CAPÍTULO 25

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EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,

EQUILAN

Haplo estaba tendido de espaldas en el musgo, con los ojos protegidos del sol y contando estrellas.

Desde su puesto de observación había logrado identificar ya veinticinco luces brillantes perfectamente distinguibles. Lenthan Quindiniar le había asegurado que, en total, los elfos habían contado noventa y siete. Por supuesto, no todas ellas eran visibles a la vez. Algunas se apagaban y permanecían apagadas durante varias estaciones antes de volver a brillar. Los astrónomos elfos también habían calculado que había estrellas próximas al horizonte que no podían observarse debido a la atmósfera. Así pues, habían calculado que en los cielos debía de haber un total de entre ciento cincuenta y doscientas estrellas.

Cuyo comportamiento era muy diferente al de cualquier estrella de la que Haplo tuviera noticia. Estudió la posibilidad de que se tratara de lunas. Según las investigaciones de su amo, en el mundo antiguo había habido una luna. En cambio, en la representación del mundo de Pryan que habían legado los sartán no aparecía ninguna luna, y Haplo tampoco había descubierto ningún cuerpo similar durante su vuelo. Además, lo más probable era que una luna diera vueltas en torno a su planeta, y aquellas luces eran, al parecer, estacionarias. Pero, a su vez, también el sol permanecía inmóvil. O más bien era aquel planeta el estacionario, el que no giraba. No existían el día ni la noche. Y, luego, estaba también el extraño ciclo de las estrellas, que brillaban durante largos períodos y se apagaban después, para reaparecer al cabo de un tiempo.

Haplo se incorporó hasta quedar sentado, buscó con la mirada al perro y lo descubrió deambulando por el jardín, husmeando los extraños rastros de la gente y de otros animales que no reconocía. El patryn, a solas en el jardín mientras los demás dormían, se rascó las manos. Los primeros días, el vendaje siempre le irritaba la piel.

Cabía la posibilidad de que aquellas luces no fueran más que un fenómeno natural característico del planeta, lo cual significaría que estaba perdiendo el tiempo con sus especulaciones acerca de ellas y de aquel sol. Al fin y al cabo, se dijo Haplo, no había sido enviado allí para estudiar astronomía. Tenía problemas más importantes. Como qué hacer en aquel mundo.

La tarde anterior, Lenthan Quindiniar había trazado al patryn un diagrama del mundo tal como lo concebían los elfos. El dibujo era parecido al que Haplo había visto en el Nexo: un globo redondo con una bola de fuego en el centro. Sobre el mundo, el elfo añadió las estrellas y el sol. Después le indicó su situación en aquel mundo —o lo que los astrónomos elfos habían determinado como tal— y le contó cómo, siglos atrás, los elfos habían cruzado el mar de Paragna hacia el est hasta alcanzar las Tierras Ulteriores.

—Fue la peste —le había explicado Lenthan—. Los elfos huían de ella. De lo contrario, jamás habrían abandonado su hogar.

Una vez llegados a las Tierras Ulteriores, los elfos quemaron sus naves para cortar cualquier contacto con su vida anterior. Volvieron la espalda al mar y se internaron jungla adentro. El tatarabuelo de Lenthan había sido uno de los pocos dispuestos a explorar el nuevo territorio hacia el vars y, al hacerlo, había descubierto la ornita, la piedra de navegación que iba a proporcionarle la fortuna[27]. Gracias a ella, logró regresar al punto de donde había salido. De nuevo en las Tierras Ulteriores, informó a los elfos de su descubrimiento y ofreció empleo a quienes estuvieran dispuestos a aventurarse en la espesura.

Equilan había sido en sus inicios una pequeña comunidad minera, y habría continuado siéndolo de no haber mediado el progreso de los reinos humanos hacia el vars. Los humanos que poblaban lo que ahora se conocía por Thillia habían llegado por sus propios medios a través de un pasaje que conducía hasta allí por debajo del océano Terinthiano. El rey Georg el Único, padre de los cinco hermanos de la leyenda, llevó a su pueblo a esas nuevas tierras huyendo, al parecer, de un terror cuyo nombre y cuyo rostro se habían perdido en el pasado.

