CAPÍTULO 21

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EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,

EQUILAN

—¿Y cuánta gente crees que llevará tu nave? —preguntó Zifnab.

—¿Llevar? ¿Adonde? —Replicó Haplo con cautela—. Mirad, señor, mi nave no irá a ninguna parte…

—¡Pues claro que sí, querido muchacho! Tú eres el salvador. Ahora, veamos… —Zifnab se puso a contar con los dedos, murmurando para sí—. Los elfos de Tribus llevan una tripulación de hmm… y hay que añadir los esclavos galeotes, que son otros mmfp…, más algunos pasajeros…, eso serán hum… más mmpf… más…, llevo una…

—¿Qué sabéis vosotros de los elfos de Tribus? —inquirió Haplo.

—… el resultado es… —El viejo hechicero pestañeó—. ¿Elfos de Tribus? No he oído nunca hablar de ellos.

—¡Si acabas de mencionarlos…!

—No, no, querido muchacho. Me parece que no oyes bien. Qué lástima, tan joven… Tal vez ha sido el vuelo. Debes de haberte olvidado de presurizar la cabina como era debido. A mí me sucede continuamente. Me quedo sordo como una tapia durante días. Lo que he dicho, y muy claro, ha sido «tribu de» elfos. Pásame el aguardiente, por favor.

—Ya has bebido bastante, señor —tronó una voz bajo el suelo. El perro, tumbado a los pies de Haplo, alzó la cabeza, con el pelo del cuello erizado y un gruñido en la garganta. El viejo se apresuró a dejar la jarra.

—No te alarmes —murmuró, algo avergonzado—. Es mi dragón. Se cree mi ángel de la guarda.

—Un dragón —murmuró Haplo. Tras echar una ojeada al salón, volvió la cabeza hacia las ventanas. Notó un escozor en las runas de su piel, presagio de algún peligro. Sin que nadie lo advirtiera, con las manos ocultas bajo el mantel blanco, apartó las vendas y se dispuso a afrontarlo.

—Sí, un dragón —soltó la mujer, malhumorada—. Vive debajo de la casa. Se pasa la mitad del tiempo creyéndose un mayordomo, y la otra mitad sembrando el terror en la ciudad. Ese de ahí es mi padre, Lenthan Quindiniar. Ya lo conoces. Se propone llevarnos a todos a las estrellas para ver a mi madre, que lleva años muerta. Ahí es donde intervienes tú… ¡Tú y ese infernal artefacto alado que tienes ahí fuera!

Haplo miró a su anfitriona. Alta y delgada, era una serie de líneas rectas de arriba abajo, toda ella ángulos sin curva alguna, y caminaba con la rigidez de un caballero de las Volkaran enfundado en su armadura.

—No hables así de padre, Calandra —murmuró otra elfa que admiraba su reflejo en una ventana—. Trátalo con respeto.

—¡Con respeto! —Calandra se incorporó en su asiento. El perro, ya nervioso, se sentó sobre las patas traseras y volvió a gruñir. Haplo apoyó una mano tranquilizadora en la testa del animal. La mujer estaba tan furiosa que ni se dio cuenta—. ¡Cuando seas «la baronesa Durndrun» podrás decirme cómo debo hablar, pero no antes!

La mirada inflamada de cólera de Calandra barrió la estancia, chamuscando visiblemente a su padre y al viejo hechicero.

—Me molesta tener que soportar a unos lunáticos, pero ésta es la casa de mi padre y sois sus invitados. Por tanto, os alimentaré y os cobijaré. ¡Pero no tengo por qué escucharos o contemplaros! ¡A partir de ahora, padre, comeré en mi habitación!

La elfa se inclinó hacia adelante sobre la silla; sus manos agarraban el respaldo con tanta fuerza que le marcaban las venas como brillantes trazos azules sobre los brazos pálidos, largos y delgados.

—¡Y nadie se alegrará como yo cuando por fin os larguéis a las estrellas y me dejéis en paz! —añadió.

