CAPÍTULO 23

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GRIFFITH, THILLIA

Echaron a correr por el sendero hacia la protección de la ciudad. El camino era llano y despejado, y se advertía transitado. La tensión les daba fuerzas en su carrera. Ya estaban a la vista de Griffith cuando Roland se detuvo.

—¡Esperad! —jadeó—. ¡Barbanegra!

Rega y Paithan se detuvieron. Sus manos y cuerpos fueron al encuentro, apoyándose el uno en el otro.

—¿Por qué…?

—El enano. No ha podido seguir nuestro ritmo —dijo Roland, recobrando el aliento—. No lo dejarán cruzar las puertas si no respondemos por él.

—En tal caso, volverá a los túneles —dijo Rega—. Tal vez lo haya hecho ya. No lo oigo. —Se arrimó más a Paithan y añadió—: ¡Démonos prisa!

—Id delante —replicó Roland con aspereza—. Yo esperaré.

—¿Qué te ha dado ahora?

—El enano nos salvó la vida.

—Tu esp…, tu hermano tiene razón —asintió Paithan—. Debemos esperarlo.

Rega movió la cabeza, enfurruñada.

—Esto no me gusta nada. Y el enano, tampoco. A veces, le he sorprendido mirándonos y…

El sonido de unos pies enfundados en pesadas botas y de una respiración acelerada la interrumpió. Drugar apareció a la carrera por el sendero, con la cabeza baja y agitando brazos y piernas enérgicamente. Venía atento al terreno que pisaba, no a lo que tenía alrededor, y habría arremetido de cabeza contra Roland si éste no hubiera alargado la mano para detener el golpe.

El enano levantó la vista, perplejo, y parpadeó para quitarse el sudor que le goteaba de las cejas.

—¿Por qué… nos paramos? —preguntó cuando logró recuperar el aliento lo suficiente como para jadear unas palabras.

—Te estábamos esperando —dijo Roland.

—Muy bien, pues ya está aquí. ¡Vámonos! —insistió Rega, mirando a su alrededor con inquietud. Los tambores batían igual que sus corazones. Eran los únicos sonidos en la jungla.

—Aquí, Barbanegra, dame la mano —se ofreció Roland.

—¡Déjame en paz! —Replicó Drugar, apartándose de un salto—. Puedo seguiros.

—Como prefieras…

Roland se encogió de hombros y echaron a correr otra vez, aminorando ligeramente el paso para no dejar atrás al enano.

Cuando llegaron a Griffith, no sólo encontraron cerradas las puertas, sino que descubrieron a los ciudadanos erigiendo una barricada delante de ellas. Toneles, piezas de mobiliario y otros enseres eran arrojados a toda prisa desde los muros por la multitud, presa del pánico.

Roland gritó y agitó la mano hasta que, por último, alguien se asomó.

—¿Quién va?

—¡Soy yo, Roland! ¡Harald, estúpido, ya que no me reconoces a mí, al menos reconocerás a Rega! ¡Vamos, abrid y dejadnos entrar!

—¿Quién viene contigo?

—Un elfo llamado Quin, que viene de Equilan, y un enano de nombre Barbanegra, procedente del reino de Thurn…, o de lo que queda de él. ¿Y bien, nos abres de una vez, o piensas tenernos todo el día aquí, de cháchara?

—Tú y Rega podéis entrar. —La cabeza calva de Harald asomó tras un tonel—. Los otros dos, no.

—¡Harald, imbécil, cuando te ponga la mano encima voy a romperte…!

—¡Harald! —La voz clara de Rega se impuso a la de su hermano—. ¡Este elfo es un tratante de armas! ¡Armas élficas, con poderes mágicos! Y el enano tiene información sobre el… el…

—El enemigo —apuntó Paithan rápidamente.

—¡… el enemigo! —Rega tragó saliva. La garganta se le había quedado seca.

—Esperad ahí —respondió Harald. La cabeza desapareció y en su lugar aparecieron otras, que contemplaron con suspicacia a los cuatro recién llegados.

