CAPÍTULO 26

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VARSPORT, THILLIA

La nave dragón sobrevoló los árboles rozando las copas. Haplo puso rumbo hacia donde el hechicero le había indicado que se extendían los territorios humanos. Zifnab sacó la cabeza por la claraboya y contempló con nerviosismo el paisaje que se deslizaba debajo de él.

—¡El golfo! —anunció de improviso—. Ya estamos cerca. ¡Ah, Orn bendito!

—¿Qué sucede?

Haplo distinguió una fila de elfos, dispuesta a lo largo de la orilla en formación militar. Dejó atrás la costa y se adentró en las aguas. La fumarola de unos incendios lejanos le impidió la visión momentáneamente. Una ráfaga de viento despejó el humo y Haplo observó una ciudad en llamas y una multitud que huía hacia la playa. A un centenar de pasos de ésta, una embarcación se estaba hundiendo, a juzgar por el número de puntos negros visibles en el agua.

—Terrible, terrible —murmuró Zifnab, mesándose sus ralos cabellos canosos con dedos temblorosos—. Tendrás que volar más bajo. No distingo…

Haplo también quería echar un vistazo con más detenimiento. Tal vez se había equivocado respecto a la situación pacífica de aquel reino. La nave dragón descendió aún más. Muchos de los humanos de la costa notaron la sombra oscura que pasaba sobre ellos y, levantando la cabeza, señalaron su presencia. La multitud se agitó: unos empezaron a huir a la carrera de lo que tomaban por una nueva amenaza, y otros se arremolinaron sin saber hacia dónde ir, conscientes de que no podían buscar cobijo en ninguna parte.

Maniobrando el timón del Ala de Dragón, Haplo realizó otra pasada. Los arqueros elfos de una barcaza situada en mitad del golfo alzaron sus armas y apuntaron sus flechas hacia la nave. El patryn no les prestó atención y descendió aún más para observarlos mejor. Las runas que protegían la nave impedirían que las débiles armas de aquel mundo alcanzaran a sus ocupantes.

—¡Allí! ¡Allí! ¡Allí! —El viejo hechicero agarró a Haplo, haciendo que casi perdiera el equilibrio. Zifnab señaló una zona de espeso arbolado, no muy lejos de la orilla donde se amontonaba la multitud. El patryn guió la nave en la dirección indicada.

—No veo nada, anciano.

—¡Sí! ¡Sí! —Zifnab empezó a dar saltitos de excitación. El perro, notando la agitación, se puso a brincar por la cubierta entre frenéticos ladridos.

—¡Ahí abajo, en la arboleda! No hay mucho espacio para posarse, pero puedes conseguirlo.

No mucho espacio… Haplo reprimió las palabras que habría querido utilizar para describir la opinión que le merecía el punto de aterrizaje, un minúsculo claro apenas visible entre una maraña de árboles y lianas. Estaba a punto de decirle al hechicero que sería imposible posar la nave cuando una mirada más detenida, a regañadientes, le permitió ver que, si modificaba la magia y cerraba las alas al máximo, tal vez podría completar la maniobra.

—¿Qué hacemos cuando lleguemos ahí abajo, hechicero?

—Recoger a Paithan, a los dos humanos y al enano.

—Aún no me has explicado qué sucede.

Zifnab volvió la cabeza y observó a Haplo con mirada astuta.

—Tienes que verlo por ti mismo, muchacho. De lo contrario, no lo creerías.

Al menos, eso fue lo que a Haplo le pareció entender. Con los ladridos del perro, no estuvo seguro. De lo que no había duda era de que se disponía a posar la nave en mitad de una cruenta batalla. Mientras descendía, advirtió la presencia del reducido grupo en el claro y vio sus rostros vueltos hacia lo alto.

—¡Agárrate! —gritó al perro… y al anciano, suponiendo que éste lo estuviera escuchando—. ¡Esto va a ser peligroso!

El casco de la nave se abrió paso entre las copas de los árboles. Las ramas cedieron bajo la quilla, se rompieron con un crujido y cayeron de los troncos. La visión de la claraboya quedó tapada por una masa de vegetación y la nave cabeceó y se inclinó hacia adelante. Zifnab perdió el equilibrio y terminó contra el cristal, sentado y con las piernas abiertas. Haplo se agarró a la piedra de gobierno para no caerse. El perro abrió las patas, buscando un punto de apoyo en la escorada cubierta.

