EN ALGÚN LUGAR DE PRYAN
Haplo exploró a placer la ciudad desierta, tomándose tiempo y estudiándola con detenimiento para llevar un informe claro y preciso a su señor. En varios momentos se preguntó qué andarían haciendo los mensch, pero borró la pregunta de su mente por falta de interés. Lo que encontrara —o dejara de encontrar— dentro de las murallas de la ciudad era mucho más importante.
En el interior del recinto amurallado, la ciudad era distinta a su hermana del Nexo. Las diferencias explicaban muchas cosas, aunque dejaban sin respuesta algunas cuestiones.
Al otro lado de la puerta hexagonal se abría una amplia plaza circular pavimentada. Con una mano, Haplo trazó en el aire una serie de runas azules, brillantes, y retrocedió unos pasos para contemplar el efecto. Unas imágenes, recuerdos del pasado conservados en el interior de la piedra, cobraron vida poblando de fantasmas la plaza. De pronto, ésta quedó llena de leves reflejos de personas comprando, negociando o comentando las noticias del día. Caminando entre ellos, Haplo distinguió en algún momento la figura virtuosa, vestida con túnica blanca, de un sartán.
Era día de mercado en la plaza… Días de mercado, más bien, pues Haplo era testigo del paso del tiempo, que fluía como un rápido torrente ante sus ojos. No todo era paz y tranquilidad dentro de las blancas murallas. Elfos y humanos se enfrentaban; había derramamientos de sangre en el bazar. Los enanos organizaban tumultos, arrasando tenderetes y destrozando comercios. Los sartán eran demasiado pocos y ni siquiera su magia era suficiente para encontrar un antídoto para el veneno del odio y de los prejuicios raciales.
Y luego aparecieron, caminando entre los mensch, aquellas otras criaturas gigantescas, más altas que muchos edificios, carentes de ojos, mudas, recias y poderosas. Estas criaturas restauraron el orden y protegieron las calles. Con su presencia, los mensch vivían en paz, pero era una paz forzada, débil, infeliz.
Conforme pasaba el tiempo, las imágenes se hacían menos claras. Haplo forzó la vista, pero le fue imposible distinguir lo que sucedía y se dio cuenta de que no era su magia la que fallaba, sino la de los sartán que había mantenido cohesionada la ciudad. La visión menguó, difuminándose y corriéndose como los colores de una acuarela mojada por la lluvia. Finalmente, Haplo no pudo ver nada en la plaza. La explanada estaba vacía; todas las imágenes habían desaparecido.
—Así pues —comentó el patryn al perro, despertándolo; el aburrido animal se había dedicado a dormitar durante la fantasmagórica representación—, los sartán destruyeron nuestro mundo, dividiéndolo en sus cuatro elementos. Trajeron a los mensch a este mundo a través de la Puerta de la Muerte, igual que los llevaron a Ariano. Pero aquí, como en ese otro mundo, los sartán tropezaron con problemas. En Ariano, el mundo del Aire, los continentes flotantes tenían todo lo necesario para la supervivencia de los mensch, menos agua. Los sartán construyeron la gran Tumpa-chumpa con la intención de alinear las islas y bombear hasta ellas el agua obtenida de la tormenta que ruge en la zona inferior.
»Pero algo sucedió. Por alguna razón misteriosa, los sartán renunciaron al proyecto y, al mismo tiempo, abandonaron a los mensch. Cuando llegaron a este mundo, a Pryan, lo consideraron prácticamente inhabitable, desde su punto de vista. Estaba invadido por una jungla lujuriante, carecía de rocas y de metales fáciles de forjar y tenía un sol que brillaba constantemente. Entonces, construyeron estas ciudades y llevaron a los mensch a vivir entre sus murallas protectoras, proporcionándoles incluso, mediante la magia, unos ciclos artificiales de días y noches que les recordaran su lugar de origen.
El perro se lamió las patas, cubiertas del suave polvillo blanco que llenaba la ciudad, y dejó que su amo continuara divagando. De vez en cuando, ladeaba la cabeza para indicar que estaba atento.
—Sin embargo, los mensch no mostraron la debida gratitud.
Haplo lanzó un silbido al perro y se internó en las calles de la ciudad, dejando atrás la plaza y sus espectros.