—¿Adonde diablos pensará ese imbécil que vamos a ir? —murmuró Roland, volviendo la cabeza repetidamente hacia el camino por el que habían venido—. ¿Qué ha sido eso? ¡Por allí…!

Los otros tres se apresuraron a mirar, asustados, en la dirección que indicaba.

—¡Nada! Sólo es el viento —dijo Paithan al cabo de un momento.

—¡No hagas eso, Roland! —Exclamó Rega—. Me has dado un susto de muerte.

Paithan estudió la barricada y comentó:

—Eso no va a detenerlos, ¿sabéis?

—¡Claro que sí! —Musitó Rega, entrelazando sus dedos con los del humano—. ¡Es preciso que resista!

Por encima de la barricada aparecieron una cabeza y unos hombros. La cabeza iba enfundada en un casco marrón de caparazón de tyro, perfectamente bruñido, y otras piezas de armadura a juego protegían los hombros.

—¿Dices que esa gente es de la ciudad? —preguntó la figura del casco a la cabeza calva que asomó junto a ella.

—Sí. Los dos humanos. El enano y el elfo, no…

—… pero este último es un comerciante de armas. Está bien. Dejadlos entrar y traedlos al puesto de mando.

La cabeza del casco desapareció y se produjo una breve espera, pues hubo que desmontar la barrera de fardos y toneles y apartar varios carros. Por fin, las puertas de madera se entreabrieron lo justo para permitir el paso del cuarteto. El rechoncho enano, enfundado en su dura coraza de cuero, se quedó atascado y Roland se vio obligado a empujarlo por detrás, mientras Paithan tiraba de él por delante.

La puerta se cerró rápidamente tras ellos.

—Ahora os llevaremos a presencia del barón Lathan —indicó Harald, señalando una posada con el pulgar. Varios caballeros con armadura deambulaban por la plaza probando las armas, o charlaban en grupo, apartados en todo momento de la multitud de ciudadanos que los observaba con aire preocupado.

—¿Lathan? —dijo Rega, sorprendida—. ¿El hermano menor de Reginald? ¡No me lo puedo creer!

—Sí, yo tampoco pensaba que nos tuviera en tanta valía —asintió Roland.

—¿Reginald? ¿Quién es? —quiso saber Paithan.

Los tres se encaminaron a la posada seguidos del enano, que miraba a su alrededor con sus ojos oscuros y sombríos.

—Reginald de Terncia, nuestro señor feudal. Por lo visto, ha enviado un regimiento de caballeros bajo el mando de su hermano. Supongo que pretenden detener a los titanes aquí, antes de que lleguen a la capital.

—Puede…, puede que no hayan venido para enfrentarse a esos monstruos —apuntó Rega, tiritando bajo el sol radiante—. Puede que estén aquí por otra causa. Una incursión de los reyes del mar o… ¡No lo sabes, de modo que cierra la boca!

La muchacha se detuvo y observó la posada y la multitud congregada a su alrededor, transmitiéndose el miedo unos a otros.

—No pienso entrar ahí. Me voy a casa a… ¡a lavarme la cabeza! —Rodeó el cuello de Paithan con sus brazos, se puso de puntillas y besó al elfo en los labios—. Te espero esta noche —añadió sin aliento.

Paithan intentó detenerla, pero Rega se separó de él a toda prisa y se abrió paso entre la muchedumbre, casi a la carrera.

—Tal vez debería ir con ella…

Roland posó firmemente una mano en el brazo del elfo y murmuró:

—Déjala sola. Está asustada. Asustada hasta la médula. Necesita un rato para recuperar el dominio de sí misma.

—Pero yo podría ayudarla…

—No, a Rega no le gustaría. Es muy orgullosa. Cuando éramos pequeños y madre la azotaba hasta hacerle sangre, ella nunca permitía que la viéramos llorar. Además, me parece que no tienes más remedio que quedarte.

Roland señaló a los caballeros. Paithan advirtió que sus conversaciones habían cesado y que todos lo miraban abiertamente. El humano tenía razón: si se marchaba en aquel momento, pensarían que no se proponía nada bueno.