Con un chasquido chirriante, la nave terminó de atravesar las copas y bajó en picado hacia el claro. Mientras pugnaba por recuperar el gobierno de la nave, Haplo vio por un instante a los mensch a los que se disponían a rescatar. Estaban acurrucados en un rincón del claro, junto a la espesura, con visibles muestras de no saber si su aparición significaba una posible salvación o más problemas.

—¡Ve a buscarlos, hechicero! —Gritó Haplo al anciano—. ¡Perro, quieto!

El animal ya se disponía a correr alegremente tras Zifnab, que se había despegado de la claraboya y avanzaba tambaleándose hacia la escalerilla que conducía a la cubierta superior. Al oír la orden, el perro obedeció echándose de nuevo y meneó el rabo, mirando a su amo con gran expectación. Haplo se maldijo en silencio por haberse metido en aquella desquiciada situación. Para pilotar la nave tendría que seguir con las manos desnudas y se preguntó cómo iba a explicar los signos mágicos tatuados en su piel. En aquel preciso instante, un golpe inesperado contra el casco hizo vibrar toda la nave.

El patryn estuvo a punto de perder el equilibrio.

—¡No! —Murmuró para sí—. ¡No puede ser!

El patryn contuvo la respiración, se quedó completamente quieto y esperó, con todos los sentidos alerta. El golpe se repitió, más fuerte y contundente. El casco tembló y las vibraciones taladraron la magia, la madera y al propio Haplo.

La protección de las runas se estaba desmoronando.

Haplo se encogió sobre sí mismo y se concentró, mientras su cuerpo reaccionaba instintivamente a un peligro que la mente le decía imposible. Desde la cubierta superior le llegó el sonido de unas pisadas y la voz chillona del anciano gritando algo.

Un nuevo golpe sacudió la nave. Haplo oyó que el hechicero pedía socorro, pero no hizo caso de las súplicas. El patryn tenía todos sus sentidos aguzados al máximo. La magia de las runas estaba siendo desbaratada lenta pero imparablemente. Los golpes aún no habían hecho mella en la embarcación, pero ya habían debilitado su magia protectora. Al próximo golpe, o al siguiente, acabarían por traspasar la barrera y producir daños.

Sólo había una magia lo bastante poderosa como para oponerse a la suya, y era la magia rúnica de los sartán.

¡Era una trampa! ¡El anciano le había tendido un cebo y él había sido lo bastante estúpido para volar directo hacia la red!

Otro impacto, y la nave dio un bandazo. Haplo creyó oír un crujido en las cuadernas. El perro enseñó los dientes, con el pelo del cuello erizado.

—Quieto —dijo el patryn, acariciándole la cabeza y obligándolo a seguir tumbado mediante la presión de la mano—. Esto es cosa mía.

Hacía mucho tiempo que quería enfrentarse a un sartán, combatir con él y matarlo. Corrió a la cubierta superior, donde el anciano estaba incorporándose del suelo. Haplo se disponía a saltar sobre él cuando lo detuvo la expresión de absoluto espanto de su rostro. Zifnab lanzaba unos alaridos frenéticos, señalando algo a la espalda de Haplo, por encima de su cabeza.

—¡Detrás de ti!

—¡Oh, no! No voy a caer en un truco tan viejo…

Un nuevo golpe lo hizo caer de rodillas. La sacudida había venido de atrás. Se incorporó y volvió la cabeza.

Un ser cuya altura era cinco o seis veces la estatura de un humano descargaba lo que parecía el tronco de un árbol pequeño contra el casco de la nave dragón. Varias criaturas más observaban la escena en las proximidades. Otras no prestaban la menor atención al ataque y avanzaban resueltamente hacia el pequeño grupo acurrucado en un rincón del claro.

Varios tablones del casco ya se habían desfondado y las runas de protección estaban rotas, borradas, inútiles.

Haplo trazó unos símbolos mágicos en el aire, los vio multiplicarse a la velocidad de la luz y salir lanzados hacia su objetivo. Una bola de llamas azules estalló en el pequeño tronco, arrancándolo de las manos de la criatura. El patryn no quería matarla. Todavía no. Hasta que averiguara qué eran aquellos seres.

De una cosa estaba seguro: no eran sartán. Sin embargo, utilizaban la magia de éstos.

—¡Buen disparo! —Gritó el anciano—. Espera aquí. Iré en busca de nuestros amigos.

