EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,
EQUILAN
Haplo dio una última vuelta en torno a la nave y repasó con ojo crítico las reparaciones que había efectuado. Los daños no habían sido importantes, pues la mayoría de las runas protectoras había actuado bien. El patryn había conseguido cerrar las grietas de las cuadernas y restablecer la magia de las runas. Cuando estuvo seguro de que la nave resistiría la larga travesía, Haplo subió de nuevo a la cubierta superior y se detuvo a descansar.
Estaba exhausto. Las reparaciones en la nave y las efectuadas en su propio cuerpo tras la lucha con el titán lo habían dejado sin fuerzas. Sabía que estaba débil porque sentía dolor; un dolor lacerante en el hombro. Si hubiera podido descansar, dormir, dejar que su cuerpo se renovase, la herida ya no sería a aquellas alturas sino un mal recuerdo. Sin embargo, no disponía del tiempo necesario. No podría resistir un asalto de los titanes y estaba obligado a dedicar su magia a la nave, y no a sí mismo.
El perro se instaló a su lado. Haplo acarició el hocico del animal, rascándole las quijadas. El perro se tumbó de costado, pidiéndole más caricias. Haplo le dio unas palmaditas en el flanco.
—¿Preparado para volver ahí arriba?
El perro rodó sobre el lomo, se incorporó y se sacudió.
—Sí, yo también. —Haplo echó la cabeza hacia atrás, entrecerrando los ojos para no deslumbrarse. El humo de los incendios de la ciudad élfica le impidió ver las estrellas.
—¡…robarnos los ojos! ¡Cegarnos a la luz brillante y resplandeciente!
Bien, ¿por qué no? Tenía sentido. Si los sartán…
El perro lanzó un ronco gruñido. Haplo, cauto y alerta, miró rápidamente hacia la casa. Todos seguían dentro; los había visto entrar al regresar de la jungla. Lo había sorprendido un poco que no hubieran acudido a la nave. Lo primero que había hecho él al llegar al Ala de Dragón había sido reforzar la barrera mágica que la protegía. Sin embargo, cuando había mandado al perro como espía, había descubierto que el grupo estaba haciendo lo que él debería haber supuesto: discutir acaloradamente entre ellos.
Y, ahora que el perro había llamado su atención al respecto, el patryn captó unas voces airadas y estridentes que se alzaban llenas de rabia y frustración.
—Mensch. Son todos iguales. Deberían alegrarse de recibir un líder fuerte, como mi Señor. Alguien que imponga la paz, que ponga orden en sus vidas. Siempre, claro está, que quede alguno de ellos en este mundo cuando mi Señor llegue. —Encogiéndose de hombros, Haplo se puso en pie y se encaminó al puente.
El perro lanzó un ladrido de advertencia. Haplo volvió la cabeza. Más allá de la casa, la jungla se estaba moviendo.
Calandra subió a su despacho hecha una furia, dio un portazo y cerró con llave. Sacó el libro de contabilidad de un cajón, se sentó rígidamente en su silla de respaldo recto y empezó a repasar las cifras de ventas del ciclo anterior.
No había modo de razonar con Paithan, absolutamente ninguno. Había invitado a unos extraños a la casa, incluso a los esclavos humanos, diciéndoles que podían refugiarse en ella. Había dicho a la cocinera que se trajera a su familia de la ciudad. Los había puesto a todos en un estado de pánico con sus historias horripilantes. La cocinera era presa de una terrible agitación. ¡Aquella noche no iba a haber cena! A Calandra le apenaba decirlo, pero resultaba evidente que su hermano era presa de la misma locura que afectaba a su pobre padre.
—He soportado a padre todos estos años —le gritó Calandra al tintero—. He soportado que casi nos quemara la casa con nosotros dentro, he soportado la vergüenza y la humillación… Al fin y al cabo, es mi padre y se lo debo. ¡Pero a ti no te debo nada, Paithan! Tendrás tu parte de la herencia, y eso es todo. Tómala, coge a esa fulana humana y al resto de tus zarrapastrosos seguidores e intenta abrirte camino en el mundo. ¡Seguro que vuelves! ¡De rodillas!