—Mira, rótulos en la lengua de los elfos. Edificios construidos al estilo élfico: minaretes, arcos, delicadas filigranas. Y, aquí, viviendas humanas: sólidas, robustas, macizas. Construidas para dar una falsa sensación de permanencia a sus breves vidas. Y en alguna parte, probablemente bajo nuestros pies, supongo que encontraríamos las moradas de los enanos, todo pensado para que convivieran en perfecta armonía.
»Por desgracia, los miembros de ese trío no tenían las mismas partituras. Y cada cual cantaba su propia melodía sin prestar oídos a los demás.
Haplo hizo una pausa y miró atentamente a su alrededor.
—Este lugar es muy distinto a la ciudad del Nexo. La ciudad que nos dejaron los sartán (sólo ellos saben por qué) no está dividida. Y los rótulos están en el idioma de nuestros ancestrales enemigos. Es evidente que tenían la intención de volver a ocupar la ciudad del Nexo. Pero ¿por qué? ¿Y por qué construir otra casi idéntica en Pryan? ¿Por qué se fueron los sartán? ¿Y adonde? ¿Qué hizo huir de las ciudades a los mensch? ¿Y qué tienen que ver los titanes con todo esto?
La cristalina torre central de la ciudad, destellante y tachonada de mil y un reflejos, se alzaba sobre Haplo desde cualquier sitio que mirara. De su interior surgía aquella luz blanca y cegadora, la luz de una estrella. Su fulgor se incrementó cuando el extraño crepúsculo mágico empezó a extenderse lentamente sobre la ciudad.
—Las respuestas tienen que estar aquí —dijo Haplo al perro.
El animal levantó las orejas, emitió un gañido y volvió la cabeza, mirando hacia la puerta. El perro y su amo oyeron el leve murmullo de unas voces —voces de mensch— y el rugido de un dragón.
—Vamos —dijo el patryn, sin apartar un solo instante la mirada de la torre luminosa. El perro titubeó, meneando el rabo. Haplo chasqueó los dedos—. He dicho que vengas.
Con las orejas gachas y la cabeza hundida, el animal obedeció. Los dos continuaron andando por la calle desierta, internándose en el corazón de la ciudad.
Atenazando al hechicero entre los dientes, el dragón volvió a sumergirse bajo el musgo. Arriba, los cuatro testigos aguardaron, paralizados de sorpresa y espanto e incapaces de moverse. Instantes después, les llegó de abajo un grito terrible, como el de alguien a quien estuvieran descuartizando.
Luego, sólo un silencio terrible, siniestro. Paithan se estremeció, como si despertara de alguna pesadilla espantosa.
—¡Corred! ¡Escapad o nosotros seremos los siguientes!
—¿Hacia dónde? —preguntó Roland.
—¡Por ahí! ¡Hacia donde nos ha dicho el viejo!
—Puede ser un truco…
—¡Está bien! —Exclamó el elfo—. ¡Espera aquí y pregúntale la dirección al dragón, si lo prefieres!
Paithan agarró a su hermana, pero Aleatha se resistió a irse.
—¡Padre! —gritó, acuclillándose junto al cadáver que descansaba pacíficamente en el suelo.
—¡Aleatha! ¡Ahora es preciso pensar en los vivos, no en los muertos! —Insistió Paithan—. ¡Mirad! ¡Ahí hay un camino! El viejo tenía razón…
Arrastrando prácticamente a su hermana, Paithan se adentró en la jungla. Roland empezó a seguirlo cuando Rega preguntó de pronto:
—¿Y el enano?
Roland volvió la vista hacia Drugar. El enano estaba agachado en posición defensiva en el centro del claro. Sus ojos, en sombras bajo las prominentes cejas, no ofrecían el menor indicio de lo que pudiera estar pensando o sintiendo.
—Lo llevamos con nosotros —decidió Roland—. No quiero que siga acechándonos como hasta ahora y no tengo tiempo de matarlo, en este momento. ¡Recoge nuestras armas!