Los dos continuaron la marcha hacia la posada. Drugar avanzó tras ellos, pisando ruidosamente. La ciudad era un caos: unos corrían hacia la barricada con armas en la mano; otros se alejaban de las puertas. Familias enteras evacuaban la población abandonando sus hogares. De pronto, Roland dio media vuelta y alzó un brazo al frente para detener a Paithan. El elfo se vio obligado a retroceder para no arrollarlo.

—Escucha, Quindiniar… Cuando hayamos hablado con el barón y se haya convencido de que no estás aliado con el enemigo, ¿por qué no te marchas a tu tierra… solo?

—No me marcharé sin Rega —declaró Paithan sin alterarse.

Roland lo miró de soslayo y sonrió.

—¿Oh? ¿Vas a casarte con ella?

La pregunta pilló por sorpresa al elfo. Tenía la firme intención de responder afirmativamente, pero ante sus ojos se alzó la imagen de su hermana mayor.

—Yo…, yo…

—Mira, Paithan, no estoy tratando de proteger el honor de Rega. Ninguno de nosotros lo ha tenido nunca; no hemos podido permitírnoslo. Nuestra madre fue la fulana de la ciudad. Rega también ha pasado por bastantes camas, pero eres el primer hombre que le interesa de verdad y no voy a permitir que le hagas daño, ¿me entiendes?

—La quieres mucho, ¿verdad?

Roland se encogió de hombros, se volvió con brusquedad y echó a andar de nuevo.

—Nuestra madre se fugó de casa cuando yo tenía quince años. Rega tenía doce. Sólo nos teníamos el uno al otro y siempre nos hemos buscado la vida sin pedir ayuda a nadie. Así que lárgate y déjanos en paz. Le diré a Rega que tenías que adelantarte para ocuparte de tu familia. Le dolerá, pero no tanto como si tú… En fin, ya sabes…

—Sí, ya sé.

Roland tenía razón. Debía marcharse, irse inmediatamente. Solo. Aquella relación no podía sino partirle el corazón. Paithan lo sabía, lo había sabido desde el principio. Pero nunca había sentido por ninguna mujer lo que Rega le inspiraba.

El deseo le ardía, le dolía en las entrañas. Cuando ella había mencionado la noche, cuando la había mirado a los ojos y había visto en ellos la promesa, había creído que no iba a poder soportarlo. Aquella noche iba a tenerla entre sus brazos, a dormir con ella.

¿Y abandonarla mañana?

No; se la llevaría con él, mañana. La llevaría a su casa, con…, ¿con Calandra? Imaginó la furia de su hermana, pudo oír sus comentarios mordaces, hirientes. No; no sería justo para Rega.

—¡Eh! —Roland le dio un codazo en las costillas.

El elfo alzó la cabeza y comprobó que habían llegado a la posada. El local estaba irreconocible. La zona destinada a taberna había sido transformada en un arsenal. De las paredes colgaban escudos decorados con la divisa de cada caballero y, delante del escudo, sus armas respectivas. En el centro de la estancia había otro montón de armas, que probablemente serían distribuidas entre el pueblo en caso de necesidad. Paithan advirtió unas pocas armas mágicas de procedencia élfica entre el séquito de los caballeros.

El único ocupante de la sala era un caballero que comía y bebía sentado a una mesa.

—Ése es —murmuró Roland por la comisura de los labios.

Lathan era joven. No tenía más de veintiocho años. Era bien parecido, con el cabello negro y el bigote azabache de los Señores de Thillia. Una mellada cicatriz de guerra le cruzaba el labio superior, proporcionando a su rostro una leve y perpetua mueca burlona.

—Disculpadme la descortesía de comer y beber delante de vosotros —dijo el barón Lathan—, pero no he probado bocado desde hace un ciclo.

—Nosotros tampoco hemos comido gran cosa —respondió Paithan.

—Ni bebido —añadió Roland, mirando la jarra llena del caballero.