Fuera, ladró un perro. El ladrido sonó claro y alarmante. Calandra derramó una gota de tinta sobre una hoja del libro mayor. Le llegó del piso inferior una explosión de gritos, exclamaciones y ruidos. ¡Cómo esperaban que pudiera trabajar, con aquel estruendo! Agarró con furia el secante y lo aplicó sobre el papel, empapando la tinta. La mancha no había emborronado las cantidades y Calandra aún podía leerlas: unas cifras limpias, precisas, desfilando en ordenadas hileras, calculando, haciendo la suma de su vida.
Dejó la pluma en el escritorio con cuidado y se dirigió a la ventana, dispuesta a cerrarla de un golpe. Cuando miró afuera, contuvo la respiración. Parecía que los propios árboles estaban arrastrándose hacia la casa.
Se frotó los ojos, cerrándolos y masajeándose los párpados con las yemas de los dedos. A veces, cuando trabajaba en exceso durante demasiado tiempo, los números le bailaban ante los ojos. Estaba trastornada, eso era todo. Paithan la había trastornado. Estaba viendo visiones y, cuando abriera de nuevo los ojos, todo volvería a estar como siempre.
Calandra abrió los ojos. Los árboles ya no parecían moverse. Lo que vio fue el avance de un ejército horrible.
Unas pisadas sonaron en la escalera y avanzaron por el pasillo. Un puño empezó a golpear la puerta y se oyó la voz de Paithan, gritando:
—¡Calandra! ¡Ya vienen! ¡Por favor, Cal! ¡Es preciso evacuar la casa enseguida!
—¿Marcharse? ¿Para ir adonde?
La voz ansiosa y nostálgica de su padre se coló por el ojo de la cerradura:
—¡Querida! ¡Vamos a volar a las estrellas!
Los gritos procedentes de abajo ahogaron sus siguientes palabras y, cuando Calandra volvió a oírlo, le pareció entender algo referente a «su madre».
—Vuelve abajo, padre. Yo hablaré con ella. ¡Calandra! —Paithan golpeó de nuevo la puerta—. ¡Calandra!
Ella siguió mirando por la ventana con una especie de fascinación hipnótica. Los monstruos no parecían muy dispuestos a aventurarse en la amplia extensión de musgo verde y cuidado del jardín y seguían en las lindes del bosque, sin salir a terreno descubierto. De vez en cuando, alguno de los seres gigantescos alzaba su cabeza sin ojos y olfateaba el aire con evidentes muestras de que no le gustaba mucho lo que olía.
Un potente golpe sacudió la puerta. Paithan intentaba echarla abajo, empresa difícil porque Calandra solía contar el dinero en aquella estancia y la puerta era resistente, especialmente diseñada y reforzada.
La elfa oyó a su hermano suplicando que abriera, que fuera con ellos, que escapara. Una oleada de calor inhabitual en ella recorrió a Calandra. Paithan se preocupaba por ella. Se preocupaba de veras.
—Tal vez no he fracasado después de todo, madre —murmuró. Apretó la mejilla contra el frío cristal y contempló la extensión de musgo y el espantoso ejército que aguardaba en sus inmediaciones.
Los golpes a la puerta no cejaron. Paithan se haría daño en el hombro, si seguía. Calandra se dijo que sería mejor poner fin a aquello. Tras dar unos pasos tensos y rígidos, alzó la mano y corrió el pestillo, cerrándolo con decisión. El sonido se escuchó claramente al otro lado de la puerta y fue seguido de un desconcertado silencio.
—Estoy ocupada, Paithan —dijo Calandra con voz firme, hablando a su hermano como lo hacía cuando era un niño y se acercaba a pedirle que jugara con él—. Tengo trabajo. Vete y déjame en paz.
—¡Calandra! ¡Mira por la ventana!