El sendero, aunque invadido de enredaderas y matas, era ancho y despejado y fácil de seguir. Mientras lo recorrían, pudieron distinguir todavía los tocones de árboles gigantescos que habían sido nivelados para abrir el paso, y las cicatrices, ya recubiertas de corteza, de las enormes ramas taladas para dejar el camino expedito. Cada uno de los caminantes se admiró interiormente de la inmensa fuerza necesaria para derribar árboles tan poderosos, y todos pensaron en los enormes titanes. Ninguno de ellos expresó en voz alta sus temores, pero todos se preguntaron si no estarían huyendo de las fauces de una muerte horrible para caer en brazos de otra peor.
Su enemigo les proporcionó una fuerza casi sobrenatural. Cada vez que se sentían cansados, notaban vibrar el suelo bajo sus pies y proseguían la marcha trastabillando. Sin embargo, el calor y el aire denso y ponzoñoso no tardaron en debilitar incluso esa voluntad impulsada por el deseo de escapar. Aleatha tropezó con unas zarzas, cayó al suelo y no volvió a levantarse. Paithan intentó ayudarla, pero, sacudiendo la cabeza, también él se derrumbó sobre el musgo.
Roland se detuvo junto a los elfos caídos a sus pies, incapaz de hablar debido a la fatiga, pues había venido arrastrando al enano todo el camino. Lastrado por sus pesadas botas y su gruesa coraza, Drugar cayó redondo al suelo y se quedó allí, inmóvil como un muerto. Rega avanzó tambaleándose tras su hermano. Tras arrojar las armas al camino, se derrumbó junto a un tocón y hundió el rostro entre los brazos, respirando entrecortadamente, casi en sollozos.
—Tenemos que descansar —dijo Paithan en respuesta a la muda mirada acusatoria de Roland, que los urgía a seguir corriendo—. Si el dragón nos atrapa… que nos atrape.
El elfo ayudó a su hermana a incorporarse hasta quedar sentada. Aleatha se apoyó contra él con los ojos cerrados. Roland se dejó caer al musgo.
—¿Está bien tu hermana? —preguntó al elfo. Paithan asintió, demasiado fatigado para responder. Durante unos largos momentos, todos se quedaron sentados donde habían caído, jadeando pesadamente y tratando de calmar el galope desbocado de sus corazones y el latido de la sangre en los oídos. Continuamente, dirigían miradas en la dirección por la que habían venido, esperando ver abatirse sobre ellos la gigantesca cabeza escamosa de afilados dientes. Sin embargo, el dragón no apareció y, finalmente, dejaron de percibir la vibración del suelo.
—Supongo que a quien quería, en realidad, era al hechicero —musitó Rega. Eran las primeras palabras que pronunciaba cualquiera de ellos en mucho rato.
—Sí, pero cuando se sienta hambriento, volverá a buscar carne fresca —respondió Roland—. Y, por cierto, ¿a qué se refería el viejo cuando mencionó una ciudad? Si existe realmente y no se trata de otra de sus tonterías de charlatán, tal vez podríamos refugiarnos en ella.
—Este camino tiene que conducir a alguna parte —apuntó Paithan. Se humedeció los labios resecos y exclamó—: ¡Estoy sediento! Y el aire tiene un sabor extraño, a sangre. —Se volvió hacia Roland y su mirada fue del humano al enano que yacía a los pies de éste—. ¿Cómo está Barbanegra?
—Me parece que se encuentra bien. ¿Qué vamos a hacer con él?
—Matadme ahora —propuso Drugar con voz áspera—. Adelante. Estáis en vuestro derecho. Yo ya os habría matado.
Los ojos de Paithan siguieron fijos en el enano. Sin embargo, el elfo no veía ante sí a Drugar. Veía a los humanos atrapados entre el agua y los titanes. Veía a los elfos abatiéndolos con sus flechas. Veía a su hermana, encerrada en su despacho. Veía su casa en llamas.
—¡Estoy harto de muertes! ¿No ha habido acaso suficientes sin que nosotros contribuyamos a aumentar la cifra? Además, comprendo cómo se siente el enano. Todos lo entendemos. Todos hemos visto asesinar sanguinariamente a los nuestros.
—¡No fue culpa nuestra! —Rega alargó una mano, indecisa, y tocó el recio brazo de Drugar. Éste le dirigió una torva mirada llena de suspicacia y rehuyó el contacto. Ella insistió—: ¡No tuvimos la culpa! ¿Es que no puedes entenderlo?