Se volvió y, al hacerlo, las faldas y enaguas susurraron como las hojas de un árbol bajo el soplo del viento. Salió enérgicamente del salón y cruzó el comedor, creando a su paso una oleada de destrucción, derribando sillas y barriendo los objetos frágiles de encima de la mesa. Al llegar al otro extremo, salió al pasillo dando un portazo con tal fuerza que casi hizo astillas la madera. Cuando el torbellino hubo cesado, volvió el silencio.

—Creo que no he visto una escena igual en mis once mil años —tronó la voz bajo el suelo, en tono escandalizado—. Si queréis mi consejo…

—No lo queremos —se apresuró a decir Zifnab.

—… esa joven necesita una buena zurra —acabó la frase el dragón.

Disimuladamente, Haplo volvió a cubrirse las manos con las vendas.

—La culpa es mía —dijo Lenthan, encorvado en su silla con aire abatido—. Calandra tiene razón. Estoy loco. Mis sueños de viajar a las estrellas, de reencontrarme con mi amada…

—¡No, señor, no! —Zifnab descargó el puño sobre la mesa—. Tenemos la nave —añadió, señalando a Haplo—. Y al hombre que sabe gobernarla. ¡Nuestro salvador! ¿No os anuncié que vendría? ¡Pues aquí lo tenéis!

Lenthan alzó la cabeza, y sus ojos apacibles y de mirada borrosa contemplaron a Haplo.

—Sí. El hombre de las manos vendadas. Tú lo anunciaste, pero…

—¡Pues bien…! —Continuó Zifnab, con la barba erizada de triunfo—. Yo anuncié mi llegada y vine. Luego, dije que él aparecería y aquí está. También he dicho que viajaremos a las estrellas y así será. No nos queda mucho tiempo —añadió, bajando la voz con una mueca de tristeza—. La destrucción se acerca. Mientras permanecemos aquí sentados, la destrucción está cada vez más próxima.

Aleatha exhaló un suspiro. Dio la espalda a la ventana, avanzó unos pasos hacia su padre y, posando suavemente las manos en sus hombros, lo besó.

—No te preocupes por Calandra, padre. Trabaja demasiado, eso es todo. Ya sabes que la mitad de lo que dice no lo piensa en serio.

—Sí, sí, querida —contestó Lenthan, dando unas palmaditas en la mano a su hija menor, casi sin darse cuenta. Su mirada estaba fija en el viejo hechicero con renovado entusiasmo.

—Así ¿crees sinceramente que podemos utilizar esa nave para volar a las estrellas?

—Sin la menor duda. Sin la menor duda. —Zifnab echó una ojeada a la estancia con gesto nervioso e, inclinándose hacia Lenthan, le dijo en un audible cuchicheo—: ¿Por casualidad no llevarás encima una pipa y un poco de tabaco…?

—¡Te he oído! —rugió el dragón. El anciano hechicero se encogió.

—¡Gandalf disfrutaba de una buena pipa!

—¿Por qué crees que lo llamaban Gandalf el Gris? ¡No era por el color de sus ropas! —añadió el dragón, con aire siniestro.

Aleatha abandonó la estancia.

Haplo se incorporó para salir tras ella e hizo un breve gesto al perro, que rara vez apartaba los ojos de su amo. El animal, obediente, se levantó, trotó hasta donde estaba Zifnab y se tumbó a los pies del hechicero. Haplo encontró a Aleatha en el comedor, recogiendo los objetos que Calandra había derribado a su paso.

—Ten cuidado con los bordes de los cristales. Puedes cortarte. Ya lo haré yo.

—En condiciones normales, los criados se ocuparían de recoger todo esto —comentó Aleatha con una triste sonrisa—, pero no nos ha quedado ninguno. La única que aún sigue aquí es la cocinera, y creo que se ha quedado porque no sabría qué hacer si no nos tuviera. Lleva en la casa desde que murió madre.