Los elfos no eran una raza obligada a expandir constantemente su territorio. No sentían ningún impulso que los incitara a conquistar a otros pueblos o a posesionarse de nuevas tierras. Una vez establecido el dominio en Equilan, los elfos disponían de toda la tierra que precisaban. Lo que necesitaban era potenciar el comercio.

La colonia élfica recibió con agrado la presencia de los humanos, quienes, a su vez, estuvieron contentísimos de poder adquirir armas y otros productos elaborados por los elfos. Con el paso del tiempo y el aumento de población, los humanos empezaron a ver con creciente disgusto que los elfos poseyeran tanta tierra valiosa en su frontera sorint. Los thillianos intentaron extenderse hacia el norint, pero toparon con los reyes del mar, un pueblo de feroces guerreros que había cruzado el mar de Estrellas durante una guerra con el imperio de Kasnar. Más al norint y al est quedaban las plazas fuertes de los enanos, lóbregas y sombrías. Para entonces, la nación élfica se había hecho fuerte y poderosa. Los humanos débiles, divididos y dependientes de los elfos, no podían sino refunfuñar y contemplar con envidia las tierras de sus vecinos.

Respecto a los enanos, Lenthan sabía poca cosa, salvo que había noticias de que ya llevaban mucho tiempo establecidos en sus reinos cuando los antepasados de los elfos habían llegado.

—¿Pero de dónde procedéis todos, originariamente? —le había preguntado Haplo. El patryn conocía la respuesta, pero sentía curiosidad por comprobar si aquella gente sabía algo de la Separación. Esperaba que tal información le proporcionara una pista sobre el paradero y las actividades de los sartán—. Me refiero al principio de todo…

Lenthan se había lanzado entonces a una larga y minuciosa explicación y Haplo se había perdido muy pronto en las complejas leyendas. Al parecer, la respuesta dependía de a quién hacía la pregunta. Entre elfos y humanos, la creación tenía algo que ver con ser expulsados de un paraíso. En cuanto a los enanos, sólo Orn sabía cuáles eran sus creencias.

—¿Cuál es la situación política en el reino humano?

Lenthan se había mostrado apesadumbrado.

—Me temo que no sé decirte gran cosa. El explorador de la familia es mi hijo. Mi padre nunca creyó que yo estuviera hecho para…

—¿Tu hijo? ¿Está aquí? —Haplo había echado un vistazo a su alrededor preguntándose si lo tendrían oculto en algún armario, lo cual no sería nada raro teniendo en cuenta la excentricidad de aquella familia—. ¿Puedo hablar con él?

—¿Con Paithan? No, no está. Se encuentra viajando por el reino de los humanos y me temo que no regresará en algún tiempo.

Todo lo anterior había sido de poca ayuda para Haplo. El patryn empezaba a creer que su misión en aquel mundo era una causa perdida. Estaba allí, presuntamente, para fomentar el caos y facilitar así la llegada de su amo. Sin embargo, en Pryan, los enanos no pedían sino que los dejaran en paz, los humanos luchaban entre ellos y los elfos les suministraban las armas. Haplo no tenía muchas posibilidades de incitar a los humanos a guerrear contra los elfos, pues es difícil atacar a quien lo provee a uno de los únicos medios de que dispone para hacerlo. Respecto a los enanos, nadie quería pelearse con ellos, pues nadie ambicionaba nada de cuanto tenían. Y los elfos no podían ser incitados a conquistar territorios porque, sencillamente, el término conquista no figuraba en su vocabulario.

Status quo —había comentado Lenthan Quindiniar—. Es una palabra antigua que significa…, en fin…, status quo.

Haplo reconoció el término y comprendió su significado. Quería decir «sin cambios». Muy distinto al caos que había descubierto (y ayudado a potenciar) en Ariano.