¿Por quién la tomaba? ¿Por una estúpida?
—Ya he mirado, Paithan —respondió con voz calmada—. Y me has hecho equivocarme en las sumas. ¡Largaos todos a donde os parezca y dejadme en paz!
Cal casi pudo ver la expresión del rostro de su hermano, la mueca de dolor y perplejidad. Era la misma expresión que había mostrado el día en que lo habían devuelto a casa tras el viaje con su abuelo. El día del funeral de Elithenia.
Madre se ha ido, Paithan. Y nunca más regresará.
Los gritos procedentes del piso inferior aumentaron de tono. Al otro lado de la puerta se oyó un arrastrar de pies. Otro de los malos hábitos de Paithan, pensó Calandra. Casi podía verlo, con la cabeza hundida, mirando al suelo y dando puntapiés al zócalo, malhumorado.
—Adiós, Cal —dijo el elfo con un hilillo de voz apenas audible bajo el zumbido de las palas del ventilador—. Creo que comprendo…
Probablemente no era cierto, pero no importaba. Adiós, Paithan, le respondió en silencio, apoyando suavemente en la puerta sus manos manchadas de tinta y encallecidas por el trabajo como si acariciara la fina piel de la mejilla de un niño. Cuida de padre… y de Thea.
Oyó unas pisadas que se alejaban rápidamente por el pasillo.
Calandra se secó las lágrimas. Volvió a la ventana, la cerró de un golpe y regresó a la silla del escritorio, donde tomó asiento con la espalda erguida y rígida. Tomó la pluma, la mojó en el tintero con gesto cuidadoso y preciso, e inclinó la cabeza sobre el libro de contabilidad.
—Se han detenido —dijo Haplo al perro mientras observaba los movimientos de los titanes, que no se decidían a salir de la jungla—. Me pregunto por qué lo harán…
El suelo vibró bajo sus pies y el patryn tuvo la respuesta.
—El dragón del hechicero… —se dijo—. Deben de haberlo olfateado. Ven, perro. Salgamos de aquí antes de que esos gigantes se decidan y comprendan que son demasiados para tener miedo.
Haplo casi había alcanzado el puente cuando bajó la vista y descubrió que estaba hablando solo.
—¡Perro! ¡Maldita sea! ¿Dónde…?
El patryn volvió la cabeza y distinguió al animal en el momento de saltar de la cubierta de la nave al suelo de musgo.
—¡Perro, maldita sea! —Haplo corrió de nuevo a cubierta y se asomó por la borda de la nave. El animal estaba justo debajo de él, vuelto hacia la casa. Con las patas tiesas y el pelaje erizado, ladraba y ladraba sin cesar—. ¡Está bien, ya les has avisado! ¡Ya has advertido a todo el mundo en tres reinos a la redonda! ¡Ahora, vuelve aquí arriba!
El perro no hizo caso; tal vez ni siquiera lo oía debido a sus propios ladridos. Mascullando una nueva maldición, con la atención dividida entre la casa y los monstruos que aún acechaban en la jungla, Haplo saltó al musgo.
—Vamos, muchacho. No queremos compañía…
Alargó la mano con la intención de agarrar al animal por el pelaje del cuello. El can no volvió la cabeza, ni lo miró en ningún instante. Sin embargo, tan pronto como Haplo se acercó, dio un salto hacia adelante y salió a escape por el jardín, galopando hacia la casa.
—¡Perro! ¡Vuelve aquí! ¡Perro! ¡Te voy a dejar! ¿Me oyes? —Haplo dio un paso hacia la nave—. ¡Perro estúpido y pulgoso…! ¡Oh, diablos!
El patryn echó a correr por el jardín tras el animal.
—¡El perro está ladrando! —Gritó Zifnab—. ¡Corred! ¡Huid! ¡Fuego! ¡Hambre! ¡Volar!
Nadie se movió, salvo Aleatha, que volvió la cabeza con una mirada de aburrimiento.