Haplo no se volvió a mirar, pero escuchó unas pisadas que se alejaban. Al parecer, el hechicero se proponía ir al rescate del elfo y de sus atrapados acompañantes y conducirlos a bordo. Haplo le deseó suerte, imaginando a otras criaturas de aquéllas cerniéndose a su alrededor, pero él no podía ayudarlo, pues tenía sus propios problemas.

La criatura gigantesca se miró con perplejidad las manos vacías, como si intentara descifrar qué había sucedido, y volvió lentamente la cabeza hacia el responsable. Carecía de ojos, pero Haplo tuvo la certeza de que lo estaba observando, de que tal vez lo veía mejor incluso que él a aquel extraño ser. El patryn percibió unas ondas sensoras que emanaban de la criatura y lo tocaban, lo olían, lo analizaban. Ahora, el ser no utilizaba magia alguna, sino que se fiaba de sus propios sentidos, por extraños que éstos fueran.

Haplo se puso en tensión, esperando el ataque y dibujando mentalmente la trama de runas con la que se proponía atrapar a la criatura y dejarla paralizada para someterla a interrogatorio.

¿Dónde está la ciudadela? ¿Qué debemos hacer?

La voz sorprendió a Haplo, pues sonó en su cabeza, no en sus oídos. No resultaba amenazadora, sino más bien llena de frustración, de desesperación, de ansiedad casi nostálgica. Al captar las mudas preguntas de su compañera, otras criaturas gigantescas del claro cesaron en su persecución y se volvieron hacia ella.

—Háblame de la ciudadela —dijo Haplo con cautela, alzando las manos en gesto apaciguador—. Tal vez así pueda…

Una luz lo cegó; un trueno lo golpeó, derribándolo al suelo. Boca abajo en la cubierta, confuso y aturdido, Haplo luchó por conservar la conciencia y trató de analizar y entender lo sucedido.

El hechizo de la criatura había sido muy tosco, una sencilla configuración elemental que invocaba fuerzas presentes en la naturaleza. Cualquier niño podría haberlo elaborado, y cualquier niño habría sido capaz de protegerse contra él. Haplo ni siquiera lo había visto llegar. Era como si el niño hubiese lanzado el encantamiento con la fuerza de setecientos. Su magia lo había salvado de la muerte, pero el escudo protector se había resquebrajado. Estaba herido, vulnerable.

Haplo aumentó sus defensas. Los signos mágicos de su piel empezaron a emitir el resplandor azul y rojo, creando una luz fantasmagórica que brillaba a través de sus ropas. Vagamente, se dio cuenta de que la criatura había recuperado el tronco de árbol que le servía de maza y lo volvía a levantar, disponiéndose a descargarlo sobre él. Se incorporó a duras penas y envió su conjuro. Las runas envolvieron el garrote y lo desintegraron en las manos del extraño gigante.

El patryn oyó a su espalda unos gritos, unas pisadas apresuradas y unos jadeos. Aprovechando que él desviaba la atención de las criaturas, el hechicero debía de haber tenido tiempo de rescatar al elfo y a sus compañeros. Haplo notó (más que verlo u oírlo) que uno de ellos se le acercaba con sigilo.

—Te ayudaré… —se ofreció una voz, hablando en elfo.

—¡Vete abajo! —replicó el patryn, enfurecido porque la interrupción dio al traste con todo un entramado de runas. No alcanzó a ver si el elfo lo obedecía o no, ni le importó si lo hacía.

Estaba concentrado en la criatura, analizándola. Había dejado de utilizar la magia y recurría de nuevo a la fuerza bruta. Haplo llegó a la conclusión de que era un ser lerdo, con muy pocas luces. Sus reacciones anteriores habían sido instintivas, animales, irreflexivas.

Tal vez era incapaz de controlar conscientemente la magia…

La ráfaga de viento se abatió sobre él con la fuerza de un huracán. Haplo luchó contra el encantamiento creando unas tupidas y complejas estructuras de runas que lo envolvieran y protegieran.

Fue como si construyera una muralla de plumas. La fuerza bruta de aquella magia tosca se filtraba por las minúsculas rendijas de las siglas y las hacía trizas. El viento lo derribó sobre la cubierta. A su alrededor volaron hojas y ramas y algo le golpeó en el rostro, dejándolo casi sin sentido. Luchó contra el dolor, agarrado con ambas manos a la barandilla y zarandeado por las rachas de viento. Se encontraba impotente ante aquella magia; no podía razonar con la criatura, ni hablar con ella. Su resistencia se desvanecía por momentos y el viento seguía aumentando de intensidad.