Mientras seguía observando las luces que brillaban en el cielo, el patryn se sintió cada vez más molesto y perplejo. Aunque consiguiera crear agitación en aquel reino, ¿cuántos más iba a tener que visitar para hacer lo mismo? Podía haber tantos como…, como luces relucientes en el firmamento. Y quién sabía cuántos más, de cuya existencia no había ni indicios. Sólo en descubrirlos, podía pasarse toda una vida y Haplo no disponía de tanto tiempo. Y su señor, tampoco.

No tenía sentido. Los sartán eran organizados, sistemáticos y lógicos. Ellos jamás habrían esparcido civilizaciones de aquella manera, al azar, para luego dejar que sobrevivieran por sí mismas. Tenía que existir algún vínculo unificador aunque, de momento, no tuviera ninguna pista de cómo dar con él.

Salvo, tal vez, que recurriera al viejo hechicero. Era evidente que estaba loco, pero ¿lo estaba como un rompepuertas[28] o como un ser lobuno? Lo primero significaría que era inofensivo para todos, salvo quizá para sí mismo; lo segundo indicaría que era preciso tener cuidado con él. Haplo recordó el error que había cometido en Ariano, cuando había tomado por loco a quien luego había demostrado no tener nada de tal. No volvería a caer en el mismo error. Tenía muchas preguntas que hacer respecto al hechicero.

Como si al pensar en él hubiera conjurado su presencia (igual que sucedía en ocasiones en el Laberinto), Haplo volvió la vista y encontró a Zifnab observándolo.

—¿Eres tú? —dijo la voz temblorosa del anciano.

Haplo se puso en pie y se sacudió de las ropas unos fragmentos de musgo.

—¡Ah! No lo eres… —murmuró Zifnab, moviendo la cabeza con gesto de decepción—. De todos modos —añadió, mirando fijamente a Haplo—, creo recordar que también te andaba buscando a ti. Ven conmigo. —Asió a Haplo por el brazo y repitió—: Ven. Tenemos que volar a… ¡Oh, vaya! ¡Qué…, qué perro más simpático!

Al ver que un extraño se acercaba a su amo, el animal había dejado la persecución de una presa inexistente y había acudido corriendo a enfrentarse a una pieza de caza viva. El perro se plantó delante del hechicero, enseñando los dientes y gruñendo amenazadoramente.

—Te sugiero que me sueltes el brazo, anciano —le aconsejó Haplo.

—¡Hum! Sí. —Zifnab retiró la mano al instante—. Un buen… animal.

El perro dejó de gruñir pero continuó mirando al hechicero con intensa suspicacia. Zifnab se palpó los bolsillos.

—Hace semanas tenía por aquí un hueso de las sobras de una comida… Por cierto, ¿conoces a mi dragón?

—¿Es una amenaza? —preguntó Haplo.

—¿Amenaza? —El viejo pareció tambalearse, tan desconcertado que se le cayó el sombrero—. ¡No, no…, claro que no! Es sólo que… comparaba nuestros animales de compañía… —Zifnab bajó la voz y lanzó una mirada nerviosa a su alrededor—. En realidad, mi dragón es totalmente inofensivo. Lo tengo bajo un hechizo…

—¿Un hechizo? —Debajo de sus pies resonó una carcajada. Al perro se le erizó el pelo del cuello. Haplo se puso tenso y tiró de las vendas de las manos—. ¡Miserable intrigante! ¡Prestidigitador maloliente! ¡Brujo engreído! ¿Que me tienes bajo un hechizo, dices…? ¡Yo sí que voy a tenerte a ti! ¡Tendré a un hechicero deshuesado en una campana de cristal!

—Vamos, vamos… —replicó Zifnab, dando un paso atrás y pisando el sombrero, que quedó aplastado en el suelo.

—¡Carne de perro como entrante! ¡Carne de humano como plato principal! ¡Y, de postre, elfo!

El suelo empezó a temblar bajo sus pies.

—¡Déjate ya de gritos! —exclamó el anciano, enfurecido—. ¡Vas a despertar a todo el maldito vecindario! ¡Se supone que estamos escapándonos a escondidas mientras todos duermen!

El temblor aumentó de intensidad. Los gruñidos del perro se transformaron en gemidos y el animal miró a su amo, con aire alarmado.

