LA CIUDADELA
Los viajeros se detuvieron en el límite de la jungla, sin abandonar el sendero por el cual los había enviado el viejo hechicero, y contemplaron la refulgente ciudad edificada sobre la montaña. Su belleza e inmensidad los llenó de asombro y temor. Sus edificios les parecieron exóticos, salidos de otro mundo. Al verlos, casi se convencieron de que realmente habían viajado a una estrella.
Un rumor sordo, acompañado de un temblor del musgo bajo sus pies, les hizo recordar al dragón. De no haber sido por éste, el grupo no habría dejado nunca la espesura, no habría avanzado hacia la montaña, no habría osado acercarse a aquel sol de murallas blancas y torres de cristal.
Por mucho miedo que les produjera la criatura que acechaba debajo de ellos, los viajeros sintieron casi el mismo temor ante aquel lugar desconocido que se alzaba frente a sus ojos. Sus pensamientos fueron parecidos a los de Haplo e imaginaron también la presencia de centinelas en las altísimas murallas, encargados de vigilar los escarpados caminos tachonados de piedras. El grupo desperdició un tiempo precioso —teniendo en cuenta que el dragón podía aparecer ante ellos en cualquier momento— en discutir si debían avanzar con las armas desnudas o envainadas. ¿Debían acercarse a las murallas humildemente, como mendigos suplicantes, o con orgullo, como iguales?
Finalmente, decidieron llevar las armas en la mano, claramente visible. Según Rega, era lo más sensato ante la amenaza de una irrupción repentina del dragón. Con gran cautela, dejaron atrás las sombras de la jungla —unas sombras que, de pronto, les parecieron amistosas y acogedoras— y se adentraron en terreno abierto, volviendo la cabeza a un lado y a otro con nerviosismo, pendientes de lo que pudiera acecharles delante o por la retaguardia.
El suelo había dejado de temblar, pero no se pusieron de acuerdo en si se debía a que el dragón había cesado en su persecución, o a que ahora avanzaban por un terreno de sólida roca. Continuaron la marcha por el despejado camino, pendientes todos ellos de oír algún saludo, de responder a algún reto o, tal vez, de defenderse de un ataque.
Nada. Haplo había oído el viento. Los cinco viajeros ni siquiera captaron su murmullo, pues había dejado de soplar con la llegada del crepúsculo. Por fin, llegaron al extremo del camino y se detuvieron ante la puerta hexagonal con su extraña inscripción grabada en la piedra. De lejos, la ciudadela les había inspirado un temor reverencial. Cuando llegaron a sus proximidades, los llenó de desesperación. Sus brazos, fláccidos, apenas lograron sostener las armas con gesto abatido.
—Aquí deben de vivir los dioses —apuntó Rega en un susurro.
—No —le replicó una voz seca, lacónica—. En otro tiempo, esto fue vuestro hogar.
Una parte de la muralla empezó a despedir un fulgor azulado y de ella surgió Haplo, seguido por el perro. El animal pareció contento de verlos sanos y salvos. Maneó el rabo y les habría saltado encima para darles la bienvenida, de no haber mediado una áspera reprimenda de su amo.
—¿Cómo has hecho para entrar ahí? —preguntó Paithan, cerrando la mano en torno a la empuñadura de su espada.
Haplo no se molestó en responder y el elfo debió de darse cuenta de que era inútil interrogar al hombre de las manos vendadas, pues no insistió. Aleatha, en cambio, se acercó con osadía al patryn.
—¿Qué quieres decir con eso de que una vez vivimos tras esa muralla? ¡Es ridículo!
—Vosotros, no. Vuestros antepasados. Los antepasados de todos vosotros. —Haplo abarcó en su mirada a los elfos y a los dos humanos que tenía ante sí y que lo observaban con lúgubre suspicacia. Los ojos del patryn se volvieron hacia el enano.
Drugar no le prestó atención. No prestó atención a nadie. Sus manos temblorosas tocaron la piedra, los huesos del mundo, que había sido poco más que un recuerdo entre su pueblo.