Haplo estudió la figurilla hecha pedazos que tenía en sus manos. Era una figura femenina y parecía algún tipo de icono religioso, pues tenía las manos levantadas, con las palmas a la vista, en un gesto ritual de bendición. Con la caída, la cabeza se había roto y separado del cuerpo. Cuando la colocó de nuevo en su sitio, Haplo vio que lucía una melena larga y blanca, salvo las puntas de los cabellos, que tenían un tono castaño oscuro.

—Ésta es la Madre, la diosa de los elfos. La Madre Peytin. Pero tal vez ya lo sepas… —comentó Aleatha, acomodándose en cuclillas. Su vestido vaporoso era como una nube rosada que la envolviera; sus ojos, de un tono púrpura azulado, miraban fijamente a Haplo con una expresión seductora, hechizadora.

El le devolvió la mirada con una sonrisa serena, discreta.

—No, no lo sabía. No sé nada de vuestro pueblo.

—¿No hay elfos, en la tierra de la que procedes? Y, por cierto…, ¿de dónde vienes? Ya llevas varios ciclos con nosotros y no recuerdo que lo hayas mencionado nunca.

Había llegado el momento del discurso. Había llegado el momento de que Haplo le contara la historia que había perfilado durante el viaje. A su espalda, en el salón, la voz del anciano seguía hablando sin cesar. Aleatha, con una linda sonrisa, se incorporó y fue a cerrar la puerta que comunicaba ambas estancias. Pese a ello, Haplo siguió oyendo con toda nitidez las palabras del hechicero, que le llegaban a través de los oídos del perro.

—… las losetas refractarias seguían desprendiéndose. Un gran problema para la reentrada. La nave varada ahí fuera está hecha de un material más seguro que las losetas. ¡Escamas de dragón! —añadió en un susurro penetrante—. Pero yo no dejaría que corriera la noticia. Podría trastornar a…, a ya sabes quién.

—¿Quieres que intente arreglar esto? —preguntó Haplo, mostrando los dos fragmentos de la estatuilla.

—De modo que no piensas desvelar el misterio, ¿eh? —Aleatha alargó la mano y cogió los pedazos del icono, haciendo que sus dedos rozaran levemente los de Haplo—. Está bien. No importa, ¿sabes? Padre te creería aunque le dijeras que has caído del cielo, y Calandra no aceptaría tu palabra aunque le juraras que has salido de la puerta de al lado. Sea cual fuese la historia que cuentes, procura que resulte interesante.

La muchacha encajó con gesto ocioso los fragmentos de la estatuilla y la sostuvo en alto a contraluz.

—¿Cómo pueden saber qué aspecto tenía? Me refiero al cabello, por ejemplo. Nadie tiene el pelo así, blanco en la raíz y castaño en las puntas. —Los ojos púrpura se concentraron en Haplo, taladrándolo—. Retiro lo dicho. Es casi como el tuyo, pero al contrario. Tu cabello es marrón con canas en las puntas. Qué extraño, ¿verdad?

—En el lugar de donde procedo, no lo es. Todo el mundo tiene el pelo como el mío.

Aquello, al menos, era cierto. Los patryn nacían con el cabello castaño, y, cuando llegaban a la pubertad, las puntas empezaban a volverse blancas. Haplo se calló que con los sartán sucedía lo contrario. Éstos nacían con el cabello blanco y las puntas se les volvían de color castaño con el paso del tiempo.

Observó de nuevo la imagen de la diosa que Aleatha sostenía en la mano. Allí tenía la prueba de que los sartán habían estado en aquel mundo. ¿Seguirían allí todavía?

Sus pensamientos volvieron al hechicero. Haplo tenía un oído excelente y Zifnab no lo había engañado. El viejo había mencionado a los elfos de Tribus, es decir, a los elfos que vivían en Ariano, en otro mundo diferente, remoto y distante de Pryan.

—… propulsor de combustible sólido. Pero estalló en la plataforma de lanzamiento. Horrible, horrible. Pero no me creyeron, ¿sabes? Les dije que la magia era mucho más segura. El impedimento era el excremento de murciélago. Se necesitaban toneladas para conseguir el despegue, ¿sabes?