—¡Maldita sea, esto es realmente irritante! Precisamente le estaba contando a este caballero que eras un maravilloso animal de compañía y…

—¡De compañía!

La fuerza explosiva de la exclamación provocó ondas de choque en el suelo. El dragón asomó la cabeza entre el musgo. Haplo trató sin éxito de quitarse de encima al anciano, que se asía a él para sostenerse. El perro se agazapó en el suelo, pero siguió valientemente al lado de su amo. Maldiciendo para sí, el patryn se dispuso a quitarse las vendas de las manos y dejar a la vista las runas que precisaría para hacer frente al dragón. Tal enfrentamiento también dejaría al descubierto quién era en realidad: un hombre con los poderes mágicos de un semidiós.

El dragón se alzó y volvió a descender sobre ellos, rugiendo como una tormenta de viento y rezumando saliva por los colmillos. De pronto, la mano del viejo se cerró con sorprendente firmeza sobre los vendajes de Haplo.

—No es necesario, mi querido muchacho —murmuró Zifnab, y se puso a cantar.

El dragón cerró la boca y empezó a mover la cabeza adelante y atrás. Los ojos se le cerraron de placer y Haplo habría jurado que lo oyó ronronear.

Zifnab se detuvo a media estrofa para tomar aire. El dragón abrió sus ojos flameantes. Bajó la cabeza como una centella y Haplo notó en toda su piel el escozor de los signos mágicos reaccionando instintivamente al peligro.

Con delicadeza, con cuidado, el dragón recogió entre sus dientes el sombrero del hechicero y lo levantó del suelo.

—Me parece que se te ha caído esto, señor.

—¡Oh! ¡Ah, gracias! —Zifnab alargó la mano con cierta prevención y recuperó el sombrero—. ¡Mira esto! ¡Lo has llenado de baba!

—Te ruego me perdones, señor. Y…, ¿te importa que te recuerde la hora? Ya deberías estar acostado. Un hombre de tu edad…

—Sí, sí, ya voy. —Zifnab trataba de devolver cierta forma al sombrero, hundiendo el fieltro en unas partes y levantándolo en otras—. No es preciso que te quedes por aquí. Estoy en buena compañía.

—¿Un vaso de leche de cabra calentito antes de retirarte, señor?

—¡No quiero leche de cabra ni nada parecido!

—Si no necesitas nada más…

—¡No, no necesito nada más! ¡Puedes irte! ¡Esfúmate…!

—Sí, señor, que tengas felices sueños. No te olvides de la píldora azul.

La cabeza del dragón se hundió progresivamente, hasta desaparecer por completo entre las sombras. Haplo recobró el aliento y se frotó los brazos; la leve comezón de los signos mágicos tardaba en remitir. Se miró los vendajes y luego dirigió la vista al hechicero.

—¡La píldora azul! —refunfuñó éste.

—Zifnab…, ¿a qué te referías cuando me has agarrado y has dicho: «No es necesario». ?

—¡Por supuesto que no es necesario! —Dijo el anciano—. Estoy harto de esas malditas píldoras. Me nublan la cabeza.

—No, no te hablo de eso. Cuando el dragón se disponía a atacar, yo… —Haplo titubeó. No quería revelar demasiado, pero le había parecido evidente que el anciano hechicero conocía la existencia de las runas y sabía lo que el patryn se disponía a hacer—. Es decir…, pusiste la mano sobre las mías y…

Zifnab le lanzó una mirada incierta.

—¿El dragón? ¿Atacar? ¡No, no! No hemos corrido ningún riesgo, te lo aseguro. Lo tengo sometido a un hechizo, ¿sabes? Soy un hechicero magnífico. Uno de los encantamientos que me ha dado fama es una…, una tremenda explosión de fuego. ¡Buum! Bola de goma, se llama. Me parece que… ¿Goma, he dicho? No, no puede ser…

Zifnab se rascó la cabeza y, doblando el sombrero, se lo guardó distraídamente en el bolsillo.

—Vamos, perro —dijo Haplo, irritado, y se encaminó hacia su nave.