—Hay otras tabernas en la ciudad —dijo éste—. Tabernas donde sirven a los de vuestra clase. —Alzó la vista del plato el tiempo justo para fijar sus ojos en el elfo y el enano, y volvió a concentrarse en el plato. Se llevó un pedazo de carne a la boca y lo engulló con la ayuda de un trago—. ¡Más cerveza! —exclamó, buscando con la vista al posadero. Hizo sonar la jarra sobre la mesa y el posadero apareció con una expresión malhumorada.

—¡Y esta vez —dijo Lathan, arrojándole la jarra a la cabeza— tráela del tonel bueno! ¡No me gusta aguada!

El posadero frunció el entrecejo.

—No te preocupes. Lo pagará todo la tesorería real —añadió el noble.

El hombre torció aún más el gesto. El barón Lathan lo miró fríamente. El posadero recogió la jarra, que había rodado por el suelo con estrépito, y desapareció.

—De modo que vienes del norint, ¿no es eso, elfo? ¿Qué estabas haciendo allí, con ése? —El noble señaló al enano con el tenedor.

—Soy explorador —declaró Paithan—. Este humano, Roland Hojarroja, es mi guía. Y ése es Barbanegra. Nos conocimos…

—Drugar —gruñó el enano—. Me llamo Drugar.

—¡Hum! —Lathan tomó un bocado, lo masticó y escupió la carne en el plato—. ¡Puaj! Tendones. ¿Y qué hace un elfo con los enanos? ¿Establecer alianzas, tal vez?

—Si así fuera, es asunto mío.

—Los Señores de Thillia podrían considerarlo asunto suyo, también. Os hemos dejado vivir en paz mucho tiempo, elfos. Algunos, entre ellos mi señor, creemos que demasiado.

Paithan no dijo nada; se limitó a lanzar una significativa mirada a las armas élficas que se mezclaban con las panoplias de los caballeros. El barón Lathan advirtió la mirada y lanzó una sonrisa de inteligencia.

—¿Crees que no podemos hacer nada sin vosotros? Pues bien, hemos dado con unos artilugios que os harán restregar los ojos, elfo. ¿Ves eso? Se llama ballesta. Arroja dardos capaces de atravesar cualquier armadura. Incluso una pared.

—Contra los gigantes no servirá de nada —intervino Drugar—. Será como arrojarles palos.

—¿Cómo puedes saberlo? ¿Acaso te has enfrentado a ellos?

—Esos gigantes arrasaron mi pueblo. Fue una carnicería.

Lathan estaba llevándose un pedazo de pan a la boca y detuvo el gesto, lanzando una penetrante mirada al enano. Después, dio un bocado al pan.

—Enanos… —murmuró despreciativamente, con la boca llena.

Paithan observó enseguida a Drugar, interesado en su reacción. El enano miraba al noble con una expresión extraña. De júbilo, casi habría jurado el elfo. Perplejo, Paithan empezó a preguntarse si el enano se habría vuelto loco. Pensando en ello, perdió el hilo de la conversación y sólo volvió a tomarlo al oír que hablaban de los reyes del mar.

—¿Qué es eso de los reyes del mar? —preguntó.

—¡Presta más atención, elfo! —Gruñó el barón—. Decía que los titanes los atacaron. Y, al parecer, los derrotaron. Entonces, esas ratas tuvieron la desfachatez de pedirnos ayuda.

El posadero volvió con la cerveza y dejó la jarra ante el noble.

—¡Lárgate! —le ordenó de inmediato Lathan, gesticulando con una mano grasienta.

—¿Se la ofrecisteis? —inquirió Paithan.

—¡Si son el enemigo! Podría haber sido un truco.

—Pero no lo era, ¿verdad?

—No —reconoció el caballero—. Supongo que no. Quedaron totalmente aplastados, según algunos refugiados a los que interrogamos antes de echarlos fuera de las murallas…

—¡Los echasteis!

Lathan alzó la jarra, dio un largo y abundante trago y se secó los labios con el revés de la mano.

—¿Qué sucedería si fuéramos nosotros quienes acudiéramos al sorint pidiendo ayuda, elfo? ¿Qué haríais vosotros si nos presentáramos en busca de protección?