—¿Dónde está Calandra?
Paithan evitó los ojos de su hermana.
—No viene —anunció.
—Entonces, yo tampoco voy. De todos modos, era una idea estúpida. Esperaré aquí a que vuelva mi prometido.
Dando la espalda a la ventana, Aleatha avanzó hasta el espejo y estudió sus cabellos, la ropa y los complementos. Llevaba su vestido más fino y las joyas que había recibido en herencia de su madre. El peinado, muy artístico, le sentaba estupendamente. La imagen del espejo le permitió constatar que nunca había tenido un aspecto tan atractivo.
—No entiendo cómo no ha llegado todavía. Mi prometido no se retrasa nunca.
—¡No ha llegado porque está muerto, Thea! —Le respondió Paithan, desgarrado, como si el miedo y la pena lo dejaran ardiendo en carne viva—. ¿No lo puedes entender?
—¡Y nosotros vamos a ser los siguientes, a menos que abordemos la nave! —Roland señaló hacia el exterior—. ¡No sé qué detiene a esos titanes, pero estoy seguro de que no tardarán en avanzar!
Paithan miró a su alrededor. Diez humanos, esclavos que habían desafiado al dragón por quedarse con los Quindiniar y sus familias, se habían refugiado en la casa. La cocinera sollozaba en un rincón, histérica. Numerosos adultos y varios humanos a medio crecer —tal vez hijos de la cocinera, aunque Paithan no estaba seguro— estaban congregados en torno a ella. Todos miraban a Paithan esperando que les dijera qué hacer. Paithan evitó sus miradas.
—¡Seguid! ¡Corred a la nave! —gritó Roland en humano, acompañando sus palabras con grandes gestos.
Los esclavos no necesitaron que les dieran prisas. Los hombres cogieron a los niños, las mujeres se subieron las faldas y todos salieron por la puerta a la carrera. Los elfos no entendieron las palabras de Roland, pero sí la expresión de su rostro. Sosteniendo a la llorosa cocinera, la condujeron hasta la puerta y echaron a correr tras los humanos, cruzando el extenso jardín y ascendiendo la leve cuesta en cuyo alto estaba varada el Ala de Dragón.
Esclavos humanos. La cocinera y su familia. Ellos mismos. Los mejores y los más brillantes…
—¡Paithan! —lo urgió Roland.
El elfo se volvió hacia su hermana.
—¿Thea?
Aleatha palideció y la mano que alisaba sus cabellos tembló levemente. Hundió los dientes en el labio inferior y, cuando estuvo segura de poder hablar sin que se le quebrara la voz, respondió:
—Me quedo con Cal.
—Si tú te quedas, yo también.
—¡Paithan!
—¡Déjalo, Rega! Si quiere suicidarse, es su…
—¡Son mis hermanas! ¡No puedo huir y dejarlas!
—Si él se queda, Roland, yo también… —empezó a decir Rega.
—Te quedarás aquí a morir. ¿Quieres decirme para qué?
La voz de Lenthan Quindiniar cortó la discusión de un plumazo, limpiamente. Los ojos del elfo habían perdido su mirada vaga y nebulosa. Durante unos breves instantes, los endurecidos exploradores elfos que habían arriesgado sus vidas para llevar una nueva esperanza a su pueblo renacieron en el cuerpo enfermo y agotado de su descendiente.
—Yo comprendo el deseo de quedarse de mi hija mayor —dijo Lenthan con voz pesarosa, firme y decidida—. Calandra tiene su vida aquí, y esa vida terminará tanto si ella abandona la casa como si no. En cambio tú, Paithan, y tú, Aleatha…, vuestras vidas no están acabadas. Tenéis una posibilidad de desarrollaros, de dar algo al futuro. ¡Vuestra madre luchó por su vida, combatió contra la enfermedad que la mató…!