La perorata del anciano no tenía mucho sentido, pero era indudable que en su locura había cierto método, y Haplo recordó que Alfred, el sartán que había conocido en Ariano, se ocultaba bajo el disfraz de un criado torpe e inepto.

Aleatha depositó los dos fragmentos de la estatuilla de la diosa en un cajón. Los restos de una taza y un platillo terminaron en el cesto de los desperdicios.

—¿Te apetece beber algo? El aguardiente está muy bueno.

—No, gracias —contestó Haplo.

—Pensaba que quizá necesitarías un trago, después de la escena de Calandra. Tal vez deberíamos reunimos con los demás…

—Preferiría hablar a solas contigo, si está permitido hacerlo.

—¿Te refieres a si podemos vernos a solas, sin carabina? ¡Claro que sí! —Aleatha soltó una carcajada alegre y cantarina—. Mi familia ya me conoce. ¡No perjudicarás mi reputación, por lo que a ella se refiere! Te invitaría a sentarnos en el porche delantero, pero aún está lleno de gente que viene a contemplar tu «artefacto diabólico». Podemos pasar al saloncito. Allí estaremos frescos.

Aleatha abrió la marcha, cimbreando el cuerpo. Haplo estaba protegido de los encantos femeninos… no por la magia, puesto que ni siquiera la runa más poderosa trazada sobre una piel podía proteger a un individuo del insidioso veneno del amor, sino por la experiencia: en el Laberinto, el amor resultaba peligroso. No obstante, el patryn sabía admirar la belleza femenina, como había sabido admirar a menudo el cielo caleidoscópico del Nexo.

—Entra, por favor —dijo Aleatha con un gesto.

Haplo penetró en el saloncito. Aleatha entró tras él, cerró la puerta y se apoyó contra ella, estudiando al misterioso desconocido.

Situada en el centro de la casa, lejos de las ventanas, la estancia era privada y aislada. El único sonido procedía del ventilador del techo, que giraba con un leve chirrido. Haplo se volvió hacia su anfitriona, que lo observaba con otra sonrisa traviesa.

—Si fueras un elfo, correrías un riesgo quedándote a solas conmigo.

—Perdona que lo diga, pero no pareces peligrosa.

—¡Ah!, pero lo soy. Estoy aburrida. Y estoy prometida. Las dos cosas son sinónimas. Tienes un cuerpo muy atractivo, para ser un humano. La mayoría de los humanos que he visto son muy gruesos, de cuerpos muy robustos. Tú eres delgado, ágil y flexible. —Aleatha alzó una mano y la posó en el brazo de Haplo, acariciándolo—. Tus músculos son firmes, como las ramas de un árbol. No te dolerá cuando te toco, ¿verdad?

—No —respondió Haplo con su serena sonrisa—. ¿Por qué? ¿Debería dolerme?

—No sé. Lo digo por esa enfermedad de la piel.

El patryn recordó la mentira que había contado.

—¡Ah, eso! No, sólo me afecta las manos —dijo, levantándolas hacia ella. Aleatha contempló los vendajes con una leve mueca de disgusto.

—Es una lástima. Estoy profundamente aburrida. —La elfa volvió a apoyar la espalda en la puerta, estudiando lánguidamente al patryn—. El hombre de las manos vendadas… Tal como predijo ese viejo chiflado. Me pregunto si se cumplirá también el resto de lo que anunció. —Frunció el entrecejo y una leve arruga surcó su frente blanca y lisa.

—¿De veras dijo eso? —quiso saber Haplo.

—¿Decir qué?

—Lo de mis manos. ¿Realmente predijo… mi llegada?

—Sí, la anunció. —Aleatha se encogió de hombros y añadió—: Dijo eso y muchas otras tonterías, respecto a que no me iba a casar. Anunció que se acerca la ruina y la destrucción y habló de volar a las estrellas en una nave. Pero me voy a casar. —La elfa apretó los labios antes de continuar—: He trabajado en exceso, he pasado demasiados malos tragos. Y no voy a quedarme en esta casa un ciclo más de lo necesario.