Paithan notó que se ruborizaba desde el cuello hasta las mejillas.

—¡Pero vosotros y los reyes del mar sois dos pueblos humanos! —Era un argumento endeble, pero no se lo ocurrió qué otra cosa decir.

—¿Te refieres a que nos ayudaríais si fuéramos de vuestra raza? Pues ya podéis prepararos, elfo, porque me han llegado rumores de que vuestras gentes de las Tierras Ulteriores también han sido atacadas.

—Esto significa —intervino Roland, calculando rápidamente— que los titanes se están extendiendo, moviéndose hacia el est y hacia el vars, rodeándonos. Y rodeando Equilan… —añadió, haciendo hincapié en esto último.

—¡Tengo que irme! ¡Tengo que avisarles! —Murmuró Paithan—. ¿Cuándo esperáis que lleguen a Griffith?

—En cualquier momento —dijo Lathan. Después de limpiarse las manos en el mantel, se puso en pie acompañado del estrépito de la armadura de tyro—. El flujo de refugiados ha cesado, lo cual significa que todos los demás deben de haber perecido. Tampoco hemos tenido noticias de nuestros exploradores, así que también los damos por muertos.

—¿Cómo puedes tomarte esto con tanta frialdad? ¡Es terrible!

—Los detendremos —aseguró el barón, ciñéndose la espada.

Roland contempló el arma, con su afilada hoja de madera, y de pronto soltó una risotada, una carcajada aguda y estridente que hizo estremecerse a Paithan. ¡Por Orn!, se dijo, tal vez el enano no era el único que se estaba volviendo loco.

—¡Yo los he visto! —Exclamó Roland con voz ronca, hueca—. Los vi golpear a un hombre… Estaba atado. Le pegaron y pegaron y pegaron —Roland gritaba cada vez más, agitaba los puños—… y pegaron y…

—¡Roland!

El humano estaba doblado sobre sí mismo, encogido, retorciendo los dedos espasmódicamente. Parecía estar desmoronándose.

—¡Roland! —Paithan rodeó al humano con los brazos, lo sujetó con fuerza por los hombros y le hundió los dedos en los músculos.

—Sácalo de aquí —dijo Lathan con una mueca de desagrado—. No soporto a los cobardes. —Se detuvo un momento y, tras meditar lo que iba a decir, formuló la pregunta de mala gana—: ¿Podrías conseguirnos armas, elfo?

El barón escupió las palabras como si tuvieran mal sabor.

Paithan estuvo a punto de responder que no, pero se contuvo. Casi tuvo que morderse la lengua para impedir que las palabras brotaran de sus labios. Necesitaba llegar a Equilan. Enseguida. Y no podría hacerlo si tenía que detenerse y ser interrogado en todos los puestos fronterizos entre Griffith y Varsport.

—Sí, os conseguiré armas. Pero estoy muy lejos de casa y…

Roland lo miró con expresión abrumada.

—¡Vas a morir! ¡Todos vamos a morir!

Varios caballeros se asomaron por la ventana al oír los gritos. El posadero, que se había puesto muy pálido, empezó a balbucear mientras su mujer rompía en sollozos. El barón llevó la mano a la espada y movió ésta dentro de la vaina.

—¡Hazlo callar antes de que lo atraviese!

Roland se sacudió de encima al elfo y se dirigió a la puerta. Hizo rodar varias sillas, derribó una mesa y casi echó al suelo a dos caballeros que trataban de detenerlo. A un gesto de Lathan, sus hombres lo dejaron pasar. Paithan se asomó por una ventana y vio a Roland tambaleándose por la calle, haciendo eses con paso inseguro como si estuviera ebrio.

—Te extenderé un salvoconducto —dijo Lathan.

—También necesitaré carganes[26]. —El elfo recordó las débiles barricadas e imaginó a los titanes derribándolas, aplastándolas como si fueran meras pilas de hojas arrojadas a su paso. La ciudad estaba condenada.

Paithan tomó una resolución. Llevaría a Rega consigo, y ella no querría ir sin Roland, de modo que lo llevaría a él también. En realidad, no era tan mal tipo.