Los ojos de Lenthan se llenaron de lágrimas, pero su voz continuó sin vacilaciones:
—Sus últimas palabras fueron: «¡Es duro, es tan duro marcharse!». ¿Qué le diré cuando la vea? ¿Deberé decirle que sus hijos entregaron esa vida por la cual ella luchó con tanta valentía?
Los ventiladores zumbaban suavemente en el silencio. Aleatha tenía la cabeza gacha y la melena caída sobre el rostro, ocultándolo. A hurtadillas, se llevó una mano a los ojos. Nadie se movió: ni los titanes que se mantenían ocultos en la jungla, ni los ocupantes de la casa. Cualquier acción lo haría todo definitivo, irrevocable, sin posible marcha atrás. Mientras todo el mundo, todas las cosas permanecieran totalmente quietas, seguiría pareciendo que aquel instante de paz podía prolongarse para siempre.
El perro apareció de un salto en el porche, corrió al vestíbulo y lanzó un sonoro, penetrante y único «¡guau!».
—¡Se han puesto en marcha! —exclamó Roland desde su posición junto a la ventana.
—Cuando llegue mi prometido, decidle que estaré en el salón —dijo Aleatha. Tras recoger tranquilamente la punta de sus faldas, dio media vuelta y salió de la estancia. Paithan se dispuso a ir tras ella, pero Roland lo sujetó por el brazo.
—Tú encárgate de Rega.
El humano salió tras la elfa. Cuando la alcanzó, la tomó en brazos, se la cargó al hombro y, boca abajo, la sacó de la casa mientras ella lanzaba patadas y gritos y descargaba puñetazos en su espalda.
Haplo dobló la esquina de la casa y se detuvo en seco, contemplando con incredulidad el numeroso grupo de elfos y humanos que apareció de pronto ante él, camino de la nave.
Salvador.
¡Ja! ¡Ya verían cuando llegaran a la barrera mágica!
Haplo no les prestó más atención y siguió tras el perro, al que vio saltar al porche.
—¡Vámonos! —exclamó Paithan.
—¡No sois los únicos que os habéis puesto en marcha! —murmuró Haplo. Los titanes habían iniciado su avance, moviéndose en silencio con su increíble rapidez. Haplo miró al perro y observó después al gran grupo de elfos y humanos que corría hacia la nave. Los primeros ya habían llegado e intentaban aproximarse al casco, pero estaban comprobando que era imposible. Las runas del exterior del casco emitían su resplandor azul y rojo y su magia protegía la nave contra los intrusos. Los mensch gritaban y se abrazaban entre ellos. Algunos se volvieron, dispuestos a matar al patryn.
Salvador.
Haplo resopló, exasperado. Mascullando un juramento, levantó la mano y trazó rápidamente varias runas en el aire. Los signos mágicos se encendieron como llamas, con un brillo azul. Las runas de la nave parpadearon en respuesta y su resplandor se apagó. Las defensas estaban bajadas.
—Será mejor que os deis prisa —gritó, lanzando una rápida patada al perro que saltaba y bailaba a su alrededor. El puntapié no acertó ni de lejos su blanco.
—¡Vamos a tener que correr, Quindiniar! —gritó Zifnab recogiéndose la falda de la túnica y dejando a la vista una amplia porción de pierna huesuda—. Por cierto, amigo mío, has estado magnífico. Un discurso soberbio, Lenthan. Yo mismo no lo habría hecho mejor. —Posó la mano en el brazo del elfo y preguntó—: ¿Preparado?
Lenthan miró a Zifnab con un parpadeo de perplejidad. Los antepasados del elfo habían regresado a su tiempo inmemorial, abandonando de nuevo a aquel avejentado descendiente.
—Creo que lo estoy —respondió vagamente—. ¿Adonde vamos?
Dejó que el hechicero lo hiciera avanzar a empellones y lo oyó exclamar:
—¡A las estrellas, mi querido colega! ¡A las estrellas!