—Los antepasados de todos vosotros —repitió Haplo.
—Entonces, podríamos volver a entrar —propuso Aleatha—. Ahí dentro estaríamos a salvo. ¡Nada podría causarnos daño!
—Excepto lo que vosotros mismos llevarais dentro —apuntó Haplo con su leve sonrisa. Echó una ojeada a las armas que portaba cada cual y luego miró a los elfos, que permanecían a cierta distancia de los humanos. El enano, por su parte, se mantenía aparte de todos los demás. Rega palideció y se mordió el labio. Roland enrojeció de rabia. Paithan no dijo nada. Drugar apoyó la cabeza contra la piedra y le corrieron por las mejillas unas lágrimas que desaparecieron entre su barba.
Haplo llamó al perro con un silbido, se volvió y empezó a desandar el camino de la montaña en dirección a la jungla.
—¡Espera! ¡No puedes dejarnos! —Gritó Aleatha a su espalda—. ¡Tú puedes llevarnos al otro lado de la muralla! ¡Puedes hacerlo con tu magia… o en tu nave!
—Si te niegas, nosotros… —Roland empezó a blandir el raztar, cuyas hojas letales centellearon bajo la luz crepuscular.
—Vosotros, ¿qué? —Haplo se volvió hacia los mensch y trazó un signo mágico en el aire, entre él y el amenazador humano.
Más rápida que la vista, la runa cruzó el aire con un siseo y golpeó a Roland en el pecho, produciendo un estallido y mandado hacia atrás al humano. Éste cayó pesadamente al suelo y el raztar se le escapó de la mano. Aleatha se arrodilló junto a él y sostuvo en su regazo la cabeza de Roland, herida y sangrante.
—¡Es muy típico! —Haplo habló con calma, sin levantar la voz—. Los mensch siempre andáis con exigencias: «¡Sálvame! ¡Sálvame o…!». Hacer de salvador vuestro es un trabajo muy ingrato. Esos estúpidos —hizo un gesto con la cabeza señalando hacia la torre de cristal— lo arriesgaron todo para salvaros de nosotros y luego trataron de salvaros de vosotros mismos… con el resultado que se puede ver. Pero esperad un poco más, mensch, y un día vendrá alguien que os salvará. Tal vez no se lo agradeceréis, pero con él alcanzaréis la salvación. —Haplo hizo una pausa, sonrió y añadió—: Os salvaréis o…
El patryn reanudó la marcha, pero se volvió otra vez. —Por cierto, ¿qué ha sido del hechicero? Nadie contestó. Todos evitaron su mirada. Con aire satisfecho, Haplo asintió y continuó montaña abajo con el perro pegado a sus talones.
El patryn atravesó la jungla sin incidentes y, al llegar a la Estrella de Dragón, encontró junto a la nave a los elfos y a los humanos enzarzados en una encarnizada pelea. Ambos bandos le pidieron que se uniera a ellos, pero Haplo no les prestó atención y saltó a bordo. Cuando los combatientes se dieron cuenta de que iban a ser abandonados, ya era demasiado tarde.
El patryn escuchó con siniestro placer los lamentos aterrados y suplicantes que, pronunciados a la vez en dos idiomas distintos, llegaban a sus oídos en una sola voz.
La nave se alzó lentamente en el aire. Desde la portilla del puente, contempló las frenéticas figuras del suelo.
—«Hete aquí al que, viniendo después de mí, ha pasado por delante de mí».
Haplo les dirigió la cita y los vio menguar hasta desaparecer mientras la nave lo transportaba una vez más a los cielos. El perro se echó a sus pies y lanzó un aullido, molesto por los gritos y lamentos.
Abajo, elfos y humanos contemplaron la escena con rabia, desesperados e impotentes. Siguieron distinguiendo la nave en el cielo hasta mucho después de la partida; los signos mágicos grabados en el casco emitían un intenso fulgor rojo en la falsa oscuridad creada por los sartán para recordarles a sus hijos el hogar del que procedían.