—Quizá sí la tuvimos —murmuró Paithan, sintiéndose de pronto muy, muy cansado—. Los humanos dejaron que los enanos lucharan solos y, además, se enfrentaron entre ellos. Nosotros, los elfos, volvimos nuestras flechas contra los humanos. Tal vez, si nos hubiéramos aliado todos contra los titanes, habríamos podido derrotarlos. No lo hicimos y por eso fuimos destruidos. Fue culpa nuestra. Y, ahora, nosotros mismos estamos empezando a actuar de la misma manera.
Roland se sonrojó y desvió la mirada, sintiéndose culpable.
—Reconócelo —prosiguió Paithan—. ¿Qué te proponías hacer, una vez llegáramos a esta… «estrella». ?
Roland se encogió de hombros y murmuró:
—Está bien. Yo… pensaba librarme de vosotros, elfos. Calculé que los demás humanos de a bordo me seguirían. —Alzando la cabeza, añadió desafiante—: Pero no te consideres mejor que yo, Quindiniar. Tú también debes de haber tenido la misma idea.
—Sí. Pensé que era el mejor modo de poner fin al dolor. Lo siento, Rega. Yo te quiero, de verdad. Creía que el amor bastaría, que sería una especie de elixir mágico que podríamos esparcir por el mundo y pondría fin a todo el odio. Ahora sé que me equivocaba. El agua del amor es clara, pura y dulce, pero no es mágica. No cambiaría nada. —Paithan se incorporó y dijo para terminar—: Será mejor que sigamos.
Roland fue el primero en seguirlo. En fila de a uno, todos se pusieron en marcha. Todos, excepto Drugar. El enano había entendido las palabras de la conversación, pero el sentido de lo dicho seguía confuso en la cáscara vacía en que se había convertido su alma.
—Entonces, ¿no vais a matarme? —inquirió, a solas en el claro.
Los demás se detuvieron e intercambiaron una mirada.
—No —declaró Paithan, moviendo la cabeza.
Drugar estaba desconcertado. ¿Cómo se podía hablar de amar a alguien que no era de la misma raza que uno? ¿Cómo podía un enano amar a alguien que no fuera enano? Él era un enano y ellos, elfos y humanos. Y, sin embargo, habían arriesgado sus vidas para salvarlo. De entrada, eso era ya inexplicable. Pero ahora, además, no iban a matarlo cuando él casi había conseguido acabar con sus vidas, y eso resultaba totalmente incomprensible.
—¿Por qué no? —reclamó Drugar, enfadado y frustrado.
—Me parece —contestó Paithan lentamente, midiendo sus palabras— que estamos demasiado cansados.
—¿Y qué voy a hacer?
Aleatha se echó hacia atrás sus cabellos enmarañados, apartándolos de los ojos.
—Ven con nosotros. No querrás… quedarte solo, ¿verdad?
El enano titubeó. Se había aferrado a su odio durante tanto tiempo que, sin él, sentía las manos vacías. Quizá sería mejor buscar otra cosa en que ocuparlas que no fuera la muerte. Tal vez era esto lo que su dios, Drakar, trataba de inculcarle.
Así pues, Drugar echó a andar por el camino tras los demás viajeros.
Unos amplios arcos plateados, resistentes y de líneas elegantes rodeaban la base de la torre central de la ciudad. Sobre ellos se alzaban otros, formando un piso tras otro como sucesivas capas de plata, hasta juntarse en un punto resplandeciente. Entre los arcos, se sucedían alternativamente unas paredes de mármol blanco y unos ventanales de cristal diáfano que proporcionaban a la vez apoyo e iluminación interior. La entrada estaba protegida por una puerta hexagonal de plata, con las mismas runas que la de acceso a la ciudad. Igual que ante ésta, aunque conocía la runa que la abriría, Haplo prefirió entrar por sus propios medios, traspasando las paredes de mármol rápida y silenciosamente. El perro lo siguió con cautela.
El patryn se encontró en una enorme sala circular que marcaba la base de la torre. Sus pisadas resonaron en el suelo de mármol rasgando un silencio que había durado quién sabía cuántas generaciones. La inmensa estancia no contenía más que una mesa redonda, rodeada de sillas.