Drugar corrió tras los demás. El enano era fuerte y tenía una gran resistencia. Podría haber seguido corriendo cuando todos los humanos y elfos hubieran caído agotados en el camino. Sin embargo, con sus piernas cortas y rechonchas, las botas y la pesada armadura, no podía competir con ellos en una carrera. Pronto, todos lo habían dejado atrás en su loco galope hacia la nave.
El enano continuó su marcha con terquedad. No era preciso que volviera la cabeza para ver a los titanes; estaban detrás de él, pero se desplegaban a ambos lados con la esperanza de capturar su presa rodeándola en un enorme círculo. Los monstruos ganaban terreno lentamente a elfos y humanos, y más rápidamente al enano. Drugar aumentó la velocidad en una carrera desesperada, no por miedo a los titanes, sino a perder su posibilidad de venganza.
La puntera de su gruesa bota tropezó con el tacón de la otra. El enano trastabilló, perdió el equilibrio y cayó de cara al musgo. Trató de incorporarse, pero la bota se había hundido en el suelo y se le había salido casi por completo. Drugar saltó a la pata coja, tratando de volver a ponerse la bota con las manos resbaladizas de sudor, y notó un humo acre en el aire. Los titanes habían prendido fuego a la jungla.
—¡Paithan, mira! —Exclamó Rega cuando volvió la cabeza—. ¡Barbanegra!
El elfo hizo alto apresuradamente. El y Rega estaban a unos pasos de la nave. Los dos se habían quedado en la retaguardia para cubrir a Zifnab, Haplo y Lenthan, que corrían delante de ellos, y a Roland con la enfurecida Aleatha. Como de costumbre, se habían olvidado del enano.
—Tú sigue. —Paithan volvió sobre sus pasos por la suave pendiente y vio las llamas alzándose entre los árboles y la negra columna de humo ascendiendo hacia el firmamento. El incendio se extendía rápidamente hacia la casa. Apartó la vista y la volvió hacia el enano que se debatía con la bota y hacia los titanes que se acercaban. Un movimiento a su lado lo hizo volverse.
—Creo haberte dicho que fueras a la nave.
—¡Convéncete, elfo! —replicó Rega, ensayando una sonrisa aviesa—. ¡No vas a deshacerte de mí!
Paithan le devolvió una mueca de preocupación y movió la cabeza con un jadeo, incapaz de decir nada más tras el esfuerzo de la carrera.
Los dos llegaron hasta el enano, que para entonces ya se había desprendido de la bota y avanzaba cojeando, con un pie calzado y el otro no. Paithan lo cogió por un hombro y Rega por el otro.
—¡No necesito vuestra ayuda! —Gruñó Drugar, lanzándoles una mirada de odio de una intensidad que desconcertó a la pareja—. ¡Soltadme!
—¡Paithan, se nos echan encima! —gritó Rega, moviendo la cabeza para señalar a los titanes.
—¡Cierra el pico y deja de resistirte! —Gritó Paithan al enano—. ¡Al fin y al cabo, tú nos salvaste a nosotros!
Drugar se echó a reír. Fue una risotada ronca y frenética, que llevó a Paithan a preguntarse si el enano se estaría volviendo loco. Pero el elfo no tenía tiempo para dilemas. Por el rabillo del ojo advertía que los titanes estaban cada vez más cerca. No tenían la menor posibilidad. Miró a Rega; ella le devolvió la mirada y se encogió de hombros levemente. Los dos sujetaron con fuerza al recio enano, lo alzaron del suelo y echaron a correr.
Haplo alcanzó la nave antes que los demás gracias a las runas tatuadas en su cuerpo, que hicieron todo lo posible por mantener sus mermadas fuerzas y dar rapidez a su zancada. Hombres, mujeres y niños lloriqueantes se habían dispersado por la cubierta. Algunos de ellos habían encontrado la escotilla y había bajado al interior de la nave. La mayoría del resto estaba en la borda, observando a los titanes.
—¡Id todos abajo! —gritó Haplo, señalando la escotilla. Saltó la borda y se encaminó una vez más hacia el puente cuando escuchó un ladrido frenético y notó que algo le tiraba de la pernera de los pantalones.