—¿Por qué quería tu padre viajar a las estrellas? —Haplo recordó el objeto que había visto desde la nave, la luz titilante que brillaba en el cielo bañado por el sol. El patryn sólo había visto una, pero, al parecer, había más—. ¿Qué sabe de ellas?

—¡… vehículo de exploración lunar! Parecía un escarabajo, —le llegó la voz del hechicero, chillona y quejumbrosa—. Recorría el terreno recogiendo muestras de roca.

—¿Que qué sabe? —Aleatha volvió a reírse. Sus ojos eran cálidos y suaves, oscuros y misteriosos—. ¡Mi padre no sabe nada de las estrellas! ¡Ni él ni nadie! ¿Quieres besarme?

Haplo no tenía especiales deseos de hacerlo. Lo que quería era que la elfa siguiera hablando.

—Pero debéis tener alguna leyenda acerca de las estrellas. Mi pueblo las tiene.

—Sí, por supuesto. —Aleatha se acercó más al patryn—. Depende de quién haga los comentarios. Vosotros, los humanos, por ejemplo, tenéis la estúpida creencia de que son ciudades. Esta es la razón de que el viejo…

—¡Ciudades!

—¡Orn bendito! ¡No me vayas a morder! ¿A qué viene esa mirada de ferocidad?

—Lo siento. No pretendía sobresaltarte. Mi pueblo no comparte esa creencia —dijo Haplo.

—¿De veras?

—No. ¡Es que resulta una estupidez! —Explicó Haplo, tanteando a su interlocutora—. Unas ciudades no podrían dar vueltas en el cielo como si fueran estrellas…

—¡Dar vueltas! Aquí, los únicos que dais vueltas sois vosotros. Nuestras estrellas nunca cambian de posición. Vienen y van, pero siempre en el mismo lugar.

—¿Vienen y van?

—He cambiado de idea. —Aleatha se le acercó aún más—. Adelante, muérdeme.

—Más tarde, tal vez —respondió Haplo cortésmente—. ¿Qué quieres decir con eso de que las estrellas vienen y van?

Aleatha suspiró, se apoyó de nuevo en la puerta y contempló a su interlocutor tras la cortina de sus negras pestañas.

—Tú y el hechicero… estáis juntos en esto, ¿verdad? Entre los dos os proponéis robarle la fortuna a mi padre. Voy a contárselo a Cal…

Haplo avanzó un paso y alargó la mano.

—No, no me toques —le ordenó Aleatha—. Bésame…

Con una sonrisa, Haplo apartó las manos, se inclinó hacia adelante y besó sus suaves labios. Después, retrocedió un paso. Aleatha lo contempló con aire pensativo.

—No resultas muy distinto de un elfo.

—Lo siento. Beso mucho mejor cuando puedo utilizar las manos.

—Tal vez es cosa de los hombres en general. O quizá sean los poetas y su palabrería sobre corazones derretidos, fuegos en el cuerpo y sensaciones a flor de piel. ¿Alguna vez has sentido algo así cuando estás con una mujer?

—No —mintió Haplo, recordando una ocasión en la que esa llama del amor había sido su única razón de vivir.

—Está bien, no importa —suspiró Aleatha. Dio media vuelta con intención de marcharse y posó la mano en el tirador de la puerta—. Me siento fatigada. Si me disculpas…

—Háblame de las estrellas. —Haplo apoyó la mano en la puerta, impidiendo que la abriera.

Atrapada entre la hoja de madera y el cuerpo de Haplo, Aleatha alzó la vista hacia el rostro del patryn. Éste sonrió, clavando su mirada en los ojos púrpura de la muchacha, y se arrimó aún más a ella, dando a entender que estaba prolongando la conversación por una única razón. Aleatha bajó las pestañas, pero siguió mirándolo fijamente tras ellas.

—Puede que te haya subestimado. Muy bien, si quieres que charlemos de las estrellas…

Haplo enroscó un mechón de cabellos grises de la elfa en torno a uno de sus dedos.

