extendió por el Círculo de Ilustres, sin que nadie supiese hacia dónde mirar. No era correcto dirigir la vista hacia el Patriarca, estando éste en una postura tan poco digna; con la mitra en el suelo y la tonsurada cabeza brillando a la luz de la luna, el Patriarca, que se había enredado en su vestimenta ceremonial, luchaba por ponerse en pie. Algunas personas miraron en dirección a la Emperatriz, pero era lastimoso contemplarla y resultaba aún más penoso escuchar sus sacrílegas palabras.

Saryon se refugió en la contemplación de sus zapatos, deseando desesperadamente poder estar a cientos de kilómetros de distancia de aquella patética escena. Evidentemente sus sentimientos eran compartidos por muchos cortesanos, ya que las tonalidades de Azul Llanto, tan cuidadosamente diferenciadas para reflejar rango y posición social, cambiaban a gran velocidad según el nerviosismo de cada uno, de modo que el efecto general era el de diminutas olas en un apacible lago.

El Patriarca consiguió finalmente ponerse en pie con la ayuda del Cardinal. Ante la visión de su rostro lívido, toda la corte se echó hacia atrás, amedrentada, incluso muchos magos descendieron ligeramente colocándose más cerca del suelo. El mismo Emperador, que se había vuelto, palideció visiblemente a la vista de la cólera del Patriarca. Mientras el Cardinal volvía a colocar la mitra sobre su cabeza, Vanya alisó sus ropas para colocarlas en su sitio —aquel hombre tenía tal control sobre sí mismo, que su vestimenta no había cambiado de color en lo más mínimo— y, reuniendo las fuerzas que aún le quedaban, cerró bruscamente el conducto que iba hacia la Emperatriz.

La ardiente esfera se desvaneció. No obstante, la Emperatriz había obtenido tanta Vida del Patriarca, que siguió flotando sobre el niño, vertiendo lágrimas de cristal sobre la criatura. Lágrimas que, al chocar con el desnudo y diminuto pecho, se hacían añicos, provocando que el niño gritase con más fuerza, chillando en plena crisis histérica, causada por el terror y el dolor. Toda la corte pudo ver cómo el niño sangraba.

Vanya apretó los labios. Aquello había ido demasiado lejos. Tendrían que volver a lavar y purificar al niño. El Patriarca le lanzó otra mirada al Emperador; esta vez, la mirada de Vanya no era interrogativa. Vanya ordenaba, y todos los presentes se dieron cuenta.

La severa expresión del Emperador se suavizó. Flotando por el aire, fue a detenerse junto a su esposa y, alargando la mano, le acarició dulcemente la hermosa y brillante cabellera. Se comentaba entre los miembros de la Casa Real que idolatraba a aquella mujer y que hubiera hecho cualquier cosa por complacerla. Pero, aparentemente, no podía darle la única cosa que ella quería: un niño vivo.

—Patriarca Vanya —le dijo el Emperador al catalista, aunque sin mirarlo directamente—, tomad al niño. Enviadnos la señal cuando todo haya terminado.

Una sensación de alivio inundó la corte. Saryon pudo oír los suspiros elevándose en el aire. Lanzando una mirada a su alrededor, observó que el color de las vestiduras de casi todo el mundo había vuelto a cambiar ligeramente. Donde antes había habido un perfecto espectro Azul Luto, ahora había tonalidades y matices que oscilaban errantes entre Verdes Enfermizos y Grises Desconsolados.

El alivio mezclado con la ira estaba, también, patente en el rostro del Patriarca. Incluso él estaba demasiado débil para ocultarlo por más tiempo. Un hilillo de sudor le bajaba por la afeitada cabeza, brotando de debajo de la mitra. Enjugándoselo, respiró profundamente; luego le hizo una reverencia al Emperador.

Con movimientos mucho más rápidos de lo que se consideraba correcto en una ocasión tan solemne, y manteniendo todo el tiempo los ojos fijos en la Emperatriz, que seguía flotando sobre él, el Patriarca alargó los brazos y tomó en ellos a la frenética criatura. Volviéndose hacia un Señor de la Guerra, un Mariscal de los Ejecutores, le dijo en voz baja y ronca:

—Por medio de tu poder, llévame hasta El Manantial. —Luego añadió, dirigiéndose al Emperador—: Os enviaré la señal, Majestad. Estad a la espera.

El Emperador no pareció oírle, sus ojos seguían fijos aún en su frágil esposa; pero el Patriarca no perdió más tiempo. Haciéndole una señal al Cardinal, el cargo de más importancia dentro de la Orden después de él mismo, Vanya le murmuró algunas palabras. El Cardinal hizo una inclinación y, girándose hacia el Mariscal, abrió un conducto hacia el Señor de la Guerra enviándole toda la energía de que era capaz, concediéndole así Vida más que suficiente para efectuar el viaje por los Corredores de regreso a la fortaleza montañosa de El Manantial, centro neurálgico de la Iglesia en Thimhallan.

A pesar de su turbado estado de ánimo, Saryon se encontró a sí mismo efectuando de manera mecánica los complicados cálculos matemáticos necesarios para un viaje tan largo. Al poco tiempo, ya los había terminado, dándose cuenta de que el Cardinal había desperdiciado su energía, lo que era un grave pecado entre los catalistas, pues los deja débiles y vulnerables y les da a los magos energía extra que pueden guardar y utilizar de nuevo a voluntad. De todas formas, supuso Saryon, en aquella ocasión no importaba, ya que el Cardinal, que no obstante era un hábil matemático, hubiera tenido que calcular durante un buen rato para obtener el mismo resultado que Saryon había obtenido en unos segundos, y, tanto Saryon como el Cardinal, sabían que aquél era un tiempo del que no disponían.

Rápidamente, siguiendo las instrucciones de Vanya, el Señor de la Guerra penetró en el Corredor que se abrió ante él, en forma de disco azul que se precipitaba en el vacío. El Patriarca lo siguió llevando su diminuta carga. Cuando los tres estuvieron en su interior, el disco se alargó, comprimiéndose, y se desvaneció.

Todo había terminado. El Patriarca y el niño se habían ido.

La corte volvió a funcionar de nuevo. Los miembros de la Casa Real se elevaron hacia el Emperador para ofrecerle sus condolencias y su más sentido pésame, y para recordarle que estaban allí. El Cardinal, que le había transferido toda su energía al Mariscal, se desplomó, haciendo que la mayoría de los miembros de su Orden echaran a correr en su ayuda.

No obstante, uno de los catalistas no se movió. Saryon permaneció de pie en su lugar del Círculo, que ahora había quedado roto, mientras sus planes, sus esperanzas y sus sueños se desmoronaban a su alrededor, haciéndose pedazos, como las lágrimas de la Emperatriz al caer sobre el suelo color Azul Llanto. Ensimismado en su propio dolor, a Saryon le pareció que aún podía oír, flotando en el aire, el débil llanto del niño y el lúgubre murmullo de los árboles.

—El Príncipe está Muerto.