—¡Por el espíritu del gran Gandalf! —Exclamó Zifnab—. Si es que tenía espíritu, cosa que dudo. Era tan presuntuoso… ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí, el rescate! Casi me olvido… —El anciano se recogió la túnica y echó a correr junto a Haplo—. ¡Vamos, vamos! No hay tiempo que perder. ¡Deprisa!

Con los cabellos canosos agitándose sobre su cabeza y la barba proyectándose en todas direcciones, Zifnab dejó atrás a Haplo. Después, se volvió y se llevó el índice a los labios.

—Y guarda silencio. No quiero que él se entere —dijo, señalando hacia el musgo con una mueca.

Haplo se detuvo y cruzó los brazos sobre el pecho esperando con cierto regocijo ver cómo el humano se estrellaba contra la barrera mágica que el patryn había establecido en torno a la nave dragón.

Zifnab llegó hasta el casco y lo tocó con la mano.

No sucedió nada.

—¡Eh, apártate de ahí! —Haplo echó a correr—. ¡Perro, detenlo!

El animal salió disparado, volando sobre el suelo de musgo en un galope silencioso, y agarró la túnica de Zifnab en el momento en que éste trataba de encaramarse sobre la borda.

—¡Atrás! ¡Atrás! —Zifnab golpeó con el sombrero la cabeza del perro—. ¡Te convertiré en un tenco! Así a bula

No, espera. Eso me convertiría a en un tenco. ¡Suéltame, animal!

—¡Perro, quieto! —ordenó Haplo, y el perro obedeció y se sentó, soltando al viejo pero sin dejar de vigilarlo—. Escucha, anciano, no sé cómo has conseguido atravesar mi barrera mágica pero te lo advierto: apártate de mi nave o…

—¿Es que no nos vamos de viaje? Sí, claro que sí. —Zifnab alargó la mano y dio unas animadas palmaditas en el brazo al patryn—. Para eso hemos venido, ¿no? Tienes un joven amo muy agradable —añadió, dirigiéndose al perro—, pero un poco tonto.

El hechicero terminó de saltar la barandilla y atravesó la cubierta en dirección al puente con una agilidad y una rapidez sorprendentes en un humano de edad avanzada.

—¡Maldición! —masculló Haplo, saltando tras él—. ¡Perro!

El animal cruzó la cubierta a la carrera. Zifnab ya había desaparecido por la escalerilla que conducía al puente. El perro saltó tras él.

Haplo los siguió, se deslizó por la escalerilla y corrió hasta el puente. Zifnab estaba dentro, estudiando con aire curioso la piedra de gobierno cubierta de runas. El perro se hallaba a su lado, alerta. El viejo alargó el brazo para tocar la piedra. El animal soltó un gruñido y Zifnab retiró rápidamente la mano.

Haplo se detuvo en la escotilla a considerar la situación. Se le había ordenado que fuera un observador pasivo, que no interfiriera directamente en la vida de aquel mundo, pero no le quedaba otro remedio que actuar. El hechicero había visto las runas. No sólo eso, sino que las había reconocido como tales. Por lo tanto, sabía quién era él. El patryn no podía permitir que difundiera tal información. Además, aquel anciano era —tenía que serlo— un sartán.

En Ariano, las circunstancias le habían impedido vengarse personalmente de su ancestral enemigo, pero esta vez tenía a otro sartán y no importaba si lo eliminaba. Nadie echaría en falta al chiflado Zifnab. ¡Qué diablos!, se dijo Haplo, ¡aquella mujer Quindiniar le concedería una medalla, probablemente!

Haplo no se movió de la escotilla, obstruyendo con el cuerpo la única salida del puente.

—Te lo he advertido. No deberías haber bajado aquí, anciano. Ahora has visto lo que no debías. —Empezó a quitarse las vendas de las manos—. Y por eso vas a tener que morir.

Sé que eres un sartán. Son los únicos que tienen el poder para desbaratar mi magia. Dime una cosa: ¿dónde está el resto de tu pueblo?