—Háblame de las que vienen y van.

—Pues eso. —Aleatha agarró el mechón y tiró de él, atrayendo al patryn más cerca de ella, como si recogiera el sedal con un pez en el anzuelo—. Brillan durante muchos años y, de pronto, se apagan y permanecen oscuras durante otros muchos.

—¿Todas a la vez?

—No, tonto. Unas se encienden y otras se apagan. Pero yo no sé gran cosa del tema, te lo aseguro. Si de verdad te interesa saber más, pregúntale a ese rijoso amigo de mi padre, el astrólogo. —Aleatha volvió a levantar la vista—. ¡Qué extraño que tengas el pelo así, justo al revés que la diosa! Quizá sea cierto que eres un salvador, uno de los hijos de la Madre Peytin llegado para redimirme de mis pecados. Si quieres, puedes probar a darme otro beso.

—No. Me has herido en lo más hondo. Nunca volveré a ser el mismo.

Haplo soltó un mudo silbido. Los tiros al azar de la mujer estaban dando demasiado cerca del blanco. Necesitaba librarse de ella para pensar. Al otro lado de la puerta, algo se puso a arañar la madera.

—Es el perro —dijo Haplo, retirando la mano de la puerta.

—Olvídate de él —replicó la elfa con una mueca.

—No sería prudente. Probablemente necesita salir.

Los arañazos se hicieron más sonoros e insistentes. El animal se puso a gemir.

—¿No querrás que se… En fin, ya sabes…, dentro de la casa?

—Si lo hace, Cal te cortará las orejas y las servirá asadas para desayunar… Está bien, llévate fuera al bicho. —Aleatha abrió la puerta y el perro entró de inmediato, dio un brinco y le plantó las patas delanteras en el pecho a su amo.

—¡Hola, muchacho! ¿Me has echado de menos? —Haplo le rascó las orejas y le dio unas palmaditas en el flanco—. Vamos. Saldremos a dar un paseo.

El animal se puso de nuevo a cuatro patas con un gañido de contento, salió corriendo y volvió enseguida para asegurarse de que Haplo lo había dicho en serio.

—He disfrutado mucho con nuestra conversación —dijo el patryn a Aleatha. La muchacha se había hecho a un lado y estaba apoyada contra la puerta abierta, con las manos a la espalda.

—Y yo me he aburrido menos de lo habitual.

—Tal vez podríamos volver a hablar de las estrellas…

—Me parece que no. He llegado a la conclusión de que los poetas son unos mentirosos. Será mejor que te lleves de aquí a ese animal. Calandra no tolerará esos aullidos.

Haplo cruzó el umbral de la estancia y se volvió para añadir algo sobre los poetas. Aleatha le cerró la puerta en las narices.

El patryn salió con el perro, se dirigió a la zona abierta donde estaba amarrada la nave y alzó la vista hacia el cielo iluminado por el sol. Las estrellas eran perfectamente visibles. Ardían con un brillo sostenido, sin «parpadear» como solían afirmar los poetas.

Intentó concentrarse para comprender el confuso enredo en el que se había metido. ¿Un salvador que había venido para destruir…? Su mente, sin embargo, se negó a colaborar.

Poetas. Había querido replicar a las palabras finales de Aleatha que estaba equivocada. Los poetas decían la verdad.

El mentiroso era el corazón…

… Haplo llevaba diecinueve años en el Laberinto cuando conoció a la mujer. Tenía casi su edad y, como él, era una corredora. Su objetivo era el mismo: escapar. Viajaron juntos, complaciéndose en su mutua compañía. El amor, si no era totalmente desconocido en el Laberinto, era desde luego inadmisible. La lujuria y el deseo eran aceptables por la necesidad de procrear, de perpetuar la especie, de traer hijos al mundo para luchar contra el Laberinto. De día, viajaban en busca de la siguiente Puerta. De noche, sus cuerpos tatuados de runas se buscaban.