—¿Qué sucede ahora? —masculló mientras se daba la vuelta para reprender al perro, que casi lo había hecho caer de espaldas. Al mirar hacia la extensión de musgo entre el humo cada vez más denso, distinguió a la humana, al elfo y al enano, rodeados por los titanes.
—¿Qué quieres que haga? ¡No puedo…! ¡Oh, por todos los…! —Haplo agarró a Zifnab, que trataba sin éxito de saltar la borda y de ayudar a Lenthan Quindiniar a hacerlo—. ¿Dónde está tu dragón? —preguntó el patryn, tirando del hechicero para obligarlo a mirarlo.
—¿El dragón? ¿Dónde? —Zifnab pareció muy alarmado—. Sé buen chico y no le digas que me has visto. Me esconderé abajo y…
—¡Escucha, viejo chiflado despreciable, ese dragón tuyo es lo único que puede salvarlos!
Haplo señaló al pequeño grupo que pugnaba valientemente por alcanzar la nave.
—¿Mi dragón? ¿Salvar a alguien? —Zifnab movió la cabeza con tristeza—. Debes de haberlo confundido con otro. Con Smaug, tal vez. ¿No? ¡Ah, ya lo tengo! Con ese lagarto que le hizo pasar tan mal rato a san Jorge…, ¿cómo se llamaba? ¡Ah, ése sí que era un dragón!
—¿Quieres decir con eso que yo no lo soy?
La voz hendió el suelo y la cabeza del dragón asomó entre el musgo, provocando un temblor que sacudió la nave y mandó a Haplo de espaldas contra un mamparo. Lenthan se agarró a los pasamanos de la borda como si su vida peligrara.
Haplo recuperó el equilibrio y vio que los titanes se detenían y volvían sus cabezas sin ojos hacia el gigantesco animal.
El dragón sacó el cuerpo por el agujero que había hecho en el musgo y lo movió rápidamente. Su piel verde y escamosa brilló bajo la luz del sol.
—¡Smaug! —Tronó la voz del dragón—. ¡Ese petimetre jactancioso! Y en cuanto a ese gusano gimoteante que san Jorge derrotó…
Roland llegó a la nave, alzó a Aleatha sobre la borda y la dejó en brazos de Haplo, que sujetó a la elfa, la subió a la cubierta y la dejó al cuidado de su padre.
—¡Sube!
Haplo tendió la mano a Roland, pero éste movió la cabeza en gesto de negativa, dio media vuelta y corrió a ayudar a Paithan, desapareciendo entre el humo. Haplo lo siguió con la vista, maldiciendo el retraso. Ahora era difícil ver algo, pues gran parte de la jungla estaba en llamas, pero el patryn tuvo la impresión de que los titanes se mantenían a distancia, arremolinándose con aire confuso, atrapados entre sus propias llamas y el dragón.
—¡Y pensar que he terminado con un despreciable viejo farsante como tú! —Seguía gritando el dragón—. ¡Debería haberme marchado a algún lugar donde se me apreciara, a Pern, por ejemplo! Y, en cambio, he…
El pequeño grupo avanzaba entre el humo, tosiendo y con lágrimas resbalándoles por el rostro. Costaba decir quién llevaba a quién, pues todos parecían apoyarse los unos en los otros. Con la ayuda de Haplo, consiguieron subir a bordo y se derrumbaron en la cubierta.
—¡Todo el mundo abajo! —Exclamó el patryn—. ¡Deprisa! ¡Los titanes no tardarán mucho en darse cuenta de que no temen tanto al dragón como piensan!
Agotados, siguieron el camino que Haplo les indicaba y bajaron al puente por la escalerilla. Haplo se disponía a dar media vuelta e ir tras ellos cuando vio a Paithan inmóvil junto a la borda, con la vista puesta en el denso humo y conteniendo unas lágrimas. Sus dedos agarraban con fuerza la madera.