—Me lo temía —respondió Zifnab, mirando con pena a Haplo—. Éste no es modo de comportarse un salvador, lo sabes muy bien.

—No soy ningún salvador. En cierto modo, podría decirse que soy lo contrario. Mi intención es sembrar problemas, provocar el caos, y preparar así el día en que mi amo y señor entrará en este mundo y tomará posesión de él. Mandaremos, por fin, quienes por derecho deberíamos haber gobernado hace mucho tiempo. Ahora ya debes saber quién soy. Echa un vistazo a tu alrededor, sartán. ¿Recuerdas las runas? ¿O tal vez has sabido desde el principio quién era yo? Al fin y al cabo, predijiste mi llegada. Me gustaría saber cómo lo hiciste, porque me lo vas a contar todo.

El patryn terminó de quitarse las vendas, dejando a la vista los signos tatuados en sus manos, y avanzó hacia el anciano.

Zifnab no retrocedió, no se retiró ante el patryn. Al contrario, se mantuvo donde estaba, plantándole cara con aire calmado y digno.

—Cometes un error —dijo con voz tranquila y con una mirada repentinamente penetrante y astuta—. No soy un sartán.

—¡Bah! —Haplo arrojó las vendas a la cubierta y se frotó las runas de la piel—. El mero hecho de que lo niegues lo demuestra. Aunque no se tiene noticia de que un sartán haya mentido nunca… ¡Bah! —repitió—. En cualquier caso, tampoco se sabe de ninguno que diera tus muestras de senilidad.

El patryn agarró del brazo al anciano, notando sus huesos frágiles y quebradizos entre los dedos.

—¡Habla, Zifnab, o comoquiera que te llames en realidad! Tengo poder para romperte los huesos uno a uno dentro del cuerpo. Es una manera de morir terriblemente dolorosa. Cuando llegue a la columna vertebral, me suplicarás que te libere del tormento.

A sus pies, el perro lanzó un gañido y se frotó contra la rodilla del patryn. Haplo no hizo caso del animal y aumentó la presión en torno a la muñeca del hechicero. Luego colocó la palma de la otra mano en el pecho de Zifnab, justo sobre el corazón.

—Dime la verdad y terminaré enseguida. Lo que hago con los huesos, también puedo hacerlo con los órganos. Te reventaré el corazón. Es doloroso, pero rápido.

Haplo tuvo que reconocer el valor del humano. Seres mucho más fuertes habían temblado bajo el poder del patryn, pero el anciano permanecía tranquilo. Si sentía algún miedo, lo dominaba muy bien.

—Te estoy diciendo la verdad. No soy ningún sartán.

Haplo incrementó la presión. Se dispuso a pronunciar la primera runa, la que provocaría una sacudida agónica en aquel cuerpo endeble. Zifnab no hizo el menor movimiento.

—Respecto a cómo he desbaratado tu magia, en este universo hay fuerzas que desconoces totalmente. —Los ojos, siempre fijos en el rostro de Haplo, se entrecerraron—. Fuerzas que han permanecido ocultas porque nunca las has buscado.

—Entonces, ¿por qué no las empleas para salvar la vida, viejo?

—Lo hago.

Haplo movió la cabeza con gesto de disgusto y pronunció la primera runa. Los signos mágicos de su mano emitieron un fulgor azulado. La energía fluyó de su cuerpo al del anciano. Haplo notó cómo los huesos de la muñeca se quebraban y aplastaban bajo su mano. Zifnab exhaló un gemido contenido.

Haplo apenas alcanzó a ver por el rabillo del ojo al perro en el instante en que saltaba sobre él. Tuvo tiempo de levantar el brazo para parar el ataque, pero la fuerza del golpe lo derribó sobre la cubierta y le cortó la respiración. Quedó en el suelo jadeando, tratando de recobrar el aliento. El perro se quedó junto a él y le dio unos lametazos en el rostro.

—¡Vaya, vaya! ¿Te has lastimado, muchacho? —Zifnab se inclinó sobre el patryn con gesto solícito y le tendió una mano para ayudarlo a incorporarse. La misma mano que Haplo acababa de inutilizarle.