En el centro de la mesa, suspendida en el aire gracias a un hechizo aún vigente, había una pequeña esfera de cristal, iluminada desde dentro por cuatro minúsculas bolas de fuego.
Haplo se acercó. Su mano trazó una runa, interrumpiendo el campo mágico. El globo cayó sobre la mesa y rodó hacia el patryn. Haplo lo cogió y lo sostuvo entre las manos. La esfera era una representación tridimensional del mundo, parecida a la que había visto en casa de Lenthan Quindiniar y al dibujo del Nexo. Sin embargo, ahora, después de haber viajado por él, Haplo comprendió por fin lo que estaba viendo.
Su señor se había equivocado. Los mensch no vivían en el exterior del planeta, como lo habían hecho en el viejo mundo.
En Pryan, vivían en el interior.
El globo era liso por fuera. De sólido cristal, de sólida roca. Por dentro, estaba hueco. En el centro brillaban cuatro soles. Y en el centro de los soles se hallaba la Puerta de la Muerte.
No había más planetas ni otras estrellas, pues cuando uno alzaba la cabeza no veía los cielos. Uno alzaba los ojos y lo que veía era el suelo. Lo cual significaba que las otras estrellas no podían ser tales, sino… ¡Ciudades! ¡Ciudades como aquélla! ¡Ciudades destinadas a acoger a los refugiados de un mundo hecho añicos!
Por desgracia, su nuevo mundo resultó un lugar que habría asustado a los mensch. Un lugar que, tal vez, no había asustado menos a los propios sartán. La luz del sol, dadora de vida, había producido ésta en exceso. Árboles que crecían a alturas enormes, océanos de vegetación que cubrían su superficie… Probablemente, los sartán no habían previsto que sucediera algo así y se sintieron consternados ante lo que habían creado. Mintieron a los mensch y se mintieron a sí mismos. En lugar de someterse e intentar adaptarse al nuevo mundo salido de sus manos, se enfrentaron a él y trataron de subyugarlo a ellos.
Con cuidado, Haplo volvió a dejar el globo en el centro de la mesa y retiró su hechizo, permitiendo que el antiguo soporte mágico del globo lo suspendiera de nuevo en el aire. Una vez más, Pryan flotó sobre la mesa de sus desaparecidos creadores.
Era una curiosa escena. El Señor del Nexo la apreciaría en toda su ironía.
Haplo echó un vistazo a su alrededor, pero no había nada más en la cámara. Luego, miró hacia arriba. Sobre su cabeza, a gran altura, un techo abovedado cerraba la estancia impidiendo la visión de la torre de cristal que arrancaba justo encima. Mientras sostenía la esfera en sus manos, el patryn había percibido un extraño ruido. Apoyó las manos sobre la mesa y comprobó que no se había equivocado. La madera vibraba y emitía un murmullo. A Haplo le recordó, no sabía por qué, aquella gran máquina de Ariano, la Tumpa-chumpa. Sin embargo, lo cierto era que no había encontrado rastro alguno de una máquina semejante por ninguna parte.
—Pensándolo bien —comentó con el perro—, ahí tampoco captamos ningún sonido semejante. Por lo tanto, debe venir de aquí dentro. Quizás alguien nos diga de dónde.
Haplo levantó las manos de la mesa y empezó a trazar runas en el aire. El perro suspiró, echado en el suelo. Colocando el hocico entre las patas, el animal lo observó con una mirada solemne y desdichada.
En torno a la mesa cobraron vida unas imágenes flotantes apenas entrevistas, acompañadas de unas voces casi inaudibles. Las conversaciones que alcanzó a captar Haplo le llegaron confusas y fragmentadas, como era de esperar ya que había conjurado el recuerdo, no de una, sino de muchas reuniones.
«Estas luchas constantes entre razas están escapando a nuestro control y debilitan nuestras fuerzas, cuando deberíamos concentrar nuestra magia en conseguir nuestro objetivo…».
«Hemos degenerado hasta convertirnos en padres obligados a perder el tiempo separando a unos hijos pendencieros. Nuestra gran visión se resiente de esta falta de atención…».
«Y no estamos solos. Nuestros hermanos y hermanas de las demás ciudadelas de Pryan se enfrentan a las mismas dificultades. A veces me pregunto si fue una buena decisión traerlos aquí…».