—¡Vamos! ¡No puedes quedarte aquí arriba! —exclamó Haplo.
—La casa… ¿La ves? —Paithan se enjugó las lágrimas con gesto impaciente.
—Ya no existe, elfo. Está ardiendo. Y ahora, ¿quieres…? —Haplo se detuvo a media frase—. Ahí dentro había alguien, ¿no?
Paithan asintió y se volvió lentamente.
—Supongo que era mejor morir así que…, que de la otra manera.
—¡Como no salgamos de aquí enseguida, es probable que lo vivamos en carne propia! —Haplo agarró al elfo y lo arrastró abajo.
En el interior de la nave reinaba una calma mortal. La magia resguardaba la nave del humo y las llamas, y el dragón la protegía de los titanes. Los humanos y los elfos, junto al enano, se habían refugiado en los espacios libres existentes y se acurrucaban en grupos, con los ojos fijos en Haplo. Este lanzó una torva mirada a su alrededor, disgustado con sus pasajeros y molesto con la situación. Sus ojos se volvieron hacia el perro, tendido en la cubierta con el hocico entre las pezuñas.
—Estarás contento, ¿no? —murmuró.
El animal golpeó cansinamente el rabo contra los tablones.
Haplo colocó las manos sobre la piedra de gobierno, esperando conservar aún fuerzas suficientes para hacer que la nave se elevara. Los signos mágicos de su piel empezaron a despedir su fulgor rojo y azul y las runas de la piedra se iluminaron en respuesta. Una violenta sacudida estremeció la nave y las cuadernas crujieron y vibraron.
—¡Los titanes!
Era el fin, se dijo Haplo. No podía luchar contra ellos, no le quedaban fuerzas. Cuando su Señor viera que no volvía, sabría que algo había salido mal. El Señor del Nexo debería irse con cuidado, cuando llegara a aquel mundo…
Unas escamas verdes cubrieron la ventana, impidiendo casi totalmente la visión. Haplo se sobresaltó, pero se recuperó enseguida. Ya sabía cuál era la causa de que la nave temblara y crujiera como un bote de remos en una tormenta: el responsable era un enorme cuerpo escamoso que, enroscado en torno al casco, giraba y giraba a su alrededor.
Un ojo flameante miró con ferocidad al patryn desde el otro lado de la ventana.
—Preparado cuando tú digas, señor —anunció el dragón.
—¡Ignición! ¡Motores! —Exclamó el viejo hechicero, plantándose en mitad del puente con el ajado sombrero ladeado sobre una oreja—. ¡La nave necesita un nuevo nombre! Uno más adecuado para un vehículo espacial. ¿Apolo? ¿Géminis? ¿Enterprise? No, ya están usados. ¿Halcón Milenario? Marca registrada. Todos los derechos reservados. ¡No, espera! ¡Ya lo tengo! ¡Estrella de Dragón! ¡Eso es! ¡Estrella de Dragón!
—¡Mierda! —murmuró Haplo, y volvió a poner las manos sobre la piedra de gobierno.
Lenta y firmemente, la nave se levantó del musgo. Los mensch se pusieron en pie y se acercaron a mirar por las pequeñas portillas que se alinearon a lo largo del casco. Abajo, su mundo se alejaba.
La nave dragón sobrevoló Equilan. La ciudad élfica quedaba invisible debido al humo y las llamas que la devoraban, junto con los árboles en la que había sido construida.
La nave dragón surcó el aire sobre el golfo de Kithni, teñido de sangre humana, y sobrevoló Thillia, quemada y ennegrecida. Aquí y allá, agachados a lo largo de los senderos cortados, distinguieron a algunos supervivientes solitarios y desconcertados que vagaban sin esperanza por una tierra muerta.
Ganando altitud con curso firme y seguro, la nave pasó sobre la patria de los enanos, oscura y desierta.
Después, se zambulló en el cielo verde azulado, dejando atrás aquel mundo en ruinas, y puso rumbo a las estrellas.