El patryn la contempló, vio los huesos de la muñeca bajo la piel envejecida y arrugada. Parecían enteros, intactos. El viejo no había pronunciado ninguna runa, no había hecho ningún trazo en el aire. Cuando estudió el campo mágico que lo rodeaba, Haplo no advirtió el menor indicio de que hubiera sido perturbado. ¡Pero él había notado cómo se rompía el hueso!

Rechazó la mano del hechicero y se puso en pie sin ayuda.

—Eres bueno —reconoció—, pero ¿cuánto tiempo podrá resistir un viejo chiflado como tú?

Dio un paso hacia el viejo y se detuvo.

El perro se interpuso en su camino.

—¡Perro! ¡Aparta! —ordenó Haplo.

El animal no se movió, pero miró a su amo con ojos desdichados, suplicantes. Zifnab, con una leve sonrisa, dio unas palmaditas en la negra cabeza peluda.

—Buen chico. Ya lo pensaba. —Hizo un gesto solemne, juicioso, y añadió—: Ya ves que lo sé todo del perro.

—¡No sé a qué diablos te refieres!

—Estoy seguro, querido muchacho —replicó el anciano con una sonrisa de ironía—. Y ahora que todos estamos presentados como es debido, será mejor que emprendamos la marcha. —Dio media vuelta, se inclinó sobre la piedra de gobierno y se frotó las manos, impaciente—. Tengo verdadera curiosidad por ver cómo funciona esto. —Se llevó una mano a un bolsillo de la túnica morada, sacó una cadena a la que no iba atada nada y la miró—. ¡Por mis barbas, llevamos retraso!

—¡A él! —le ordenó Haplo al perro.

El animal se echó sobre la cubierta y se arrastró sin levantar el vientre del suelo hasta refugiarse en un rincón. Con la cabeza entre las patas, el pobre can se puso a gimotear. Haplo dio un paso hacia el viejo.

—¡Empecemos de una vez el espectáculo! —Exclamó Zifnab con entusiasmo, cerrando algo invisible con un chasquido y devolviendo la cadena al bolsillo—. Paithan está en…

—¿Paithan…? —repitió Haplo.

—El hijo de Quindiniar. Un buen muchacho. Él puede responder a esas preguntas que querías hacer: te hablará de la situación política entre los humanos, de lo que sería preciso para impulsar a los elfos a ir a la guerra, de cómo agitar a los enanos. Paithan conoce todas las respuestas. Aunque, ahora, eso no sirve de gran cosa. —Zifnab suspiró y movió la cabeza—. La política no interesa a los muertos. Pero salvaremos a algunos de ellos. A los mejores y a los más brillantes. Y, ahora, ha llegado el momento de que nos vayamos. —El hechicero miró a su alrededor con interés y preguntó—: Por cierto, ¿cómo se pilota este artefacto?

Haplo observó al viejo mientras se rascaba con irritación los tatuajes del revés de la mano.

Era un sartán. ¡Tenía que serlo! Era la única explicación para la curación. A menos que no hubiera sido tal curación…

Tal vez había cometido un error al invocar la runa; tal vez sólo le había parecido que le aplastaba la muñeca. Y el perro, protegiéndolo… Pero eso no significaba gran cosa. El animal hacía extrañas amistades, se dijo, recordando la ocasión, en Ariano, en que el can le había salvado la vida a aquella enana cuando se disponía a matarla.

Destructor, salvador…

—Está bien, hechicero. Prosigamos con ese juego tuyo, sea cual sea. —Haplo hincó la rodilla y rascó las sedosas orejas del perro. El animal barrió el suelo con la cola, contento de que todo quedara perdonado—. Pero sólo hasta que averigüe las reglas. Cuando las conozca, iré a por todas. Y me propongo vencer.

Incorporándose, colocó las manos sobre la piedra de gobierno.

—¿Adonde vamos?

Zifnab parpadeó, desconcertado.

—Me temo que no tengo la menor idea —reconoció—. ¡Pero, por Orn que, cuando llegue, lo sabré! —añadió solemnemente.