Al cabo de un tiempo, encontraron un asentamiento de ocupantes, patryn que viajaban en grupo, que avanzaban despacio y representaban el más alto grado de civilización en aquella prisión infernal. Como de costumbre, Haplo y su compañera se presentaron con un regalo en forma de carne y, devolviéndoles la cortesía, los ocupantes los invitaron a utilizar sus toscos habitáculos y a disfrutar de cierta paz y seguridad durante unas noches.

Haplo, cómodamente sentado junto al fuego, observó a la mujer mientras ésta jugaba con los niños. Era ágil y encantadora. El cabello color avellana le caía en una abundante mata sobre unos pechos firmes y redondos, tatuados con las runas mágicas que eran a la vez escudo y arma. El bebé que tenía en los brazos lucía parecidos tatuajes, como todos los niños desde el día en que nacían. La mujer alzó la vista hacia Haplo y ambos compartieron algo especial y secreto. El pulso de Haplo se aceleró.

—Ven —fue a cuchichearle, arrodillándose a su lado—. Volvamos a la choza.

—No —respondió ella con una sonrisa, mirándolo tras el tupido velo de cabellos—. Es demasiado temprano. Nuestros anfitriones se ofenderán.

—¡Al diablo con nuestros anfitriones! —Haplo la quería en sus brazos, quería perderse en su calor y en aquella dulce oscuridad.

Ella no le hizo caso. Siguió cantándole al bebé y continuó burlándose de Haplo durante el resto de la velada, hasta que el patryn sintió que le ardía la sangre en las venas. Cuando por fin estuvieron en la intimidad de la choza, ninguno de los dos pegó ojo el resto de la noche.

—¿Te gustaría tener un hijo? —preguntó ella en un momento de quietud entre los arrebatos de placer.

—¿Qué quieres decir? —Haplo la miró con un ansia voraz, feroz.

—Nada. Sólo quería… saber si te gustaría. Tendrías que hacerte ocupante, ¿sabes?

—No necesariamente. Mis padres eran corredores y me tuvieron a mí.

Haplo vio a sus padres, muertos; evocó sus cuerpos despedazados. Le habían dado un golpe en la cabeza, dejándolo sin sentido para que no viera nada, para que no gritara.

A la mañana siguiente, los ocupantes tuvieron noticias: al parecer, una de las Puertas había caído. El camino seguía siendo peligroso; pero, si conseguían pasar, estarían un paso más cerca de la meta, un paso más cerca de alcanzar aquel mítico refugio del Nexo.

Haplo y la mujer se despidieron del grupo de ocupantes y se adentraron cautelosamente en la espesura del bosque. Los dos eran luchadores experimentados —única razón de que hubieran sobrevivido hasta entonces— y percibieron los rastros, el olor y el escozor de las runas sobre sus músculos. Por eso, casi estaban preparados.

Una enorme silueta peluda, del tamaño de un hombre, saltó de pronto de la espesura y atrapó a Haplo por detrás, tratando de hundirle los dientes en el cuello para darle muerte rápidamente. Haplo agarró los brazos hirsutos de la bestia y aprovechó su propio impulso para quitársela de encima. El asaltante, un animal lobuno, se estrelló contra el suelo, pero se revolvió y logró incorporarse antes de que Haplo le hundiera la lanza en el cuerpo. Con los ojos amarillentos fijos en la garganta de Haplo, la furiosa fiera saltó de nuevo y lo derribó al suelo. Mientras caía e intentaba llevarse la mano al puñal, Haplo vio que las runas de la mujer empezaban a despedir un fulgor azulado, y vio también que otra de aquellas criaturas se lanzaba sobre ella y escuchó el crepitar de la magia; pero, de pronto, su campo de visión quedó tapado por un cuerpo peludo que trataba de acabar con su vida.