La tristeza, la sensación de frustración e impotencia, eran palpables. Haplo las vio grabadas en los rostros de rasgos imprecisos, las vio tomar forma en los gestos de unas manos que intentaban desesperadamente sujetar unos sucesos que se les escapaban entre los dedos. El patryn recordó a Alfred, el sartán que había encontrado en Ariano, en quien había advertido la misma sensación de tristeza, de pesar, de impotencia. Haplo alimentó su odio con el sufrimiento que estaba presenciando y acogió con placer el fuego que se reavivó dentro de sí.
Las imágenes fueron sucediéndose. Pasó el tiempo. Los sartán envejecieron y se encogieron ante la mirada del patryn. Un fenómeno extraño, tratándose de semidioses.
«El consejo ha encontrado una solución a nuestros problemas. Como bien se dijo, nos hemos convertido en padres cuando nuestra intención era ser mentores. Debemos entregar esos “hijos” al cuidado de otros. ¡Es fundamental que las ciudadelas entren en funcionamiento! Ariano padece escasez de agua y necesidad de nuestra energía para contribuir al funcionamiento de su máquina. Jena permanece en una oscuridad eterna, algo mucho peor que la luz permanente. El mundo de Piedra también necesita nuestra energía. ¡Las ciudadelas deben ponerse en marcha, y pronto, o las consecuencias serán trágicas!
»Por todo ello, el consejo nos ha dado permiso para dejar salir del corazón de la fortaleza a los titanes que atienden allí la luz de la estrella. Los titanes cuidarán de los mensch y los protegerán de sí mismos. Cuando creamos a esos gigantes, los datamos de una fuerza increíble para que pudieran ayudarnos en nuestra labores físicas. Por esa misma razón les concedimos la magia de las runas. Sin duda, serán capaces de encargarse de los mensch».
«¿Es prudente hacerlo? ¡Yo protesto! ¡Les concedimos esa magia con el compromiso de que no abandonarían nunca el seno de la ciudadela!».
«Hermanos, calmaos, por favor. El consejo ha meditado largamente el asunto. Los titanes estarán constantemente bajo nuestro control y supervisión. Son ciegos, algo imprescindible para que pudieran trabajar en la luz de la estrella. Y, al fin y al cabo, ¿qué podría sucedernos?…».
El tiempo siguió pasando. Los sartán sentados en torno a la mesa desaparecieron, sustituidos por otros más jóvenes y fuertes, pero menores en número.
«Las ciudadelas ya funcionan. Sus luces llenan los cielos…». «Nada de cielos. Deja de engañarte a ti mismo». «Sólo era una manera de hablar. No seas tan puntillosa». «No me gusta esta espera. ¿Por qué no hay noticias de Ariano, ni de Jena? ¿Qué creéis que ha sucedido?».
«Tal vez lo mismo que nos está pasando a nosotros. Mucho trabajo y demasiado pocos para hacerlo. Se abre una pequeña grieta en el techo y empieza a filtrarse agua. Ponemos un cuenco debajo y empezamos a reparar la grieta, pero entonces se abre otra. Ponemos otro cuenco bajo la segunda. Ahora tenemos dos grietas por reparar y nos disponemos a hacerlo, cuando se abre una tercera. Ya no tenemos más cuencos y nos ponemos a buscarlos. Por fin, encontramos uno pero, para entonces, las grietas se han agrandado y los recipientes ya no pueden contener el agua que cae. Corremos a buscar otros más grandes en los que recogerla el tiempo suficiente para encaramarnos al techo y reparar las goteras… pero, para entonces, todo el techo está ya a punto de hundirse».
El tiempo continuó girando vertiginosamente en torno a los sartán sentados a la mesa, envejeciéndolos en un abrir y cerrar de ojos como habían hecho con sus padres. Su número se redujo aún más.
«¡Los titanes! ¡El error fueron los titanes!». «Al principio dio buen resultado. ¿Quién podía preverlo?». «Son los dragones. Deberíamos haber hecho algo con esas criaturas desde el primer momento».
«Los dragones no nos molestaron hasta que los titanes empezaron a escapar a nuestro control».