—Suficientes carganes para llevarnos a mí y a mis amigos.

Lathan frunció el entrecejo. Evidentemente, no estaba satisfecho.

—Ese es el trato —insistió Paithan.

—¿Qué hay del enano? ¿Él también es amigo tuyo?

Paithan se había olvidado de Drugar, que había permanecido en silencio a su lado hasta aquel momento. El elfo bajó los ojos y encontró la mirada del enano. En sus ojos negros seguía brillando aquel curioso destello de júbilo.

—Puedes venir con nosotros, Drugar —le dijo, tratando de fingir que lo decía en serio—. Pero no estás obligado, si no…

—Os acompañaré —respondió el enano.

Paithan bajó la voz para añadir:

—Podrías volver a los túneles. Allí estarías a salvo.

—¿Qué encontraría allí, elfo?

Drugar dijo esas palabras en un susurro, mientras se acariciaba la barba larga y florida con una mano. La otra estaba oculta bajo su ancho cinturón.

—Si quiere venir con nosotros, que venga —dijo Paithan en voz alta—. Se lo debemos, pues nos salvó la vida.

—Entonces, preparad el equipaje y daos prisa. Los carganes estarán ensillados y a punto en el patio de ahí fuera. Daré las órdenes oportunas.

Lathan cogió el yelmo y se dispuso a salir de la posada. Paithan titubeó, debatiéndose entre emociones contrapuestas. Cuando pasó junto a él, asió por el brazo al barón.

—Mi amigo no es un cobarde —le dijo—. Tiene razón. Esos gigantes son implacables. Yo…

El barón Lathan se inclinó hacia él, bajo la voz para que sólo lo oyera el elfo y susurró:

—Los reyes del mar son guerreros feroces. Lo sé porque he combatido contra ellos. Por lo que he oído, no tuvieron la menor oportunidad y fueron destruidos como los enanos. Permíteme un consejo, elfo. —El caballero miró directamente a los ojos a Paithan—. Cuando te hayas ido, olvídate de regresar.

—¡Pero…! ¿Y las armas…? —Paithan lo miró, desconcertado.

—Hablaba por hablar. Por guardar las apariencias. Lo he hecho por mis hombres y por la gente de la ciudad. No podrías volver a tiempo. Además, no creo que las armas, mágicas o no, sirvieran de mucho. ¿Tú qué opinas?

Paithan movió la cabeza lentamente, en gesto de negativa. El noble guardó silencio con expresión grave y pensativa. Cuando volvió a hablar, pareció hacerlo consigo mismo.

—Si alguna vez ha habido un momento oportuno para el regreso de los Señores Perdidos, es ahora. Pero no vendrán. Están dormidos bajo las aguas del golfo de Kithni. No los culpo por dejar que nos enfrentemos solos a esta amenaza. La suya fue una muerte fácil. La nuestra no lo será.

El barón se irguió y lanzó una mirada iracunda a Paithan.

—¡Basta de regateos! —Exclamó en voz alta, apartándolo de su camino con un brusco empujón—. Tendrás tu maldito dinero, elfo —añadió, lanzando las palabras por encima del hombro—. Eso es lo único que os preocupa, ¿verdad? ¡Tú, palafrenero, ensilla tres…!

—Cuatro —lo corrigió Paithan, saliendo de la posada detrás del barón. Lathan frunció el entrecejo, malhumorado.

—Ensilla cuatro carganes. Estarán preparados en medio pliegue de pétalo, elfo. Sé puntual.

Paithan, confuso, no supo qué decir, y, por tanto, no dijo nada. Drugar y él echaron a andar calle abajo tras los pasos de Roland, a quien distinguieron a lo lejos, apoyado en una pared, desfallecido. El elfo se detuvo y, volviéndose a medias, dio las gracias al caballero.

Lathan se llevó la mano a la visera del yelmo con un gesto solemne y sombrío.

—Humanos… —murmuró Paithan para sí, reemprendiendo la marcha tras Roland—. No hay quien los entienda.