Los colmillos del ser lobuno buscaron de nuevo su cuello. Las runas lo protegieron y oyó resoplar de frustración a su adversario. Empuñando la daga, hundió la hoja en el cuerpo que tenía encima. El animal gruñó de dolor y Haplo vio un destello de odio en sus ojos amarillos. La fiera tenía una piel coriácea y era difícil acabar con ella. Sólo había conseguido enfurecerla más. Ahora, los colmillos buscaban la cabeza, el único lugar de su cuerpo que no estaba protegido por las runas.

Paró el golpe con el brazo derecho y luchó por repeler el ataque, sin dejar de clavar el puñal con la zurda. Las manos de afiladas garras del ser lobuno le asieron la cabeza. Un giro brusco y le romperían el cuello.

Las zarpas se hundieron en su rostro. De pronto, el cuerpo de la criatura se quedó rígido; un barboteo surgió de su garganta y la fiera se derrumbó sobre Haplo. El patryn se lo quitó de encima y vio a la mujer de pie junto a él. El resplandor azulado de sus runas estaba apagándose y su lanza estaba hundida en el lomo de la fiera. Ella le tendió la mano y lo ayudó a incorporarse. El no le dio las gracias por haberle salvado la vida, ni ella esperaba que lo hiciera. La próxima vez, quizá sería él quien le devolvería el favor. Así eran las cosas en el Laberinto.

—Esas dos bestias… —murmuró Haplo, contemplando los cadáveres.

La mujer extrajo la lanza y la inspeccionó para comprobar que seguía en buen estado. La otra fiera había muerto de la descarga eléctrica que había tenido tiempo de generar con las runas. El cadáver aún humeaba.

—Exploradores —apuntó ella—. Una partida de caza. —Se apartó del rostro la melena color avellana y añadió—: Deben de ir tras los ocupantes.

—Sí. —Haplo se volvió y observó el camino por el que habían venido. Las criaturas lobunas cazaban en jaurías de treinta a cuarenta individuos. Los ocupantes eran una quincena, cinco de ellos niños—. No tienen la menor oportunidad.

Era una observación ociosa, que acompañó de un encogimiento de hombros mientras limpiaba de sangre su daga.

—Podríamos volver y ayudarlos a defenderse —propuso la mujer.

—Dos lanzas más no arreglarían nada. Moriríamos con ellos, lo sabes muy bien.

En la lejanía se alzaron los gritos roncos de los ocupantes alertándose unos a otros. Por encima de los gritos sonaban las voces de las mujeres, más agudas, entonando las runas. Y, por encima de todo, más estridente todavía, el chillido de un niño.

A la mujer se le ensombreció la expresión y miró en la dirección en que habían sonado las voces, indecisa.

—¡Vamos! —Le urgió Haplo, envainando el puñal—. Tal vez haya más bestias de ésas en los alrededores.

—No. Están todas en la matanza.

El chillido del niño se convirtió en un estridente alarido de terror.

—¡Son los sartán! —Exclamó Haplo con voz ronca—. Ellos nos encerraron en este infierno. ¡Ellos son los responsables de esta maldad!

La mujer lo miró con unos puntos de luz dorada en sus ojos pardos.

—No lo sé. Tal vez la maldad está dentro de nosotros.

Empuñando la lanza, echó a andar. Haplo permaneció inmóvil, viendo cómo se alejaba por un camino distinto del que los había llevado hasta allí. Tras ellos, el fragor de la batalla iba apagándose. El alarido infantil enmudeció de pronto, piadosamente acallado.

—¿Llevas un hijo mío? —gritó Haplo.

Si la mujer lo oyó, no dio muestras de ello y continuó andando. Las sombras moteadas de las hojas se cerraron sobre ella. Desapareció de la vista y Haplo aguzó el oído tratando de escuchar sus movimientos entre la vegetación. Pero ella era una corredora, y era buena, silenciosa.

Haplo observó los cuerpos tendidos a sus pies. Los seres lobunos estarían ocupados con sus víctimas un buen rato, pero finalmente olfatearían sangre fresca y acudirían a buscarla.

Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Un niño no habría hecho sino entorpecer su marcha. Avanzó, de nuevo en solitario, por el camino que había escogido. El camino que conducía a la Puerta, a la evasión.