«Aún podríamos utilizar a los titanes, si fuéramos más fuertes…».
«Si fuéramos más, quieres decir. Tal vez. No estoy seguro». «Claro que podríamos. Su magia es tosca; apenas la que enseñamos a un niño…».
«Pero cometimos el error de dotar a ese niño con la fuerza de una montaña».
«Yo opino que tal vez sea obra de nuestros antiguos enemigos. ¿Cómo podemos estar seguros de que los patryn siguen encerrados en el Laberinto? Hemos perdido todo contacto con sus carceleros.
»¡Hemos perdido contacto con todos nuestros congéneres! Las ciudadelas funcionan, recogen energía y la almacenan, dispuestas para trasmitirla a través de la Puerta de la Muerte, pero ¿queda alguien para recibirla? Tal vez nosotros somos los últimos, tal vez los otros también han menguado como nos ha sucedido aquí…».
La llama de odio que ardía en Haplo había dejado de ser tibia y reconfortante. Se había convertido en un fuego voraz. La mención casual de la prisión en la que había nacido, de la cárcel que había significado la muerte de tantos de su pueblo, le provocó tal acceso de furia que nubló su vista, su oído y su entendimiento. A punto estuvo de arrojarse sobre las figuras espectrales para estrangularlas con sus propias manos.
El perro se sentó sobre las patas traseras, inquieto, y lamió la mano de su amo. Haplo se tranquilizó un poco. Al parecer, se había perdido buena parte de la conversación. Se exigió disciplina. Su señor se enfadaría. Haplo se obligó a prestar atención de nuevo a la mesa redonda.
Y vio allí sentada, con los hombros hundidos bajo una carga invisible, una figura solitaria. El sartán, sorprendentemente, estaba vuelto hacia él.
«Tú, hermano nuestro que tal vez un día entres en esta cámara, te sentirás sin duda desconcertado ante lo que has encontrado, o más bien ante lo que no has encontrado. Te hallas en una ciudad, pero nadie vive entre sus murallas. Ves la luz —la figura del sartán señaló el techo y la torre que se levantaba sobre ella—, pero su energía se desperdicia. O quizá ya no veas la luz. ¿Quién sabe qué sucederá cuando ya no estemos aquí para guardar las ciudadelas? ¿Quién sabe si la luz menguará y se apagará, igual que nos ha sucedido a nosotros?
»Gracias a la magia, habrás repasado sin duda nuestra historia. La hemos registrado en libros para que puedas estudiarla a tu conveniencia. Hemos añadido las historias guardadas por los sabios de los pueblos mensch, escritas en sus propios idiomas. Por desgracia, como la ciudadela quedará sellada, ninguno de ellos podrá regresar para descubrir su pasado.
»Ahora conoces los terribles errores que cometimos. Sólo añadiré lo que ha ocurrido en estos últimos tiempos. Nos vimos forzados a enviar a los mensch fuera de la ciudadela. Los enfrentamientos entre razas había alcanzado tal punto que temimos que se destruyeran mutuamente. Los enviamos a la jungla, donde esperamos que se verán obligados a dedicar sus energías a la supervivencia.
»Los escasos supervivientes que quedamos habíamos proyectado vivir en paz en las ciudadelas. Esperábamos encontrar algún medio de recobrar el control sobre los titanes y algún modo de comunicarnos con los otros mundos, pero no lo hemos conseguido.
»Nosotros mismos estamos siendo obligados a abandonar las ciudadelas. La fuerza que se nos opone es antigua y poderosa. No puede ser combatida ni aplacada. Las lágrimas no la conmueven, ni le afectan las armas que tenemos a nuestro alcance. Cuando al fin hemos reconocido su existencia, ya es demasiado tarde. Así pues, nos inclinamos ante ella y nos despedimos».
La imagen se desvaneció. Haplo probó de nuevo, pero su magia rúnica no pudo invocar a nadie más. El patryn se quedó largo rato en la cámara, contemplando en silencio la esfera de cristal y los minúsculos soles que envolvían la Puerta de la Muerte con su débil fulgor.
Sentado a sus pies, el perro volvió la cabeza a un lado y a otro, buscando algo indefinido, algo que no terminaba de oír, de ver o de percibir.
Pero que estaba allí.