Un siniestro refrán patryn decía que en el Laberinto sólo había dos tipos de gente, los rápidos y los muertos, y aconsejaba: «Cuando estés en desventaja, echa a correr».

Decididamente, era el momento de escapar de allí.

Consiguió volver la cabeza y mirar tras él. Cada movimiento le costaba un esfuerzo supremo para vencer la fuerza del viento. Observó la escotilla abierta y vio al elfo agachado, esperando, con la cabeza asomada al exterior. No se le movía un sólo cabello de la cabeza. Toda la fuerza de la magia estaba concentrada sólo en Haplo.

Aquello no podía durar mucho más, se dijo el patryn.

Se soltó del pasamanos y el viento lo arrastró por la cubierta hacia la escotilla. Con un movimiento desesperado, logró asirse al dintel de la escotilla mientras pasaba junto a ella y trató de resistir. El elfo lo agarró por las muñecas y probó a tirar de él. El viento redobló su fuerza. Cegador, como un millar de aguijones, ululaba y los zarandeaba como un ser vivo que viera su presa a punto de escapar.

De pronto, Haplo notó que las manos aflojaban la presión y se soltaban. El elfo desapareció.

No iba a resistir mucho más. Maldiciendo para sí, concentró todas sus fuerzas, toda su magia, en seguir agarrado. Abajo, el perro lanzaba ladridos frenéticos. Y, entonces, otras manos lo asieron por las muñecas. No eran las manos largas y finas de un elfo, sino las recias y firmes de un humano. Haplo observó un rostro humano, ceñudo y resuelto, enrojecido por el esfuerzo que estaba desarrollando. Unos signos mágicos rojos y azules, surgidos de las runas de las manos y los brazos del patryn, se enroscaron en torno a los antebrazos del humano, proporcionándoles la fuerza de Haplo. Los músculos se hincharon, se tensaron, tiraron enérgicamente, y el patryn se encontró volando escotilla abajo con la cabeza por delante.

Fue a caer pesadamente encima del humano y oyó cómo éste se quedaba sin respiración, con un jadeo y un gemido de dolor.

Haplo se incorporó y reaccionó moviéndose de inmediato, sin prestar oídos a la parte de su mente que intentaba llamarle la atención sobre sus propias lesiones. No se volvió ni a mirar al humano que acababa de salvarle la vida. Apartó con un gesto brusco al anciano que le murmuraba algo al oído. La nave se estremeció y el patryn oyó crujir las cuadernas. Las criaturas estaban descargando su rabia contra el casco, o tal vez se proponían hacer saltar aquella cáscara que protegía las frágiles vidas refugiadas en su interior.

El único objeto que concentraba la atención de Haplo era la piedra de gobierno. Todo lo demás desapareció, engullido por la niebla negra que se formaba lentamente a su alrededor. Sacudiendo la cabeza para despejarse, hincó las rodillas ante la piedra, colocó las manos sobre ella y extrajo del fondo de su ser las fuerzas necesarias para activarla.

Notó que la nave daba un nuevo bandazo. Sin embargo, esta vez, la sacudida fue distinta a las que le estaban infligiendo las criaturas. El Ala de Dragón se alzaba lentamente del suelo.

Haplo notó los párpados casi completamente pegados con una sustancia gomosa; probablemente, era su propia sangre. Entreabrió los ojos cuanto pudo, esforzándose por ver algo por la claraboya. Las criaturas estaban reaccionando como había previsto. Sorprendidas, desconcertadas por la brusca ascensión de la nave, se habían apartado de ella.

Pero no estaban asustadas. No huían, presas del pánico. Haplo notó de nuevo sus ondas sensoras tanteando el aire, olfateando, escuchando, viendo sin ojos. El patryn luchó contra la niebla negra y concentró sus energías en mantener la nave en el aire, cada vez más arriba.

Vio que uno de los extraños seres alzaba el brazo y una mano gigantesca se cerraba en el aire, atrapando una de las alas. La nave se inclinó, arrojando a la cubierta a todos sus ocupantes.

Haplo siguió agarrado a la piedra, concentrando su magia. Las runas emitieron unos destellos azules y la criatura retiró rápidamente la mano. La nave ganó altura. Entre sus pestañas pegadas, Haplo vio las copas de los árboles y el cielo verdeazulado envuelto en bruma. Luego, todo quedó cubierto por una densa niebla negra, teñida de dolor…